2. Despedida cobarde

2. Despedida cobarde.

20 de junio 1997

Una vuelta final.

Corro a mi máxima velocidad antes de terminar en la meta y seguir caminando un poco más para recuperar mi ritmo cardíaco.

Ya no estamos en época de competencias. De hecho, hoy fue nuestro último día de universidad y acabamos de comenzar las vacaciones de verano.

Aunque no dejo de entrenar aprovechando la pista de atletismo.

Hace calor, por lo que dejé mi torso desnudo y sólo llevo mis pantalones deportivos por encima de mis rodillas. Tampoco me preocupa mucho. De hecho, disfruto de la atención que mi cuerpo atlético —y del que estoy muy orgulloso—, recibe.

Ni siquiera mi maldita cicatriz en mi hombro derecho disminuye mi atractivo. De sólo pensar en cómo la recibí, un escalofrío recorre mi cuerpo.

Mejor olvidarlo.

Al menos, no es tan notoria después de tantos años.

Una chica pasa a mi lado en sentido contrario y sonríe con sensualidad, por lo que el caballero en mí le guiña el ojo en respuesta y esbozo mi sonrisa moja bragas. Sé que tengo éxito cuando un jadeo se escapa por entre los labios rosados de la desconocida.

Y sé que no es por el ejercicio.

Sin embargo, no estoy para ligues. No hoy.

Me encamino al verde campo donde abandoné mi bolso. Me siento junto a este y comienzo a estirar mis músculos, hasta que una sombra se posa sobre mí y capta mi atención.

—Hola Steve.

No necesito ver para reconocer esa voz melodiosa.

Mis ojos suben lentamente por las larguísimas piernas desnudas de piel blanca como la nieve, vestidas con un pantaloncillo apretado y minúsculo. 

Son delgadas, pero bien formadas gracias al ejercicio, pues es una de las mejores corredoras de medio fondo, mientras que yo soy velocista —cuando no nado—. 

Mi ascenso continúa por el plano y firme vientre que también luce su dermis a la vista, permitiéndome detallarle los pequeños lunares salpicados; y luego me topo con su senos apretados en el top deportivo.

Sus tetas son pequeñas, pero redondas y apetecibles como manzanas. Y estoy seguro que en mis grandes manos quedarían fantásticas.

Su largo cabello negro, liso y sedoso está atado en una trenza de esas raras que no tengo idea de cómo mierda hacen de tan rebuscadas que son.

Ya suficiente lidio con mis hebras rubias que me llegan a las mejillas de manera revoltosa.

Pero lo que realmente conquista en ella es la sonrisa con la que prosigo mi inspección. Y esos ojos. De un azul tan claro como el cielo enmarcados en largas pestañas negras.

Le devuelvo la sonrisa, aunque en ella, no tenga el efecto Sharpe desequilibrante.

—Hola Madison. ¿Vienes a entrenar un poco o sólo estás para una nueva sesión de fotografía? Con esto de que ahora te estás convirtiendo en una modelo famosa...

—Serás cabrón, Steve Sharpe.

Quiere sonar molesta, pero el amague de sonrisa la delata.

Me pongo de pie, pasando la camiseta por mi cabeza y brazos para cubrir mi sudor y cuando la bajo, me topo con la mirada de mi amiga perdida en mi abdomen esculpido.

¿Acaso acaba de comerme con los ojos?

Nooooo...

Prefiero ignorar lo que fue un parpadeo, ya que enseguida vuelve a conectar sus celestes en mis azules. 

Tomo mis pertenencias y doy un paso hacia ella haciendo que su metro ochenta desaparezca frente a mi metro noventa y dos.

—Sólo bromeo —la envuelvo con uno de mis brazos y la arrastro hasta las gradas, donde nos sentamos—. Sabes que estoy orgulloso por ti. Y realmente me alegro por la valiente decisión que estás tomando. No es fácil dejar la universidad para perseguir tus sueños.

—¿En serio? —Baja su vista y sus pálidas mejillas se arrebolan. Eso me sorprende, porque si algo no tiene Madison, es timidez—. ¿No estás enfadado conmigo?

—¿Enfadado? —No. Enfadado no. Triste, asustado, y con una pizca de decepción. Eso es lo que mi lado egoísta grita desde que se enteró que la agencia de talentos del padre de Edward le vio potencial como modelo de pasarela y tras dos cortos trabajos le ofrecieron un contrato por un año, con posibilidad de renovarlo—. Sólo lamento que debas irte a Londres. Te extrañaré. Pero no dejo de sentirme feliz por ti.

—Gracias —dice en un hilo de voz—. Sé que es una oportunidad única. Y a pesar de nunca haber tenido entre mis planes modelar, sería el pie para más, mucho más.

—Para llegar a ser una cantante internacional.

Golpea mi hombro con el dorso de su mano de dedos largos y delicados.

—Bueno, alguien siempre me dijo que tengo una voz formidable y que debería sacarle provecho.

—Pues ese alguien es un jodido genio, al que deberías escuchar.

—Y modesto además —rueda sus ojos antes de regresarlos a mí, con un cambio. Noto en ellos una seriedad que no esperaba—. Pero sí, ese jodido genio es una de las personas más importantes en mi vida —desliza su trasero por la banca hasta chocar su rodilla con la mía. Siento su calor y me abrasa más que el sol arriba nuestro—. Alguien que jamás podría abandonar, aunque mi cuerpo esté a cientos de kilómetros de distancia.

Posa su mano sobre mi muslo, muy cerca de mi entrepierna, a la que debo dominar. Pero lo que más me tiene eufórico, confundido y con el corazón latiendo a mil es la proximidad de sus labios a los míos.

¿Qué mierda está pasando?

Madison es sólo una amiga. Mi mejor amiga.

Nuestra mejor amiga.

¡Hey chicos! 

Mi interior no sabe si escupir fuego o agradecer a los dioses.

Mi cabeza está hecha un lío, pero no tengo tiempo a analizar lo que estaba pasando porque en un segundo, la distancia entre nosotros se incrementa al ponerse de pie casi en un salto y nuestro tercer elemento hace acto de presencia.

—Edward —su voz sale entrecortada y el rubor luce furioso en su blanca piel—. Llegaste. Lo encontré a Steve terminando de entrenar y estábamos charlando mientras te esperaba —se justifica como si hubiéramos estado haciendo algo indebido.

¡Lo es! Y lo sabes.

Cállate conciencia.

Dirijo mi mirada hacia el castaño y veo pasar por su semblante cierta oscuridad desconocida.

—Ah, qué bien. Entonces te estabas yendo. 

¿Me parece a mí, o me está echando de una manera diplomática?

¿Eh? Sí —imito a Madison y también me paro sobre mis pies. Recojo mi bolso deportivo y lo cuelgo al hombro. Se siente la incomodidad en el ambiente, lo que es algo nuevo entre nosotros—. Es mejor que me vaya. Iré a prepararme para la fiesta de esta noche.

—Me alegro de que vayas a asistir —me dice Madison con un brillo diferente es sus iris.

—¡Claro! Después de todo, es tu despedida. ¿Cómo podría no ir? —Vuelvo a hablar hacia Edward, que parece más relajado y con una mueca en sus labios al mirar a la pelinegra—. Nos encontramos en la casa de mis padres, ¿no Edward?

—Nos vemos allí para ir juntos, hermano

Sonrío y me marcho, repitiendo en mi mente la forma en la que pronunció hermano.

***

Mis pensamientos me tuvieron el resto de la tarde algo perdido tras lo ocurrido en la pista. El casi beso con Madison —porque estoy seguro de que ese hubiera sido el destino final—, la mirada oscurecida de Edward y su extraño tono al despedirnos.

Descarto cualquier teoría, asegurándome que son los nervios porque nuestro pequeño grupo de tres se verá resentido, por al menos el próximo año.

A no ser que... No. ¿O sí?

No puedo sacarme de la cabeza lo que Madison me hizo sentir. En realidad, lo que intensificó.

¿Debería ser sincero con ella y ver a dónde nos lleva lo que sea que podríamos tener?

Me doy un último vistazo en el espejo de cuerpo entero y sonrío con soberbia ante mi reflejo. Tomo el envase de cristal y difumino unas gotas sutiles del perfume exclusivo sobre la piel de mi cuello.

Agradezco una vez más la genética de mis fantásticos padres y que se hayan esmerado tanto en hacerme atractivo. Bueno, tengo más de mi progenitor que de mi bella madre, salvo por sus ojos de azul profundo. Eso es lo que me tocó en el reparto.

El resto, pertenece a la parte paterna.

Estiro mi chaqueta de cuero desde las solapas. Es negra y de edición limitada. Por debajo, uso una camiseta de cuello en V de color blanca. Mis largas piernas se sienten bien vestidas con el vaquero azul claro y en los pies, unas botas cortas de motociclista del mismo color que la chaqueta.

Sacudo con mi mano mi cabello, dejándolo desordenado de manera casual.

La puerta de mi habitación es abierta de golpe y por la superficie reflejante puedo ver a mi mejor amigo entrar y lanzarse sobre mis espaldas, riéndose a carcajadas.

—¿Qué tal, cabrón?

—Inglés de mierda —respondo, sacándomelo de encima con una sonrisa. 

Todo está en orden.

—¿Listo para follar como enfermo en nuestra última noche antes del receso?

—Bolsillo lleno de condones —señalo, sacando la prueba en sus envoltorios de aluminio—. ¿Y tú? Mira que no deseamos mini Chadburns por ahí. Con uno es suficiente. 

—Tus matemáticas son una mierda —su rostro se contorsiona. Es un tema delicado y me arrepiento de haber bromeado con eso—. Desgraciadamente, somos dos en este mundo. Y ya somos demasiados. No queremos más. 

—Cierto —le paso mi brazo por el cuello, ahorcándolo suavemente, haciéndolo reír otra vez—. Olvidémonos del cabrón de tu padre, que encima, se lleva a nuestra Madison a tu triste Londres. Bebamos, bailemos y follemos como siempre.

Edward me empuja y me dejo alejar. 

Su sonrisa se desvanece y veo su boca abrirse, pero es interrumpido en lo que sea que iba a decir cuando unos golpes en el marco de la puerta abierta nos hacen voltear.

Allí, aparece la figura de la mujer más importante de mi vida.

Mi hermosa madre.

—Chicos, lucen muy atractivos. Las chicas caerán rendidas por ustedes. Espero que sean unos completos caballeros. Aunque hijo, podrías peinarte alguna vez — da unos pasos hacia mí y acaricia mi rasposa mejilla.

—Estoy perfectamente peinado, mi querida madre.

Obtengo una sonrisa de resignación.  

—Gracias Audrey. Tú estás tan bella como siempre. Cada día más joven. Afortunado Richard.

Mi mamá menea la cabeza, riendo entre dientes. Ya está acostumbrada a esas líneas de falso flirteo. 

—Cállate Chadburn —sacudo su nuca con un golpe de mi palma.

—¿Ves Audrey lo que tu hijo me hace? Vivo maltratado por él.

—Niños, compórtense o los castigaré —bromea, haciéndose a un lado para dejarnos pasar.

Bajamos los tres las escaleras, siguiendo la figura de la única mujer Sharpe de la casa. 

Y de nuestras vidas.

Nos encontramos con mi padre, que está sentado en la elegante sala de estar, leyendo el periódico del que es dueño. Nunca deja de prestar atención a lo que sus periodistas escriben. Una de ellas, mi propia madre, quien es el orgullo de mi padre y su mejor empleada. 

Y la más rebelde, cabe destacar.

Abandona las hojas impresas y nos dedica una sonrisa.

—Vaya, vaya... veo a dos posibles problemas saliendo de mi casa.

—Me siento ofendido por esas palabras —dramatiza mi amigo, llevando su mano al pecho en un fingido dolor—. Los problemas llegan a mí. Yo no los busco. Soy un inocente de las circunstancias.

Los cuatro reímos. Ni siquiera él se cree lo que dice.

—No me esperen despierto.

No hay respuesta, salvo un intercambio de miradas entre mis padres. 

Niego, sabiendo que una vez más, se comunican sin abrir la boca.

Nos despedimos y tomo las llaves de mi Audi.

Fue el regalo de mis progenitores por finalizar la preparatoria como el mejor estudiante.

Tengo pasión por los coches y la velocidad, y en mi futuro planeo tener una colección envidiable de vehículos... y de lo que sea.

Salimos y caminamos al otro lado de la calle. La casa de mis padres —una de ellas—, está ubicada en uno de los suburbios más exclusivos de Nueva York.

Durante los meses que no asistiré a la universidad y en la que trabajaré como pasante en la sede de las Naciones Unidas aquí en Nueva York, me quedaré en mi hogar de la infancia.

Ingresamos a la máquina y enseguida la hago rugir, acelerando hacia nuestro destino.


El silencio en el habitáculo me parece ajeno a lo habitual, ya que Edward Chadburn suele ser un grano en el culo con su constante parloteo vulgar y superficial.

Cuando lo rompe, desearía que se hubiera quedado callado.

—Me iré con Madison a Londres por el verano.

Juro que sentí un agujero posicionarse en el centro de mi estómago.

—¿De qué mierda hablas, Edward? Tú odias estar cerca de tu padre.

—Es un sacrificio que estoy dispuesto a hacer por ella. Mi padre es un depredador.

—Vamos... no creo que caiga tan bajo con una chica de diecinueve años. ¡Tiene más del doble que ella!

—Como si eso le impidiera ser un sucio cabrón. Además... —temo lo que estoy por escuchar—. Pretendo confesarle mis sentimientos, Steve.

Joder, no, no, no... esto no puede estar pasándome.

Aprieto el volante al punto de que mis nudillos se ponen blancos.

—No te jode, ¿verdad? —Pregunta.

Noooooo... para nada. Es como cortarme las bolas con un cuchillo oxidado.

¿Por qué habría de joderme? 

Soné convincente, ¿a que sí?

—Porque a veces me pareció creer que a ti también te gustaba. 

—Madison es mi amiga. Nada más —la acidez de la bilis me quema la garganta.

—Entonces no tienes pensado hacer nada con ella, ¿no? —Sacudo mi cabeza, porque no puedo decirlo en voz alta—. ¿Lo prometes?

Mierda, mierda, mierda. 

Este cabrón sabe el valor de las promesas para mí.

—Lo prometo. Sólo espero que no le hagas lo que haces con cualquier chica. 

¿El tono de mi voz fue demasiado duro? Espero que no se haya dado cuenta del dolor que sus palabras me provocaron.

—Ella no es cualquier chica, Steve. Estoy enamorado de Maddy.

Exhalo lentamente, tratando de recuperar algo de cordura, y el remordimiento hace gala de presencia.

¿Por qué tenía que tener conciencia?

—¿Lo dices en serio? —Lo veo un segundo al voltear hacia él cuando asiente con la cabeza—. Confío en ti, que sabrás valorarla. Y cuidarla de tu padre. Y de ti mismo.

Maldigo no haber sido yo el primero en exteriorizar lo que sentía por Madison. Ahora perdí mi oportunidad, porque nunca haría algo que traicione la confianza y la amistad de Edward.

Nos habremos acostado con las mismas chicas, pero siempre fue con consentimiento del otro. Nunca sentimos nada más por alguien, pero siempre juramos que en cuanto uno de los dos tuviera verdaderos sentimientos, el otro se apartaría.

Por primera vez, he perdido ante mi amigo el inglés.

Y no sabe para nada bien.


Arribamos a la fiesta en silencio. Y de igual manera bajamos del vehículo.

Apenas descendemos, el ruido golpea nuestros tímpanos. Llegamos con el evento ya avanzado.

—Vamos amigo. Disfrutemos nuestra última noche juntos por las próximas semanas. 

—Adelántate tú —pido en tono bajo, esbozando una media sonrisa para tranquilizarlo cuando arquea una ceja hacia mí.

Tras asentir, lo veo alejarse, saludando a otros asistentes.

Mi ánimo está por los suelos y mis pasos avanzan sin rumbo entre el mar de gente. Cabeceo a modo de saludo cuando me dan la bienvenida, aunque no tenga idea de quiénes me hablan.


Por primera vez, no tengo ganas —o motivos—, para celebrar. Me encuentro en un rincón, junto a la mesa de bebidas, ahogando mis penas.

Todo se va a la mierda cuando la veo a ella. 

Trago duro.

Es tu amiga, recuérdalo. Sólo una amiga.

De la que está enamorado tu mejor amigo.

Tu hermano.

Debo repetirme eso como un mantra para no perder la cabeza. Definitivamente, Madison es una jodida modelo. Camina hacia mí como una experta en la pasarela.

El vestido corto —que llamaría más bien un pañuelo—, ajusta su delgado cuerpo. No tendrá muchas curvas, pero el magnetismo que desprende está haciendo que mis ojos no se puedan despegar de ella y mi polla la está desconociendo como mi mejor amiga.

Se aprieta desvergonzadamente en mis pantalones.

¡Abajo fiera! ¡Quieto!

Madison detiene su andar a un mísero paso.

Sus ojos me atrapan al mostrarse diferentes al recorrerme, deteniéndose por un momento en mis labios, antes de regresar a mi mirada. No me ve con la inocencia de la amistad.

Para nada.

Hay deseo, lujuria en ellos. Y de eso sé bastante.

¡Carajo!

Te ves condenadamente bien esta noche, Steve.

Su voz también suena distinta y hasta mi entrepierna se dio cuenta.

Posa sus perfectas manos en mis duros pectorales.

A pesar de la tela, puedo sentir su calidez.

O seré yo que acabo de encenderme.

Mis manos reaccionan tomándola por su cadera. Mis pulgares acarician los huesos frontales de su pelvis, mientras el resto de los dedos se entierran en la espalda baja.

¡A la mierda nuestra amistad! Tengo que decirle que me gusta. Mucho.

Pero se me adelanta cuando sus labios rozan los míos y habla contra ellos.

—Steve... —mi voz no sale. Sólo logro producir un ridículo sonido desde el fondo de mi garganta, que hace reír entre dientes a la pelinegra—. Tal vez sea el alcohol en mi sistema, o el hecho de que me iré mañana. Pero tengo que confesarte algo.

Nada, no puedo emitir palabra alguna. Sólo me dedico a verla a los ojos y sentir su aliento sobre mí.

—Baila conmigo —pide y no puedo negarme. 

En el mismo lugar donde nos encontramos, nuestros cuerpos comienzan a moverse ignorando el ritmo de la música. Ni siquiera tengo idea de qué es lo que está sonando en los parlantes, pero nosotros hacemos un baile lento, sensual y pegado. 

Muy pegado.

Tanto que la veo sonreír al sentir mi dureza contra su vientre.

—Lo siento.

Es lo único que puedo decir.

—¿Por qué? —Se refriega contra mi miembro y no puedo evitar cerrar mis ojos con fuerza. Me está torturando. Está provocando mi lado salvaje—. Es el mejor halago para una chica. Que el muchacho más candente y por el que una muere se excite por ella.

Mi cerebro tarda unos segundos en procesar lo que acaba de decir.

Abro de golpe mis ojos, enfocándolos en los de Madison.

—¿Mueres por mí?

—Eres mi mejor amigo. Pero también me gustas Steve. Y por lo que percibo, es recíproco.

Siento un coro de ángeles cantar a mi alrededor. 

Mis labios se estiran en una estúpida sonrisa y cuando estoy a punto de conquistar la boca de Madison, mis sentidos me hacen mirar por encima de su hombro.

Y lo que encuentro me lanza un cubo de agua helada, regresándome a mi realidad, donde Steve Sharpe nunca rompe una promesa.

Los ojos de Edward me taladran con furia y decepción. Podría asegurar que están húmedos y eso hace que me sienta como la peor basura del mundo.

Como puedo, me aparto de una desconcertada Madison, que parpadea sin creer lo que ocurre.

—Perdóname, Madison. Te quiero. No lo dudes jamás. Mi cuerpo reaccionó porque, ¡vamos! Eres hermosa. Sin embargo, eres mi amiga. No puedo cruzar esa línea.

No le puedo hacer eso a Edward.

Steve... —El descaro desapareció y la vergüenza tomó lugar—. Yo... lo siento... creí que sentías lo mismo. 

—No tienes que pedir disculpas. Pasamos mucho tiempo juntos. Somos confidentes y es normal confundir las cosas —miento—. No quiero que cambie nada entre nosotros. Te lo repito. Te quiero Madison.

Una sonrisa tiembla en sus labios y la decepción opaca el brillo de sus ojos. Pero es lo mejor.

Tal vez, si no hubiera sido un cobarde, nuestra despedida sería diferente.

—Ten mucho éxito en Londres.

Desciendo mi rostro hasta su mejilla y la beso, sosteniendo el contacto todo lo que puedo.

Maldita sean los códigos de amistad.

Me alejo sin mirar atrás, buscando al hombre que sigue con sus orbes clavados en mí.

Cuando llego a él, noto su mandíbula apretada, como si estuviera a punto de hacer saltar sus dientes.

—No es lo que crees, Edward. No traicionaría nuestra amistad.

—¿No estabas manoseando a Madison? —Escupe.

—Sólo bailábamos. —Nunca le reconocería lo que estuve cerca de confesar—. Me despedía de mi amiga. Como ahora me despido de mi mejor amigo —le pongo mi mano en su hombro y creo percibir relajación en sus músculos—. Ten un buen viaje. Cuídala mucho. Nos vemos a tu vuelta, para el inicio de las clases.

Su rostro cambia levemente, sin abandonarlo un semblante receloso, aunque una sonrisa de alivio se atreve a lucir en sus labios.

—Claro que sí. No podrías vivir tu último año sin mi presencia.

—Hostigándome y tocándome los huevos como siempre.

—No te me pongas gay en mi ausencia.

—Sabes que sólo tú me interesas —bromeo, como puedo. Y tras darle una palmada algo más fuerte de lo que pretendía, desaparezco del lugar.

Que Edward se arregle para regresar a su residencia.

Necesito conducir hasta que el nudo en mi garganta y el dolor en mi pecho se deshagan.

Al menos, sé que hice lo correcto.

Él hubiera hecho lo mismo por mí de haber sido al revés.

Estoy seguro de ello. 

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