13. Señora Brockbank

13. Señora Brockbank.

15 de febrero 2004

Esta tarde me encuentro en Francia. En esta ocasión, lo que me trajo al viejo continente fue mi función como dueño de Sharpe Media, y no mi faceta secreta, por lo que me muestro sin inconveniente alguno ante todos. 

La sonrisa coqueta de la recepcionista del Mandarín Oriental de París me recibe al atravesar la entrada, hastiado por tanta cursilería decorando las calles francesas, tras otro San Valentín.

A mi alrededor los colores rosa y rojo siguen vistiendo cada rincón como si todavía fuera el puto día de los enamorados.

¡Vamos! ¡Quiten la jodida decoración romanticona!

Sí, lo sé. No pasaron siquiera veinticuatro horas, ¡pero joder! 

Debí recordar esta fecha cuando planifiqué mi reunión con una cadena televisiva que acabo de adquirir.

Al menos, no tuve que tragarme tanta dulzura al haber arribado en la noche de ayer y sólo dormí en mi suite, para levantarme hoy y dirigirme directamente a mi cita laboral.

No pienso desperdiciar mi tiempo aquí, así que me afirmo con toda mi envergadura frente a la mesa de recepción. Visto una larga gabardina negra, que me quito y recargo sobre mi antebrazo, luciendo mi traje azul marino de corte inglés de tres piezas, que envuelve mis músculos con exclusividad, y mi corbata en un tono más oscuro. Sé que este color resalta el tono profundo de mis iris.

—Buenas tardes, monsieur Sharpe —saluda la empleada después de hacer su escrutinio sobre lo que le ofrezco visualmente.

—Señorita... —me fijo en su placa dorada que la identifica, ubicada justo sobre su busto, provocando que mi mirada se detenga más de lo que el recato establece en el valle de sus senos levemente visible al tener los primeros botones de su camisa libres, aunque al elevar mis ojos hacia la castaña, no parece incomodada para nada. De hecho, hasta eleva su pecho—. Annette. Mi asistente Andrew vendrá a retirar mis maletas en un momento. Avísele que estaré en el bar esperándole.

—¿Tan pronto nos abandona, monsieur Sharpe?

Su meloso acento francés al hablarme en inglés o su rubor al atacar sus mejillas, no esconden el efecto que tengo en la joven.

—Es lo que significa que me lleve las maletas.

No es muy lista, al parecer.

—Claro señor —el sonrojo se intensifica—. Por supuesto. ¿Todo fue de su agrado?

—No tengo quejas.

—Es una pena que no pueda quedarse más tiempo, disfrutando de las bellezas francesas. Ojalá sea en otra oportunidad.

Ronronea una promesa velada que capto enseguida.

Mis ojos acerados atraviesan la tela de su uniforme marcada por la evidente excitación de la sensual mujer. Sus atrevidos montículos suplican por atención. Atención que me planteo otorgar antes de mi retiro.

Lástima que somos interrumpidos por el gerente, que se acerca a mí con una sonrisa demasiado servicial para mi gusto.

Merci, Annette. Yo me haré cargo —la mueve a un lado—. Escuché que ya se va.

—Así es.

—Tan pronto.

—Sólo vine por negocios. No tengo nada más que hacer aquí —espeto mientras firmo mi salida cuando me entrega el papel correspondiente, cancelando mis cargos extras.

No sé por qué tengo que estar dando explicaciones. Eso me cabrea y mi tono se vuelve gélido.

—Oh, sí, sí, claro, monsieur. Esperamos contar con su presencia para cuando vuelva a nuestra hermosa ciudad. Por favor, no dude en dirigirse a mí ante cualquier necesidad.

—Ya veré.

Sin más, y molesto por la actitud lamebolas del gerente, llevo mis elegantes zapatos hacia el bar.

Como acostumbro a hacer cada vez que ingreso a un recinto, repaso todo lo que me rodea, atento a cada salida, puntos vulnerables, posibles amenazas y demás.

En mi revisión, poso mis ojos en una figura que reconozco, aunque sólo la haya visto una vez, hace justamente un año.

Ella detiene a la mitad del recorrido su copa y abre con sorpresa sus ojos. No demora más de un segundo cambiar su gesto a uno de estudiada seducción, dejando el cristal sobre la mesa y enderezando su cuerpo, atrayendo mi atención.

Dejo que crea que me tiene donde quiere y me aproximo allí. 

Detengo a una mesera muy bonita tomándola por el brazo, haciéndola ruborizar cuando acerco mi boca a su oído.

—Tráeme un bourbon.

Oui monsieur —balbucea, nerviosa.

Paso mis dedos por entre mi cabello, reafirmando mi peinado hacia atrás y prosigo mi camino hasta la mujer que me aguarda con la ansiedad en sus rasgos.

—Señora Brockbank.

—Gabrielle. Dime Gabrielle, Steve.

No me sorprende que recuerde mi nombre. Soy jodidamente atosigado por los medios, tildado como una revelación en los negocios, y un codiciado joven y atractivo multimillonario, a quien pretenden atrapar.

Ilusas.

Me sonríe con sugestión, recorriendo con la punta de sus dedos el borde de su exuberante escote. Caigo como adolescente hormonal en su juego al seguir el movimiento con mis pupilas. Es mi único punto débil. Uno que sé que terminaré de dominar. Al menos, sí mantengo mi rostro pétreo.

—Qué deliciosa y estimulante sorpresa encontrarte aquí, en la ciudad del amor. —Arqueo una ceja ante su tono empalagoso, enfocándome ahora en sus ojos—. Ven querido —acaricia con la misma mano inquieta el espacio a su lado en el largo asiento que rodea la mesa circular—. Hazle compañía a esta vulnerable dama, que está celebrando su primer aniversario de viudez.

Vulnerable.

Ja.

Si algo no tiene esta mujer, es un gramo de vulnerabilidad.

Creo que si le dijera en este momento que soy el responsable de su situación, la tendría arriba mío incluso más rápido de lo que sus intenciones revelan.

Lo maté el catorce, no el quince. Pero las autoridades dieron esa fecha.

Obedezco. O casi, porque no acepto el lugar que me ofrece. Deposito mi abrigo a un costado y abro el botón de mi costoso saco para sentarme justo en frente, con la mesa cubierta con un suave mantel blanco de por medio. Me acomodo con un brazo en el respaldo del asiento y cruzando una pierna sobre la otra.

Por sus ojos pasa una intensa pero breve molestia por mi impertinencia, que es reemplazada por una sonrisa ladina y sé que en el fondo, le encendió mi desobediencia.

Los orbes verdes azulados maquillados con maestría me están comiendo como si fuera su plato principal. Uno pecaminoso y prohibitivo.

Hago lo mismo, importándome una mierda la sutileza. Después de todo, no soy un santo y la dama en cuestión está para sacudirla, deseando comprobar la teoría de que las mujeres maduras tienen mucho para enseñar. Y agradecer a los hombres jóvenes que las satisfagan.

Total, no hay marido de por medio. Seré un capullo follador, pero nunca me meto en un matrimonio. Tengo mis códigos. Nada de casadas, ni empleadas de mi empresa. Demasiado drama. 

Regreso a mi evaluación, bastante satisfecho con lo que contemplo. Tiene un cuerpo voluptuoso en las zonas correctas, gracias a su hobby principal —la cirugía plástica—, y el perpetuo combate con el tiempo a base de bótox, tintura —que hora es de un rojo oscuro—, dietas, ejercicio y maquillaje.

Debe rondar los cuarenta, y destila seguridad y arrogancia por cada poro. Luce un vestido atrevido, sensual y caro. Demasiado caro. Que imagino disfrutó comprar con su herencia.

—¿Te gusta lo que ves?

Como dije.

Me importa una mierda ser descarado en mi escaneo.

Si quiere un buen polvo, primero debo disfrutar de la vista para decidir si acepto el juego o no.

—No creo que haga falta que le diga lo bien que se ve, Gabrielle.

—Tutéame, Steve. No soy tan vieja —aletea sus pestañas con maestría—. A toda mujer le gusta escuchar que un hombre atractivo la considera hermosa.

Bueno, no sé si diría hermosa.

Seductora, atractiva y una completa serpiente.

Eso la describía mucho mejor.

—Si quiere de mí palabras cursis, deberá inventárselas, o sacarlas de un libro romántico. Soy un hombre de acción, no poeta.

—Tienes razón. Las palabras están sobrevaluadas. —Sus orbes brillan y una sonrisa maliciosa se perfila en sus labios—. Me gustaría ver cuánta acción es capaz ese joven y musculoso cuerpo, que parece rebozar de energía.

Pasea un dedo por el filo de su copa, antes de embeberlo en el líquido transparente y enseguida llevarlo a su boca, chupándolo con fruición. En otro momento, mi cabeza estallaría con esa imagen, deseando trasladarla a mi polla.

—¿Qué es lo que pretendes, Gabrielle? —La tuteo como deseaba.

Me tensiono brevemente cuando siento un roce en la pierna que se mantiene afirmada al suelo. El contacto del pie descalzado de la mujer que tengo delante de mí sube y baja con provocación.

Y yo hablo perfectamente ese idioma.

Bajo la guardia y separo mis piernas cruzadas, abriendo un camino que no demora en tomar. El largo mantel mantiene la situación oculta a ojos ajenos cuando siento frotar su metatarso sobre mi miembro, masturbándome con presteza por encima del pantalón.

—Mostrarte que todas esas jovencitas con las que follas no tienen la menor idea de cómo satisfacer realmente a un hombre.

En su voz se percibe la lujuria.

No respondo. Dejo que me friccione y apriete a su gusto. Debo reconocer que es la primera vez que juegan conmigo de esta manera. Y me está gustando.

Aprieto mi mandíbula cuando presiona un poco más. Tengo que juntar todo mi autocontrol para no derramarme aquí mismo. Esa maldita bruja sabe muy bien qué hacer con su pie.

Nuestros ojos se mantienen conectados, permitiéndome contemplar la oscuridad que absorbe sus iris por sus pupilas dilatadas debido al deseo.

Mi visión es interrumpida cuando depositan delante de mí el vaso cortado con el bourbon pedido.

La escucho resoplar del otro lado del obstáculo físico que es la bonita mesera, que me mira muy coqueta.

—Puedes irte ya, niñata —sisea, cabreada por la interrupción. Aunque su pie se mantiene en su lugar—. ¿No tienes otras mesas que atender?

No esconde la mirada envenenada que le lanza a la camarera.

Oui madame —responde avergonzada, retirándose casi a las corridas.

Me llevo el vaso a los labios y saboreo el líquido ambarino, importándome muy poco la escena de celos de la viuda.

El contacto en mi erección desaparece y siento la falta de calor.

La veo moverse hasta arrimarse a mí, apretando su redondo busto contra mi cuerpo y deslizando su mano por mi muslo, llegando a la unión con mi cadera, donde mi miembro se mantiene rígido.

Pese a eso, mantengo fría mi cabeza. La de arriba. Bajo mi mano con la copa.

—¿Quién te dijo que ando follando por ahí? —Mi voz sale enronquecida.

Es cierto eso, pero soy muy cuidadoso con mi reputación. Mantengo un bajo perfil con mis ligues.

—Tenemos un amigo en común, aunque no de la misma manera. Espero.

Sus labios están muy cerca de los míos, tensionándome. Huele a Martini.

—Edward —sus comisuras se curvan hacia arriba, confirmándolo—. No deberías creerle lo que diga.

—Entonces, ¿no es verdad que disfrutas del sexo sin compromiso?

—Esa es una de las pocas verdades que pudo haber dicho de mí. —Mi mano la toma por el mentón, llevando mi boca a su oído—. ¿Eso es lo que quieres, Gabrielle?

Regreso mis ojos a ella.

—Me gusta cómo sale mi nombre entre tus carnosos y apetecibles labios.

—Aún no me has contestado.

—Sí, joder. ¡Sí! Desde aquella noche en que te vi personalmente por primera vez, he fantaseado contigo.

—La noche en que tu esposo falleció —provoco. Ella sólo pone los ojos en blanco—. No pareces muy triste.

—Él era una mierda de persona —reconoce—. No lamento su muerte. Es más, la celebro —eleva su copa en un brindis imaginario y la lleva a su siliconada boca—. Por mi libertad.

—Y su dinero.

—Y su dinero —repite con una sonrisa malvada. Vuelve al ataque sobre mí, arrastrando su uña por mi cuerpo.

—Si hacemos esto —retomo nuestra conversación—. No deberíamos perder tiempo. —Miro mi Rolex—. Tengo dos horas antes de irme.

—Eres decidido y directo.

—Lo soy. ¿Será un problema para ti?

Vuelve a carcajearse y reafirmo que no me agrada ese sonido.

—Ay, querido. Tampoco te creas la gran cosa. Serás un joven candente, que parece creado por dioses, o demonios, mejor dicho, salido de las entrañas del mismo infierno.

Sonrío ante esa imagen. No sabe qué tan acertada es esa comparación.

—Soy un demonio, que puede llevarte a ese infierno si lo queremos. Sólo si aceptas nuestro pacto. Nada de compromisos, histeriqueos o promesas. Te follaré como me gusta hacerlo. Duro, fuerte y salvaje. —Jadea y veo la fuerza de sus pezones atravesar su vestido—. Disfrutarás como jamás lo has hecho —mis acerados zafiros se clavan en ella, de manera amenazante. Ahora la veo tragar nerviosa—. Pero tras darte lo que ambos deseamos, me iré y no habrá reclamo alguno. ¿Entendido? Sexo es lo único que obtendrás de mí. No quiero que me persigas en Nueva York. No quiero escenas de cualquier tipo.

Parece recuperar su templanza y la altivez.

—Fanfarrón —masculla ofendida—. He tenido mi cuota de hombres y todavía no me has demostrado nada más que un muy atractivo y tentador cuadro. Quedará por ver si sólo eres eso, una bonita foto, o un verdadero espectáculo. Terminarás siendo tú el que suplique por estar entre mis piernas. Después de todo, sigues siendo un muchachito.

—Te equivocas Gabrielle. Soy un hombre que sabe lo que quiere y lo toma.

Su cuerpo se relaja otra vez, respondiendo a mí.

—¿Y qué quieres?

—¿Ahora mismo? —Asiente, con un brillo de comprensión en sus ojos—. Follarte... —Jadea y puedo apostar que su sexo debe estar mojado—. Sentaré una nueva marca en tu registro, Gabrielle.

Sin más que decir, con nuestro deseo palpable y pesado sobre nosotros, la mujer vuelve a calzarse y yo tomo mi abrigo.


Veo a Andrew llegar al bar justo cuando la madura mujer y yo nos ponemos de pie. Llevo el sobretodo por delante de mi pelvis, para ocultar lo empalmado que estoy.

—Ve yendo. Debo darle ciertas indicaciones a mi asistente.

—De acuerdo. —Me susurra el número de suite evitando que Andrew escuche—. Te esperaré. Dejaré la puerta entreabierta —ronronea contra mi cuello, pasando su larga uña por mi pecho, por encima del saco.

Deposita un beso en mi lóbulo tras morderlo. Algo que no me provoca excitación para nada. Esos gestos no son mucho de mi agrado. Prefiero el juego directo, sucio, salvaje y fuerte de las embestidas frenéticas. Las delicadezas están descartadas.

La figura de mi mano derecha se planta frente a mí, una vez Gabrielle se marchó, con un bamboleo de caderas demasiado acentuado.

—¿Señor?

—Dame dos horas, Andrew. Dile al piloto que nos demoraremos.

—¿Le explico el motivo? —pregunta con sarcasmo. Aunque ningún músculo refleja burla.

—¿Qué le explicarías, exactamente? —indago, realmente curioso por su inusual comportamiento.

—Que el jefe tiene un duro problema en los pantalones que irá a solucionar con una muñeca inflable plástica muy costosa y caprichosa. Algo usada por lo visto.

Buena descripción.

—No te va la comedia, Andrew. Déjalo.

—Como usted diga, señor Sharpe.

—No conocía este lado tuyo de chismoso. ¿Acaso no has escuchado que las mujeres mayores pueden ser muy receptivas con los jóvenes fogosos?

—Rumores.

—Eso es lo que pretendo comprobar.

Le entrego mi abrigo.

—¿No prefiere conservarlo, señor? —arquea una ceja.

—No es necesario —cierro el botón del saco, esperando que con ello mi tremenda erección quede algo camuflada.

Una vez a su espalda, respondo a su anterior cuestionamiento.

—No necesito darle ninguna explicación al piloto ni a nadie. Le pago una fortuna, así que, si quiero que espere dos horas o todo un jodido día, lo hará.

No espero respuesta y prosigo hacia mi destino.

En otra época, este comportamiento hubiera sido impensable en mí. Hasta mis padres me saltarían con algún correctivo, porque no es como me han enseñado a tratar a las personas. Pero las personas ya no me importan, cuando uno vive viendo la cara oscura de ellas. Los modales me valen una mierda.


En dos minutos, estoy frente a la puerta de la suite. Tal como avisó, sólo tuve que apoyar mi mano y esta se abrió. Me adentro al elegante espacio decorado de manera muy similar a la que yo ocupé después de cerrar y dejarnos con la tenue iluminación de la tarde que atraviesa las blancas cortinas.

No me distraigo detallando el ambiente, pues mis ojos fueron directos a las largas piernas enfundadas en unas sensuales medias negras hasta mitad de los muslos y con un par de stilettos en sus pies. Está sentada a medio perfil y el diseño del asiento mullido no me permite ver su cuerpo, salvo el brazo que sobresale a un lado, que sostiene otra copa de Martini.

—Te has puesto cómoda.

Mi voz está ronca.

La copa desaparece un segundo cuando la lleva a su boca. Una vez vacía, la deja en la mesa a su lado y se pone de pie, mostrando su entrenado cuerpo, y sus atributos artificiales, que no desaprovecharé. Lleva un minúsculo conjunto de encaje negro que no durará mucho más.

—Sólo decidí ahorrarnos tiempo.

Su andar la desliza hasta quedar casi pegada a mí y comienza a desanudar mi corbata. La sobrepaso por mucho con mi metro noventa y dos, incluso con sus altos tacones.

—Tenemos menos de dos horas —me recuerda.

Me voy quitando mi saco y el chaleco al tiempo que ella termina de aflojar el nudo, lanzándolos en el pequeño sillón que antes ocupaba. Se mueve hasta quedar a mis espaldas y me tensiono cuando veo delante de mis ojos la tela azul de mi corbata.

—¿Qué haces?

La detengo por la muñeca. Aunque sé cuál es su intención.

—¿Qué crees? Voy a cubrirte los ojos.

—No.

—Te enseñaré a gozar más intensamente cuando alguno de tus sentidos está anulado.

—Dije que no.

Mi voz sale dura y peligrosa. De un veloz gesto, retuerzo sin fuerza su brazo por detrás suyo, hasta obligarla a quedar con su espalda contra mi pecho.

En lugar de quejarse, deja salir un gemido excitado y se arquea contra mí, presionando su culo contra mi pelvis, provocando que mi erección aumente con fuerza, haciéndome olvidar por un segundo que quiso dejarme en una posición vulnerable.

—Uno de los dos estará vendado. Pero no seré yo.

Deslizo mis dedos por el brazo que sostiene la tela. Siento cómo se eriza su piel ante mi caliente y áspero tacto. Capturo mi objetivo quitándoselo y sin que me reclame, paso a soltarla para cubrir sus ojos.

—No eres bueno para dejarte llevar —murmura, volviendo a restregarme su culo. Se frota como una gata en celo y eso hace que mi polla se apriete más en mis pantalones—. ¿Cómo aprenderás si no me dejas guiarte?

—Oh, aprenderé muy bien de una mujer con tanta carrera encima —la aferro por ambos hombros para atraerla a mí cuando quiere reclamar por mis palabras—. No te hagas la ofendida, Gabrielle. Ni tú ni yo somos santos. Tú misma reconociste tu experiencia. Y eso sólo se logra con mucha práctica.

Eso parece suavizarla.

No considero que las mujeres que disfrutan de su sexualidad sean zorras. Aunque no aprecio a las que, estando casadas —aun si es con un capullo—, se acuesten con otros. No hubiera aceptado el enlace. Pero la avaricia y la lujuria son pecados, y como tales, nos arrastran a vender el alma al diablo.

—Voy a follarte duro, Gabrielle —aseguro. Jadea y se arquea, deseosa—. Pero no habrá besos en la boca ni sexo oral. Para ninguno de los dos.

Vuelve a removerse, molesta.

—¿Pero qué mierda? ¿Para qué te quiero entonces, Steve?

—Para darte placer. Esas son mis reglas. Tómalas o déjalas.

Muerdo su cuello y luego lo lamo. Esto sí estoy dispuesto a hacerlo. Usar mi boca en cualquier otra parte no es inconveniente para mí.

Una de mis poderosas manos la presiona por su vientre, atrapándola contra mi torso. La otra, pellizca su pezón endurecido a través de la delicada prenda y lo retuerzo antes de tirar de él. Me gusta que lo disfrute. Comienza a dejarse llevar.

Dos de mis dedos perfilan sus labios y cuando abre su boca, los meto en ella, para que los chupe. Cuando era joven y las mamadas eran mi debilidad, esta sensación me hubiera hecho explotar las bolas.

Pero soy otro Steve.

En su lugar, una vez mis falanges están humedecidas, marco un camino húmedo por el centro de su cuerpo hasta colarme dentro de su tanga.

Invado su ya mojada intimidad. Juego con sus pliegues, apretando su nudo de nervios.

—Dime si quieres que me detenga y lo haré. Dejaré de mostrarte lo que tengo y me iré de aquí.

Sólo gime más fuerte y siento su cuerpo hecho gelatina tambalearse débil sobre mí. Mi boca, dientes y lengua dominan la superficie desde su hombro a su cuello.

—Habla, Gabrielle. ¿Sigo o no?

—Sigue, Steve. ¡Mierda! ¡No te atrevas a detenerte!

Y no lo hago. Embisto con dos dedos hasta el puño y los retuerzo en su interior. Mi pulgar hace círculos sobre su clítoris en tanto mi invasión se hace más intensa. Hago un gancho con mis dedos, tocando los puntos que la estremecen. Ella quería enseñarme, pero yo soy el que tiene el control.

Mi otra palma magrea un seno, torturando su pezón.

Sigo entrando y saliendo con mi mano, follándola con mis dedos de oro y jugando con mi pulgar. Sus jugos desbordan, encharcándome y no puede parar de removerse desesperada.

—No necesito mi lengua o mi boca para que te corras, Gabrielle —alecciono contra su oído—. Tu coño quedará más que satisfecho con todo lo que le haré.

—Sí, Steve. ¡Sí! Haz lo que quieras conmigo.

Acelero mis movimientos. Puedo sentir cómo sus músculos internos atrapan con fuerza mi mano.

—Córrete —ordeno.

Y lo hace. 

Ralentizo mis penetraciones hasta salir de ella. No pienso saborear su liberación. En cambio, la insto en silencio a que se lama al meterle los dedos en la boca.

La arrastro hasta la cama, donde la deposito, boca arriba, todavía perdida en la nebulosa que le regalé con su orgasmo. La desnudo, dejándola solamente con las medias y los tacones. Un fetiche que se me antojó en el momento.

Me desvisto rápidamente lo que me falta y saco de uno de mis bolsillos un preservativo. Ya nunca salgo sin uno.

Desde mi posición de pie, veo cómo brilla su sexo depilado, rosado e hinchado.

Todavía con el sentido de la vista bloqueado, la desnuda viuda parece buscarme entre protestas por mi alejamiento. Parece comprender cuando escucha cómo desgarro el envoltorio.

—Podemos hacerlo sin protección. —Suena desesperada y deseosa de sentirnos piel con piel—. Estoy ligada.

Y yo me hice la vasectomía.

Pero esa no es la cuestión.

—Si has estado con otros sin gorrito, no me arriesgaré. No sé qué tipo de pollas han estado ahí. No deseo contraer ninguna enfermedad.

—Cabrón. Estoy limpia.

—Lo confirmaré cuando vea unos análisis. Por hoy, mi verga estará enfundada, si quieres seguir con esto.

No protesta más y se abre aún más para recibirme. Se toca, y se retuerce, esperando por mí.

La imagen podría ser perfecta. Seguro que esa es la intención de ella. Sin embargo, para mí, la artificialidad de su excesivo busto, elevado de manera que combate la gravedad, me recuerda que, después de todo, es una mujer insegura. Como no estoy para psicoanálisis, regreso a mi estado primitivo y me aboco a mi próxima tarea de embestirla hasta que ambos quedemos satisfechos con el cuerpo del otro.

Su sexo se ve desbordante de su lubricación natural. Pero eso no despierta mi apetito más que para meterle mi enorme y gruesa polla.

Le abro las piernas y con ambas manos recorro el interior de sus muslos, hasta que los pulgares aprietan su centro, dándome otro jadeo ronco. 

Coloca uno de sus pies sobre mi pecho, clavándome el fino taco en el pectoral. Eso me prende más todavía al sentir ese punzante dolor.

De una seca y brusca estocada, ataco su muy receptivo interior, que suplica por más, en tanto aferro mis manos a su cadera.

—¡Oh, mierda! Eres grande. Dolorosa y deliciosamente grande.

—Que puedas sentirme sin verme, sí que agranda mi ego.

La posición me lleva con profundidad a alcanzar puntos que la tienen gritando como una loca. Sus uñas delinean cada músculo cincelado de mi torso, reconociéndome con su tacto hasta posarse en mis omóplatos, donde aprieta con fiereza al momento en que roto mis caderas para avanzar más en sus carnes.

Esto recién comienza.


—Eso ha sido... —suspira—. Increíble. Tú y yo... podríamos divertirnos otra vez juntos. —Me volteo a ella entornando mis párpados. Parece que olvidó nuestro trato del aquí y ahora—. Dime que después de todo lo que hemos hecho en tan sólo dos horas, no tienes curiosidad por saber qué más podríamos hacer si tuviéramos más tiempo.

Está sentada en la cama desordenada, sin pudor alguno, sin intenciones de cubrirse.

Yo, en cambio, ya estoy terminando de vestirme. Prefiero ducharme en el jet, donde además podré cambiarme de atuendo. La corbata simplemente la enrollé y guardé en uno de mis bolsillos.

—Gabrielle... —digo su nombre en un tono de amenaza. Sé a dónde quiere ir con esto.

—Sólo digo, que, manteniendo la naturaleza de nuestro pacto, podríamos repetir. 

—No. Las cosas se terminarán complicando.

—Querido. Soy una mujer experimentada y madura. No una adolescente. ¿Crees que eres el primero con el que mantengo encuentros sexuales? Te recuerdo que tu amiguito me viene cogiendo desde hace más de un año. Y no hay sentimientos de por medio. Y tampoco es el único.

Sopeso su ofrecimiento. Nunca me faltan mujeres. Sin embargo, tener la posibilidad de desfogarme sin condón —en caso de continuar con esto—, es algo que me interesa. Sólo lo he hecho con Madison, después de mi cirugía. Pero nuestros encuentros son aún mucho más esporádicos de lo que podría tener con una mujer que vive en mi misma ciudad y con la que podríamos coincidir en alguna gala.

—Siempre y cuando estemos en la misma página. Nada habitual. Sin compromisos ni calendario. Si nos vemos y nos tenemos ganas los dos. Lo hacemos. Con total discreción.

—Así será.

—Eso es lo que tengo.

—No te preocupes. No pretendo enamorarme de un muchacho. No eres mi tipo. —Elevo una ceja—. Salvo para gozar, nene.

—No soy nene. Soy Steve. No te equivoques. No me van los apelativo —increpo molesto.

—Eres quisquilloso. ¿Por qué no te quedas hasta mañana? Podríamos continuar usando toda esa energía desbordante que tienes.

—No —corto tajante—. Te dije que sólo me quedaría un par de horas. Me regreso a Estados Unidos. Además, no paso la noche con nadie.

—Espero hacerte cambiar de opinión si seguimos con esto.

—No lo harás —soy terminante con eso—. Y si esto se vuelve un problema, lo dejamos aquí.

—No, cariño. Está bien. Ninguno de los dos busca nada serio.

—Eso espero.

Pero mi intuición me dice que esta mujer se volverá un incordio.

Cuando eso pase, lidiaré con ella.

Mientras tanto, no desaprovecharé esta oportunidad. Y un experto coño.

Sin más palabras, tomo mi saco y me lo coloco al tiempo que me encamino a la salida, dejando a la mujer desnuda entre las sábanas de seda de su suite.


Al final, tuvimos más encuentros durante los siguientes años, coincidentemente, en el Mandarín Oriental de la ciudad de Nueva York. Encuentros ocasionales, espontáneos y sin ningún tipo de compromiso. Sin reclamos porque tengamos amantes cada uno por su lado. Siempre manteniendo cualquier tipo de emoción fuera de la ecuación. Al menos, por mi parte.

He de decir, que es una maestra con mucha experiencia, y yo, como buen estudiante, he aprovechado cada lección.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top