1. El Chico de Oro

1. El Chico de Oro.

3 de mayo 1997

No estoy seguro de cómo llegué aquí.

Lo último que recuerdo es estar en la fiesta de celebración después de otro triunfo de nuestro equipo de natación de la universidad.

Mejor dicho, festejábamos que una vez más me alcé con cada uno de los putos primeros puestos y me colgué cada jodida medalla de oro en las pruebas en las que participé, vapuleando a todos mis rivales.

Bebí hasta el agua de los floreros y terminé bailando sobre una de las mesas alguna estúpida canción.

Y ahora estoy aquí... acostado en alguna cama extraña.

—¡JODER! —gruño cuando siento mi polla ser tragada por completo sin ver lo que ocurre con mi cuerpo y regreso mi concentración a la chica que tengo sentada sobre mi rostro, con sus rodillas separadas a cada lado de mi cabeza.

Mientras mi lengua se pierde otra vez en la hendidura que empapa mi boca mordiendo, succionando y bebiendo cada centímetro de la sensible carne, mis dedos follan el coño de la tercera castaña que se retuerce con las piernas abiertas y ubicada en cuatro a mi lado con su culo en pompa, soltando todo tipo de improperios y llorándole a Dios.

No es Dios quien te está llevando al orgasmo, linda.

Soy yo.

Steve Hudson Sharpe.

El chico de oro.

Cuatro orgasmos estallan al mismo tiempo.

El primero, me lo bebo todo, sintiendo los espasmos de la castaña uno golpeando mi lengua.

El segundo, empapa mi mano al tiempo que mis dedos son apretados por los músculos internos de la castaña dos, que empuña las sábanas con fuerza al tiempo que grita enterrando su cara contra el colchón.

El tercero, bueno, se lo auto provocó la castaña tres, que se masturbó mientras se alimentó de mi verga y que obviamente disfrutó por el alarido ahogado que dio cuando se corrió con mi pene empalándola.

Y el cuarto, es el mío, que derramé toda mi leche en la boca que dejó en mi longitud el color de sus labios, abandonando el rojo anterior del labial.

Extiendo su tortura con malicia.

Lengüeteo un poco más entre los pliegues, limpiando la cremosidad que tengo encima, para luego lamer mis labios; remuevo traviesamente mis dedos en el coño que los acogió; y empujo mi pelvis tres veces más, descargando las últimas gotas de mi semen, obteniendo así tres gemidos lastimosos.

Los cuatro quedamos tendidos en la cama, sudados, agitados y satisfechos.

Muy satisfechos.

La sonrisa marcada en mi cara lo confirma, y puedo apostar que las tres chicas están con el mismo gesto.

Paso mi mano humedecida de jugos vaginales por la sábana revuelta para sacarme los restos y me levanto atravesando el mar de cuerpos sin reparar mucho en ellas.

Son hermosas, de eso no hay duda.

Pero no me atraen más que para una noche y cumplir con una fantasía.

—Eso... —jadea una de ellas, rodando sobre el colchón y clavando sus ojos verdes en mi miembro semi erecto y húmedo por la saliva de la número tres—. Fue una puta locura. Dinos que lo volveremos a hacer, Stevie —suplica con voz melosa la número uno y una sonrisa coqueta. 

—No lo creo, Cindy. Y es Steve —respondo molesto ante el diminutivo, colocándome cada una de mis prendas que habían sido lanzadas al suelo. 

—Todavía no entiendo cómo es que nos diferencias tan fácilmente. Y estando en una habitación en penumbras.

Me encojo de hombros.

A decir verdad, nunca me resultó una gran tarea distinguir a las trillizas. Sí, son idénticas, pero cada una tiene algo que las hace únicas ante mis ojos.

—Presto atención —me acerco y le entrego a cada una un beso en sus respectivas bocas importándome una mierda tener impregnado la esencia de una de ellas. Tampoco se quejan. La número dos se aferra a mi camiseta y profundiza el beso, recorriéndome internamente con su lengua y mordiendo mi labio al finalizar—. Adiós chicas. Fueron fabulosas. Gracias por la diversión —les guiño un ojo.

—Espero que podamos hacerte cambiar de opinión. 

—Queremos tener toda tu polla dentro nuestro. 

—Puedes usar en cada una un orificio diferente. 

Es cómico escuchar cómo terminan la frase de la otra, en total sincronía.

—Una propuesta tentadora —lo era. Puta madre que lo era—. Lo pensaré.

Salí de la habitación que olía a sexo, del bueno, y choqué con el aire viciado de la fiesta que todavía sacudía las paredes de la fraternidad. Sudor, alcohol, cigarrillos, drogas y más sexo sin pudor hacían denso el lugar. Además de la música estridente.

Después de colarme en el baño para lavarme las manos y la boca, sigo mi recorrido fiestero.

—¡Hey! ¡Chico de oro! —Un abrazo masculino que reconocí de inmediato rodeó mis hombros. Correspondo a su acción, imitándolo. 

—¡Chico de plata! —Devuelvo jocoso, todavía con un poco del efecto etílico, pero no me nubla lo suficiente para notar la mueca de disgusto de mi amigo. ¿Por qué? No lo entiendo. Igualmente, ese gesto desaparece y vuelve a sonreír. 

—¿Te cogiste a las trillizas? ¿Pudiste tacharlo de tu lista de deseos sexuales? —No lo afirmo, pero tampoco lo niego y estiro mis labios en un mensaje demasiado claro—. ¡Hijo de puta! ¡Lo hiciste! Tienes que contarme todo con lujo de detalles. ¿Sus coños son idénticos también?

—¡Cuidado con tu boca! No insultes a mi perfecta madre —le doy un puñetazo en el hombro que le hace reír más fuerte—. Y no diré nada sobre las hermanas. Sabes que no hablo de mis conquistas, Edward.

—Vamos, que soy tu mejor amigo. 

—Uno realmente borracho.

—Uf... como si tú no lo hubieras estado rato atrás. Ese espectáculo no lo harías estando sobrio.

Río a carcajadas mientras ambos seguimos abrazados, caminando entre los demás que se abren ante nuestra presencia como el Mar Rojo.

Llegamos al exterior, al patio trasero, donde el baile sigue.

Por fin aire limpio y fresco.

—¿Y qué has estado haciendo tú, hermano? 

—Lo mismo que tú —me guiña uno de sus ojos color chocolate con picardía—. Cogiendo en un rincón como si el mundo estuviera por acabarse. Rompiendo un coño y llenando un condón de semen.

—Elegante. ¿No era que los ingleses eran unos caballeros? 

—Será que soy un inglés descarriado. 

—Serás descarriado en cuanto a tus modales, pero eres mi mejor amigo en el mundo y te acepto tal cual.

El semblante de Edward se endurece con la mirada fija más allá. Encuentro su línea de visión y comparto su tensión.

—¿Qué hace Maddy bailando con ese imbécil?

—¿Por qué mierda te enfadas? Acabas de follarte a alguien contra una pared. Ella puede bailar, besar y coger con quien quiera  —no puedo evitar sentir incomodidad al decir eso. O al imaginarla gimiendo bajo el cuerpo de alguien. Sin embargo, finjo madurez al respecto. Uno de los dos debe hacerlo—. Ambos están solteros.

—No es lo que crees. Simplemente me molesta que se enrolle con ese cabrón de otra universidad. ¿Qué carajos hace aquí? Es un maldito perdedor.

—Déjalos. Sólo están bailando. 

—Con su culo pegado a la polla de ese imberbe.

—No eres su jodido hermano mayor.

—No. Y tampoco quiero serlo.

Te entiendo hermano. Te entiendo muy bien.

Debo controlar el impulso de este cavernícola para que no haga el ridículo. Por suerte, mi supremacía física impone respeto ante todos cuando coloco mi gran mano sobre su hombro.

—Vamos Edward. Tomémonos unos tragos y terminemos la fiesta en paz.

Nos encaminamos a una de las mesas que cargan vasos rojos con cerveza y capturamos uno cada uno.

La voz femenina que tanto nos desestabiliza suena a nuestras espaldas y nos resulta fácil escucharla por encima de la música al estar afuera, donde el volumen no es tan estridente.

—Mis chicos favoritos —sus largos, delgados y pálidos brazos nos rodean a cada uno por un lado. Es alta, por lo que no le resulta incómodo alcanzarnos—. Estuvieron comiéndose unos bomboncitos, por lo que pude ver —arruga su nariz respingona cuando se acerca a hablarme—. Tú apestas a coño sucio.

—Quedó muy limpio después de que lo lamí concienzudamente —provoco, causando que su cara se contorsione.

—¿Seguimos siendo tus chicos favoritos? —Ataca un muy molesto Edward, ignorando nuestra vulgar interacción—. ¿O nos cambiaste por uno que ni vellos en las bolas debe tener?

—¡Eddy! —Golpea con su palma el duro pecho de mi camarada, riéndose sonoramente—. No sé si tiene vellos, pero parece tener una muy buena herramienta adentro de sus pantalones. Pero si quieres, puedo cerciorarme sobre tu incógnita.

—Seguro te lo agradecerá, Madison. Al parecer, le gustan bien lampiños.

—¡Claro! Más prolijo para chupar. Sin pequeños y negros amiguitos atascándose en la garganta —ríe, siguiéndome la broma que sólo hace enfurecer a nuestro amigo.

—Váyanse a la mierda.

—No seas así. Sólo fue un baile, nada más. —Nuestra chica hace un puchero que conquista en un segundo al inglés, alargando en respuesta sus comisuras y enseñando su fila de perfectos dientes blancos—. Anda, movamos el esqueleto los tres mosqueteros y que todos se mueran de envidia porque tengo a los dos chicos más jodidamente calientes de toda la universidad.

Nos besa a cada uno en la mejilla y obedecemos a la muchacha que se cuela entre nosotros a contonear sus caderas. 

Así, entre risas, bailes y amigos, pasamos el resto de la noche.


¿Qué podía ser mejor?

Poseía las más altas calificaciones. Era el atleta con más premios de la universidad. Tenía un amigo, más bien un hermano por el que, a pesar de bromear y competir entre nosotros, sabía que jamás me traicionaría; al igual que una amiga, que, bueno, hubiera deseado que fuera algo más, pero al menos, la tenía en mi vida.

Disfrutaba de las fiestas y las chicas cada vez que lo deseaba. Sin ataduras ni complicaciones.

Y era afortunado por tener unos padres que se amaban y a los que adoraba y agradecía por todo lo que me daban y enseñaban.

A mis casi veintiún años, mis metas estaban claras y definidas para mi futuro.

En dos semestres más terminaría la carrera de Política Internacional en la Universidad de Columbia y trabajaría en las Naciones Unidas, velando por políticas que protegieran y asistieran a los más necesitados.

Encontraría una bonita chica, lista, tranquila y sin complicaciones para casarme y tener una familia como la de mis progenitores.

La vida no podía sonreírme más.


Qué equivocado que estaba.

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