11. infinitas hojas en blanco

Miércoles 03 de noviembre del 76'

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿¡POR QUÉ, RORY!? ¿¡Por qué no vas a ir!? ¿¡Por qué me odias!?

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¡Ya te dije que no te odio, Sirius! —gritó, igualando el tono de su amigo— ¡Simplemente no voy a ir a la fiesta!

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎‎‎Rory había estado atrapada en la torre de Gryffindor las últimas seis horas. Para ser justos, ella misma se había puesto en esa situación: era el día era el cumpleaños de Sirius, y considerando lo mucho que él amaba su cumpleaños, ¿qué mejor manera de demostrarle su amor que ayudándolo a armar su fiesta?

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Habían estado decorando la sala común todo el día. Encantaron los retratos para que el cumpleañero apareciese en ellos. Colocaron el reproductor de vinilos (cortesía de Rory) en el centro de la sala y lo hechizaron para que sonase diez veces más fuerte. Consiguieron un montón de bocadillos muggle de contrabando y asaltaron las cocinas para preparar salsas de sabores que ni el elfo doméstico más virtuoso hubiese conseguido disponer.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Lo hicieron todo.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Para el final de esa tarde, David Bowie retumbaba en aquella sala común que parecía cualquier cosa menos parte de Hogwarts. Grandes "S" de papel maché flotaban en el aire entre foquitos de luz y guirnaldas coloridas. Banderines rojos y dorados se encontraban colgados en las cuatro paredes, algunos de ellos incluyendo viejas polaroids, donde un Sirius atrapado en sus primeros años en Hogwarts sonreía a la cámara y saludaba efusivamente.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Sirius, que prácticamente brillaba de alegría, estaba a punto de ir a ducharse y acicalarse para su debut estelar cuando a Rory, que masticaba felizmente unos chips goteantes de salsa, se le ocurrió decir las tres palabras.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎«Nos vemos mañana».

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎‎‏‏‎—¿A qué te refieres con nos vemos mañana? —inquirió Sirius.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Después de eso todo se vino colina abajo. La discusión empezó en la sala común, con ella tratando de ser racional mientras el drama queen de Gryffindor refutaba todos y cada uno de sus argumentos. Habían estado gritándose a la cara por al menos diez minutos cuando Rory (para la tristeza de la pequeña multitud que se formó alrededor de ellos) decidió que no iba a darle a la gente un espectáculo que mirar, y tomó a Sirius de la corbata llevándolo a su habitación como si fuese un perro. Cuando llegaron escaleras arriba, lo empujó dentro del cuarto. Remus Lupin, que estaba leyendo un libro, levantó la vista brevemente para decir algo. Rory le clavó los ojos, mortífera. Lupin salió corriendo.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿Entonces cuál es el problema?

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¡No hay ningún problema, Dios! —caminaba de un lado a otro en la habitación hasta que terminó por sentarse en una de las camas—Simplemente no voy a ir, no quiero.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿¡Por qué!? —Sirius gesticulaba dramáticamente con las manos— ¿¡Por qué no puedes simplemente decirme!?

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎‎‎Rory se preguntaba lo mismo. ¿Qué era lo que estaba mal con ella? ¡Ese era su mejor amigo, por Dios santo! ¿Por qué no podía simplemente decirle? Todo sería tan sencillo si simplemente pudiese abrir su enorme boca, vomitar todas las palabras que tenía guardadas y luego, quizá, llorar en brazos de Sirius por lo menos tres días enteros.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Todo sería tan sencillo, pero Rory no era una persona llena de tacto y sentimiento. No entregaba sus emociones en bandeja de plata, y definitivamente no compartía secretos. No los que le dolían.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—No puedo —respondió—. Ojalá pudiese decirte, pero no puedo.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¡No puedes porque simplemente estás haciendo esto para vengarte de mí por no ir a la estúpida fiesta de inicio de año!

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Sirius la estaba mirando directo a los ojos. Rory subió las piernas y se abrazó las rodillas, escondiendo su cabeza en ellas.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿Alguna vez has parado a pensar que los demás también tenemos problemas? —dijo, la voz amortiguada— ¿Qué no solo somos personajes secundarios en el drama que es tu vida? No todo es sobre ti, Sirius.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿Oh, es así? —Sirius soltó una risa nasal— Pues me avisas cuando ese sea el caso. Sería genial comprobar que tienes sentimientos.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Rory levantó la cabeza. Quería llorar, pero sus ojos se negaban a soltar una sola lágrima.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Sirius se arrodilló en frente a la cama y tomó la cara de Rory entre sus manos con suavidad. Tenía la mirada entristecida, como si el simple hecho de que ella no fuese a estar ahí en su día especial le doliese en lo más profundo de su corazón:—Lo siento —susurró—. Sólo... me gustaría que confiases en mí. Puedes decirme lo que sea.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—Me gustaría poder mostrártelo —respondió Rory en un hilo de voz, evitando mirarlo a los ojos— porque no voy a decírtelo.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Sirius la soltó de repente, irguiéndose y dándole la espalda.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—Entonces ya sabes por dónde irte.

‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏—Eres un maldito idiota, malagradecido hijo de perra.

‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏—Dime algo que no sepa.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Cuando Rory abrió la puerta los encontró a todos afuera: Lily, Lupin, Potter, Pettigrew, McKinnon y McDonald, todos escuchando la conversación atentamente. Lily dijo algo que Rory no llegó a escuchar. En la habitación, Sirius anunció su entrada al baño dando un portazo. Ni siquiera iba a salir tras ella.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Bajó las escaleras, evitando las miradas curiosas y haciendo oídos sordos al rastro de murmullos que dejaba a su paso. Tan pronto cruzó la puerta de salida la recibió un viento cortante que le caló en los huesos y le cristalizó los ojos. Los malditos ojos. Se preguntó si podía picarselos para que llorasen. Afuera ya era de noche, y en vista de que tenía serias ganas de patear a alguien decidió que no iría a su torre. No en ese momento. Lo último que necesitaba era encontrarse a Pandora con el humor que cargaba encima (no podía arriesgarse a pelear con dos amigos en un día— pelear con uno ya era lo suficientemente malo para sus estadísticas)

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Tomó el camino más largo para despejar su mente y cuando se dio cuenta de a dónde estaba yendo en realidad, ya era demasiado tarde. El arranque de la escalera que llevaba a la torre de astronomía se erigía justo frente a ella, invitándola a subir y a olvidarse del mundo y de todo lo que este suponía. Allá arriba, lejos de los amigos gritones y los Gryffindors curiosos se dio cuenta de que las noches siempre eran silenciosas en Hogwarts. No importaba lo agitadas que fueran las mañanas, o lo ruidosas que pudieran llegar a ser las tardes (especialmente la de ese día). Las noches siempre serían silenciosas, y por lo demás, solitarias.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Rory lo odiaba.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Un cielo de negrura se extendía sobre el paisaje, los truenos lejanos anunciando una tormenta que cabalgaba rumbo a Hogwarts desde el mar. No había ni una sola estrella, y las nubes cubrían la luna.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Estaba sola en la noche más oscura.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎‎‎Si era sincera, no le sorprendía. Usualmente ella era su única compañía en momentos como ese: su tendencia a rehuir y a alejarse cuando las cosas se ponían feas en su interior era un mal hábito que, al parecer, nunca iba a superar por completo. Eso era lo suyo: esconderse en lugares oscuros y silenciosos, alejados de todo y de todos. No la malentiendan, ella amaba a sus amigos, los amaba profundamente, pero ellos nunca entenderían. A sus ojos, tal y como lo había dicho Sirius, ella siempre sería Rory, la dura, la fuerte, la explosiva. La que no tenía sentimientos. Nunca a la que le faltaba el aire y el piso al pensar en su futuro. Nunca la que tenía que encerrarse en el baño para poder soltar un par de lágrimas.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎O quizá esa era una excusa y el problema no eran sus amigos sino ella, que nunca iba a permitirse pensar de sí misma de otra manera.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿¡Qué diantres estás haciendo aquí!? —gritó, perdiendo el equilibrio al punto de casi caer del alfeizar.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Había escuchado unos pasos ligeros y de pronto: ¡poof! Regulus Black, dibujado a la luz de un lumos que brillaba en lo alto de su varita. Bajo esa burbuja de claridad plateada parecía más fantasma que persona y como respuesta a la pregunta de Rory no hizo más que señalar su insignia de prefecto.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él. La luna se había dejado entrever ligeramente entre las nubes, así que aunque Regulus apagó su lumos, Rory podía seguir viendo a su Black-esa con toda nitidez.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Rory se encogió de hombros. Regulus calló, esperando una respuesta.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿Por qué la curiosidad?

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—Supuse que estarías —Regulus se detuvo a media frase y pareció escoger cautelosamente sus palabras—. Supuse que estarías en la fiesta de... tu amigo.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—Pues ya ves que no.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Regulus se sentó también en el alfeizar, en el extremo opuesto al de Rory.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿Por qué?

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Rory le rehuyó la mirada.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—Me caías mejor cuando no hacías tantas preguntas.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎El muchacho no le respondió. Simplemente dejó que la pregunta que había hecho se hundiera bajo su propio peso hasta que Rory ya no pudo aguantar el silencio.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—No me gustan las fiestas —mintió.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—Esa es una mentira —apuntó Regulus.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Rory apretó los puños, mordiéndose el interior de la mejilla y sintiendo la sien palpitar como una bomba que estaba contando los segundos para estallar. No podía con eso. No podía con esa versión de Regulus, tan transparente. Tan veraz. ¿Podría tener a otra de sus personalidades de vuelta? ¿Quizá a la fría, medio inanimada, que nunca quería hablar y que evitaría dirigirle la palabra a Rory a toda costa? Sí, esa estaría bien. Gracias.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—No te estás perdiendo el cumpleaños simplemente porque no te gustan las fiestas —tentó de nuevo.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—A ver, ¿qué eres? —espetó— ¿Legeremante? Déjame en paz, carajo.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎‎‏‏‎—Eres como un dolor de cabeza hecho persona —dijo. Había recostado su cabeza contra la columna del arco, con el rostro virado hacia el paisaje, evitando mirar a Rory. De alguna manera eso la enfurecía todavía más—. Te recuerdo que hace tres días eras tú la que insistía en hablar conmigo.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—Cambié de idea. Ahora déjame en paz —gruñó.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎No.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¡Déjame en paz!

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎No.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎‎‎A Rory los latidos del corazón le palpitaban con tal furia que podía habérsele salido disparado del pecho para lanzarse hacia el vacío infinito que proyectaban los arcos de la torre.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿¡A ver, entonces qué quieres que te diga!? ¿¡Eh!? —gritó— ¿¡Que tengo miedo de ir a fiestas porque siento que Yaxley podría aparecerse en cualquier momento tras de mí!? ¿¡Que vivo pensando en que una noche podría salir a divertirme y luego volver convertida en una tragedia!? ¿¡Eso es lo que quieres escuchar!? ¡Tengo miedo! ¡Tengo mucho miedo! ¡Estoy cansada, estoy paralizada! ¡No puedo dejar de pensarlo, no importa lo que haga! ¡Pensé que si él lo olvidaba era suficiente, pero no lo es! ¡Yo no lo olvidaré nunca!

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Rory no supo cuándo, pero en algún momento se había bajado del alfeizar. Le había gritado Regulus con todas sus fuerzas, dejándose parte de la garganta y la voz en el proceso. Él, por su parte, le miraba con los ojos muy abiertos pero sin ninguna expresión en el rostro. Rory sintió el viento frío acariciarle la cara dejando un rastro húmedo en sus mejillas y se las palpó con las manos: estaban empapadas. Había estado llorando sin darse cuenta. Se prometió a sí misma que iba a golpearse con una sartén en la cabeza. ¿Cómo se le ocurría? ¿Llorar así frente a Black? ¿Qué era? ¿Loca?

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—No puedes cambiar el pasado —dijo Regulus, impasible.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎«Oh gracias, señor obvio», pensó Rory, secándose el rostro con las mangas de su camisa. Deseaba tener encima su túnica. Empezaba a hacer demasiado frío y al menos con ella podría ocultarse de la mirada de Regulus bajo la capucha.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—No puedes cambiar las cosas que te sucedieron —continuó él—, pero sigues aquí. Y hay una razón para eso. Eres una hoja en blanco. Las personas dejarán marcas en ti, buenas o malas. Puedes intentar borrarlas, pero nunca se irán del todo.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Rory no supo que hacer, así que volvió a sentarse en el alféizar. La verdad era que quería callarlo a gritos, pero le pareció que quizá Regulus hablaba más para sí mismo que para ella, por lo que decidió tragarse las palabras. Además, era eso o el silencio, y por mucho que odiase los sermones, odiaba más oír el sonido de sus pensamientos.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—No eres las cosas que te suceden —prosiguió Regulus—. Eres lo que haces con eso. Eres un montón de marcas que forman infinitas hojas en blanco. Y no... no deberías dejar de ser quien eres por cosas que otros hicieron contigo, eso sería dejarlos ganar. Tienes que seguir viviendo. Hay una razón por la cual las estrellas escriben los destinos, Lang. Quizá no sea justo, y no es necesario que lo aceptes, pero tienes que seguir adelante.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿Por qué me estás diciendo esto? —balbuceó Rory, secándose las lágrimas.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎‎‏‏‎No hubo respuesta.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—Lo siento —aventuró Rory una vez más, luego de unos segundos—. Por lo que dije esa noche en el bar. Lo de tu cicatriz.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—Descuida. Sería muy estúpido ofenderme por algo que viene de ti. ¿No?

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎‎‏‏‎Ah, ahí estaba de nuevo. El buen y viejo Regulus. Rory sonrió al oír el comentario envenenado de sarcasmo. Era su señal para callarse.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—¿Era una herida mágica? —preguntó, de todas formas.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎‎‏‏‎—No. Ya estaba curada. Todas las cicatrices sanan. Las que no sanan son las de adentro, ¿cierto?

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Al decir eso, Regulus volteó. Un amago de sonrisa surcaba sus labios. Rory ya no pudo evitar toparse con sus ojos. Era la primera vez que lo miraba fijamente, y se dio cuenta de que esos ojos, ojos de bruma y de pérdida siempre miraban hacia atrás, y siempre parecían tristes. Algo se le anudó en el estómago.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—En fin —remató el muchacho, bajando del alfeizar de un salto y tendiéndole a Rory la mano—. Todavía tengo que hacer la ronda la torre de Gryffindor. Vámonos.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—Nop.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—No me digas que gasté toda esa saliva por nada.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—Sólo... prefiero quedarme aquí —dijo Rory, abrazándose las rodillas.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Regulus rodó los ojos y dio media vuelta.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎—No dije que tuvieses que irte —agregó Rory.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Él no respondió, simplemente volvió a subirse al alfeizar, observando algún punto fijo del paisaje.

‎‎‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎ ‎‏‏‎Se quedaron allí, sentados en silencio, durante un largo rato.








n/a: que Dios me perdone, nunca puedo tener los capitulos en borradores, me estresA

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