10. caramelos de miel
HUBO UN TIEMPO EN SU NIÑEZ en el cual Regulus fue feliz. Estaba seguro de eso, a pesar de no tener más que vagas memorias de su infancia. Una vez su prima Andrómeda le dijo que en los libros de psicología muggle leyó que las personas tienden a reprimir o eliminar los recuerdos de sus primeros años debido a alguna especie de trauma.
Con el tiempo Regulus fue entendiendo sus lagunas mentales: su vida era en sí, un gran trauma. Y aunque en el océano de su memoria no habían más que pedazos aislados enterrados en el los rincones más oscuros, tenía sí, un par de recuerdos que insistían en salir a flote.
Era Halloween, probablemente después de su sexto o séptimo cumpleaños. Él estaba parado cerca de la gran ventana del salón, espiando entre el grueso cortinaje de seda, viendo a los niños corretear en el exterior. El ocaso se cernía sobre la ciudad y el asfalto de la calle parecía resplandecer como hierro encendido bajo el brillo de mil linternas fulgurando de luz anaranjada. Las casas estaban decoradas con calabazas y guirnaldas serpenteaban en lo alto como serpientes de papel.
Todos los niños iban enfundados en disfraces multicolor, muy diferentes al gris atuendo de tres piezas que Regulus llevaba. El júbilo de los pequeños perforaba las paredes, mientras estos correteaban y jugaban a sus anchas, meciendo las calabazas que llevaban en las manos al compás de sus pasos.
Regulus observaba la escena entre el asombro y la emoción. Él no quería quedarse ahí en el simple papel de espectador, también quería salir al exterior pertrechado de una linterna naranja y jugar con aquellos niños vistiendo alguno de esos maravillosos atuendos: quería ser un fantasma, un vampiro o un capitán. Él quería, pero por alguna razón su conciencia le decía que no era buena idea.
—¿Qué estás mirando, Regulus? —preguntó su madre al asomarse a la ventana con una pálida sonrisa y desvelar el misterio corriendo las cortinas. Regulus dio un brinco al escuchar su voz y se volteó rápidamente.
—Muggles, madre. ¡F-festejan!
La sonrisa de Walburga se desvaneció.
—¿Muggles? —repitió con desdén— ¿Estás viendo MUGGLES?
Regulus retrocedió unos pasos, volviéndose hacia el salón.
—Ellos... ellos se ven fe-felices. Juegan. Deseo ir y jugar con ellos. ¿P-Podemos salir?
—Madre —intervino Sirius, al notar la expresión de Walburga ensombrecerse más y más con cada palabra de su hermano—, madre, no creo que...
—¿¡Salir!? ¿¡Jugar con ellos!? —siseó Walburga con tono fúrico. Sus ojos azules echaban chispas, la fina línea de sus labios fruncida en una mueca colérica.
—¡Madre por favor! —chilló Sirius, dejando sus juguetes para aferrarse al torso de la mujer, que parecía a punto de abalanzarse sobre el niño.
—¿Q-Qué... t-tiene de malo? —preguntó Regulus en un hilo de voz.
Apenas lo vió venir. El sonido seco resonó en el salón, pero Regulus no sintió dolor alguno. Cuando abrió los ojos se dió cuenta de que Sirius se había metido entre él y Walburga, recibiendo todo el impacto de la bofetada que ella había propinado. Su mejilla derecha estaba roja y sus ojos amenazaban con derramar lágrimas. Aún así no cedió ni un centímetro, se mantuvo firme parado frente a Regulus como uno de los caballeros de los libros de cuento, dispuesto a seguir defendiéndolo.
Del otro lado de la escena, Walburga los contemplaba pasmada, pasando la mirada perturbada entre ellos y su mano como si no pudiese creer lo que había acabado de hacer. Regulus pensó que quizá se largaría a llorar y ellos se salvarían. Regulus siempre pensaba cosas que no se concretaban.
Walburga desabrochó el cinturón de cuero que adornaba su vestido y les apaleó con cintarazos a ambos hasta que tuvieron cicatrices abiertas en las piernas y en los brazos. No había sentimiento de culpa alguno en el rostro de su madre, apenas una mirada obnubilada de desprecio y rabia. Rabia por tener hijos que querían convivir con muggles. Rabia porque sus propios vástagos se atrevían a desobedecerla.
Ese día, entre gritos azorados y lágrimas saladas, Regulus aprendió dos cosas:
1) Nunca cuestionar.
2) Nunca ponerse en el camino.
Ese sería el lema que lo acompañaría más adelante durante toda la vida. Incluso en las grandes veladas que organizaban los sagrados 28, no hacía más que ocultarse tras la figura de Sirius. Casi nunca hablaba fuera de la casa (temía que su tartamudez fuese a fallarle en algún momento y que la gente se burlase), así que los adultos simplemente lo tomaban por callado y los niños por raro. Y nadie quería ser amigo de un raro.
—No creo que tenga amigos si voy a Hogwarts, Sirius.
—Me tienes a mí —respondía él con una sonrisa—. Yo siempre seré tu amigo.
Si él tenía a Sirius, pensaba, no necesitaba a nadie más. Y por un breve momento de su vida estuvo en lo correcto: Sirius lo era todo, su amigo, su hermano, su confesor y su cómplice.
Para él, Sirius era genio y figura, modelo a seguir. Todo a lo que Regulus aspiraba, pero que en el fondo de su corazón sabía que nunca llegaría a ser. Era inteligente y valiente, nunca le faltaban cosas ingeniosas que decir y nunca le fallaba la voz. En la primera década de su vida, Regulus recordaba que su hermano mayor solía ser motivo de deleite en las fastuosas reuniones aristócratas a las que asistían: el contertulio de sangre azul nunca fallaba en congratular a sus padres por haber criado tan eximia criatura de mente aguda y lengua filosa.
Su hermano vivía a la altura de su nombre: era una estrella. Y bajo su luz y amparo, Regulus se permitía vivir en la esperanza de promesas grandiosas. Promesas de una vida mejor, en la que ambos eran libres del yugo controlador de sus padres y podían vivir a sus anchas, vistiendo atuendos multicolor. Teniendo una vida menos gris.
La ilusión se desplomó el maldito día en que Sirius abandonó la casa por primera vez para ir a Hogwarts. Regulus despidió a su estrella en la plataforma de la estación sin saber que esa era la última vez que lo vería de esa forma.
Durante la estadía de Sirius en el colegio, Regulus dedicó su tiempo e ingenio en llenar el vacío que él había dejado en la casa, a su manera, claro. Regulus podía no ser tan valiente como Sirius, pero lo que le faltaba de coraje lo tenía de astucia. Él no iba a pelear, iba a acomodarse al molde que Walburga le había formado y a hacerle honor al papel que debía desempeñar. Esa sería su forma de sobrevivir, una forma inteligente, una que le permitiese mantener en secreto sus emociones y sus anhelos hasta la llegada de su hermano en las vacaciones.
Grande fue la sorpresa de todos cuando Sirius anunció que esas vacaciones de navidad las iría a pasar en el colegio. Fue un golpe duro, sin embargo, Regulus estaba convencido de que todo volvería a la normalidad en el verano. No podía estar mas equivocado. Cuando Sirius volvió era otra persona, una completamente a la que había conocido y a la que había dejado ese día en la estación.
Las ideas que trajo consigo no hicieron más que enfurecer a Orión y Walburga. ¿Y como no? Eran completamente descabelladas. Sirius defendía el argumento de que los muggles y sus hijos no eran diferentes de ellos, y que si uno se tomaba el tiempo suficiente de conocerlos, eran agradables. Regulus no lo decía, pero después de pasar tanto tiempo a solas con sus padres, el pensamiento le empezaba a resultar un poco... repulsivo.
Entre las más nuevas costumbres de su hermano, Regulus se percató de que había tomado por costumbre hablar por horas y horas de uno de sus nuevos amigos, un tal James Potter, que según la narrativa de su hermano parecía ser la persona más increíble que llegó a existir y de cuyos padres Orión y Walburga se referían como "traidores de sangre" y "escoria de la tierra". Regulus no entendía estos términos, pero si ellos lo decían, él estaría de acuerdo. Además, ¿qué era lo que tenía de especial este tal James Potter? A Regulus solo le sonaba a otro de los tantísimos buscaproblemas que habían conocido en una velada cualquiera.
Pero no era solo eso, no a los ojos de Sirius. Y tampoco lo eran sus otros amigos. Pronto Regulus empezó a notar que las cartas llegaban a diario y que Sirius las respondía al vuelo con brillo en los ojos y bastante esmero. Ya no veía esa emoción en los ojos de su hermano cuando se trataba de él. No jugaban juntos, todo parecía aburrirle en la casa y con el tiempo, dejó de salir de la habitación que compartían a menos que fuese estrictamente necesario.
—Sabes, nunca sales de la habitación, es molesto —le dijo Regulus una noche, tratando de hacerlo entrar en razón y por una vez, recuperar a su hermano.
—Tienes razón —respondió Sirius—. Me iré a otra en la mañana.
A partir de ahí las cosas solo fueron decayendo. Después de ese verano fue el turno del menor de los Black de empacar sus cosas y partir. Sirius estaba por lo demás emocionado de volver al castillo mientras Regulus bordeaba la frontera entre la emoción y el miedo. Cuando abandonaron la estación y mientras deambulaban por el pasillo del tren, su hermano le invitó a sentarse con ellos en el compartimiento. Regulus aceptó, en vista de que no tenía demasiadas opciones, pero tan pronto tuvo a los otros tres muchachos a su lado se dio cuenta de que aquél no era su lugar. El viaje había sido un total calvario, y algo en su mente le decía que su estadía en el colegio sería igual. En ese compartimiento lleno de leones, él se sentía aplastado. Como una serpiente.
En el colegio, tal y como había profetizado en el tren, Regulus era invisible. En especial desde que quedó en Slytherin. Y en especial para su hermano.
Dentro de las paredes de Hogwarts Sirius vivía para los merodeadores y fuera de ellos, no existía nada, apenas posibles víctimas para sus bromas. En pocos días a Regulus se le cayó la venda. Era bastante obvio por que no había regresado en vacaciones: la única razón por la que lo haría era por él, y ahora lo había reemplazado. Tenía una nueva versión fea, barata y con gafas que llamar hermano. Incluso se había conseguido dos más de repuesto.
Tratar de hablarle sobre eso no venía al caso. Sirius siempre respondía lo mismo: «¡Tengo que tener amigos! ¡Uno no puede andar solo por el mundo!». Pero Regulus sabía que sí se podía, porque él andaba solo.
Su dificultad para hablar lo hacía todo más complicado, y aunque creyó que lo había superado, todavía se le escapaban algunas palabras repetidas que hacían que su confianza se viniese abajo. Pasó el primer semestre de clases sentado solo, confiando en que su expresión fuese lo suficientemente dura para mantener a los matones alejados. Por alguna razón funcionó: la gente parecía respetarlo. Algunas veces incluso llegó a escucharle decir a Evan Rosier (su mismísimo compañero de habitación) que su cara daba miedo.
A pesar de que nadie se metía con él (primera victoria en un mar de derrotas) le amargaba el pensamiento de que hubiese preferido cualquier clase de contacto humano que eso. Hubiese preferido que le gritasen o inclusive le golpeasen en vez de ignorarlo.
A una edad muy temprana Regulus descubrió que la soledad es capaz de hacerle cosas terribles a uno. Lo único que quería era que llegase la pausa de navidad para poder estar nuevamente con su hermano. Poco y nada sabía que esa sería una de las pocas noches que se le quedaría grabada en el recuerdo.
La siguiente nochebuena, la casa de los Black estaba en silencio. Walburga había decretado que irían a dormir temprano, prohibiendo terminantemente que se encendiesen las bombillas hasta nuevo aviso. El motivo: las cartas que le llegaban a Sirius. Sus padres se enteraron de que el primogénito de la familia se correspondía a diario con la escoria de la tierra, y se decidieron a cortar de raíz aquella tontería.
Entonces sucedió. Regulus escuchó una discusión a gritos en el pasillo y bajó de la cama, abriendo la puerta con sigilo. En la habitación del frente se podía oír la voz abrasiva de su madre, seguida por la de Sirius.
—¿¡Donde está!? —gritaba Walburga— ¿¡Dónde está la maldita carta!?
—Madre le juro que no estaba encendida...
—¡Está caliente! —Para ese entonces Regulus ya estaba en la puerta de la habitación, observando la escena. Vió a su madre arrojar la bombilla contra la pared, y a esta explotar en pedazos de cristal que le cayeron en el rostro a su hermano— ¿Dónde. Está?
Sirius negó, asustado.
—M-Madre... —quiso intervenir Regulus.
Los ojos de Sirius conectaron con los suyos por un segundo: pudo sentir el pedido de auxilio en ellos. Pero no se movió ni un centímetro. Los músculos no le respondieron. Incluso cuando Walburga lanzó a Sirius contra la pared y él se desplomó como un saco de huesos. Incluso cuando lo golpeó tan fuerte que sus alaridos de dolor parecieron perforar agujeros en las paredes y el techo. En ese momento supo que había perdido para siempre a su hermano, porque no había sido capaz de defenderlo como antaño él había hecho.
Al día siguiente abrieron los regalos como si nada hubiese sucedido. Sirius tenía magulladuras en el rostro y moretones en los brazos y el pecho. Aún así le dedicó una sonrisa resplandeciente a Regulus, y le invitó a escabullirse de la mansión por la tarde, amén de presentarle a su más reciente adición a su colección de hermanos de repuesto.
—Te caerá bien —le dijo—. Se parecen bastante. Creo que va en tu año, y vive aquí en frente. ¿Qué coincidencia, no? ¿Dime, no te gustaría que hubiésemos tenido una hermana-
—No voy a ir a ningún lado —cortó Regulus. Si su hermano reincidía una vez más en esa actitud buscaproblemas no estaba seguro de lo que su madre le haría. Confiaba en que sus palabras calaran de una vez por todas en él y evitasen un posible desastre—. Los muggles dan asco. No sé cómo puedes juntarte con ellos.
Sirius no respondió, solo sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa pálida, como si su hermano solamente acabase de soltar una tremenda estupidez. Lo peor de todo era que Regulus si se daba cuenta, y cada vez estaba más convencido de que sus creencias eran ciertas. Los muggles, los traidores de sangre y los sangre-sucia, todos ellos se habían puesto de acuerdo para lavarle a Sirius el cerebro y convertirlo en ese... extraño.
Luego de las navidades, los días corrieron a trasluz hasta llegar a fundirse en semanas. A la vuelta de vacaciones Sirius ya no volvió a invitar a Regulus a unirse a su compartimiento. Rendido, Regulus paseó por vagones enteros, viendo a los niños y adolescentes regocijarse en el encuentro de sus compañeros. Sólo otra anotación que nunca llegaría a tachar de su lista de deseos.
Encontró al final de uno de los vagones un compartimiento vacío y se dejó arrullar por el aliento de la calefacción y el suave traqueteo. Antes de darse cuenta los ojos se le habían nublado de lágrimas y se encontró a sí mismo llorando como nunca se había dado el gusto de hacerlo. No le importó que estuviera en un tren con cientos de alumnos dispuestos a burlarse de su fragilidad. O eso creyó, hasta que le vio parada en la puerta del compartimiento y se secó las lágrimas con la manga del suéter, fingiendo que nunca habían estado allí en primer lugar.
— ¿Qué- ¿Quieres un caramelo de miel? —dijo hurgando en su bolsillo y estirando el brazo con caramelo en mano—. A mí siempre me pone feliz un caramelo de miel.
Tenía el pelo castaño esponjado hecho un nido de pájaros y anteojos más grandes de lo que Regulus había creído posible. Nunca había visto a esa niña, pero su bufanda azul y dorada indicaba que estaba en la casa de Ravenclaw. Le observaba bajo las gafas con intensos ojos azules y se acomodaba el cabello una y otra vez tras las orejas estiradas.
—¿Rory? ¡Rory! ¡Aquí estás! —gritó una niña rubia acercándose a ella y deteniéndose de repente al encontrarse con la imagen de un sollozante Regulus—. ¿Qué-
—Está triste. Tenemos que hacer algo —intentó susurrar la tal Rory.
—¿Sabes quien es ese? ¡Es Regulus Black! ¿No ves su cara? Da miedo —respondió la rubia, como si él no estuviese a escasos metros—. Ya vámonos antes de que nos haga algo él a nosotras.
«Parece triste».
Odio esas palabras con cada fibra de su ser. Estaban cargadas de pena. Él era un Black, no un pobre tonto necesitado de la compasión de los otros. Fue en ese momento que decidió volver al colegio como un campeón. Como lo que era. Como lo que había aprendido a ser. Nunca más iba a aceptar que alguien lo mirase por encima del hombro, que le tuviesen lástima. Sólo iba a aceptar admiración, respeto, inclusive miedo. Ya no iba a dejarse ayudar por nadie, ni siquiera por Sirius.
Para el comienzo de su quinto año Regulus Black tenía la capacidad emocional de un agujero negro. Se había privado a sí mismo del sentimiento, y lo que le terminaba de preocupar no era otra cosa sino eso: de tanto pasar tiempo olvidándose de cómo sentir, ya no creía tener la capacidad de recordar a qué le sabía la felicidad.
A veces se preguntaba si sabía a caramelos de miel.
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