Capitulo 6
Planeta Viristerra
Planeta agricola de la Federación de Planetas Libres
4 de Enero de 2658
La sabana de Viristerra se extendía hasta donde alcanzaba la vista, un océano de pasto dorado interrumpido por acacias solitarias y la ocasional sombra de colinas bajas. A pesar de estar en lo que los locales llamaban "la estación fría," el calor era cálido, casi amable, envolviendo a los hombres y máquinas del ejército helghast en una atmósfera pesada, pero manejable.
La columna militar avanzaba con un ritmo constante. Los soldados, en formaciones disciplinadas, marchaban al compás del estruendo de botas contra el suelo seco. A su lado, tanques masivos y vehículos semiorugas rugían como bestias domadas, y detrás de ellos, la artillería autopropulsada parecía una amenaza dormida, lista para desatarse. Sobre sus hombros y sobre los tanques, la bandera Helghast siempre los acompañaba, un recordatorio de por que luchaban.
En medio de todo, resonaban las voces de los soldados, cantando la misma canción que habían repetido durante semanas. "Y siempre luchamos" era más que una melodía: era un juramento, una promesa inquebrantable de seguir adelante sin importar el costo.
En la sombra del fuego, juramos marchar,
la victoria nos llama, no hay vuelta atrás.
De cenizas y sangre un reino surgió,
nuestras voces al viento, gritan con fervor.
¡Al frente! ¡Avanzad! Nunca miréis atrás,
la gloria está escrita en el acero y la paz.
Por los caídos que hoy no verán,
luchamos por ellos, su llama vivirá.
Y siempre luchamos, ¡nunca caerá!
El estandarte en alto, la luz brillará.
Con fuerza y con ira, con honor y verdad,
somos el juramento que el tiempo guardará.
Las estrellas susurran de lo que vendrá,
en la noche más fría, no nos detendrán.
El eco del mañana lo escuchamos ya,
la historia en sus páginas nos recordará.
Y siempre luchamos, ¡hasta el final!
El destino nos llama, nunca callará.
Por tierra y por cielo, por libertad,
somos el futuro que nunca cederá.
El General Karsten cabalgaba en su VolksGlide, un vehículo ágil diseñado para el terreno accidentado. Miraba al horizonte mientras los versos de la canción llenaban el aire. Ya se sabía la letra de memoria, como todos los hombres bajo su mando. La repetición diaria de aquel himno no le molestaba; al contrario, le agradaba. "Mejor un soldado que canta que uno que duda," pensó.
De vez en cuando, las motocicletas de reconocimiento pasaban zumbando junto a su vehículo, levantando pequeñas nubes de polvo. Las ruedas cruzaban los caminos irregulares de la sabana con una confianza mecánica. Karsten observaba el paisaje, buscando puntos clave para el avance. Entonces, una colina cercana llamó su atención: era alta, con un acantilado que caía casi en vertical.
Se inclinó hacia el conductor, un joven llamado Oskar, de rostro curtido pero sereno.
—Oskar, llévame a esa montaña. Quiero verla de cerca.
Sin decir palabra, Oskar giró el volante y el VolksGlide se desvió de la columna principal, dejando atrás la marcha de los soldados. El motor del vehículo respondió sin esfuerzo mientras ascendían por la suave pendiente, sorteando grietas y arbustos bajos. Al llegar a la cima, Karsten descendió con un movimiento firme.
Desde su posición elevada, Karsten tenía una vista panorámica del valle. A su izquierda, el río se extendía como una cinta de plata, serpenteando entre la hierba alta. En sus orillas, una manada de Mbizi —criaturas parecidas a gacelas, pero con cuernos retorcidos y una piel moteada de tonos pardos— pastaba tranquilamente. Más allá, los gigantescos Ganesha, una especie de herbívoros de cuatro metros de altura, se movían con lentitud, arrancando ramas bajas de los árboles. Entre ellos, un grupo de Kudu, ágiles y elegantes, recorría el terreno con saltos precisos.
Por un momento, Karsten permitió que la belleza del paisaje lo atrapara. Sin embargo, su deber lo llamó de vuelta a la realidad.
—Hermosos, pero insignificantes en este juego —murmuró para sí, mientras apartaba la vista de los animales.
Hacia el este, el río formaba un vado. "Ese paso podría ser útil," pensó, ya trazando mentalmente cómo utilizarlo para su beneficio. Bajó la mirada hacia el acantilado y pateó una piedra suelta. La observó rebotar varias veces antes de desaparecer en la pradera, varios metros más abajo.
Cuando giró para mirar hacia el oeste, el panorama se transformaba en un denso bosque de acacias radianas, con sus copas formando un mosaico de sombras sobre el suelo. En medio de la arboleda, divisó lo que parecía ser una trinchera natural: formaciones de granito afiladas que se alzaban como estacas, creando estrechos pasos entre ellas. Era una defensa natural perfecta, una pesadilla para cualquier atacante.
Detrás de él, todo lo que veía ya estaba bajo el control de los helghast. Sus fuerzas habían barrido la mitad del planeta en semanas, despedazando a las milicias locales con precisión quirúrgica.
Karsten encendió un cigarro y dio una última mirada al paisaje. A lo lejos, sus tropas seguían avanzando, sus cánticos cada vez más débiles en el aire. Sacó su comunicador y llamó al oficial táctico de su unidad.
—Aquí Karsten. Escuchen bien. Esta colina será nuestro bastión. Ordenen a los ingenieros fortificar el terreno en la base del acantilado. Quiero baterías de artillería ligeras y pesadas aquí al amanecer. El río al este es un punto clave. Designen un pelotón para explorar el vado y asegúrense de que sea transitable para vehículos blindados.
—Entendido, comandante. ¿Algo más?
—Sí. Envíen patrullas para bloquear cualquier intento de los locales de usar ese bosque. Es una trampa perfecta, pero solo si la controlamos nosotros.
Mientras Oskar encendía el motor, Karsten echó una última mirada al valle.
Karsten permaneció un momento junto al acantilado, dejando que la brisa cálida y seca le acariciara el rostro. A pesar del casco que llevaba colgado del cinturón, prefería sentir el aire directamente en su piel. Miró el valle bajo sus pies con una sonrisa, se dio la vuelta y volvió al VolksGlide.
—Un buen lugar para escribir el próximo capítulo de esta guerra —murmuró mientras exhalaba una larga bocanada de humo de su cigarro. El humo danzaba en el aire antes de perderse en la inmensidad del cielo despejado.
Sin prisa, regresó a su VolksGlide, un vehículo de diseño robusto y eficiente, y se deslizó con suavidad hasta el pie de la colina. Oskar, su conductor, maniobraba con una precisión que delataba años de experiencia con maquinaria pesada. Había crecido en un planeta agrícola en la frontera del Imperio Helghast y la Ascendencia Chiss. Desde niño había trabajado en los campos junto a sus hermanos y hermanas, aprendiendo a manejar tractores y equipos aún más complejos. Para él, conducir un vehículo militar era casi como un juego.
—¿Cómo ves el terreno, Oskar? —preguntó Karsten mientras el vehículo descendía.
Oskar no apartó la vista del camino, pero sonrió.
—Un poco más accidentado de lo que esperaba, señor, pero nada que no pueda manejar. Eso sí, este polvo me hace extrañar los campos de maíz.
Karsten soltó una breve carcajada. Había algo refrescante en la sencillez de Oskar, una cualidad que contrastaba con la dureza de los demás oficiales.
Al llegar al pie de la colina, el panorama cambió. Las tropas ya estaban desplegándose en la sabana, uniformados con trajes que se mimetizaban con el entorno, salvo por las icónicas lentes rojas de sus máscaras respiratorias. Aunque Helghan, el planeta hogar de los Helghast, era ahora mucho más habitable que en siglos pasados, las máscaras seguían siendo un símbolo de su identidad, un recordatorio constante de su historia y su legado, que jamás iban a olvidar.
Karsten descendió del vehículo con agilidad, observando el bullicio del campamento. Soldados construían fortificaciones improvisadas, mientras vehículos de artillería y tanques Panzerkampfwagen VX-9 "Panther" tomaban posiciones estratégicas. Todo el mundo estaba ocupado, pero Karsten sabía que algo faltaba: un nexo claro de suministro.
Sus líneas se habían extendido y cada vez era más difícil transportar suministros desde su ultimo nodo de suministros, con esto en mente dio media vuelta mirando su transporte.
Se dirigió directamente a su VolksGlide, ordenando a Oskar que abriera el compartimiento delantero. Revolvió entre sus pertenencias hasta sacar un mapa general del planeta. Luego, extrajo otro, más detallado, con las regiones circundantes de Viristerra.
—Perfecto —murmuró al encontrar lo que buscaba. Sin perder tiempo, caminó hacia uno de los tanques estacionados. El grupo de soldados cercanos se apartó para darle espacio mientras extendía el mapa sobre el blindaje frío del vehículo.
En ese momento, Laurenz Stroheim, uno de sus oficiales al mando, se acercó, intrigado.
—¿Qué tienes ahí, General?
Karsten no respondió de inmediato. Señaló un punto en el mapa y luego alzó la vista con una sonrisa.
—¡Oskar! Tráeme el mapa de la provincia de Ardhi Yenye Dhoruba.
El joven conductor reaccionó al instante, hurgando entre las pertenencias del vehículo hasta encontrar lo solicitado. Regresó corriendo y extendió el mapa frente a Karsten, quien lo estudió detenidamente. Sus ojos se iluminaron al encontrar lo que buscaba.
—Ah, debería dedicarme a las apuestas. Tengo una suerte endiablada —dijo con satisfacción, señalando un punto en el mapa.
Laurenz frunció el ceño.
—¿Qué es eso?
Karsten golpeó el mapa con el dedo, como si eso resolviera todas las dudas.
—Eso, mi buen amigo, es nuestro próximo nexo de suministro: una zona de carga de trigo.
—¿Una zona de carga... de trigo? —repitió Stroheim, desconcertado.
Karsten giró hacia Oskar con una sonrisa casi maliciosa.
—Oskar, tú creciste en un planeta agrícola. Ilustra a este citadino. Es una orden.
Oskar se aclaró la garganta antes de hablar, todavía con un poco de timidez.
—Con todo respeto, señor, en mi mundo natal usábamos contenedores gigantescos de mayor calibre que los que usa el ejercito para almacenar y transportar el trigo. Aquí no debería ser diferente.
Stroheim seguía sin comprender del todo.
—¿Y eso qué tiene que ver?
Oskar prosiguió, ahora más seguro de sí mismo.
—La mayoría del trabajo pesado lo realizaban grúas automatizadas, brazos mecánicos y drones. Es probable que esta zona de carga esté equipada de forma similar. Si la tomamos, podríamos usar esas instalaciones para desembarcar y distribuir nuestros suministros con mayor rapidez.
Karsten asintió satisfecho y dirigió una mirada significativa a Stroheim.
—Lo ves, Laurenz. Mientras tú pensabas en las trincheras, yo pensaba en cómo mantenernos abastecidos.
Laurenz bufó, pero no pudo ocultar una sonrisa.
—Voy a llamar a los demás oficiales, señor.
Karsten asintió mientras el hombre se alejaba hacia el campamento, donde el bullicio de la actividad militar crecía con cada minuto. Con un último vistazo al mapa, Karsten murmuró para sí:
—Vamos a ganar esta guerra.
La división de Karsten avanzó poco despues, con una precisión mecánica. Cada vehículo, cada soldado, era una pieza bien calibrada de una maquinaria militar imparable. La tormenta de polvo que levantaban al cruzar la sabana disminuyó al aproximarse a los muelles y almacenes de la Zona de Carga. Las grúas colosales se alzaban como centinelas silenciosos, testigos de un pasado más pacífico y de un presente lleno de incertidumbre.
El VolksGlide de Karsten fue el primero en detenerse, y detrás de él, los semiorugas y transportes blindados se posicionaron en formación, descargando tropas que rápidamente tomaron posiciones defensivas.
—Listos para avanzar —indicó Karsten mientras encendía otro puro con calma. La pequeña ceremonia de encenderlo siempre parecía una señal de que algo importante estaba por suceder.
Uno de los granaderos se adelantó hacia la puerta principal, una simple alambrada con un candado oxidado que apenas representaba un obstáculo. Sin decir palabra, levantó la culata de su arma y la dejó caer con fuerza sobre el candado, rompiéndolo con un solo golpe. De una patada, abrió la puerta y se adentró con cautela, seguido por sus compañeros, todos con las armas en alto y atentos a cualquier posible amenaza.
El grupo de Karsten avanzó con rapidez, despejando el perímetro del complejo. La primera zona parecía estar completamente abandonada, excepto por el polvo acumulado y el crujido de sus botas sobre el concreto.
Karsten detuvo su marcha al encontrar una pequeña vitrina en el área de recepción. Dentro, un personaje caricaturesco—un elote sonriente con un sombrero de paja—parecía darles la bienvenida, con un letrero que decía:
"¡Bienvenidos a los Almacenes Dhoruba! Tome un mapa y disfrute de su visita."
El cristal estaba cerrado, pero la vitrina estaba llena de mapas perfectamente doblados. Karsten levantó una ceja con algo de diversión.
—Aquí. —Señaló con un movimiento de cabeza al soldado más cercano.
El granadero obedeció sin demora, golpeando el cristal con el codo y rompiéndolo en pedazos. Introdujo la mano y sacó un mapa, entregándoselo a Karsten. Este lo extendió sobre un escritorio polvoriento y lo examinó con atención.
—Veamos... —murmuró mientras deslizaba un dedo por el papel amarillento. Su voz se volvió más firme a medida que localizaba los puntos clave. —La sala de administración está a tres pasillos al fondo, doblando a la derecha. La sala de guardias está a cinco pasillos a la izquierda.
En ese momento, Laurenz llegó acompañado de más tropas, con su pistola en mano. Se puso firme al ver a Karsten.
—Sus órdenes, señor.
Karsten se giró hacia sus hombres, su voz clara y autoritaria.
—Laurenz, toma un pelotón y asegura la zona de carga y de almacenamiento. No quiero sorpresas.
—Entendido, señor. - contesto Laurenz corriendo a cumplir la orden con sus soldados detrás de el
—Teniente Alexander —continuó, señalando a un oficial de complexión robusta y expresión seria—. Llévate a tus hombres y toma la sala de guardias. Neutraliza cualquier posible resistencia y asegúrate de que no haya trampas.
Alexander asintió y se retiró inmediatamente con su grupo.
—Teniente Becker —dijo Karsten, dirigiéndose a un joven oficial cuyo rostro estaba oculto tras la mascara—. Tú y tus hombres vienen conmigo. Vamos a hacer una visita a la administración. Los demás aseguren el resto del complejo. Lo quiero bajo nuestro control en menos de una hora.
Los soldados respondieron al unísono con un sonoro "¡Entendido!". Las órdenes se ejecutaron con precisión, y el grupo de Karsten comenzó su marcha hacia la sala de administración.
El pasillo era estrecho y estaba cubierto de carteles de seguridad obsoletos. A medida que avanzaban, los soldados revisaban cada habitación adyacente, encontrando oficinas vacías y equipos abandonados. Al llegar a la puerta principal de la sala de administración, Karsten notó que estaba cerrada con un candado digital, pero no parecía ser un sistema avanzado.
—Becker, esto es tu especialidad —indicó Karsten mientras daba una calada a su puro.
Becker se agachó frente al panel de control, sacando un pequeño dispositivo de su mochila. Con movimientos rápidos y precisos, hackeó el sistema en cuestión de segundos. La puerta se abrió con un clic metálico, revelando una oficina amplia con escritorios desordenados y monitores parpadeando débilmente.
Karsten avanzó primero, observando todo con detenimiento. En un rincón, un viejo servidor seguía encendido, su luz verde parpadeando.
—Becker, conecta esto a nuestro sistema y descarga todo lo que encuentres. Quiero saber qué había aquí antes de que llegáramos.
Mientras Becker trabajaba, Karsten miró por una ventana que daba a los almacenes. A lo lejos, las tropas de Laurenz y Alexander se movían con rapidez corriendo por los pasillos. La zona de carga pronto sería completamente suya.
—Viristerra, Viristerra... —murmuró Karsten, casi para sí mismo, mientras observaba por la ventana cómo sus tropas consolidaban el control del complejo. La brisa cálida de la sabana levantaba pequeñas nubes de polvo, y el eco distante de las botas resonaba en los pasillos vacíos. Dio una última calada a su puro antes de aplastarlo en el borde de un viejo escritorio—. Ahora eres nuestro.
Detrás de él, los soldados de Becker trabajaban con precisión implacable. Archivadores, maletines y cajones eran abiertos, vaciados, y sus contenidos inspeccionados. Lo útil se clasificaba con rapidez; el resto, tirado al suelo sin contemplaciones, aplastado bajo las pesadas botas de los soldados.
Becker, siempre eficiente, levantó la vista de las pantallas de seguridad.
—Revisé las grabaciones, señor. No hay rastro de actividad reciente aparte de los guardias. Estaban comiendo cuando llegamos.
Karsten se giró hacia él, arqueando una ceja.
—¿Y ahora?
—Están siendo maniatados en la sala de guardias, bajo vigilancia. —El tono de Becker era frío, casi aburrido.
Karsten negó con la cabeza, un gesto mezcla de resignación y desdén.
—Excelente trabajo, Becker. Supongo que eso me convierte en el nuevo gerente de estas instalaciones, ¿no?
—En esencia, sí, señor. - contesto Becker volviendo su atención nuevamente a la computadora frente a el.
El comandante no dijo más y salió de la sala, caminando con paso firme entre el caos organizado que sus hombres habían desatado. Afuera, los oficiales ya se habían adueñado de varias oficinas abandonadas, transformándolas en improvisados puestos de mando. Los mapas, equipos de comunicación y hasta banderas ya comenzaban a decorar las paredes desnudas.
El General de Brigada Laurenz apareció entre el movimiento, quitándose el polvo del uniforme con un gesto distraído.
—La zona de carga está asegurada, señor. Está completamente vacía.
Karsten negó de nuevo, su expresión endureciéndose.
—Probablemente evacuaron todo antes de abandonar este lugar. —Hizo una pausa, su mirada calculadora paseando por el horizonte—. Una pena. Unos cuantos suministros extra no nos habrían venido mal.
Laurenz carraspeó, como si estuviera guardando lo mejor para el final.
—Sin embargo, los almacenes están llenos, señor. Toneladas de grano, intactas.
Por primera vez en horas, Karsten sonrió. Una sonrisa pequeña, pero que delataba satisfacción.
—Perfecto. Logística asegurada y suministros gratuitos. Ordena a la división que entre y descanse, pero diles que no se acomoden demasiado. Es posible que tengamos que partir pronto.
—Entendido, señor. —Laurenz dio un saludo rápido y salió apresuradamente para cumplir las órdenes.
Karsten encendió otro puro, aspirando el humo con calma mientras se dirigía a la sala de guardias que era custodiada por dos soldados Helghast, que conversaban en voz baja, se pusieron firmes al verlo acercarse. Uno de ellos abrió la puerta con rapidez, dejando pasar al General. En el interior, el ambiente era opresivo. Dos Helghast más estaban sentados en esquinas opuestas de la sala, con sus rifles descansando sobre sus piernas. Sus ojos no se apartaban de los prisioneros: doce guardias de seguridad vestidos con pantalones azules y camisas grises.
Los prisioneros, maniatados y sentados en el suelo, estaban claramente aterrorizados. Sus expresiones de miedo eran un contraste absoluto con la disciplina de los soldados.
Karsten caminó con calma, sus botas resonando sobre el piso. Se detuvo frente a la mesa donde estaban apiladas las armas confiscadas: pistolas de bajo calibre, evidentemente inadecuadas para un enfrentamiento serio contra soldados de verdad. Tomó una de ellas, examinándola con una mezcla de curiosidad y desprecio.
—Con esto no puedes ganar una batalla —comentó en voz baja, más para sí mismo que para nadie en particular.
De repente, una voz temblorosa rompió el silencio.
—Por favor... no nos maten... —Era una joven pelirroja, su voz apenas un susurro entrecortado.
Karsten giró su cabeza lentamente hacia ella, sus ojos brillando con algo que podía ser burla o simplemente cansancio. Bajó su máscara, dejando al descubierto un gesto sardónico.
—Oh, querida... nosotros no matamos a nuestros prisioneros. —Hizo una pausa teatral, inclinándose hacia ella—. Nos los comemos vivos.
La chica soltó un grito desgarrador, cayendo de espaldas mientras sus compañeros se revolvían en el suelo, cegados por las vendas en sus ojos. Los Helghast en la sala estallaron en carcajadas, disfrutando del espectáculo.
Karsten se permitió un suspiro exasperado.
—Suficiente. —Sacudió la cabeza, mirando al grupo con desprecio—. Es patético que alguien piense que esta "seguridad" podría detenernos.
La joven pelirroja se levantó torpemente, aún temblando. Karsten la señaló con un gesto brusco.
—Levántate y dime... ¿Quién de ustedes sabe hacer un buen café?
El desconcierto se reflejó en los rostros de todos los presentes. La pelirroja tartamudeó, mirando alrededor como si buscara ayuda.
—Y-yo... creo que puedo... —murmuró al final.
Karsten suspiró de nuevo, esta vez con una mezcla de frustración y vergüenza.
—Excelente. Empieza por ahí. Y si me gusta, quizás reconsideremos tu destino.
El ambiente, aunque aún tenso, comenzó a relajarse. Los soldados intercambiaron miradas cómplices mientras Karsten se alejaba hacia la puerta, dejando tras de sí el eco de sus palabras y el humo de su puro. Sus pasos resonaron por los pasillos que ya estaban ocupados por sus tropas, sus oficiales ya acomodados, estaban coordinándose con el mando sobre su nueva posición, y además de organizar las nuevas líneas de suministro, cada hombre cumplía su labor con diligencia, Karsten llego a su destino, la oficina del gerente, donde un soldado ya lo esperaba, abriéndole la puerta para dejarlo entrar.
La oficina del gerente tenía un aire de pretensión y lujo burgués. Un modelo a escala de un barco de vela adornaba la estantería, flanqueado por un pequeño castillo en miniatura, ambos ubicados sobre una madera barnizada de tono oscuro. Libros de encuadernaciones finas llenaban los estantes, y dos cuadros de paisajes bucólicos colgaban de las paredes, impecables bajo la tenue luz del lugar. Karsten se deslizo por la habitación en silencio, hasta quedar detrás del escritorio, dejándose caer en el aterciopelado asiento, sus botas descansando sobre la superficie de caoba, mientras observaba a sus generales que ya lo estaban esperando.
Laurenz Stroheim, un hombre robusto y calvo, dormitaba en una silla, con los brazos cruzados sobre el pecho. A su lado, August Fälscher, un hombre de expresión severa, con una barba espesa y una cicatriz prominente que cruzaba su ojo izquierdo, hojeaba un libro sobre agricultura y ganadería con una concentración casi reverente.
—Cuando ganemos esta guerra —comentó Fälscher de repente, levantando el libro con cierto entusiasmo—, estos textos deberían ser entregados a los campesinos. Quizá les ayude a aumentar la producción.
Laurenz abrió un ojo perezosamente, desperezándose con un gruñido.
—¿Más todavía? ¿Acaso no les exigimos lo suficiente?
Fälscher dejó el libro sobre la mesa con un golpe seco.
—Como imperio en expansión, debemos prepararnos para cualquier futuro. El hambre es un enemigo que no podemos permitirnos.
Karsten esbozó una sonrisa sarcástica mientras encendía un puro.
—Pues al ritmo al que vamos, puede que pronto tengas tu oportunidad de repartir manuales de agricultura entre los campesinos.
La conversación se detuvo cuando un soldado helghast apareció en la puerta. Su uniforme caqui impecable y la máscara con lentes rojos brillantes le daban un aire implacable.
—Generales, la camarera está aquí —anunció con voz grave.
Karsten asintió.
—Déjala pasar.
La joven pelirroja entró con pasos vacilantes, una sonrisa tensa y una bandeja con tazas de café en sus manos temblorosas. A pesar del ambiente intimidante, logró repartir las bebidas con notable destreza. Sin embargo, Laurenz la observaba con sospecha, su ceño fruncido como una sombra permanente.
—¿No lo has envenenado, verdad? —preguntó, llevando su mano a la funda de su pistola.
La chica pelirroja abrió sus ojos asustada, negó vehementemente con la cabeza.
—No, señor, no lo haría. Un soldado me vigiló todo el tiempo.
Karsten tomó una de las tazas, ignorando las protestas de Laurenz.
—Veamos si dice la verdad.
Le dio un sorbo al café y, de inmediato, empezó a toser violentamente.
Fälscher se levantó de golpe, su rostro encendido por la ira ante la reacción de Karsten.
—¡Maldita perra vektana! ¡¿Cómo te atreves...?! —rugió, alzando el brazo listo para golpearla.
La joven retrocedió con lágrimas en los ojos, demasiado aterrada para moverse más lejos.
—¡Detente, Fälscher! —la voz de Karsten resonó como un látigo, deteniendo al general en seco.
Fälscher se giró hacia su superior, perplejo.
—Pensé que lo había...
—El café estaba caliente, Fälscher. Muy caliente —aclaró Karsten con una leve sonrisa irónica, mirando a la joven. Esta asintió rápidamente, sin entender si debía sentirse aliviada o seguir temiendo por su vida.
Karsten tomó otro sorbo, esta vez con más cuidado, y asintió.
—Ahora, ve y trae algo frío. Un poco de leche, quizás.
—Sí, señor. De inmediato. —La chica salió corriendo de la oficina, casi tropezando con el marco de la puerta en su prisa por escapar.
Karsten observó cómo Laurenz y Fälscher volvían a sus asientos, ambos algo tensos por el incidente. Tras un momento, soltó una leve carcajada.
—Si estas son las almas que defienden este lugar, entiendo por qué hemos tomado esta instalación sin resistencia.
Laurenz gruñó, todavía algo adormilado.
—Bueno, al menos hacen buen café.
Fälscher resopló y tomó su taza, sus ojos clavados en el libro como si nada hubiera pasado. Afuera, el eco de las botas de los soldados resonaba en el pasillo, una melodía constante de ocupación.
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