Capitulo 3

Planeta Horai
Federación de Planetas Libres
8 de Septiembre de 2657

Las llamas danzaban en la noche, devorando sin piedad las viviendas de Horai. Las tropas de la Federación se retiraban, dejando un rastro de destrucción a su paso, reduciendo todo a cenizas para que nada de valor cayera en manos enemigas. Vehículos abandonados por falta de combustible eran destruidos sin remordimiento. Sin embargo, para los Helghast, esa devastación era solo una distracción pasajera. Avanzaban implacables, sus filas organizadas, armas al hombro o listas en las manos, mientras sus tanques y vehículos rugían en un avance firme y decidido. A pesar de sus escasos seis meses de entrenamiento, el general Herreshoff los enviaba al frente sin miramientos. Eran jóvenes, inexpertos, sin la marca de la sangre en sus armas, pero eso, pensaba el general, se resolvería en el campo de batalla.

El soldado raso Moritz marchaba entre sus compañeros, su rifle de acero negro ajustado en sus manos, la obra eficiente de Stahl Arms. Era un arma fiable, diseñada para soportar el fuego y el frío, pero aún esperaba su bautismo en combate. Al pasar junto a una granja envuelta en llamas, Moritz se detuvo un instante, contemplando las ruinas ardientes. Algo en la imagen le recordó vagamente a su hogar, pero en lugar de nostalgia, lo invadió una ola de odio.

—Los vektanos disfrutaron de nuestro hogar y esparcieron su corrupción, mientras nosotros reconstruíamos nuestra patria desde los escombros —murmuró, con un rencor que llevaba años madurando en su interior.

Uno de sus compañeros, el cabo Dietrich, escuchó el comentario y soltó un gruñido de aprobación.

—Así es, Moritz. Estos parásitos nos miraron desde arriba mientras sus ciudades florecían a costa de nuestra miseria. Pero ahora es nuestro turno de marchar sobre sus tierras y limpiar esta inmundicia —dijo Dietrich, sin despegar la vista del horizonte. Su voz era fría, casi como si hablara de una simple tarea más.

Moritz asintió en silencio. Sentía la ira burbujear en su interior, una furia moldeada por historias de humillación y opresión. Había crecido oyendo relatos de cómo los vektanos los habían relegado, cómo habían saqueado y explotado sus recursos mientras los suyos vivían en ruinas. Para él, y para muchos de sus compañeros, esta guerra no era solo una misión; era una deuda que pensaban cobrar con sangre.

Avanzaron en fila, siguiendo el pulso de los tanques y vehículos que vibraban bajo sus botas. Las órdenes eran claras: ningún edificio, ninguna pieza de infraestructura debía quedar intacta. Era una guerra de desgaste, una batalla por el alma de Horai, y para los Helghast no había mayor propósito que ver a sus enemigos ahogados en la desesperación que ellos mismos habían sembrado.

Al acercarse a un grupo de refugiados vektanos, que huían por los caminos de tierra junto a los restos de su vida, Moritz apenas desvió la mirada. Niños asustados, mujeres con los ojos rojos de llanto, ancianos apoyados en bastones destartalados; todo aquello era invisible para él y sus camaradas. Ellos eran los vencedores. No había lugar para la compasión en el corazón de un Helghast.

Dietrich se detuvo a su lado, observando a los civiles con el mismo desdén que si fueran sombras pasajeras.

—¿Ves eso? —susurró, señalando hacia los niños que miraban con ojos vacíos la columna de soldados avanzando—. Así se ve la verdadera derrota. Recuerda esas caras, Moritz. Un día las verás en Vekta misma, y entenderás lo que es ver un imperio caer de rodillas.

El avance continuaba. Las tropas Helghast seguían su marcha con la disciplina implacable de un enjambre de insectos devorando el paisaje. Moritz, con la espalda ya vuelta a los refugiados, se sumergió en la quietud de su mente, sus pensamientos vagando mientras observaba el entorno cambiante a su alrededor. Horai era un planeta extraño y hermoso a su manera, con árboles de hojas rosadas que ondulaban con la brisa y frutos de colores vivos que pendían pesadamente de las ramas. Era tan distinto a su mundo natal que no pudo evitar preguntarse cómo habría sido la historia si Vekta siempre hubiera pertenecido a los Helghast.

La visión de los bosques, aunque distintos, le trajo un leve consuelo. Pinos y abetos, familiares para él, aunque no tan robustos como los de su hogar en Erdfrau, un planeta gélido y montañoso donde había pasado su juventud. Erdfrau era un mundo inquebrantable, cubierto de densos bosques y bestias salvajes que cazaban a los colonos. Allí, su familia había trabajado como silvicultores, talando árboles para exportar madera a mundos lejanos y más desarrollados. El recuerdo de los trenes chirriantes que cruzaban las montañas, llevando cargamentos entre asentamientos toscos pero eficientes, le trajo una punzada de nostalgia.

Pero esa nostalgia se disipó rápidamente cuando la columna de soldados giró bruscamente hacia un campo de trigo dorado que se extendía como un océano hasta donde alcanzaba la vista. El tanque que lideraba la marcha había abandonado la carretera principal, desviándose sin previo aviso. Moritz no preguntó el motivo, aunque no tardó en enterarse al escuchar las voces que conversaban unos metros más adelante.

—El Capitán Dunkel dice que los caminos están plagados de minas —comentó uno de los soldados, su voz ahogada por el crujir del trigo bajo sus botas—. Esos malditos guerrilleros vektanos quieren frenarnos como sea.

—No les servirá de nada —replicó su compañero, con un tono que oscilaba entre el desprecio y la burla—. Los superamos en número y en fuerza. Por cada uno de los nuestros que cae, hay diez más para ocupar su lugar.

Moritz seguía escuchando en silencio, sus ojos enfocados en el camino, mientras los soldados delante de él charlaban sin prestar atención a su presencia.

—Tienes razón. Soy el mayor de once hermanos —continuó el primero, con un tono que denotaba más orgullo que queja—. Tres de mis hermanos ya están en el ejército. Los demás aún son demasiado jóvenes, y mis hermanas... Bueno, una de ellas ya está casada; su esposo está en un regimiento de artillería. Su compañero soltó una carcajada seca. 

—Ah, la artillería. ¡Qué honor poder hacer que esos perros vektanos se caguen en los pantalones! —dijo, y hubo una risa aprobadora.

—Absolutamente —coincidió el primero, golpeando el hombro de su camarada—. Cada vektano muerto es un paso más hacia nuestra venganza. Y créeme, esa venganza está cada vez más cerca.

Las risas se desvanecieron en el aire, sustituidas por el crujido de las botas que aplastaban el trigo dorado. Moritz los escuchaba, pero no intervenía. Sentía un nudo en el estómago. La conversación le resultaba tanto reconfortante como repulsiva. Comprendía el odio, lo llevaba en su interior, alimentado por los años de propaganda y el sufrimiento que había visto. Sin embargo, también había algo en ese odio que le resultaba cansino, una carga que parecía hacerse más pesada con cada paso que daba.

Mientras seguían adelante, el paisaje exótico de Horai se volvía casi irreal, como si fuese un escenario que solo esperara el momento adecuado para desplomarse. Moritz intentó concentrarse en las raíces de su odio, en las injusticias que los vektanos habían infligido a su pueblo. Sin embargo, cada vez que lo hacía, una imagen diferente se filtraba en su mente: los rostros de los refugiados que habían dejado atrás. Niños aterrados, mujeres cargando lo que podían, ancianos temblando de miedo. "Así se ve la verdadera derrota", había dicho Dietrich. Pero, ¿era eso realmente la victoria que querían?

El sonido de un motor atronó cerca, y Moritz alzó la vista. Un vehículo de exploración vektano apareció a lo lejos, emergiendo de la cortina de humo de un bosque en llamas. Un disparo de advertencia salió de uno de los tanques Helghast, y en un instante, el vehículo enemigo fue reducido a un montón de chatarra ardiente.

—¡Contactos enemigos! —la advertencia resonó por toda la columna como un trueno.

El caos se desató de inmediato. Las tropas Helghast se dispersaron en el campo, buscando cobertura instintivamente, como si fueran un enjambre de hormigas atacadas por el fuego. Moritz, con el fusil aferrado en su mano, corrió hacia una colina cercana, los músculos tensos y el corazón martillándole en los oídos. Apenas había alcanzado la cima cuando las primeras ráfagas de las ametralladoras ligeras vektanas comenzaron a silbar sobre sus cabezas, rasgando el aire como cuchillas invisibles.

Los soldados vektanos emergieron del denso bosque con la agilidad de sombras vivientes. Sus armaduras irregulares, pintadas en tonos apagados, parecían mimetizarse con el paisaje en penumbra. Detrás de ellos, un par de vehículos de combate de infantería avanzaban, los cañones cortos de sus torretas vomitando fuego en una lluvia letal. Moritz se levantó brevemente para devolver el fuego, pero apenas alzó la cabeza cuando un compañero cayó como un saco de arena a su lado, con un agujero en la frente.

El instinto se impuso. Moritz se agachó, pegando el cuerpo al suelo, y corrió por detrás de la colina mientras los disparos resonaban como un tamborileo infernal a su alrededor. El aire estaba cargado de humo, pólvora y el inconfundible olor a metal quemado.

Cuando la pendiente finalmente comenzó a descender, Moritz se detuvo un instante para recuperar el aliento. Se asomó con cautela por el borde de la colina y divisó a un grupo de cuatro vektanos corriendo apresuradamente. Llevaban una ametralladora pesada, uno de ellos cargándola sobre el hombro, mientras un sargento, fácilmente reconocible por el casco dorado, los dirigía con autoridad.

"Un pelotón", pensó Moritz, calculando rápidamente. Un grupo estándar de vektanos varía entre ocho y dieciséis hombres. Sabía que actuar solo sería suicida. Se quedó quieto, observando cómo los enemigos comenzaban a montar la ametralladora en una posición elevada. La sangre se le heló al darse cuenta de que tenían una línea de tiro perfecta sobre el flanco izquierdo de sus fuerzas. La infantería Helghast quedaría expuesta como corderos en un matadero.

Moritz levantó su arma, sus manos temblaban ligeramente por la adrenalina. Estaba a punto de apretar el gatillo cuando escuchó pasos detrás de él. Se giró rápidamente, con el dedo casi sobre el gatillo, pero se detuvo justo a tiempo al reconocer la figura de Dietrich, su camarada.

—¡Shhh! —le indicó Moritz, señalando hacia el grupo vektano más abajo—. Tienen una ametralladora pesada... Creo que es una Cacciatrice por su forma.

Dietrich asintió con un gruñido. —Esa maldita cosa dispara balas de 12.7x108 milímetros. Si logran abrir fuego, no solo harán trizas a nuestra infantería; podrían perforar los blindajes de nuestros IFV y dañar las transmisiones de los tanques.

—Peor aún —respondió Moritz, su voz un susurro urgente—. Están apuntando directamente al centro de nuestra formación.

Antes de que pudiera decir algo más, Dietrich tomó una decisión. —Entonces, ¡a la carga! —rugió, lanzándose cuesta abajo con su arma alzada.

El grito de Dietrich resonó por encima del estruendo del combate, y los vektanos se giraron alarmados. Pero ya era demasiado tarde. Dietrich y Moritz se abalanzaron sobre ellos como lobos hambrientos, armas en mano. El artillero vektano trato de girarse para dispararles, pero el arma era pesada, mientras que Moritz reaccionó primero, apuntando con precisión fría y disparando al sargento quien ya levantaba su propio subfusil. El proyectil impactó en su cuello, desparramando una neblina carmesí en el aire.

Los otros tres soldados vektanos, desorganizados y sorprendidos, intentaron inútilmente devolver el fuego. Antes de que pudieran alzar sus armas, Dietrich ya los había silenciado, sus disparos precisos perforando sus corazones y cráneos en un parpadeo. El artillero, el último en pie, apenas tuvo tiempo de volverse cuando una bala de Moritz le atravesó la frente.

El campo volvió a sumirse en un instante de silencio, roto solo por el zumbido de los insectos y el lejano eco de los disparos. Dietrich jadeaba, el sudor corriendo por su rostro bajo la máscara. Moritz se permitió un segundo para respirar, su cuerpo temblando aún por la descarga de adrenalina. Miró los cadáveres a sus pies, intentando reprimir la sensación que se retorcía en su estómago.

—Buen trabajo, Moritz —dijo Dietrich, dándole una palmada en la espalda—. Hoy hemos salvado a muchos de los nuestros.

Moritz asintió con un breve movimiento de cabeza, su mente todavía atrapada entre el estruendo de la batalla y el eco de las balas. Sin decir una palabra más, se dirigió hacia el cuerpo del artillero enemigo, que yacía con la frente destrozada, la sangre empapando el suelo bajo él. Con un suspiro, Moritz se agachó, agarrando al soldado por su armadura y arrastrándolo lejos de la ametralladora Cacciatrice. No podía dejar que el cadáver estorbara la vista ni el uso del arma.

Mientras tanto, Dietrich, había ocupado la posición del artillero caído. Giró el cañón de la pesada ametralladora hacia las líneas enemigas y abrió fuego sin piedad. Las balas de gran calibre desgarraron el blindaje de un IFV vektano con un estruendo ensordecedor, convirtiéndolo en un infierno de chispas y fuego. Dietrich estalló en carcajadas, el rugido de su risa compitiendo con el fragor de las explosiones.

Moritz, por su parte, se arrodilló frente al cuerpo sin vida del soldado que acababa de arrastrar. El rostro inerte del joven vektano parecía increíblemente tranquilo, como si la muerte hubiese congelado una expresión de paz que no había tenido en vida. Moritz buscó entre los pliegues ensangrentados de su uniforme hasta dar con la placa de identificación, arrancándola de la cadena con un tirón rápido.

—Soldado Gabino Camozzi, 24 años... —leyó en voz baja, tratando de descifrar las palabras en vektano, un idioma que apenas entendía, aunque compartía ciertas similitudes con el helghast. Los dos pueblos, al fin y al cabo, compartían un pasado que muchos preferían olvidar.

Moritz contempló la placa durante un momento, su mente vagando. Veinticuatro años. La misma edad que yo... Miró el cuerpo, sus ojos vacíos mirando al cielo gris. Ignorando el caos a su alrededor, Moritz cerró los párpados del joven y murmuró una breve oración, apenas audible entre el rugido de los disparos.

—Lo siento... —susurró, con una sinceridad que lo tomó por sorpresa. Era lo único que podía ofrecerle al muerto.

El tiempo apremiaba, y sabía que no podía permitirse más indulgencias. Se levantó de un salto y corrió hacia donde Dietrich seguía disparando como un poseído, su rostro encendido por una mezcla de furia y júbilo.

—¡Oye, Dietrich, basta ya! —le gritó, dándole un par de palmadas en la espalda para llamar su atención. Dietrich se giró con una expresión irritada, claramente molesto por la interrupción. 

—¡¿Qué demonios quieres?! - le grito a su compañero

—¡Debemos avanzar antes de que refuercen su línea! —Moritz alzó la voz para hacerse oír sobre el estruendo. Dietrich gruñó, reacio a abandonar su nuevo juguete. 

—¡Está bien, está bien! —cedió finalmente, aunque no sin antes darle un golpecito casi afectuoso a la Cacciatrice, como si fuera un viejo amigo—. ¡Pero volveremos por esta belleza, no lo olvides!

Moritz no respondió, centrando su atención en el estruendo que aún retumbaba a su alrededor. Sabía que no había tiempo para debates ni para detenerse a reflexionar sobre la carnicería que los rodeaba. La batalla continuaba, y su misión aún estaba lejos de terminar. Sin mirar atrás, ambos se lanzaron nuevamente hacia las profundidades del bosque, sus figuras desapareciendo en la niebla de humo y fuego que oscurecía el campo de batalla.

Se adentraron en la retaguardia vektana, moviéndose con cautela entre los árboles y arbustos quemados. Con las armas en alto y los sentidos en alerta máxima, avanzaron como sombras, el crujir de sus botas sobre el suelo apenas audible entre el rugido distante de los cañones. Moritz sentía el miedo latirle en el pecho como un tambor, pero junto a ese miedo, un odio que no podía silenciar. Odio por los vektanos que habían expulsado a sus ancestros de su mundo, odio por los que les habían arrebatado antes de que Visari tomara el poder. Pero, sobre todo, un odio más profundo que nacía de verse obligado a matar a otros hombres que, al fin y al cabo, no eran tan distintos de él.

¿Cuándo se volvió todo tan natural?, se preguntó. Su cuerpo ya no titubeaba al apuntar ni al apretar el gatillo, y eso le asustaba más que cualquier enemigo al que enfrentara.

En medio de sus pensamientos, su mirada se posó en una figura que corría entre los árboles. Era un soldado vektano, solo, apartándose del frente hacia la espesura del bosque. Moritz levantó su rifle, sus dedos tensándose sobre el gatillo. Pero dudó. La figura se desvaneció entre las sombras antes de que pudiera tomar una decisión. Sus manos temblaron un instante, pero luego bajó el arma y decidió ignorarlo. No valía la pena. No hoy.

Dietrich no se percató del soldado que huía; su atención estaba completamente enfocada en seguir avanzando. Y, en cierto modo, Moritz se sintió aliviado de no tener que justificar su indecisión. Siguieron adelante, sus pasos apresurados, hasta que los ruidos del combate volvieron a llenar sus oídos.

Más adelante, divisaron otro nido de ametralladoras vektano. Era otra Cacciatrice, escupiendo fuego y acero contra los compañeros de Moritz. Desde su posición oculta, los dos helghast podían ver a los soldados vektanos atrincherados, su arrogancia palpable en cada grito y burla que lanzaban. Ese sonido encendió de nuevo la furia en el pecho de Moritz. "Arrogantes malnacidos", pensó, apretando los dientes."

—A la cuenta de tres —susurró Dietrich, su voz cargada de una ferocidad contenida. Moritz asintió en silencio.

—Uno... Dos... —no esperaron al tres.

Ambos levantaron sus rifles y dispararon en un torrente ininterrumpido de fuego automático. Las balas perforaron los cuerpos desprevenidos de los vektanos, que cayeron como muñecos de trapo, sus gritos ahogados por el ensordecedor estruendo de la ametralladora que se apagaba bajo la lluvia de proyectiles. El suelo se cubrió de sangre y metal retorcido. El eco de los disparos se desvaneció, dejando un silencio pesado que se sentía como un cuchillo afilado en el aire.

Moritz bajó su rifle y se tomó un segundo para respirar. Sus ojos recorrieron el campo de batalla, ahora sembrado de cadáveres. Soldados vektanos yacían con sus cascos pintados en colores brillantes: azul para la infantería regular, rojo para los ingenieros, verde para los médicos, dorado para los oficiales. ¿Por qué esos malditos colores?, se preguntó. Era como si la ISA insistiera en resaltar sus diferencias, mientras que las armaduras grises de los helghast al menos buscaban una uniformidad brutal, como si eso pudiera borrar las líneas que los separaban.

La vista del campo lleno de cuerpos le dejó un nudo en el estómago. No sabía cuántos de sus camaradas habían caído, pero sabía que eran demasiados. Por un momento, se preguntó si esto realmente era la guerra: una danza interminable de muerte y venganza, una espiral de odio que nunca encontraría su fin. Y, sin embargo, cuando miró a su alrededor, vio a los soldados helghast que aún quedaban en pie. Sus compañeros emergían de sus posiciones con vítores, celebrando la victoria como si esta pudiera darles sentido en medio de la locura.

El retumbar de un motor pesado interrumpió sus pensamientos. El tanque del capitán Dunkel, imponente y amenazador, avanzó pesadamente hacia su posición, sus orugas aplastando ramas y restos de soldados por igual. Dunkel asomó la cabeza por la escotilla, un cigarro colgando de su boca y una sonrisa torcida en sus labios.

—Buen trabajo, muchachos —rugió desde su posición elevada—. ¡Vamos, no se queden ahí parados! Todavía queda mucho que hacer antes de que el sol caiga.

Varias horas despues, el crepúsculo se había desvanecido hacía horas, y el denso bosque alrededor del campamento helghast ofrecía una oscuridad casi impenetrable. Los hombres, exhaustos tras la brutal jornada, se prepararon para una noche al raso. Moritz intercambió una mirada con Dietrich antes de dejarse caer sobre el suelo frío. Sus cuerpos estaban cubiertos de suciedad y sangre seca, sus mentes embotadas por el cansancio, pero ambos sabían que no podían bajar la guardia. El frente aún estaba demasiado cerca, y la amenaza de un ataque nocturno no era un riesgo que pudieran permitirse ignorar.

A su alrededor, las siluetas de los soldados helghast se movían entre sombras y fogatas encendidas con desgano. Las llamas apenas lograban iluminar sus rostros cansados, recortando figuras espectrales en el ambiente enrarecido por el humo. Algunos se dedicaban a calentar raciones frías, mientras que otros murmuraban en voz baja, susurrando historias sobre las escaramuzas del día, contando los enemigos que habían abatido o simplemente intercambiando palabras de consuelo. Sin embargo, nadie se quitó la armadura. Incluso en este breve respiro, todos sabían que seguían en territorio enemigo, donde el peligro acechaba en cada sombra.

Moritz, tumbado de espaldas, miraba hacia el cielo nocturno. Las estrellas brillaban con un fulgor nítido, tan distante e indiferente a la violencia que asolaba la tierra. El aire olía a humo y a hierba húmeda, y por un instante, la visión de las estrellas y el susurro del viento entre los árboles lo transportaron a otra vida, una vida antes de la guerra. Cerró los ojos y permitió que los recuerdos lo envolvieran: su hogar en las colinas, las noches que pasaba con su familia, la promesa que le hizo a su padre el día en que fue reclutado. Defenderé nuestro hogar y restauraré el honor de Helghan, le había dicho, con la voz temblorosa de un joven que aún no comprendía el precio de esa promesa.

Pero ahora, después de lo que había visto hoy —los cuerpos desmembrados, los gritos agonizantes de los hombres que mató sin pestañear—, no podía evitar sentirse traicionado por sus propias palabras. El odio que le había alimentado durante tanto tiempo se sentía hueco, como un pozo sin fondo que nunca se llenaba. ¿Es esto realmente lo que significa proteger su hogar?.

La quietud del momento fue brutalmente interrumpida por un resplandor que cruzó el cielo como un relámpago. Una columna de fuego y humo se elevó desde el horizonte, seguida por el estruendo ensordecedor de los cañones antiaéreos. El zumbido de las trazadoras iluminó la noche con destellos rojizos, como si las estrellas hubieran decidido descender a la tierra para unirse al caos.

—¡Mierda! —gruñó Dietrich, poniéndose en cuclillas y apagando rápidamente la fogata cercana con una patada. Otros soldados siguieron su ejemplo, sofocando las llamas que delataban su posición. El pánico se palpaba en el aire. Si los vektanos detectaban su campamento, un bombardeo sería inminente.

Moritz observó en silencio cómo sus camaradas se movían apresuradamente. La camaradería y las bromas de unos minutos antes se habían desvanecido en un abrir y cerrar de ojos. Ahora solo quedaba la tensión, ese miedo frío que se adhería a la piel como sudor helado.

El estruendo de las explosiones continuaba en la distancia, pero lentamente el campamento volvió a sumirse en un silencio nervioso. Moritz, aún acostado, volvió a mirar el cielo. Las trazadoras antiaéreas dibujaban líneas incandescentes en la negrura, como si el mismo cielo estuviera en guerra. Pensó en su hogar una vez más, en la promesa que había hecho, y no pudo evitar preguntarse cuántos hombres en este mismo planeta, ya fueran helghast o vektanos, estarían mirando el mismo cielo y pensando en sus propias promesas, en sus familias, en los rostros que tal vez nunca volverían a ver.

—Mejor duerme —murmuró Dietrich, que había regresado a su lado tras cerciorarse de que no había peligro inmediato—. Mañana será otro día, y necesitarás estar lúcido.

Moritz asintió en silencio, cerrando los ojos. El suelo estaba frío, la armadura era incómoda, y el rugido distante de la batalla aún resonaba en sus oídos. Pero, por un breve instante, se permitió olvidar. Sabía que cuando el sol despuntara, tendrían que levantarse una vez más, cargar sus rifles y marchar hacia el frente, sin saber si verían otro atardecer.

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