Capitulo 2
Planeta Vekta
Federación de Planetas Libres
2 de septiembre de 2657
Vekta se alzaba como el planeta más importante de toda la Federación de Planetas Libres, un símbolo de progreso y prosperidad. Las altísimas torres de la capital federal se extendían hasta el cielo, y los amplios bulevares de la ciudad vibraban con la energía de sus seis mil millones de habitantes. Desde sus barrios industriales hasta los elegantes distritos residenciales, cada rincón reflejaba la mezcla de culturas y especies que había llegado a habitar en esta urbe galáctica.
En el corazón de la ciudad se encontraba el edificio del Senado Federal, un imponente complejo arquitectónico en el que se cruzaban corredores de cristal y jardines de plantas exóticas. Allí también se situaban la mansión presidencial y los otros edificios de gobierno, símbolos de una democracia que, al menos en apariencia, encarnaba el poder del pueblo. Vekta era llamado "el Baluarte de la Democracia", pero tras el estallido de la guerra con los Helghast, este ideal había comenzado a desmoronarse.
La Federación, al involucrarse cada vez más en los asuntos galácticos, había caído en el mismo ciclo de corrupción que carcomía a la República. Las grandes corporaciones galácticas —la Federación de Comercio, el Clan Bancario y el Gremio de Comercio— se habían infiltrado en las esferas de poder. Estas corporaciones influían en decisiones políticas y aseguraban sus intereses, despojando a la democracia de su esencia. Los senadores de la Federación, que antes defendían ideales de justicia y progreso, ahora parecían más interesados en salvaguardar sus privilegios y asegurar los beneficios de sus nuevos aliados.
Sin embargo, en esta tarde acalorada, con el sol destellando a través de las cúpulas de cristal del Senado, se libraba una batalla interna de palabras y posturas en la sala principal del Consejo de Gobierno Federal. En el centro del gran salón circular, los senadores ocupaban sus asientos en semicírculos elevados, observando al orador en turno mientras un murmullo inquieto recorría la cámara.
El senador Caleb Green, miembro del Partido Alianza Nacional Federalista (ANF), un hombre de figura esbelta y ojos afilados, se levantó con el rostro endurecido, mirando al resto de los presentes. Agitó el puño, intentando acaparar la atención de sus colegas, y su voz resonó con fuerza en el amplio recinto.
—¡Debemos adoptar la guerra total! —clamó, sus palabras firmes y decisivas cortando el aire—. ¡Los Helghast ya lo han hecho! No podemos esperar hasta que estén a las puertas de la capital para reaccionar.
La tensión en el salón aumentó al instante. Algunos senadores de la bancada opositora intercambiaron miradas alarmadas, mientras otros asentían, compartiendo el ímpetu de Green. Pero no todos estaban de acuerdo.
El senador Liam Barnes, miembro prominente del Frente Patriótico Conservador (FPC), se puso de pie con rapidez. Era un hombre corpulento y un tanto descuidado; su corbata se soltó de su cuello y cayó al suelo mientras se levantaba para replicar, un detalle que simbolizaba el desorden que él percibía en la propuesta de su colega.
—¡No, señor Green, no podemos destruir nuestra economía por un capricho militar! —respondió Barnes, con una mezcla de exasperación y desesperación en su tono—. ¡Sería mucho más prudente pedir ayuda a la República contra los Helghast!
El ambiente se caldeó aún más con estas palabras. El senador Green le dirigió una mirada asesina a su homólogo, apretando los labios mientras trataba de contenerse.
—¿Ayuda de la República? —respondió Green con voz cargada de desdén—. ¡La República no tiene ejército! ¿En qué nos van a ayudar? ¿A rendirnos, acaso?
Al escuchar estas palabras, algunos senadores en la sala, especialmente aquellos del Partido Alianza Nacional Federalista, se pusieron de pie y comenzaron a levantar la voz en apoyo a Green. Los senadores del Frente Patriótico Conservador no tardaron en responder, lanzando sus propias protestas y argumentos. En cuestión de segundos, el Senado se transformó en un caos de gritos y señalamientos.
—¡Están jugando con nuestras vidas! —se escuchó gritar a uno de los senadores de la bancada conservadora.
—¡Queremos un futuro seguro para nuestras familias, no para las corporaciones! —gritó otro, del partido de Green, señalando a los opositores con el dedo.
En medio del alboroto, la figura del Primer Ministro, Duncan McCann, se levantó en el podio presidencial. Era un hombre de expresión severa y mirada penetrante, conocido por su carácter férreo pero justo. Levantó ambas manos, con el ceño fruncido y la voz profunda que resonó por todo el salón.
—¡Silencio! —exclamó, imponiendo su autoridad—. ¡Orden, senadores! ¡Orden!
Las voces se fueron apagando poco a poco, aunque las miradas cargadas de furia seguían cruzándose por la sala. Cuando el silencio volvió a dominar, el Primer Ministro McCann se aclaró la garganta y continuó con firmeza.
—Estamos aquí para debatir el futuro de la Federación —dijo, recorriendo con la mirada a todos los presentes—. Entiendo que la amenaza Helghast ha provocado incertidumbre, miedo y, en algunos casos, desesperación. Pero no podemos permitir que nuestras diferencias destruyan la unidad de la Federación. Es nuestro deber, como representantes de cada uno de los ciudadanos que confían en nosotros, encontrar una solución que nos permita defender a Vekta y a todos nuestros sistemas, sin caer en manos de la tiranía o de la corrupción.
McCann hizo una pausa, su mirada fija en los senadores, la tensión en la cámara del Senado era tan palpable que parecía cortar el aire. Los ojos de los senadores brillaban con una intensidad feroz, alimentados por el miedo, la rabia y la desesperación, mientras la amenaza helghast seguía avanzando, como una sombra oscura sobre la Federación. El Primer Ministro McCann observaba la escena desde su podio con una expresión estoica, consciente de que cada palabra en ese momento podía marcar el destino de la Federación.
El senador Green ajustó su saco con un movimiento rápido, enderezándose como si con ello ganara fuerza en su postura. Luego, lanzó una mirada fulminante al senador Barnes, que continuaba observándolo con una mezcla de desprecio y desafío. Volviéndose hacia McCann, Green alzó la voz, modulándola con gravedad y decisión.
—Primer Ministro, nuestras opciones están limitadas —afirmó, su voz profunda reverberando en la cámara—. Debemos responder con rapidez, con todo el poder de nuestra determinación. Los Helghast ya han demostrado actos de barbarie contra nuestra población, han destruido hogares, han masacrado sin piedad. Cada recurso disponible debe ser dedicado a esta lucha, cada hombre debe ser movilizado al frente. Cada crédito que podamos extraer de nuestras arcas debe invertirse en armas, en municiones, en equipo para nuestros soldados. ¡Debemos reforzar nuestras flotas, reconstruir nuestros defensas y armar nuestras fuerzas con el objetivo claro de la victoria!
La declaración de Green fue recibida con un estruendo de aplausos y gritos de apoyo por parte de los senadores de su partido. En sus rostros se reflejaba el deseo vehemente de pasar a la acción, de responder a la agresión helghast con una fuerza imparable. Para ellos, el discurso de Green no era solo una postura política: era una llamada a defender la dignidad de la Federación y proteger lo poco que quedaba de la estabilidad que tanto valoraban.
Sin embargo, en el otro extremo de la cámara, el senador Barnes se levantó de nuevo, con la ira brillando en sus ojos. Su rostro estaba tenso y pálido, y, por un instante, su voz se quebró antes de recobrar firmeza.
—¡Dices eso porque no vas a enviar a tus hijos al frente! —gritó, su voz llena de resentimiento y frustración.
Green giró hacia él, y su respuesta brotó de lo más profundo de su ser, como un rugido cargado de emociones reprimidas.
—¡Es cierto, Barnes! No tengo que enviar a mis hijos al frente... ¡Porque ya están luchando por la Federación! ¡Mi esposa llora cada noche la muerte de mi primogénito! —La voz de Green se quebró momentáneamente, pero su furia no disminuyó—. ¡Mi hijo! —exclamó, con los ojos enrojecidos por la rabia y el dolor—. Mientras que los tuyos están en algún planeta-resort, disfrutando con amantes gamorreanas. ¡Así que no te atrevas a hablarme de sacrificios!
La acusación fue como una chispa que incendió de nuevo la cámara del Senado. Los senadores del Frente Patriótico Conservador lanzaron protestas airadas, y los de la ANF respondieron con burlas y gritos de apoyo a Green. El caos estaba a punto de desbordarse, y el Primer Ministro McCann levantó las manos, tratando de retomar el control, pero fue la voz de otra figura la que finalmente impuso orden.
—¡Senadores! —La voz clara y firme de la senadora Margherita Castelli, líder de la Coalición Democrática Moderada, cortó el bullicio como un filo afilado—. ¿Acaso estamos en un coliseo, o en el Senado de la Federación de Planetas Libres? ¡Este recinto no es un lugar para peleas personales ni insultos! ¡Es el sitio donde debemos tomar decisiones que afectan la vida de miles de millones de personas! ¡Les exijo que mantengamos una conversación civilizada!
El llamado a la razón de Castelli calmó la atmósfera, aunque las tensiones seguían ardiendo como brasas bajo la superficie. Con su postura erguida y su rostro serio, Castelli prosiguió.
—Todos hemos perdido seres queridos en esta guerra, todos hemos sentido el peso del sacrificio que esta crisis nos exige. Pero no podemos permitir que nuestras emociones nublen nuestro juicio. Este Senado debe mantenerse fuerte, porque si caemos en divisiones internas, los Helghast no necesitarán invadirnos para derrotarnos. Nos derrotaremos nosotros mismos.
El silencio cayó como un manto sobre la sala, y todos los ojos se dirigieron a Castelli, cuyos ojos oscuros reflejaban una mezcla de resolución y preocupación. McCann asintió, con una pequeña sonrisa de gratitud hacia Castelli por haber devuelto la compostura al Senado.
—Senadora Castelli, tiene usted razón —dijo McCann, aprovechando el momento para retomar la palabra—. Nos enfrentamos a un enemigo poderoso, implacable, y esta guerra nos exige una determinación inquebrantable. Pero eso no significa que debamos sacrificar nuestros principios y valores en el altar de la victoria. La Federación debe ser un faro de justicia y libertad, aun en los tiempos más oscuros.
Green apretó los labios, visiblemente incómodo, pero asintió lentamente, aceptando la crítica. Barnes, aún herido por las palabras de su adversario, miró a Castelli con una mezcla de respeto y alivio.
—Señor Primer Ministro —continuó Castelli, con un tono más suave pero firme—, le pido que, antes de tomar cualquier decisión precipitada, considere los costos humanos y económicos que una guerra total tendría para nuestra nación. Debemos encontrar una forma de defendernos sin perder de vista aquello que somos, sin perder lo que hace de la Federación un símbolo de esperanza en esta galaxia.
McCann la miró con atención, procesando sus palabras mientras en la cámara resonaba el eco de aquella súplica. Sabía que el camino que tenían por delante era incierto y peligroso, y que, si no encontraban una forma de unificar al Senado y a sus ciudadanos, el esfuerzo por resistir a los helghast sería en vano.
—La situación es difícil, no lo niego —respondió McCann—. Pero les prometo que evaluaré todas nuestras opciones, y buscaré un balance entre la seguridad y nuestros ideales. Esta guerra no la podemos librar solos, y no la ganaremos si sacrificamos el alma de nuestra nación en el proceso, por hoy, esta sesión ah concluido
El martillo de madera de McCann resonó en el salón, su golpe seco marcando el final de la sesión. Los senadores se pusieron de pie casi en sincronía, y en el instante siguiente, la cámara del Senado se convirtió en un hervidero de susurros y voces bajas, mientras los legisladores se agrupaban rápidamente en corrillos, buscando la compañía de sus aliados, discutiendo en tonos cautelosos sus posiciones, temerosos de que cualquier palabra pudiera filtrarse y avivar más las tensiones.
El Primer Ministro observó en silencio cómo la cámara se vaciaba poco a poco, consciente de que el fin de la sesión no había calmado las ansias de venganza ni la impaciencia de muchos senadores. Aquella era solo una pausa; la guerra que acechaba no se resolvería tan fácilmente, y las palabras de hoy resonarían aún por largo tiempo.
Entre las figuras que permanecían en la cámara, la senadora Margherita Castelli avanzó con paso decidido hacia el senador Green, sus ojos oscuros y serenos contrastando con la expresión endurecida y sombría del hombre que tenía frente a ella. Antes de acercarse a Green, la senadora le dedicó un breve saludo al senador Barnes, quien, sin detenerse, le devolvió un asentimiento rápido y distante, ya visiblemente impaciente por marcharse hacia algún destino urgente.
Castelli observó cómo el senador Green sostenía con fuerza un pequeño prendedor en forma de águila dorada en la solapa de su chaqueta, el símbolo de la Alianza Nacional Federalista y, a la vez, un recuerdo de su hijo. Su semblante reflejaba el peso de una pena profunda, y sus hombros, normalmente erguidos, se notaban más caídos de lo habitual, como si el peso de la guerra y la pérdida le hubiesen agotado hasta la última chispa de esperanza.
—Senador Green, ¿Cuándo pasó? —preguntó Castelli en voz baja, con un tono lleno de empatía. La mujer se quedó en silencio, esperando con paciencia, mientras el hombre fruncía el ceño y, tras una pausa, se obligaba a hablar.
Green se tensó un instante, pero finalmente exhaló y su voz salió quebrada, impregnada de un dolor que intentaba sofocar.
—Hace dos semanas... en la Batalla de Nueva Germania. —Hizo una pausa, como si la mera mención del nombre del lugar le costara esfuerzo—. La carta decía... que no hubo restos para repatriar.
Los ojos de Castelli se oscurecieron con tristeza, y su cabeza se inclinó apenas en señal de respeto por la pérdida del hombre. Ella sabía lo que significaba aquel dolor, la amargura de no tener ni siquiera un cuerpo que llorar. Pero sabía también que la pérdida de Green no era la única; muchos en la Federación habían recibido cartas similares, y muchas otras familias en la capital miraban cada mañana al cielo, temiendo ver naves de transporte militar portando noticias que destruirían sus vidas.
—Lo siento mucho, senador. Era tan joven... —murmuró Castelli, en un tono casi maternal. Luego, con un esfuerzo, cambió de tema, intentando traer a colación la realidad que debían enfrentar juntos—. Sin embargo, debemos considerar también nuestra situación económica. Las deudas con las grandes corporaciones están asfixiando a la Federación. Si continuamos pidiendo créditos para esta guerra, podríamos terminar en manos de aquellos que solo ven ganancias en nuestras pérdidas.
Green se volvió hacia ella, su rostro reflejando una mezcla de incredulidad y determinación férrea.
—Oh, senadora, créame, las corporaciones nos darán tantos créditos como necesitemos. —El tono de su voz era amargo—. Claro, mientras más nos endeudemos, ellos verán más beneficios. Nos tendrán agarrados del cuello, sí, pero... ¿no vale eso el precio de la victoria? Una victoria no viene sin sacrificios, senadora. Cada céntimo invertido, cada hombre enviado al frente... es un paso más hacia el triunfo.
Castelli lo miró, sus ojos reflejando el horror y la sorpresa que le producían las palabras de su colega. No podía creer hasta qué punto el deseo de venganza había consumido al senador.
—¿De verdad estaría dispuesto a que millones de familias sufran la pérdida de sus hijos solo por vengarse de los helghast? —le preguntó, su voz apenas un susurro cargado de incredulidad.
Green sostuvo su mirada, su expresión endurecida y sombría. Sus ojos reflejaban una sombra que solo la tragedia personal podía dejar.
—No, senadora. —Hizo una pausa, la gravedad en sus palabras caía como un peso invisible sobre Castelli—. Estoy dispuesto a sacrificar familias enteras si eso significa evitar que los Helghast destruyan la Federación. —Su tono no dejaba espacio para dudas ni concesiones. Era una declaración fría, calculada, de alguien que había perdido demasiado y que ya no temía perder nada más.
Las palabras de Green cayeron como un mazazo en el corazón de Castelli. Ella apartó la mirada, tratando de mantener la compostura ante el cinismo sombrío del hombre que una vez había sido uno de sus aliados en la moderación y la cordura.
—Buenas noches, senadora —dijo Green con una leve inclinación de cabeza, antes de dirigirse hacia la salida. Sus pasos resonaron en el salón vacío, y cada paso parecía desvanecerse en el eco de sus propias palabras.
Castelli se quedó sola en el recinto, observando cómo las luces de los edificios de la capital comenzaban a encenderse, iluminando la vasta ciudad que se extendía bajo el manto de la noche. La vista era imponente: rascacielos iluminados con tonos dorados y plateados, como si la ciudad en sí misma desafiara la oscuridad que avanzaba con la llegada de la noche. Pero la paz de aquella escena era solo una ilusión, un débil respiro en medio de una guerra interminable.
Afuera, en el horizonte, el resplandor de una nave de transporte cruzó el cielo, recordándole que el conflicto estaba lejos de terminar. La Federación, la misma que alguna vez fue símbolo de unidad y paz, ahora estaba fracturada por las divisiones internas y la ambición de aquellos que, como Green, creían que cualquier sacrificio era justificable. Castelli suspiró, preguntándose cuántos más estarían dispuestos a pagar el precio de una victoria que quizás solo dejaría ruinas.
Esa noche, en la capital de la Federación de Planetas Libres, las luces de los edificios ardían como miles de estrellas. Pero en el corazón de Castelli y de muchos otros, la oscuridad de la guerra seguía creciendo, como una sombra helada que no podía ser disipada tan fácilmente.
Planeta Vekta
Federación de Planetas Libres
La Zona Hostelera
2 de septiembre de 2657
La noche en Vekta era un espectáculo de luces y sonidos que envolvía la ciudad en un vibrante abrazo de vida y color. Desde las alturas de L'Oracle, un exclusivo club nocturno enclavado en uno de los distritos más prestigiosos de la Zona Hostelera, la vista de la ciudad se extendía como un tapiz de luces incandescentes. La silueta de rascacielos se alzaba hacia el cielo, sus fachadas resplandecientes de neón, mientras vehículos de todas las formas y tamaños cruzaban en línea o descendían en espirales gráciles hacia las plataformas de aterrizaje en distintos puntos de la ciudad.
Desde las terrazas de L'Oracle, los sonidos urbanos se difuminaban en un murmullo distante, reemplazados por el ambiente envolvente de una banda de jazz en vivo, sus acordes suaves y misteriosos llenando el espacio con un ritmo que resonaba en la fibra misma de la noche. Mesas elegantemente dispuestas con luces tenues y camareros que iban y venían con bandejas de cócteles decorados, en tonalidades azuladas y doradas, convertían el lugar en una fantasía de lujo y serenidad.
Entre las figuras que poblaban el club, se encontraban ciudadanos de todas las especies que convergían en la Federación de Planetas Libres, atraídos por su promesa de progreso y estabilidad. Los Twi'leks, con sus característicos lekkus ondeando suavemente bajo las luces, conversaban en grupos, compartiendo risas y anécdotas sobre sus aventuras en este rincón de la galaxia. Más allá, un par de Rodianos se inclinaban sobre una mesa, hablando en susurros animados mientras sus grandes ojos oscuros reflejaban las luces del lugar. Sullustanos de baja estatura se reunían alrededor de una mesa, degustando exóticas bebidas que parecían brillar en tonos fucsia y esmeralda, mientras los Mirialanos, con sus tatuajes faciales distintivos, se movían por el salón con una elegancia natural, observando a los demás con una tranquila atención.
El club era un microcosmos de la diversidad que había hecho de la Federación un refugio para los pueblos de la galaxia, todos ellos buscando un lugar donde sus hijos pudieran prosperar y sus sueños pudieran tener un eco de posibilidad. Entre estas figuras, los humanos destacaban, hablando en un idioma que cruzaba las fronteras culturales, su familiaridad y confianza una clara señal de su lugar predominante en Vekta. Hombres y mujeres jóvenes, vestidos con trajes elegantes y vestidos luminosos, parecían inmersos en una despreocupación que solo el privilegio de estar lejos del frente podía permitirles.
Cerca del borde de la terraza, un hombre de semblante adusto observaba la ciudad con una intensidad que parecía incompatible con el ambiente relajado del club. Vestía el uniforme oscuro de la Armada de la Federación, y en su pecho brillaba la insignia de capitán, símbolo de un prestigio ganado a costa de cicatrices físicas y emocionales. Su mirada se perdía en el horizonte, donde las naves de combate de la flota orbitaban en formación, como gigantescos guardianes celestiales. Eran imponentes y silenciosas, perfilándose contra el cielo estrellado, proyectando una seguridad que se sentía irónicamente ajena a él.
—¿Es todo esto una ilusión? —murmuró el hombre con una tristeza que le impregnaba la voz, sus ojos recorriendo la vista que se extendía ante él. Vekta resplandecía como una joya, una ciudad vibrante, segura, un símbolo de todo lo que se suponía que defendía. Pero en su mente, la paz que sus habitantes disfrutaban con despreocupación era solo una fachada frágil, amenazada por las sombras que él había visto desatarse una y otra vez en las líneas del frente. Había luchado contra los Helghast, visto a camaradas y jóvenes soldados morir en sus brazos. Y sin embargo, él estaba aquí, vivo, un veterano de más batallas de las que podía recordar, atrapado entre la vida y los recuerdos de guerra.
Una voz suave interrumpió sus pensamientos.
—¿Siempre tan sombrío, Capitán Alec Ryland? —preguntó una mujer de piel azulada, su tono cargado de un toque de picardía. Era una pantorana de exótica belleza, con un cabello blanco de tono pastel que caía en ondas suaves alrededor de su rostro. Vestía un elegante vestido de noche que dejaba una de sus piernas al descubierto y llevaba un pintalabios de tono profundo que le daba un aire seductor bajo las tenues luces del club. Ryland la miró y, sin mediar palabra, se inclinó y la besó en los labios, saboreando la cálida familiaridad que ella traía a su vida, como un bálsamo para el peso de su cansado corazón.
—Solo cuando no estás conmigo, cariño —dijo él finalmente, permitiéndose una sonrisa sincera—. Sabes que eres de lo mejor que me ha pasado en la vida, ¿verdad?
La pantorana, cuya voz irradiaba ternura y perspicacia, sonrió levemente antes de observarlo con una seriedad inesperada.
—Lo sé —respondió suavemente—. Pero me preocupa esa mirada tuya... no es la misma de antes de la guerra.
Ryland soltó un suspiro, su expresión endureciéndose un poco. Tomó un trago largo de su bebida antes de devolverle la mirada, los ojos opacos de dolor.
—He visto demasiado, cosas que nadie debería ver —confesó, su voz un susurro cansado—. Demasiados jóvenes muertos bajo mis órdenes, y al final... yo no pude salvarlos. Y ahora, el maldito gordo de Green insiste en empujarnos hacia una guerra total... una locura de la que no saldrá nadie intacto.
Ella alzó una ceja, su mirada inquisitiva y suave a la vez.
—¿Te da miedo la muerte? —preguntó, sus palabras impregnadas de una ternura sincera.
—No. —La respuesta de Ryland fue rápida, casi mecánica. Pero luego hizo una pausa, como si reconsiderara—. Sé que los Helghast nos odian, y que eso no cambiará jamás. Pero enviar a nuestros jóvenes, el futuro de nuestra Federación, a una muerte segura... y yo, tener que liderarlos hacia ello, sabiendo lo que les espera... no, no puedo soportarlo.
La pantorana colocó una mano cálida en su mejilla, obligándolo a mirarla. Su mirada era profunda, pero en su tono había una suave comprensión.
—A veces, el coraje no es lanzarse a la batalla, Alec. A veces, es resistir cuando todo dentro de uno quiere rendirse.
El capitán cerró los ojos por un momento, disfrutando de la paz que la presencia de ella le traía. La guerra lo había marcado profundamente, pero en esa noche, rodeado de la tranquilidad casi ilusoria de Vekta y del consuelo de la mujer a su lado, por un instante sintió que podía aferrarse a la vida y resistir, entonces tuvo una idea.
- ¿Quieres ir al cine cariño? - le pregunto a la mujer, de la que obtuvo un asentimiento y sonrisa sincera.
Nota: la historia ya estaba escrita, pero me daba pereza corregirla, así que le pedí ayuda a Chat GPT, si encuentran algún error me avisan, así lo corrijo yo misma
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