Capitulo 15

Planeta Helghan
Planeta Capital del Imperio Helghast
20 de abril de 2658

El Campo Visari estaba rebosante de gente. La gigantesca plaza, construida en las recientes expansiones de la ciudad, eclipsaba por completo a la antigua Plaza Visari. Se extendía por cientos de metros, capaz de albergar a más de 500 mil personas. En su centro, dominando el paisaje con su presencia colosal, se erguía una estatua de Scolar I Visari, el primer Autarca y Emperador de los Helghast.

La estatua medía 70 metros de altura, con los brazos extendidos hacia el cielo. Desde ciertos ángulos y en determinadas horas del día, parecía sostener el sol en sus manos. La base de granito sobre la que reposaba elevaba su presencia otros 40 metros, sus muros esculpidos con escenas de la historia del Imperio Helghast: la expulsión de Vekta, el éxodo a Helghan, la reconstrucción de su sociedad y la fundación del imperio. Un monumento a la resiliencia y la determinación de su pueblo.

Frente a la estatua, 200 mil soldados Helghast formaban filas impecables. Sus uniformes oscuros contrastaban con el mármol blanco del podio central. Sus máscaras reflectaban la luz de los focos mientras se mantenían erguidos, con las armas al hombro. La disciplina era absoluta.

A su lado, ondeaban con solemnidad cuatro grandes banderas del Imperio, mecidas por una brisa helada que atravesaba la plaza.

Detrás de los soldados, una multitud de 300 mil civiles esperaba en las gradas. Un murmullo sordo recorría el aire, sus voces llenas de especulación. Las noticias sobre la alianza entre la República Galáctica y la Federación de Planetas Libres ya eran de conocimiento público. Sin embargo, la confianza en el ejército Helghast era absoluta.

Los informes oficiales hablaban de una serie de victorias tanto espaciales como terrestres. Antes de la guerra, el ejército profesional del Imperio contaba con 400 millones de soldados. Desde el inicio del conflicto, el número se había elevado a 600 millones, y se rumoreaba que el Ministerio de Defensa planeaba aumentar las fuerzas a mil millones de efectivos.

Las fábricas y astilleros trabajaban turnos dobles para sostener la maquinaria de guerra, asegurando un flujo constante de suministros al frente. No había combates en territorio Helghast. No había un solo enemigo pisando Helghan. Eso reforzaba la sensación de una victoria inminente.

Los murmullos cesaron cuando la figura de Scolar II Visari, el actual Emperador, se puso de pie y caminó hacia el podio.

Un minuto de silencio.

El aire pareció congelarse. La multitud contuvo la respiración. Podría haberse escuchado caer un alfiler.

En las gradas, los ministros y altos oficiales se pusieron de pie. Las cámaras enfocaron la silueta del emperador mientras este activaba el micrófono. Un leve eco resonó en el Campo Visari.

Visari alzó el brazo en un saludo solemne.

—Queridos compatriotas, hijos e hijas de Helghan...

Su voz resonó con claridad en los megáfonos.

—Nuestra nación está bajo ataque de poderes extranjeros. Pese a que nunca hemos amenazado a la República Galáctica, esta se ha alineado con el pérfido gobierno de Vekta. Al parecer, la paz no entra en sus planes.

Un murmullo de indignación recorrió la multitud.

—Su corrupto gobierno solo entiende de amenazas, engaños y beneficios. Pero nuestros valientes soldados no se dejarán intimidar por amenazas vacías. Se han unido creyendo que retrocederemos, que nos rendiremos... Pero resistiremos. Como siempre lo hemos hecho.

Las luces de la plaza titilaron un instante. Entonces, una pantalla holográfica colosal se encendió sobre la estatua de Scolar I.

Las imágenes comenzaron a proyectarse:

La expulsión de Vekta.

El éxodo a Helghan.

La reconstrucción de su sociedad.

El auge del Imperio.

Cada momento clave de la historia Helghast desfilaba ante los ojos de la multitud. Cada imagen estaba diseñada para tocar el corazón de los espectadores.

Visari II posó ambas manos sobre el podio con pesadez.

—Nuestra historia siempre ha sido de resistencia.

Su voz sonaba más firme ahora.

—Desde que la ISA invadió nuestro hogar ancestral hasta que nos asentamos en Helghan... Desde que reconstruimos nuestra patria hasta convertirnos en un Imperio... Siempre hemos superado las dificultades. Nunca hemos agachado la cabeza.

Hizo una pausa.

—Ahora, la República Galáctica espera una respuesta. Piensan que correremos asustados, que bajaremos las armas y nos sentaremos a negociar la paz.

El silencio en la plaza era sepulcral.

El emperador alzó su puño.

—Aquí está mi respuesta... ¡UNA BALA!

Un estruendo sacudió la plaza.

La multitud estalló en gritos de fervor.

Los soldados tomaron sus armas con más fuerza, sus posturas se volvieron aún más rígidas. Nadie dudaba. Nadie titubeaba.

Scolar II Visari los observó con orgullo, su mirada recorrió la multitud como un cazador evaluando a su manada. Respiró hondo antes de continuar, su voz resonó como un trueno sobre la multitud expectante.

—¡Pelearemos con uñas y dientes! —rugió, su puño golpeando el podio con un golpe seco que se amplificó por los altavoces—. ¿¡Acaso dejaremos que nos saqueen y se vayan con todo, como lo hicieron antes!?

Un rugido brotó de la multitud.

—¡NO! —bramaron soldados y civiles al unísono, su grito reverberando por la explanada como un eco de furia contenida.

Visari sonrió, el fuego de su pueblo reflejándose en sus ojos.

—¡Que vengan si se atreven! —su voz se alzó con desafío—. ¡Que paguen con sus vidas! ¡Que sientan nuestra furia! ¡Que sientan nuestro orgullo!

La plaza estalló en vítores.

—¡Muerte a la República! —gritaron los jóvenes, sus voces impregnadas de un odio cultivado por generaciones.

—¡Muerte a la ISA! —corearon las mujeres, con la convicción de quienes habían heredado el dolor de sus ancestros.

—¡Larga vida a Helghan! —gritaron los soldados, golpeando con fuerza el suelo con sus botas en un ritmo marcial que estremeció la explanada.

Visari se tomó un momento para absorber la escena. La multitud rugía como una bestia desatada. Banderas ondeaban en lo alto, agitadas por miles de manos. Voces llenas de fervor juraban lealtad eterna, juraban luchar hasta el último aliento, juraban morir por Helghan.

Y entonces, como si el mismo cielo respondiera a su llamado, una escuadra de cazas cruzó el firmamento en formación perfecta, dejando tras de sí estelas de humo en los colores del Imperio Helghast. La multitud explotó en vítores y aplausos, la sangre de los presentes ardiendo con la promesa de guerra.

Visari alzó su brazo una última vez.

—¡Enséñenles a quién pertenece realmente Helghan! ¡Porque lucharemos por ella hasta el final, sin importar el coste! ¡Hail Helghan!

—¡Hail Helghan! ¡Hail Visari! —tronó la respuesta desde miles de gargantas, un grito de guerra, un juramento de sangre.

Por un instante, Scolar II Visari no dijo nada. Solo observó el mar de rostros exaltados, la devoción inquebrantable reflejada en sus ojos. Una sonrisa cruel se formó en su rostro.

Con un pueblo así, la victoria estaba asegurada.

Orbita del Planeta Haruto
Planeta Astillero de la Federación de Planetas Libres, Actualmente ocupada por el ejercito Helghast
20 de abril de 2658

El Almirante Stahl apagó la radio cuando el discurso terminó. Exhaló un leve suspiro y se recostó en su asiento con aire pensativo.

El astillero orbital de la ISA, uno de los mayores complejos de construcción naval en las colonias exteriores, estaba ahora bajo control Helghast. La batalla por Haruto había sido breve, brutal y decisiva. Su flota había arrollado a la flotilla defensora de la Federación—treinta y seis naves reducidas a escombros ardientes en cuestión de horas. Luego, las tropas de desembarco sellaron la victoria con un asalto fulminante sobre la superficie del planeta, aplastando sin piedad a las patéticas fuerzas de defensa planetaria.

Ahora, la órbita de Haruto y su vasto astillero servían como el nuevo centro de mando de la 56.ª Flota Helghast, una fuerza imponente de 700 naves, compuesta por cruceros, destructores, fragatas y un núcleo de poderosos acorazados, portaaviones y cruceros de batalla. Pero entre todas esas naves, una destacaba sobre el resto: el HIN Almirante Orlock.

Era el orgullo de la flota, uno de los doce superacorazados clase Scolar Visari encargados por la Armada. La culminación de la ingeniería Helghast.

De proa a popa, el coloso se extendía doce kilómetros de largo, una fortaleza estelar armada hasta los dientes. Sus cubiertas albergaban cientos de lanzadores de misiles, torretas antiaéreas, baterías de artillería pesadas y un enorme complemento de cazas de combate. Un contingente de tropas de la Marina aseguraba su defensa interna contra abordajes enemigos, pero su arma más temida no estaba en su hangar ni en sus cañones convencionales.

El verdadero terror del Almirante Orlock era su superarma.

El Cañón Gungnir.

Una devastadora arma de petrusita de alta potencia, diseñada para incinerar naves con un solo disparo. Su rayo de energía penetraría los escudos enemigos, irradiando el casco hasta cocer viva a la tripulación dentro. Dependiendo de la resistencia de los escudos, una nave podía quedar inutilizada... o reducida a un amasijo de metal fundido, esparcido por el vacío.

El Almirante Stahl esbozó una sonrisa apenas perceptible. Quería probarlo.

Levantó una taza de café humeante y le dio un trago pausado. Mientras el líquido caliente recorría su garganta, sus pensamientos derivaron hacia su hermano en Stahl Arms. Su familia había ascendido junto a Visari, y ahora, la dinastía Stahl era una de las más antiguas y poderosas dentro del Imperio Helghast, junto a otras casas ilustres como la Casa Volkov, fundada por el legendario Almirante Orlock, y la Casa Radec, fundada por el inquebrantable Mael Radec. Bajo el liderazgo de la Casa Visari, estas familias habían forjado un Imperio fuerte y próspero.

Saboreó con satisfacción el café y se permitió un instante de contemplación.

Su misión era clara: preparar la invasión a las colonias interiores de la Federación. Pero cuando la República anunció su entrada en la guerra para apoyar a la ISA, Stahl comenzó a idear un plan no solo para el ataque, sino también para la defensa.

La República Galáctica controlaba más de un millón de planetas. En comparación, el Imperio Helghast poseía apenas un millar de mundos. Un desequilibrio brutal.

Pero la guerra no la ganaban los números.

Stahl se preguntó cuánto material bélico podrían movilizar y, más aún, cuánto estarían dispuestos a sacrificar los gobernantes de la República para salvar a su querida mascota Vektana.

Sabía, por información filtrada, que la última gran guerra librada por la República había ocurrido unos mil años atrás, enfrentándose al llamado Nuevo Imperio Sith en las Nuevas Guerras Sith, un conflicto que se extendió por mil años de sangre y devastación.

Los propios Sith eran un caso peculiar. Habían emergido desde la nada, encontrados por los llamados Jedi Oscuros, quienes les dieron un propósito, una idea, una meta y un sueño. De ahí nació el Primer Imperio Sith. Los Jedi Oscuros esparcieron su doctrina en el árido mundo de Korriban, que eventualmente adoptó el mismo nombre que sus conquistadores. Durante milenios, se mataron entre sí, luchando sin más propósito que el dominio de su propio planeta natal. Pero entonces, un caudillo especialmente ambicioso, un tal Adas, logró donde otros habían fracasado.

El nombre de Adas era lo único que se conservaba de su legado. Se decía que gobernó durante tres siglos, hasta que el Imperio Infinito intentó someter a su mundo. Y aunque cayó en combate, su pueblo resistió y expulsó a los invasores. A diferencia de los mundos de la República, que fueron fácilmente sometidos y convertidos en esclavos del Imperio Infinito, los Sith lucharon por su independencia.

A lo largo de la historia, el pueblo Sith tuvo tres imperios. El primero, pequeño, apenas 120 mundos según los registros, pero lo suficientemente desafiante como para ser aplastado por la República tras una larga guerra. Luego, tres siglos después, emergió un segundo Imperio, mucho más vasto, que se expandió por los mundos del Borde Exterior. Su victoria inicial fue impresionante, pero con el tiempo se estancó en una guerra contra la República Galáctica, culminando en un frágil tratado de paz. Al final, también cayó. Pero los Sith no conocían la rendición. Dos mil años después, volvieron a resurgir como una nueva potencia, desatando las Nuevas Guerras Sith.

Mil años de guerra brutal, que concluyeron con la victoria de la República y la aniquilación total de los Sith: como especie, como religión, como cultura. Exterminados. Y tras esa victoria, la República se desarmó y cayó en la complacencia.

Entonces, ¿de dónde demonios habían sacado ahora tantas armas, vehículos, naves y soldados en menos de un año? O su maquinaria logística era monstruosamente eficiente, o siempre habían mantenido una reserva oculta de tropas y recursos, esperando una amenaza para movilizarse.

Kraven Stahl exhaló un suspiro y miró su reloj.

Era casi la hora de la reunión estratégica. Pronto, se discutirían las próximas fases de la campaña contra la ISA. Debían avanzar sobre Viristerra y adentrarse en el territorio aún sin capturar de la Federación. Se puso de pie, tomó su gorra y salió de su oficina. Las ventanas panorámicas ofrecían una vista inigualable del espacio y del planeta dominado. Subió a un ascensor, descendió hasta el nivel de reuniones y se dirigió hacia la sala designada.

Al entrar, descubrió que era el primero en llegar. Veinte minutos de antelación. Sin apurarse, tomó asiento y aguardó.

Poco a poco, sus oficiales comenzaron a entrar. El último de ellos llegó apenas cinco minutos antes de la hora programada. Stahl asintió con satisfacción. Eran puntuales.

Se puso de pie y habló con voz firme:

—Caballeros, es un placer contar con su presencia. Debo decir que enfrentamos un problema. El DIS nos informa que la República ha proporcionado una flota de 300 naves a la Federación. Todo indica que se están preparando para un ataque sobre Viristerra.

Se hizo un silencio en la sala mientras las palabras calaban en los oficiales. Stahl prosiguió:

—Quieren una victoria, y no han escatimado en gastos. Al parecer, también han enviado un acorazado. Un Clase Mandator. No conocemos sus capacidades exactas, pero sabemos que es un barco formidable. Con semejante nave de su lado, dudo mucho que los perros de la ISA se queden sentados.

Algunos oficiales intercambiaron miradas, sopesando la información.

—Con todo respeto, Gran Almirante —intervino el Contraalmirante Staebler, con una mueca de escepticismo—, dudo que la ISA tenga el coraje suficiente para atacarnos de frente después de que destruimos más de la mitad de su flota en las colonias exteriores.

Stahl esbozó una leve sonrisa ante la seguridad de su oficial. Alrededor de la mesa, los demás comenzaron a intercambiar murmullos, ideas y estrategias. Pronto, todos esperaban que él presentara su plan.

El Gran Almirante Stahl los observó en silencio por un momento, disfrutando la anticipación. Luego, su sonrisa se amplió. 

Era hora de hablar.

—Caballeros, si bien hemos destruido una parte significativa de la flota de la ISA en sus colonias exteriores, aún conservan una proporción considerable de naves en sus colonias interiores. La Flota Madre de la Federación cuenta con 700 naves defendiendo Vekta, y según los informes del DIS, la ISA todavía mantiene entre seis y siete mil naves de combate en activo. Es apenas un 30% de lo que fue su flota en su apogeo, sí, pero sigue siendo una cantidad lo suficientemente alta como para causarnos problemas —expuso Stahl, su mirada recorriendo la mesa, buscando cualquier señal de duda en sus oficiales.

El Vicealmirante Buryakov se inclinó ligeramente hacia adelante, entrelazando los dedos.

—Gran Almirante, ¿no está sobrestimando las capacidades defensivas de la ISA? —preguntó con un dejo de escepticismo.

Stahl apoyó ambas manos sobre la mesa con calma.

—Quizá un poco. Pero prefiero ser precavido a la hora de avanzar. No queremos sobreextender nuestras líneas de suministro ni abrir frentes innecesarios. Eso nos costaría la guerra.

El Contraalmirante Staebler, sentado un par de sillas más allá, cruzó los brazos con gesto pensativo.

—Eso también les daría tiempo a la ISA para reconstruir sus fuerzas armadas —comentó con cierta inquietud.

Stahl sonrió con frialdad.

—La Federación puede tener todo el tiempo que quiera. No les servirá. Han pasado los últimos siglos engordando, descuidando sus fuerzas armadas. Su industria militar es ineficaz, por no hablar de su capacidad de movilización. Nos envían oleadas de soldados sin entrenamiento al frente. En ocasiones nos superan en número, pero su incompetencia estratégica solo deja montañas de cadáveres en su camino. A este ritmo, ellos mismos acabarán destruyéndose desde dentro.

Se hizo un breve silencio en la sala. Los oficiales intercambiaron miradas, procesando la evaluación del Gran Almirante. Finalmente, Staebler tomó la palabra.

—Entiendo, Gran Almirante. ¿Entonces cuál es su plan de batalla?

Stahl se enderezó y apoyó una mano en la mesa.

—Tengo dos escenarios en mente. En el primero, la ISA se compromete a una batalla total en la órbita de Viristerra. En el segundo, somos nosotros quienes tomamos la iniciativa, lanzando una ofensiva desde Viristerra hacia Caelivira. Esta última opción me parece la más probable.

El Contraalmirante Kosolapov, que había permanecido en silencio hasta ese momento, frunció el ceño y habló desde el otro extremo de la mesa.

—¿Por qué cree eso, Gran Almirante?

Stahl exhaló lentamente antes de responder.

—Caelivira sigue bajo control de la ISA y cuenta con tres plataformas de defensa orbital equipadas con cañones MAC. Por sí solos, esos cañones ya son letales contra nuestros cruceros. Inicialmente, su flota defensiva constaba de unas 70 naves. Sin embargo, a medida que hemos avanzado, han reforzado sus defensas hasta alcanzar unas 200 naves.

Miró a sus oficiales con intensidad antes de continuar.

—Si la ISA planea una ofensiva, lo lógico sería preparar un señuelo. Trasladarían sus naves de defensa a un sistema cercano, dejando las plataformas orbitales vulnerables para que nuestra flota avance y las destruya. Después, desembarcaríamos y tomaríamos el planeta.

Staebler arqueó una ceja, intrigado.

—¿Realmente cree que eso es posible?

El Almirante Schattenwolf intervino con tono reflexivo.

—Sería una estrategia demasiado obvia... tratar de superarnos en número, destruir nuestra flota y aprovechar la victoria para avanzar.

Stahl asintió, cruzando los brazos.

—Exactamente. Y si nos dan esa oportunidad... la aprovecharemos.

Sus palabras cayeron como una sentencia en la sala. Un tenso silencio se apoderó de la mesa mientras sus oficiales lo miraban con preocupación.

—Señor, ¿está hablando de lanzarnos directamente a la boca del lobo? —preguntó Buryakov, visiblemente consternado.

Stahl sonrió con desdén.

—¿Un lobo? A lo mucho sería uno sin dientes —se burló, dejando escapar una breve risa—. Caballeros, la ISA espera que caigamos ciegamente en su trampa, pero no les daremos ese placer. Estaremos preparados para la batalla y volveremos las tornas en su contra, tanto a la defensiva como en el ataque.

El Almirante Schattenwolf, con gesto serio, asintió lentamente.

—Confío en su lógica, Gran Almirante, pero hasta ahora solo ha explicado el plan de ataque. ¿En qué consiste la defensa de Viristerra?

—Fácil. Atacaremos Caelivira en el preciso momento en que sus flotas estén reunidas y listas para lanzarse sobre Viristerra.

Un silencio pesado cayó sobre la sala. Sus oficiales intercambiaron miradas, atónitos ante la audacia de la estrategia.

Finalmente, Schattenwolf se irguió en su asiento, su ceño fruncido en señal de desaprobación.

—Señor, debo protestar —declaró con firmeza—. ¿Por qué atacar cuando el enemigo vendría a nosotros por su cuenta?

Stahl lo miró con paciencia antes de responder.

—Por la misma razón por la que ellos se están preparando para atacarnos. Esperan encontrarnos con la guardia baja. Staebler, sin darse cuenta, ha dicho exactamente lo que la ISA cree que estamos pensando en este momento.

Staebler parpadeó, sorprendido.

—¿Yo, señor? —preguntó, confundido.

—Sí —asintió Stahl—. Tú mismo lo dijiste. No esperas que la ISA tenga el coraje suficiente para atacarnos después de sus catastróficas pérdidas en las batallas anteriores. Y precisamente eso es lo que ellos quieren que pensemos. Están convencidos de que nos encontrarán en Viristerra, con las defensas en posición. Lo que menos esperan es que seamos nosotros quienes los sorprendamos en Caelivira.

El Contraalmirante Kosolapov, se reclino levemente contra la mesa, se rasco la cabeza lentamente y exhaló pesadamente antes de recostarse contra su asiento.

—En ambos planes nos lanza directamente a las manos de la ISA... y en ambos confía en que el enemigo creerá que estamos jugando bajo sus reglas, mientras en realidad los estamos haciendo bailar a nuestro ritmo —dijo con un suspiro—. Es complicado, señor.

Stahl asintió con una leve sonrisa.

—Complicado, sin duda. Pero en cuanto empecemos la planificación, tendrán una idea clara de cómo será la batalla. ¿Entendido?

Sus hombres asintieron, enderezándose en sus asientos y apoyándose levemente sobre la mesa. Stahl entonces presionó un botón en la superficie metálica de la mesa.

De inmediato, placas de acero se deslizaron sobre las ventanas, bloqueando toda fuente de luz exterior. La sala quedó sumida en una penumbra azulada, iluminada únicamente por el resplandor de un holograma que emergió en el centro de la mesa.

Frente a ellos apareció la representación tridimensional del sistema Caelivira, con cada planeta, cada luna y cada estación orbital detallada con precisión.

Las próximas horas estarían dedicadas a la planificación de la batalla.

Planeta Kyūshinsei
Planeta Bastión de la Federación de Planetas Libres
Base Militar Jan Templar
23 de Abril del 2658

El Comandante Alec Ryland descendió de la nave junto con sus hombres. El estruendo de los motores aún vibraba en el aire mientras el 76° Batallón de Infantería de Marina y la 45° División de Marines pisaban suelo firme. Habían sido trasladados desde su última estancia en Kyrethia como parte de la nueva ofensiva del alto mando: recuperar las colonias exteriores y dar inicio a una campaña de liberación. La operación había sido posible gracias al apoyo de la República, que había enviado una flota de 300 naves en auxilio de la Federación.

Pero no solo habían llegado naves. También estaba allí el Gran Ejército de la República. Cerca de un millón de clones desplegados en Kyūshinsei, apenas una fracción de los supuestos 28 millones de efectivos en expansión. La cifra era imponente, pero la idea de luchar junto a ellos no le resultaba del todo agradable.

Eran soldados creados en laboratorios, diseñados para la guerra desde su nacimiento, y sin embargo... Alec no veía en ellos la dureza de un soldado real. Su entrenamiento podría ser excelente, pero en el campo de batalla la experiencia valía más que cualquier programación genética.

Giró la cabeza hacia la izquierda, observando cómo una de las 62 naves clase Aclamador desembarcaba a su contingente de tropas. La forma en que marchaban le pareció extraña: grandes cuadros de infantería avanzando al estilo napoleónico. Demasiado ordenados, demasiado perfectos. Sus armaduras blancas relucían bajo la luz del sol, fáciles de divisar desde cualquier ángulo. Un blanco perfecto.

Los vehículos de la República tampoco le inspiraban confianza.

El AT-ET parecía una bestia de acero en movimiento, pesado y lento, más útil para intimidar a los defensores que para maniobras rápidas de combate. ¿O acaso terminaría siendo una diana perfecta para el enemigo? Y luego estaba el AT-RT... más que una máquina de guerra, parecía una gallina flaca y desgarbada. Su único tripulante quedaba completamente expuesto a la metralla, sin ninguna protección real. Su única ventaja era la velocidad, pero ¿qué tan útil sería eso en una batalla de verdad?

A pesar de todas esas desventajas evidentes, los clones tenían un punto a su favor: su armamento.

Las armas de plasma que portaban eran letales, con una gran capacidad de fuego, prácticamente sin retroceso y con una cantidad absurda de rondas por cargador. Las naves de la República también estaban equipadas con tecnología láser avanzada. De hecho, todo su arsenal lo era.

Alec suspiró, aún sin convencerse, cuando una figura familiar pasó a su lado.

—¿Qué opinas de los clones, Jullien? —preguntó sin apartar la vista del despliegue.

El Teniente Jullien se detuvo y lo miró de reojo. Luego observó a los soldados de la República con expresión pensativa, se rascó el mentón y sonrió con sorna.

—¿De los clones? —repitió antes de soltar una ligera carcajada—. Supongo que si alguno de ellos sale con defecto de fábrica, al menos ya no seré el único rarito del grupo.

Se rió de su propia broma y siguió su camino hacia los barracones, dejando a Alec con una media sonrisa y el ceño aún fruncido. Negó con la cabeza ante la actitud irreverente de su subordinado y se preguntó cómo demonios había logrado pasar el adiestramiento.

Buscó al Capitán Prescott entre la multitud de soldados, pero no logró verlo. Suspiró y siguió caminando, ajustando el agarre sobre la pesada mochila que llevaba al hombro. Dentro, cargaba su saco de dormir, raciones de combate, uniformes extras... sumado a su armadura y su arma reglamentaria, llevaba encima casi cincuenta kilos de equipo.

No tenía otra opción más que soportarlo en silenciosa resignación.

Mientras se acercaba a las barracas, alzó la vista y vio un par de cañoneras LAAT sobrevolando el cielo, acompañadas por helicópteros VTOL y aerodeslizadores. La cantidad de naves moviéndose en el aire hacía que todo pareciera un enjambre mecánico rugiendo sobre su cabeza.

Pasó frente a un comedor improvisado donde un grupo de soldados se apiñaba alrededor de una vieja televisión análoga. Algunos estaban sentados en las sillas, otros recostados sobre las mesas, comiendo sin mucho entusiasmo. Unos pocos dormían con la cabeza apoyada contra la pared.

En la pantalla, una transmisión oficial del gobierno dominaba la programación del canal de noticias de la Federación.

—¡El Ministerio de Defensa informa que nuestras fuerzas están preparando una campaña de liberación en las colonias exteriores! —bramaba la presentadora con una voz enérgica y teatral—. ¡Los cobardes Helghast se encuentran atrapados en Viristerra, retenidos por nuestra valiente Flota! ¡Temen seguir avanzando ante el coraje de nuestras tropas! ¡Habiendo perdido gran parte de su flota en combate, han quedado sin capacidad ofensiva!

—¡Cambia el maldito canal! —gritó uno de los soldados entre bocados de su ración de comida.

El soldado que tenía el control remoto lo miró por un segundo y, sin decir nada, cambió de canal. La pantalla pasó de la diatriba propagandística a una caricatura animada sin mayor trascendencia. Alec negó con la cabeza y siguió su camino.

Había soldados sin armadura dispersos por toda la zona, pasando el tiempo como podían. Finalmente, llegó al barracón de su compañía, donde encontró al Capitán Prescott sentado en las escaleras de la entrada, fumando con aire despreocupado.

—Comandante —murmuró Prescott, saludando con desgano a su superior.

—Capitán —respondió Alec con un leve asentimiento—. ¿Los chicos ya se acomodaron?

—Por supuesto. Ya hasta se han puesto a hacer galletitas —dijo Prescott con una sonrisa irónica antes de lanzar el humo por la nariz—. ¿Ha visto a los clones?

—Sí, ¿cómo no verlos? —contestó Alec con una media sonrisa antes de entrar al barracón.

Dentro, las literas estaban alineadas en filas ordenadas. Un par de ventiladores de techo giraban perezosamente, moviendo el aire denso y caliente del lugar. Algunos reclutas estaban ocupados acomodando sus camas, dejando mochilas sobre las literas o revisando su equipo. Alec encontró una litera vacía justo en la entrada, dejó su mochila allí y salió nuevamente, encontrando a Prescott en el mismo sitio.

—¿Qué piensas de ellos? —preguntó Alec.

—¿De los clones? —Prescott alzó una ceja.

—Es de lo que estábamos hablando, ¿no?

El capitán exhaló el humo de su cigarro antes de responder.

—Son máquinas orgánicas creadas para la guerra. Pueden ser súper soldados al servicio de la república... o simplemente carne de cañón fabricada en laboratorio. Soldados sin alma.

Escupió al suelo y miró de reojo un grupo de clones marchando en formación.

—¿No te parece curioso cómo aparecieron de la nada? —preguntó Alec.

—¿Si me parece curioso? —Prescott se encogió de hombros—. Sí, es curioso, pero según entiendo, la República siempre estuvo en guerra antes de disfrutar un milenio de paz. No me sorprendería que siempre hayan mantenido una reserva militar en espera... por si alguna amenaza aparecía.

Alec asintió, aunque no parecía del todo convencido.

—Bueno, tienes razón.

Justo en ese momento, se fijó en un grupo de clones y un hombre de capa gris que parecían desorientados, mirando a su alrededor con evidente confusión.

—Parece que tenemos algunos perdidos —comentó con tono burlón, señalándolos con la cabeza.

Prescott soltó una leve risa, pero no dijo nada. Ambos continuaron observando a los recién llegados. Alec notó que uno de los clones los miraba y le decía algo al hombre de la capa gris. Este asintió y se acercó con paso firme, alzando una mano en señal de saludo.

—Saludos, ¿cómo les va? —preguntó el hombre con voz tranquila, los clones a sus espaldas como una escolta silenciosa.

—Todo bien, ehm... —Alec titubeó a mitad de la frase, sin saber exactamente cómo dirigirse a él.

—Maestro Jaudic Wilcor. General, si les resulta más cómodo —se presentó el hombre, extendiendo una mano en señal de saludo.

Alec se tensó de inmediato. Prescott, por su parte, arrojó el cigarrillo al suelo con un gesto automático al escuchar la palabra "General". Ambos se pusieron firmes al instante y saludaron con la rigidez que exigía la presencia de un superior. Wilcor, sin embargo, esbozó una ligera sonrisa antes de bajar la mano y cruzarla sobre su torso.

—Comandante Alec Ryland, señor. A sus órdenes —dijo Alec rápidamente.

—Capitán Richard Prescott, señor. Igualmente a sus órdenes —secundó Prescott, tosiendo levemente para aclararse la garganta.

Wilcor chasqueó la lengua con un aire desenfadado.

—Demasiado formal para mi gusto. Descansen —dijo con una leve inclinación de cabeza—. Solo quería preguntar dónde está el centro de mando. Me han dicho que debo presentarme en una hora, pero aún no estoy familiarizado con la base.

—Ehm... sí, señor. Un momento —respondió Alec, girándose con rapidez para buscar la información.

Entró al barracón y recorrió el lugar con la mirada hasta encontrar un mapa de la base colgado en una de las paredes, junto a unos casilleros metálicos. Era un diseño simple, pensado para orientar a los soldados rasos, especialmente en tiempos de constantes traslados antes de la guerra. Descolgó el cuadro con el mapa y regresó al exterior.

Wilcor seguía hablando con sus hombres. Algunos clones se habían quitado los cascos, revelando rostros idénticos. Alec sintió un escalofrío al notar que lo observaban con la misma expresión... una sola cara repetida siete veces. Apretó los labios y se acercó, extendiendo el cuadro hacia el General mientras señalaba su ubicación con el dedo.

—General, según el croquis estamos aquí. Se ha alejado del centro de mando aproximadamente un kilómetro. Esta zona está destinada a la tropa. Debe seguir hacia la izquierda hasta encontrar una gran explanada con un asta para las banderas. Una vez allí, puede preguntar a cualquiera de los hombres y ellos lo guiarán, señor.

Wilcor observó el mapa con interés.

Uno de los clones, cuya armadura blanca estaba adornada con tonos amarillos, extendió la mano.

—¿Me permite, Capitán? —preguntó con tono neutro.

Alec le dedicó una breve mirada antes de asentir y soltar el cuadro.

El clon sacó una pequeña tableta de su cinturón, similar a un teléfono inteligente. La sostuvo sobre el mapa y, tras un leve click, pareció tomar una fotografía. Luego, le devolvió el cuadro a Alec con un ligero asentimiento de cabeza.

—Gracias, Capitán Alec —dijo con la misma neutralidad.

Alec asintió levemente.

—A sus órdenes, General Wilcor.

—Gracias. Que la Fuerza los acompañe —se despidió Wilcor antes de marcharse en la dirección indicada, seguido por su grupo.

Alec y Prescott se quedaron en silencio, observando cómo se alejaban. Finalmente, Prescott soltó un suspiro y se rascó la nuca.

—Creo que eso era un Jedi —murmuró.

Alec arqueó una ceja.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Según lo que dicen por ahí, todos los generales del ejército de la República son Jedi —explicó Prescott encogiéndose de hombros—. Además, tenía ese tubo raro colgado en la cintura... y vestía como un maldito monje. ¿No te diste cuenta?

Alec suspiró, mostrando el cuadro del mapa.

—Bueno, yo estaba ocupado buscando esto.

Prescott dejó escapar una risa breve antes de volver a sentarse en las escaleras.

—Una orden militar religiosa... quién lo diría.

Alec se quedó pensativo por un momento.

—Debe haber un buen motivo para que los llamen guardianes de la paz —murmuró finalmente antes de entrar a los barracones. Aunque no estaba del todo seguro, solo quedaba esperar y ver qué les deparaba el futuro.

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