Capitulo 12
Planeta Kyrethia
Planeta Bastión de la Federación de Planetas Libres
Base Militar Arcturus
9 de Abril de 2658
El aire en la base estaba cargado de una tensión que parecía casi tangible, como un peso opresivo que ni siquiera la brisa fresca podía disipar. Alec Ryland observaba al Capitán Richard Prescott, ahora compañero en el 76° Batallón de Infantería de Marina, una unidad reconstruida dentro de la legendaria —y casi aniquilada— 45° División de Marines. La 45°, como decían los rumores, había encontrado su fin de forma brutal durante la desastrosa batalla de Mareverdi, un recordatorio amargo de cómo los Helghast estaban barriendo con las colonias exteriores.
Los informes no podían ser más desalentadores. La flota Helghast era un monstruo imparable: naves más grandes, armamento devastador y estrategias que humillaban a la Armada Federal. Se contaban historias aterradoras de cómo los acorazados enemigos podían partir un crucero vektano con una sola salva de misiles. Lo que antes era una flota imponente, ahora se estaba convirtiendo en chatarra, destinada a ser rescatada por algún oportunista en el futuro.
Alec dejó escapar un suspiro mientras contemplaba la sombría rutina en la base. Aunque lejos de la línea del frente, el ambiente era igual de opresivo. Soldados desmoralizados, tareas monótonas y un silencio casi inquietante en los campos de tiro. Las pocas voces que rompían el mutismo venían de radios esparcidas por la base, reproduciendo música clásica, punk o metal rock. De vez en cuando, una voz robótica interrumpía para dar las noticias: más derrotas, planetas ocupados, millones de refugiados huyendo de lo inevitable.
Alec apartó la mirada de Prescott y sacó una cajetilla de cigarrillos. Con un gesto automático, se llevó uno a los labios y comenzó a buscar su encendedor, solo para darse cuenta de que no lo tenía. Antes de que pudiera maldecir, el Teniente Jullien, con su habitual actitud hosca y desapasionada, le ofreció fuego. Alec inclinó ligeramente la cabeza en señal de agradecimiento, dejando que el cigarrillo encendiera con un tenue resplandor anaranjado.
—Gracias, teniente.
Fumó en silencio, dejando que el humo llenara sus pulmones mientras observaba el panorama. Los vehículos estacionados en orden impecable, los aerodeslizadores y helicópteros sobrevolando la base, cazas patrullando en el cielo distante. Era un cuadro de actividad sin alma, una maquinaria desgastada que seguía moviéndose a pesar de la desmoralización evidente entre las tropas. Después de la derrota aplastante en Viristerra, la moral estaba por los suelos. Lo único que quedaba era una espera pesada y sin propósito.
Alec había oído rumores sobre su ascenso a coronel, una promoción que no deseaba pero que sabía que no podía rechazar. ¿Cuántos jóvenes tendría que mandar a morir ahora? Esa pregunta le rondaba como un espectro. Su mirada se desvió hacia la carretera que conducía a los hangares, donde una figura solitaria avanzaba con paso firme.
Era un oficial, eso estaba claro. El uniforme impecable y la carpeta bajo el brazo lo delataban. Alec lo observó mientras cruzaba el patio, deteniéndose un momento para preguntar algo a un grupo de soldados. Las miradas del grupo se dirigieron hacia Alec, y el oficial comenzó a caminar hacia él.
—¿Comandante Alec Ryland? —preguntó el hombre, con un tono formal y seco, cuando llegó frente a él.
Alec exhaló una bocanada de humo, sin molestarse en ocultar su desdén por el protocolo.
—Sí, soy yo. ¿Qué trae el cartero esta vez?
El oficial no reaccionó al tono de Alec, simplemente extendió la carpeta hacia él.
—Nuevas órdenes. Debe presentarse ante su nuevo oficial superior y reportarse con su nueva unidad.
Alec tomó la carpeta con un gesto brusco, observando cómo el hombre se daba media vuelta y se alejaba sin añadir nada más. Sus compañeros, Prescott y Jullien, lo miraban con curiosidad contenida. Sin prisas, Alec abrió la carpeta, sacó la hoja con las órdenes y le echó un vistazo rápido. Sus ojos se entrecerraron al leer los detalles.
Dobló el papel con calma, lo guardó de nuevo en la carpeta y se levantó.
—Vamos. Tenemos trabajo que hacer.
Prescott y Jullien intercambiaron una mirada breve antes de levantarse y seguir a Alec en silencio. El comandante no dijo nada más, caminando con pasos firmes hacia los barracones, el cigarrillo aún colgando de sus labios, mientras el humo ascendía perezosamente hacia el cielo gris de Kyrethia.
Al cruzar por uno de los hangares de mantenimiento, el sonido de herramientas y maquinaria llenaba el aire. Los ingenieros trabajaban afanosamente, sus monos manchados de aceite y grasa, el sudor corriendo por sus rostros. Entre las risas ocasionales y el bullicio, quedaba claro que eran los únicos con algo de moral en aquella base. Alec admiraba en secreto su entusiasmo; claro, ellos no veían el combate. Al menos no la mayoría. Los ingenieros de combate eran otro cuento, y sabían lo que les esperaba.
Un grupo de soldados jugaba al fútbol en un campo cercano, la única chispa de vitalidad en un ambiente tan sombrío. Alec levantó una mano en señal de saludo, pero solo unos pocos le respondieron. La mayoría lo ignoró, sumidos en su propia burbuja de resignación o distracción. No importa, pensó Alec. Nada de esto importará cuando estén en el campo de batalla.
Pronto llegaron a la sección de los barracones, un amplio patio con una bandera de la Federación ondeando perezosamente en el asta central. Habitualmente desierto, el lugar ahora estaba repleto de soldados. La mayoría de ellos estaban formados, listos para partir: armaduras brillantes recién emitidas, mochilas cargadas, rifles al hombro, el cabello cortado al reglamento. La escena era la encarnación del ideal militar, pero Alec sabía la verdad. Carne fresca para la picadora.
A medida que se acercaba, notó algo en los ojos de los jóvenes: esperanza. Una chispa ingenua que no tardaría en apagarse. Sin prisa, Alec dio otra calada al cigarrillo y se dirigió al primero de ellos, esbozando una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—¿Nombre y razón por la que estás aquí? —preguntó con calma, aunque su tono dejaba entrever cierta dureza.
El joven se irguió de inmediato, como si su vida dependiera de esa respuesta.
—¡Soldado Rohan Ó Fallamhain, señor! Estoy aquí para luchar por la libertad de la Federación, señor.
Alec asintió ligeramente, dejando escapar el humo por la nariz mientras se volvía hacia otro. Con el cigarrillo entre los dedos, lo señaló.
—¿Y tú? ¿Qué hace el niño de mamá en el campo de batalla?
—Soldado Rambwa Towungana, señor. Quiero defender mi mundo natal, señor.
Las palabras del joven eran firmes, casi desafiantes, pero Alec notó el ligero temblor en sus manos.
—Bien —respondió Alec con una sonrisa sarcástica—. Al menos tienes una excusa decente.
Entonces, señaló a otro, un muchacho que parecía aún más nervioso que los anteriores.
—¿Y tú? ¿Qué pecado te trajo aquí?
El chico tragó saliva antes de hablar.
—Soldado Joaquín Arboleda, señor. Me arrestaron por conducir ebrio... y por estrellar mi moto contra una patrulla, señor.
Alec soltó una risa seca y murmuró, lo suficientemente alto para que lo escucharan:
—Menuda panda de inútiles.
Los reclutas se removieron incómodos, sorprendidos por su comentario. Pero Alec no se detuvo. Dio un paso hacia adelante, mirando a todos con una mezcla de desdén y autoridad.
—Escúchenme bien. Ustedes no están aquí para luchar por honor, gloria o alguna mierda sobre la libertad. Si la libertad ganara batallas, ya habríamos tomado Helghan hace semanas.
Comenzó a caminar lentamente frente a la formación, dejando que sus palabras resonaran en el aire.
—Todos ustedes estarán muertos en menos de un mes si no se deshacen de esas ilusiones. ¿Creen que su patriotismo los salvará? No. Serán un número más en la lista de bajas. Y déjenme advertirles: los Helghast no toman prisioneros. Si los capturan, sufrirán las peores torturas que la humanidad ha inventado.
Hizo una pausa, deteniéndose para escanear sus reacciones. Algunos bajaron la mirada, otros se esforzaron por mantenerla fija en él. Un par parecían a punto de vacilar, pero aún permanecían en silencio.
—¿Qué tenemos aquí? —continuó con un tono burlón—. Héroes, borrachos y niños de mamá. Si me toca confiar en ustedes para salir de esta, necesitaré más que suerte. Pero hay algo que deben grabarse en la cabeza: mientras luchen bajo mi mando, haré lo posible por sacarlos con vida.
Alec dejó que esas palabras calaran, antes de inclinarse hacia ellos, sus ojos oscuros como pozos insondables.
—Pero si me desobedecen... si ponen en riesgo la misión o la vida de sus compañeros... yo mismo les pegaré un tiro.
Se enderezó, dejando que el silencio volviera a envolver el patio. Dio una última calada a su cigarrillo y lo lanzó al suelo, aplastándolo con la bota.
—¿Ha quedado claro? —rugió.
Un silencio pesado cayó sobre el grupo. Algunos de los reclutas tragaron saliva, otros apretaron los puños con nerviosismo. El entusiasmo inicial había sido reemplazado por una mezcla de miedo, rabia contenida y confusión. Alec Ryland permanecía inmóvil frente a ellos, su mirada dura, evaluando sus reacciones mientras el humo de su cigarrillo flotaba en el aire.
—¡Sí, señor! —respondieron al unísono, aunque las voces estaban descoordinadas y faltas de la fuerza que Alec esperaba.
—¿Eso es todo lo que tienen? —gruñó Alec, aplastando el cigarrillo contra el suelo con la bota—. Si ese es el entusiasmo con el que van a gritar en el campo de batalla, más vale que comiencen a cavar sus propias tumbas ahora. ¡¿He sido claro?!
—¡SÍ, SEÑOR! —Esta vez, el grito fue más firme, más convincente. Alec esbozó una sonrisa torcida, aunque no reflejaba ninguna calidez.
—Eso está mejor —dijo, mientras caminaba de regreso al centro del grupo—. Ahora escuchen bien, porque lo que voy a decirles podría salvarles la vida.
Hizo una pausa, su mirada recorriendo las caras jóvenes e inexpertas frente a él. Muchos eran apenas más que adolescentes, pero Alec sabía que la guerra no discriminaba por edad.
—El enemigo que enfrentamos no tiene compasión, ni piedad, ni honor. Los Helghast no son humanos como nosotros, y no los verán como iguales. Para ellos, ustedes son poco más que insectos que necesitan ser aplastados. Si creen que pueden ganar esta guerra con ideales nobles o esperanza... olvídenlo. Lo único que les salvará será su entrenamiento, su disciplina y la capacidad de seguir órdenes sin dudar.
Se detuvo frente a Rohan Ó Fallamhain, quien seguía con una postura rígida, aunque ahora parecía menos seguro de sí mismo.
—Rohan, ¿crees que vale la pena morir por la libertad ?
El soldado dudó un momento antes de responder.
—Señor... sí, señor.
Alec arqueó una ceja.
—Tal vez tengas razón, Rohan. Pero te aseguro que cuando estés con las tripas fuera, gritando por ayuda en un campo de batalla, la libertad será la última maldita cosa en la que pienses.
La mirada de Alec pasó a Rambwa Towungana.
—¿Y tú, Rambwa? ¿Tu mundo natal sigue en pie?
—Señor, sí, señor —respondió Rambwa con firmeza, aunque su mandíbula temblaba ligeramente.
—Espero que puedas mantener esa motivación cuando tengas que elegir entre salvar tu vida o cumplir una misión suicida —dijo Alec con frialdad, antes de girarse hacia el resto del grupo.
—Escúchenme bien, porque esto no es un juego. No están aquí para ser héroes. No están aquí para ganar medallas ni reconocimiento. Están aquí para sobrevivir. Si viven lo suficiente para ver el final de esta guerra, entonces podrán sentirse orgullosos. Hasta entonces, mantengan la cabeza baja, el arma cargada y sigan mis órdenes al pie de la letra. ¿Entendido?
—¡SÍ, SEÑOR!
Alec asintió con satisfacción, aunque sabía que muchos de ellos no durarían. La guerra no era un cuento de héroes; era una carnicería, y estos jóvenes estaban a punto de descubrirlo.
—Muy bien, ahora vayan a los barracones y pónganse cómodos. Nos vemos en el comedor. Prescott, Jullien, conmigo.
Mientras los reclutas se dispersaban hacia los barracones y almacenes, Alec se dio la vuelta, con Prescott y Jullien siguiéndolo de cerca. Jullien lo miró de reojo, con una leve sonrisa en su rostro.
—Le gusta ser el malo, ¿no es así, señor? —comentó Jullien con un tono neutral, sus ojos fijos en la figura imponente de Alec mientras caminaban por el corredor iluminado por la fría luz artificial.
Alec no respondió de inmediato. Inhaló profundamente su cigarrillo, el leve resplandor naranja iluminando sus facciones endurecidas. Luego exhaló una bocanada de humo, que flotó perezosamente en el aire antes de disiparse.
—¿Cara de malo? —murmuró con una sonrisa sarcástica—. Quizás debería afeitarme. Mi novia dice que soy un pan de Dios.
Prescott dejó escapar una risa seca, breve, mientras mantenía las manos en los bolsillos de su chaqueta.
—Tiene su método, Jullien. No es precisamente delicado, pero funciona.
Alec continuó caminando, sin mirar atrás, aunque su tono cortante dejó claro que estaba escuchando cada palabra.
—No estoy aquí para ser su amigo ni ganar concursos de simpatía, caballeros —gruñó, ajustándose la chaqueta con un gesto mecánico—. Estoy aquí para asegurarme de que esos críos sobrevivan lo suficiente como para hacer algo útil. Si tengo que romperlos y reconstruirlos desde cero, lo haré.
Jullien levantó una ceja y cruzó los brazos mientras seguía el paso de Alec.
—¿Y si alguno de ellos no logra reconstruirse? —preguntó, su tono casi inquisitivo.
Alec se detuvo abruptamente, girando sobre sus talones. Su mirada helada se clavó en la de Jullien, y la tensión en el aire se volvió palpable.
—Entonces no tienen lugar en esta unidad —respondió con frialdad—. Prefiero perderlos aquí y ahora que en el campo de batalla, donde su debilidad podría costarnos la vida a todos.
El silencio se alargó un par de segundos antes de que Jullien asintiera lentamente, como si estuviera procesando el peso de esas palabras.
—Es cruel... pero tiene sentido —admitió finalmente.
Prescott intervino con un tono más relajado, intentando disipar la tensión que se había acumulado como una tormenta.
—No todo es como en los manuales, ¿verdad, comandante?
Alec soltó una risa seca y sin humor, encendiendo otro cigarrillo mientras reanudaba su marcha.
—Nada de esto está en los manuales, Prescott. En el frente, sobrevives siendo poco ortodoxo o no sobrevives en absoluto.
Llegaron al comedor, donde el ambiente era un revoltijo de risas nerviosas, cuchicheos y el constante choque metálico de bandejas y utensilios. Los tres se deslizaron hacia la barra de comida, donde las opciones parecían más una burla que una fuente de energía. Mientras Alec se servía un filete empanizado con movimientos automáticos, su presencia bastó para apagar las conversaciones de algunos reclutas que entraban en grupos pequeños. El ruido decayó como si alguien hubiera bajado el volumen del ambiente.
Prescott notó el cambio y sacudió la cabeza con una sonrisa torcida.
—Bueno, parece que ya tiene toda una reputación entre los nuevos.
—Mejor así —respondió Alec sin alzar la vista, llenando su bandeja con movimientos precisos—. Que aprendan desde el principio quién está al mando.
Jullien, detrás de él, bajó la voz mientras tomaba su comida.
—¿Cree que alguno de esos chicos lo logrará, capitán?
Alec no respondió enseguida. Su mirada recorrió el comedor, deteniéndose en los rostros jóvenes de los reclutas. Algunos todavía conservaban rastros de esperanza en sus ojos; otros ya mostraban las primeras grietas tras el discurso de esa mañana.
—Eso depende de ellos —dijo finalmente, su tono cargado de un cansancio que iba más allá del físico—. Algunos lo harán, otros no. Pero mi trabajo no es predecir quién sobrevivirá. Es darles una oportunidad, aunque sea mínima.
Jullien asintió en silencio, sin más preguntas, mientras se unía a la fila.
Alec se dirigió a una mesa apartada, donde se sentó con Jullien y Prescott, encendió otro cigarrillo antes de comer. Desde su lugar, podía observar el comedor entero, analizando los gestos nerviosos, las risas forzadas y las miradas que esquivaban las suyas.
De repente, una vieja pantalla de televisión en la esquina del comedor llamó la atención de todos. La transmisión habitual fue interrumpida por una noticia de última hora. En la pantalla apareció un reportero humano con una sonrisa incómodamente brillante, acompañado por una Twi'lek de tez azul que parecía mucho más seria.
—Tenemos noticias especiales desde Coruscant —empezó el reportero, con un tono solemne que contrastaba con su expresión forzada—. La oficina del Canciller ha declarado oficialmente el estado de guerra entre la República Galáctica y la Confederación de Sistemas Independientes.
El comedor quedó en un silencio tenso, roto solo por el murmullo de algunos reclutas.
—Interesante... —murmuró Prescott mientras revolvía con desgana su plato de pasta.
La Twi'lek tomó la palabra, su tono mucho más grave que el de su compañero.
—Tras la batalla de Geonosis, las fuerzas separatistas han iniciado una movilización abierta contra el legítimo gobierno de la República Galáctica. Tanto la Cancillería como la Presidencia Federal han firmado un acuerdo de asistencia militar. Oficialmente, la República Galáctica ha declarado la guerra al Imperio Helghast, y se espera que sus fuerzas armadas comiencen pronto las operaciones contra nuestros enemigos.
Prescott dejó escapar un resoplido y esbozó una sonrisa irónica.
—Al fin, algo parecido a buenas noticias.
Jullien, en cambio, frunció el ceño, inclinándose hacia Alec.
—¿De dónde sacó la República un ejército tan rápido?
Alec no respondió al instante. Su mirada permaneció fija en la pantalla, mientras la ceniza de su cigarrillo se desmoronaba lentamente. Finalmente, dejó escapar un suspiro.
—Es una buena pregunta. Pero me preocupa más dónde planean usarlo primero.
Planeta Himmelsthron
Planeta Bastión del Imperio Helghast
Base Militar Volkhovar
9 de Abril de 2658
El cabo Moritz empujaba un carrito cargado con cajas de raciones MRE hacia el hangar, su uniforme de faena impecable pese al constante ir y venir de la base. Su ascenso reciente era motivo de orgullo, pero para él, todo se reducía a una cuestión de circunstancias. Había destruido un tanque vektano con una granada, algo que le valió elogios, aunque él mismo lo consideraba poco destacable. Los tanques vektanos eran mediocres comparados con las máquinas del Imperio Helghast, cuya superioridad tecnológica podía aplastar cualquier resistencia con una eficiencia casi despiadada.
Los recuerdos de la campaña en Horai y la caída de Hoshikawa aún estaban frescos en su mente. Cada calle tomada por las fuerzas helghanas dejaba un rastro de cadáveres vektanos y barricadas destruidas. Había visto los rostros de los defensores, jóvenes y viejos, peleando con desesperación por cada centímetro de terreno que inevitablemente perdían. Incluso cuando uno de esos soldados logró dispararle, los proyectiles rebotaron inofensivamente contra su armadura, un recordatorio más de la diferencia abismal entre ambos bandos.
—Un fusil vektano no vale ni el acero con el que está hecho —murmuró para sí, recordando cómo Dietrich solía destrozar a los enemigos con sus ráfagas sin control, hasta que la falta de munición le obligó a volverse más calculador.
El cálculo era sencillo: los soldados vektanos usaban balas de nivel 1, además de usar armaduras de nivel 2 como reglamento, las balas nivel 3 de los helghast atravesaban a los vektanos como tela, mientras las balas nivel 1 vektanas rebotarían en las armaduras regulares de los Helghast, un nivel 4, eran prácticamente impenetrable para esas armas. Pero había aprendido que incluso las mejores armaduras fallaban si suficientes disparos acertaban en los puntos vulnerables. La arrogancia mataba tanto como las balas enemigas.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el eco de unas pisadas que resonaban en el hangar. Se giró justo a tiempo para ver a Dietrich acercándose a paso rápido, una sonrisa que rozaba la euforia en su rostro.
—¡Estamos en guerra! —gritó su amigo, más entusiasmado de lo que Moritz creía posible.
—Sí, con los vektanos, como siempre —respondió sin levantar la voz, mientras empujaba el carrito.
—No, imbécil, con la República Galáctica. ¡Nos han declarado la guerra! —insistió Dietrich, deteniéndose frente a él con los ojos brillantes.
Moritz se detuvo en seco, incrédulo.
—¿La República Galáctica? ¿Esa gente sin ejército? —preguntó, frunciendo el ceño.
Dietrich asintió con energía.
—Exacto, pero resulta que sí tienen ejército. Lo han sacado de la manga. Están luchando contra unos separatistas que usan un montón de robots. Y ahora, como buenos aliados de los vektanos, nos han metido en su guerra.
—¿Y cómo sabes todo eso? —inquirió Moritz, alzando una ceja.
—Lo anunciaron en la televisión del comedor. Hasta pasaron el discurso del canciller Palpatine. Mucha basura sobre democracia y libertad, ya sabes. —Dietrich soltó una carcajada irónica.
Moritz se cruzó de brazos, pensativo.
—Otro frente abierto... justo lo que necesitábamos.
—Bah, no te preocupes. Si esos tipos tuvieron que improvisar un ejército, seguro son un montón de críos sin experiencia. Si podemos aplastar a los vektanos, también podemos con ellos. —Dietrich le dio una palmada en el hombro con aire despreocupado.
Moritz soltó un suspiro, retomando su marcha hacia el hangar.
—Espero que tengas razón. El gobierno encontrará la forma de manejarlo... supongo.
Dietrich no lo dejó ir tan fácilmente.
—Oye, no me dejes hablando solo, hombre. ¡No es el fin del mundo! —protestó, alcanzándolo con pasos largos.
—Aún no lo es —murmuró Moritz, sin detenerse. Pero en el fondo, la incertidumbre comenzaba a crecer como una sombra, mientras el Imperio Helghast se preparaba para un conflicto que prometía ser más grande de lo que ninguno de ellos podía imaginar.
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