Capitulo 10
Planeta Viristerra
Planeta agricola de la Federación de Planetas Libres
29 de Marzo de 2658
Kieseyavert había caído. Los Helghast habían irrumpido en la ciudad poco después de que las fuerzas de la ISA se retiraran, abandonando a los 90 millones de habitantes del planeta a merced del enemigo. Con precisión militar, los Helghast tomaron el control de los edificios gubernamentales, arrestando a cualquiera que no hubiera logrado escapar.
En cuestión de días, organizaron un nuevo gobierno, designando a funcionarios según sus capacidades, sin importar su estatus previo. Un simple oficinista podía encontrarse convertido en el ministro de Economía, pero ese ascenso vino acompañado de cadenas invisibles. Las familias de los miembros del gobierno fueron puestas bajo custodia 'por su seguridad', dejando claro que cualquier acto de desobediencia pondría sus vidas en peligro.
Se declaró el toque de queda y se instauró la ley marcial. Patrullas armadas recorrían las calles para garantizar el orden. Las fábricas y los campos reanudaron operaciones bajo la supervisión Helghast, produciendo para abastecer las necesidades del nuevo régimen. Sin embargo, la temida opresión que la ISA había prometido nunca llegó... al menos por el momento, no para los civiles.
Lo único que destacó fue la ejecución de prisioneros de guerra en un terreno baldío a las afueras de la ciudad. Marines y soldados de la ISA eran escoltados hasta allí, y uno de ellos, Constant Caillot, sabía que ese sería su destino.
Constant caminaba bajo el abrasador sol de Viristerra, arrastrando los pies sobre la carretera polvorienta que serpenteaba entre la sabana. Su uniforme y armadura estaban cubiertos de polvo y sudor. El hambre lo carcomía, y el agua y la comida que le habían proporcionado apenas bastaban para mantenerlo consciente. No les interesaba mantenerlos vivos por mucho tiempo.
A su izquierda, los restos calcinados de un M28 Titan, el carro de combate insignia de la ISA, se alzaban como un monumento al fracaso. El chasis estaba abierto como una lata destruida, la torreta arrancada y el cañón retorcido apuntando al cielo. En el interior, las figuras chamuscadas de la tripulación aún permanecían atrapadas en sus asientos. El hedor a carne quemada impregnaba el aire.
Constant apartó la mirada, pero no pudo evitar que la imagen se grabara en su mente. Más adelante, una columna de vehículos Helghast apareció en el horizonte, avanzando como depredadores mecánicos. Montados en tanques, camiones y vehículos blindados, los soldados Helghast observaban a los prisioneros mientras pasaban. Sus ojos, ocultos tras visores rojos, transmitían una sensación inquietante. Aunque no podía ver sus rostros, Constant sabía que disfrutaban viendo a los prisioneros reducidos a una masa hambrienta y desmoralizada.
Un golpe seco en la espalda lo hizo tropezar. Se giró ligeramente y vio al guardia Helghast detrás de él. Su uniforme beige y máscara intimidante hacían que pareciera más máquina que hombre.
—¡Andando! —gruñó el guardia, empujándolo hacia adelante.
Constant se tambaleó, pero reanudó la marcha. Los cientos de prisioneros avanzaban con él, una columna de sombras en lenta procesión hacia la muerte. El paisaje apenas ofrecía consuelo: una carretera solitaria bordeada por árboles raquíticos que proyectaban sombras insuficientes, viejos carteles de tránsito desgastados por el tiempo y el abandono. El polvo levantado por las botas secas de los cautivos parecía ahogar el aire.
Al doblar una curva, Constant vio algo que hizo latir su corazón con fuerza por primera vez en días. Frente a ellos, un grupo de soldados con uniformes de la ISA descansaba al borde de la carretera. ¿Podrían ser refuerzos? ¿Rescatadores?
Pero la esperanza murió rápido. Uno de los Helghast se acercó y, sin ceremonias, arrancó el casco de uno de los soldados sentados. El cuerpo que quedó expuesto estaba rígido, su piel cenicienta y sus ojos vacíos. Solo era otro cadáver abandonado.
—Son del grupo anterior. ¿Los enterramos con estos? —preguntó el Helghast mientras pateaba el cuerpo inerte como si fuera basura.
—Déjaselos a los animales. —Su compañero soltó una risa seca—. Quizás les dé indigestión comer perros de la ISA, pero algo tendrán que tragar.
Una carcajada resonó entre los soldados Helghast, corta, áspera, como el chasquido de piedras al romperse. Pero la diversión terminó cuando notaron que los prisioneros se habían detenido, observando en silencio.
—¡Muévanse! —gruñó uno, lanzando un culatazo que hizo caer a un hombre al suelo.
Los empujones y golpes reiniciaron la marcha. Constant apenas registró el dolor. Su mente vagaba entre recuerdos y pensamientos inconexos. Mientras avanzaban, vio campos de trigo dorado extendiéndose como un océano bajo el sol, una granja en la distancia, vacas pastando en calma. ¿Podría alguien estar allí, observándolo? ¿Importaría?
El convoy llegó finalmente a un claro. Era un terreno árido, rocoso y estéril, con un árbol muerto en el centro que parecía una parodia de la vida. Montículos de tierra removida salpicaban el lugar, como cicatrices en la piel de la tierra. Constant miró dentro de una de las fosas abiertas.
Cadáveres. Docenas, tal vez cientos, apilados sin orden ni cuidado. Aún llevaban sus armaduras y uniformes, pero ya no eran soldados. Eran carne rota, testigos de lo que les esperaba a él y a los demás. Apartó la vista, sintiendo el estómago revolverse, pero forzó la mirada hacia sus compañeros.
Algunos de los soldados más jóvenes lloraban abiertamente, el terror desgarrándolos. Los veteranos guardaban silencio, el miedo reflejado solo en sus ojos mientras mantenían una fachada de desafío. Pero todos sabían la verdad. Esto no era un campo de prisioneros. Era un matadero.
Un oficial Helghast apareció, caminando con la arrogancia de un hombre que sabe que tiene poder absoluto. Su uniforme beige, diseñado para mezclarse con la sabana, estaba cubierto de polvo. Llevaba la máscara a la cintura, junto con una pistola pesada. Su piel pálida contrastaba contra la suciedad de su ropa. Fumaba un cigarrillo, el humo formando espirales perezosas en el aire caliente.
—¿Órdenes, capitán? —preguntó uno de los soldados Helghast, haciendo un saludo rígido.
El oficial exhaló el humo con calma antes de responder:
—Cubran ese hoyo. —Señaló la fosa abierta, ni siquiera mirando los cuerpos en su interior—. Luego caven otro. Nos faltan al menos cinco mil antes de terminar.
—Sí, señor. —El soldado se giró y comenzó a gritar órdenes a los demás.
Constant sintió como si el suelo se abriera bajo sus pies. El oficial hablaba de miles más, como si fueran simples números en un informe, no vidas humanas. Observó a sus compañeros una vez más. Algunos apretaban los puños, otros se derrumbaban sobre las rodillas. Él solo sintió frío, a pesar del calor aplastante.
El oficial lo notó.
—Tienes suerte, perro de la ISA. —Dijo con una sonrisa torcida—. Serás parte de algo más grande. Harás historia aquí. —Y luego, como si hablara de algo trivial, añadió—: Caven rápido. Quiero que esto termine antes del anochecer.
Las risas de los Helghast volvieron a llenar el aire, pero Constant ya no las escuchaba. Su mente estaba en otra parte. En el campo de trigo. En las vacas. En las sombras proyectadas por los árboles muertos. Y en lo que vendría después.
Le entregaron una pala para que cavara, la cual era un instrumento miserable: oxidada, cubierta de tierra reseca, y tan caliente por el sol que Constant apenas podía sostenerla. La madera del mango le raspaba las palmas, pero no había opción. Hundió la hoja en la tierra endurecida y comenzó a lanzar montones sobre la fosa abierta.
A su alrededor, los guardias Helghast observaban en silencio, rompiendo la quietud solo con risas apagadas y murmullos entre ellos. De vez en cuando, uno de ellos se acercaba para repartir culatazos "motivacionales" a los prisioneros que parecían disminuir el ritmo. El aire era denso, saturado por el polvo que se levantaba con cada palada y por el hedor de los cadáveres en descomposición.
Constant apenas registró el golpe sordo de una pala cayendo al suelo. Levantó la vista justo a tiempo para ver a uno de los más jóvenes dejar su herramienta y echar a correr. No estaban encadenados, pero la libertad era solo una ilusión.
El grito fue breve, cortado en seco por un chasquido eléctrico. El joven cayó al suelo retorciéndose, las descargas brillando como relámpagos entre sus tobillos. Los Helghast no tardaron en rodearlo.
—Otro idiota menos. —gruñó uno.
Sin vacilar, un soldado desenfundó una pistola pesada. Constant apartó la mirada antes del disparo, pero no pudo ignorar el sonido. Un eco hueco que pareció extenderse demasiado tiempo.
Cuando volvió a mirar, el cadáver ya estaba siendo arrastrado. Dos Helghast lo cogieron por los brazos y las piernas como si fuese un saco de arena, y lo arrojaron a la fosa abierta sin ceremonia alguna. Uno le dio una patada en las costillas antes de apartarse.
Constant apretó los dientes. Su mandíbula dolía por la tensión. Quería gritar, quería hacer algo, pero todo lo que pudo hacer fue hundir la pala en la tierra otra vez.
Cuando la fosa quedó cubierta, los prisioneros se detuvieron. Sudaban, jadeaban, algunos apenas podían mantenerse en pie. Pero no hubo tiempo para recuperarse.
—¡A trabajar, bastardos! —bramó uno de los guardias mientras disparaba al aire.
Las palas volvieron a chocar contra la tierra, esta vez para abrir un nuevo agujero. El suelo era duro, seco como hueso, y cada golpe resonaba como un martillazo. Algunos prisioneros rompieron las palas por la fuerza, y fueron obligados a cavar con las manos o a cargar piedras fuera del hoyo.
Constant levantó la vista un momento y lo vio.
Un niño.
Corría hacia ellos desde los campos de trigo, el cabello oscuro ondeando tras él. Por un instante, Constant pensó que estaba imaginando cosas. Pero no. Era real.
El chico, de no más de trece años, pasó junto a los prisioneros sin prestarles atención. Se dirigió directamente al oficial Helghast, cuadrándose como si fuera un soldado.
—Señor, hay dos hombres vestidos como la ISA en la granja de mi padre. Me mandó a avisar.
El capitán Helghast sacó el cigarro de la boca y exhaló lentamente.
—¿Sabes qué rango tienen? —preguntó con calma.
—Sí, dicen que son un sargento y un capitán. Hasta tienen esas gorras chistosas.
El oficial soltó una carcajada breve y áspera.
—Buen trabajo. —Le dio unas palmaditas en la cabeza al niño antes de girarse hacia uno de sus hombres—. Alexander, toma a tu escuadra. Síguelo. Ya sabes qué hacer.
—Sí, capitán. —respondió Alexander mientras ajustaba su casco.
El niño corrió de regreso hacia los campos, seguido de los soldados Helghast. Las espigas doradas los tragaron rápidamente.
Un silencio incómodo se asentó entre los prisioneros. Constant siguió cavando, pero escucho a uno de los reclutas hablar.
—¿Por qué nos entrega? —su voz sonó áspera, reseca por el polvo y el esfuerzo.
—La ISA no es bienvenida en todas las colonias exteriores. —respondió un teniente sin levantar la mirada—. Algunos nos ven como invasores.
—Pero defendemos la democracia y la libertad. —murmuró uno de los jóvenes, casi como si intentara convencerse a sí mismo.
—Defendemos los intereses de los que están en el poder. —gruñó un veterano mientras golpeaba la tierra con furia contenida—. Y ellos cambian tan rápido como el viento.
—¡Cállense y sigan cavando! —la voz burlona de un Helghast rompió la conversación—. Entre más rápido terminen, más rápido podrán descansar... Eternamente.
Las risas resonaron detrás de ellos, pero Constant ya no las escuchaba. Solo oía el sonido de las palas y el latido sordo en sus oídos. Con cada golpe contra la tierra, sentía cómo su rabia crecía. Pero también sabía que, por ahora, solo podía seguir cavando.
Palazo a palazo el hueco se abrió, Constant contemplo su obra, un simple agujero bastante profundo, el sol vespertino cayendo sobre el y sus compañeros, el ocaso de un día, el ocaso de sus vidas, vio como el oficial helghast los miraba con atención antes de apartarse del VolksGlide.
La tierra seca crujió bajo las pesadas botas del capitán Helghast mientras se alejaba del VolksGlide. El humo de su cigarrillo ascendía en espirales delgadas, perdiéndose en el cielo deslavado. Constant lo observó con los puños apretados, los nudillos blancos por la fuerza con la que contenía su rabia.
El capitán paseó alrededor del agujero recién excavado, midiendo cada centímetro con ojos fríos y calculadores. De pronto, como si hubiese tomado una decisión, desenfundó su pistola pesada. El sonido metálico al armarla pareció congelar el aire.
Sin previo aviso, levantó el arma y disparó.
El estallido retumbó como un trueno seco. Constant no pudo girar la cabeza a tiempo, pero el sonido húmedo y sordo del cuerpo cayendo en la fosa lo hizo estremecer. La sangre salpicó la tierra endurecida, oscura y espesa.
El silencio que siguió fue peor que el disparo. Nadie se movió. Nadie gritó. Los prisioneros se limitaron a mirar al suelo, algunos temblando, otros paralizados. Constant quería gritar, quería saltar sobre el capitán y estrangularlo, hundirle la pala en el cráneo. Pero sabía que hacerlo solo significaría otro cuerpo más en la fosa.
El capitán continuó caminando, rodeando el agujero como un depredador inspeccionando a su presa. Se detuvo junto a Constant, pero no se dirigió a él. En cambio, posó una mano en el hombro del joven a su izquierda.
—¿Sabes por qué maté a tu amigo? —preguntó con voz calma, casi paternal.
El joven tragó saliva.
—No... —respondió en un hilo de voz.
El capitán sonrió levemente, pero había desprecio en su mirada.
—Porque ustedes, los Vektanos, no sirven para nada. Ni siquiera para cavar un pozo decente donde se pudran sus miserables cadáveres.
El joven cerró los ojos cuando el capitán apartó la mano de su hombro. Constant supo lo que venía, pero igual saltó ante el sonido del disparo. Un chorro de sangre caliente le salpicó la cara.
El cuerpo del chico cayó hacia adelante, rodando por el borde y desapareciendo en la fosa. Constant no pudo moverse. Por un instante, pensó que era su propio cuerpo el que caía. Que estaba muerto.
Pero no. Seguía allí. En la sofocante sabana de Viristerra, bajo un cielo sin nubes y rodeado de depredadores humanos.
El capitán volvió a enfundar su arma y se giró hacia sus hombres.
—Mátenlos a todos.
La orden cayó como una losa. Los Helghast se pusieron en marcha con precisión mecánica. Formaron a los prisioneros en fila, obligándolos a arrodillarse uno por uno al borde del agujero. Luego, uno de ellos les disparaba en la nuca y los empujaba al interior con una patada.
Constant miró impotente cómo iban cayendo. Los disparos eran secos, eficientes. No había ceremonias, ni pausas, ni dudas. Solo el trabajo metódico de un escuadrón que había hecho esto muchas veces antes.
Algunos soldados parecían competir entre ellos, vaciando cargadores como si estuvieran en un campo de tiro. Cuando las balas se agotaban, se cambiaban por otros compañeros, que continuaban la matanza sin perder el ritmo.
Pronto llegó su turno.
Una mano fuerte lo agarró del hombro y lo obligó a arrodillarse. Sintió las rodillas hundirse en la tierra caliente. Su respiración se aceleró. Quiso mirar atrás, pero el cañón frío de la pistola en su nuca lo inmovilizó.
Su mente comenzó a divagar. Vio flashes de su vida: la escuela, la ciudad donde creció, el rostro de su madre llorando al despedirlo antes de partir a la guerra. Su novia esperándolo con una sonrisa. Sus hermanos pequeños jugando en el patio.
Por un instante, se aferró a la fantasía. Soñó con un ataque de la resistencia, con la llegada repentina de los cazas de la ISA surcando el cielo, bombardeando las posiciones enemigas. Imaginó a los soldados saltando desde los vehículos blindados para salvarlos, aniquilando a los Helghast. Vio una victoria épica y una marcha triunfal.
Pero nada de eso ocurrió.
Lo único que hubo fue el chasquido del gatillo.
La detonación resonó en su cráneo. Por un segundo, todo fue luz blanca.
Luego, oscuridad.
El cuerpo de Constant cayó hacia adelante, desplomándose como un muñeco roto. Su rostro golpeó la tierra ensangrentada antes de deslizarse al fondo de la fosa junto a los demás.
Planeta Vekta
Capital de la Federación de Planetas Libres
29 de Marzo de 2658
Las calles de Vekta bullían de vida, ajenas a la muerte. Autos antigravedad zumbaban sobre los bulevares, mientras miles de transeúntes se movían como un río incesante entre vitrinas repletas de tecnología y anuncios holográficos. Los escaparates brillaban con ofertas de consumo, ajenos al eco de las explosiones en Viristerra.
En las pantallas gigantes que coronaban los edificios, los titulares rotaban en rojo y negro:
"Viristerra ha caído."
"Dos ejércitos destruidos."
"Tres millones de muertos."
Pocos se detenían. La mayoría desviaba la mirada. Viristerra estaba demasiado lejos, una colonia en los márgenes del sistema. Para la mayoría de los ciudadanos de Vekta, la guerra era algo remoto, un drama que se desarrollaba en otros mundos. Sus hijos no estaban en el frente; las fábricas seguían produciendo, los mercados seguían vendiendo. Era fácil ignorar la guerra cuando esta no golpeaba la puerta de casa.
Pocas familias en Vekta enviaban hijos al frente. Era un conflicto para las colonias, para los sistemas exteriores. Aquí, en el corazón de la Federación, la vida seguía. Los cafés estaban llenos, los mercados abiertos, y las torres empresariales brillaban en el horizonte como monumentos de indiferencia.
En realidad, muy pocos reclutas salían de Vekta. Los soldados enviados a morir en Viristerra eran campesinos y colonos de las zonas exteriores, vidas desechables para proteger el corazón de la Federación. En la capital, la guerra era poco más que propaganda patriótica y transmisiones de discursos inflamados.
De vez en cuando, un convoy militar pasaba rugiendo entre el tráfico. Camiones blindados y tanques M28 surcaban las avenidas, seguidos por soldados armados. Su presencia recordaba que estaban en guerra, pero incluso ellos bromeaban y reían, buscando olvidar lo que sabían que les esperaba fuera de la capital.
Frente al edificio del Senado Federal, dos M28 custodiaban la entrada junto a una docena de soldados armados. Sus rifles brillaban bajo el sol de la tarde, y su presencia servía como recordatorio de que la guerra no estaba tan lejos como muchos preferían pensar. Algunos soldados fumaban o hablaban en susurros, mientras otros vigilaban en silencio, atentos a cualquier movimiento sospechoso en los alrededores.
Dentro del edificio el eco de las voces llenaba la sala como un enjambre de abejas furiosas. Senadores y ministros se interrumpían, gritaban y golpeaban las mesas. El caos reinaba.
Caleb Green se levantó de su asiento, su figura alta y esbelta proyectando una sombra sobre la mesa circular. Su traje negro impecable y su corbata roja resaltaban en el ambiente sombrío. Cuando habló, su voz cortó el bullicio como un cuchillo:
—Dos grupos de ejércitos completos... destruidos. —Green dejó que las palabras pesaran sobre la sala—. Viristerra ha sido un desastre. Los Helghast controlan las rutas exteriores. Han tomado las colonias que proveen alimentos y minerales. Nos han dejado aislados de las colonias que alimentaban nuestra economía. ¿Cuánto tiempo creen que podremos sostenernos aquí, en nuestras cómodas sillas, mientras ellos nos estrangulan?
El silencio cayó como una losa, pero Liam Barnes, líder del Frente Patriótico Conservador, no tardó en levantarse. Su figura robusta y sudorosa parecía desbordarse sobre los bordes de su túnica oficial.
—Podríamos importar más alimentos de la República Galáctica. —Su voz era untuosa y autocomplaciente—. La Federación de Comercio ha demostrado ser un socio muy... confiable.
Green golpeó la mesa con la palma abierta.
—La Federación de Comercio no es nuestro socio. Es una sanguijuela que succionará lo que nos queda. Si dependemos de ellos, estaremos encadenados a su voluntad. Prefiero enfrentarme a los Helghast en el campo de batalla antes que rendirnos al control económico de esos mercaderes.
El primer ministro Duncan, un hombre de aspecto cansado pero con la elegancia propia de un diplomático veterano, levantó la mano para calmar los ánimos.
—Caballeros, por favor. —Su tono conciliador intentó restaurar el orden—. Somos una democracia. La República Galáctica es una democracia hermana. Estoy seguro de que entenderán la necesidad política, económica y ética de apoyarnos.
Pero Barnes no dejó pasar la oportunidad.
—¿Política? ¿Ética? —El sarcasmo era evidente—. Nuestro amigo en común, Green, parece más interesado en destruir nuestra economía con esta guerra total. Está obsesionado con lanzar a nuestros jóvenes como carne de cañón contra los Helghast. Todo por una estúpida venganza personal.
Un murmullo recorrió la sala. Green apretó los puños. Antes de que pudiera responder, uno de sus aliados, Erika Voss, se levantó de golpe. Su voz cortó el aire como un cuchillo:
—Cuidado con lo que dices, maldita bola de grasa.
El Senado estalló en gritos.
Barnes levantó ambas manos, fingiendo inocencia.
—¡Vivimos en una democracia! —vociferó—. ¿O acaso la libertad de expresión también murió en Viristerra?
Un segundo senador, Marcus Holt, miembro del Frente Patriótico Conservador, se puso de pie junto a Barnes.
—Tú deberías ser el que mida sus palabras, Voss. —Su tono era helado—. Has insultado a un senador electo. Y en este Senado, el respeto es obligatorio.
—Escuchen —continuó Duncan, su tono más moderado—. Nadie está sugiriendo rendirse ni entregar nuestra soberanía. Pero tampoco podemos ignorar la realidad. Viristerra fue un desastre. La flota Helghast bloquea nuestras rutas comerciales, y nuestras fuerzas están desmoralizadas. Necesitamos recursos. Necesitamos aliados. El Senador Barnes tiene razon.
Green entrecerró los ojos.
—¿Aliados? ¿O amos? —replicó—. ¡La Federación de Comercio no ofrece ayuda!; vende esclavitud disfrazada de contratos. Si les damos poder ahora, jamás lo recuperaremos.
Barnes soltó una risa corta y amarga.
—Quizá servir a alguien sea mejor que no existir en absoluto.
Green tomó la palabra nuevamente, su tono firme.
—Debemos resistir, no ceder ante los mercaderes. Significa resistir, reorganizar nuestras fuerzas y recuperar nuestras colonias. Si dejamos que los Helghast mantengan nuestros mundos, abrirán las puerta para avanzar sobre el núcleo. Y entonces no habrá Federación.
Barnes soltó una risa amarga.
—¿Resistir? ¿Con qué flota? ¿Con qué soldados? No tenemos tiempo para discursos heroicos, Green. Necesitamos soluciones prácticas.
—Soluciones prácticas como arrodillarnos ante la Federación de Comercio —replicó Green con veneno en la voz—. Si cedemos ahora, nos convertimos en esclavos. Esta guerra no es solo militar, Barnes. Es una cuestión de identidad.
—¿Identidad? —Barnes se inclinó hacia adelante—. Prefiero tener una identidad comprometida que ser borrado del mapa galáctico.
Duncan golpeó el podio, cansado de la disputa.
—¡Silencio!
Las voces se apagaron poco a poco, pero la tensión quedó suspendida en el aire como pólvora antes de una explosión.
—Este no es el momento para divisiones internas. Cada segundo que perdemos aquí es un regalo para los Helghast. —El Primer Ministro respiró hondo—. Debemos tomar decisiones. Tienen hasta el amanecer para tomar una decisión. Luego, convocaré al Consejo de Guerra. Si la Federación debe arder para sobrevivir, que así sea.
El Senado quedó en silencio. Solo el eco del martillo de Duncan resonaba entre los muros de mármol pulido, como un disparo apagado. Afuera, más allá de las paredes ornamentadas, las luces de Vekta seguían brillando, ajenas al peso de las decisiones que se tomaban en el corazón de la Federación. Pero dentro, la tensión era casi insoportable.
Caleb Green se apoyó en la mesa, sus nudillos blancos contra la madera. Su mirada recorrió la sala, buscando aliados, midiendo a sus enemigos. Erika Voss, con el rostro endurecido, cruzó los brazos y asintió en señal de respaldo. Marcus Holt, por el contrario, permaneció junto a Barnes, sus ojos fríos como el vacío espacial.
—Esto no ha terminado —susurró Green a Voss antes de girarse hacia el Primer Ministro—. Duncan, espero que comprendas lo que está en juego.
Duncan lo miró con cansancio, pero sin ceder.
—Lo entiendo mejor que nadie, Caleb —respondió—. Pero lo que necesito de ti ahora es paciencia, no más discursos.
Green asintió.
—La tendrás.
Se volvió y salió de la cámara con Voss siguiéndolo de cerca. Las puertas se cerraron tras ellos con un siseo metálico.
En el pasillo, los pasos de Green resonaban contra el suelo pulido. Voss caminaba a su lado, sus ojos ardiendo con la misma rabia contenida que él.
—Ese cerdo de Barnes va a vendernos a la Federación de Comercio —gruñó ella—. Y Duncan no lo detendrá.
Green se detuvo de golpe, obligando a Voss a frenar en seco tras él. Sus ojos, encendidos por la determinación, se clavaron en los de ella.
—Lo detendremos nosotros. —Su voz era firme, pero contenía un matiz de urgencia—. Las elecciones del Senado están próximas. Si obtenemos la mayoría, podremos exigir la dimisión del presidente y convocar elecciones de emergencia. —Hizo una breve pausa antes de añadir—: Podría postularme.
Voss parpadeó, sorprendida por la audacia de la propuesta. Dio un paso más cerca, inclinándose hacia él.
—Eso es... —comenzó a decir, pero fue interrumpida por una voz cortante detrás de ellos.
—Demasiado arriesgado. —La senadora Castelli emergió de las sombras del pasillo, sus tacones resonando como disparos sobre el mármol. Su tono era frío, casi calculador—. Eso roza un golpe de Estado.
Green y Voss se giraron al unísono para encararla. Castelli caminaba hacia ellos con la elegancia de una mujer que sabía exactamente el poder que ejercía.
—Además —continuó Castelli, deteniéndose a pocos pasos—, tu partido no es precisamente popular entre la población. —Le lanzó una mirada crítica a Green.
Green, sin inmutarse, esbozó una leve sonrisa.
—Es cierto... —admitió, antes de alzar el mentón—. Pero tú sí eres popular. Eres la 'Dama de Hierro'. —La observó con atención, midiendo cada palabra—. ¿Qué dices? ¿Te parece formar una coalición?
Castelli entrecerró los ojos, desconfiada.
—¿Así, sin más? ¿Sin acuerdos previos? —preguntó mientras comenzaba a caminar por el pasillo. Green y Voss la siguieron como sombras.
—Senadora, situaciones drásticas exigen soluciones drásticas. —Green aceleró el paso para alcanzarla—. Debemos hacerlo por el bien de la Federación... o no habrá Federación para nuestros hijos. —Bajó la voz, como si le confiara un secreto oscuro—. Solo quedará la bota de hierro sobre sus cuellos.
Castelli se detuvo. Su mirada, dura como el acero, se posó sobre él.
—Entiendo tu punto, Green. Guerra total para salvar la patria. —Su voz se suavizó apenas, pero no perdió la firmeza—. Pero si entramos en esta guerra guiados por tu sed de venganza, lo único que conseguiremos serán pilas de cadáveres y las ruinas de Vekta esparcidas por la galaxia.
Green sostuvo la mirada.
—Nuestra situación no es diferente a la Segunda Guerra Mundial. —Levantó una mano mientras hablaba—. Los Helghast son los nazis. Están mordiendo más de lo que pueden masticar. Pronto no podrán sostener sus ocupaciones, y cuando eso pase, tomaremos la ofensiva.
Antes de que Castelli pudiera responder, Voss se adelantó.
—Por favor, senadora. —Sus palabras salieron cargadas de pasión—. Una coalición podría asegurar el futuro de la Federación. —Se acercó un paso más, casi suplicante—. Podríamos salvar millones de vidas... Solo necesitamos que acepte.
Castelli la observó en silencio, como si evaluara cada gesto, cada palabra. Luego pasó la mirada de Voss a Green. El brillo de esperanza en los ojos de Voss contrastaba con la tensión que se acumulaba en el rostro de Green.
Voss tragó saliva, nerviosa.
La senadora exhaló despacio y se frotó la frente antes de asentir.
—Está bien. —Su voz sonó firme, pero cansada—. Reuniré a mi gente. —Se giró hacia Green—. Tú haz lo mismo. Nos encontraremos mañana por la noche en L'Oracle. Es un club nocturno en la zona hotelera. Exclusivo. Privado. —Sus ojos se clavaron en él—. ¿Te parece?
Green extendió la mano sin dudar.
—Me parece perfecto.
Castelli dudó un instante, pero finalmente aceptó el apretón. Su agarre fue breve, pero firme. Cuando soltó su mano, se giró sin decir más y se marchó, sus pasos resonando hasta desaparecer.
Green observó cómo se alejaba, luego volvió la mirada hacia Voss.
—Bien hecho. —Su tono era bajo, pero cargado de satisfacción.
Voss exhaló con alivio y le dedicó una leve sonrisa.
—Espero que esto funcione... —murmuró.
—Funcionará. —Green comenzó a caminar de nuevo—. Tiene que hacerlo.
Sin más palabras, ambos siguieron adelante, cada uno sumido en sus pensamientos mientras la tensión en el aire se espesaba con la promesa de lo que estaba por venir.
Planeta Helghan
Planeta Capital del Imperio Helghast
29 de Marzo de 2658
Helghan, el corazón latente del Imperio Helghast, se extendía como una vasta urbe planetaria, una Ecumenópolis que abarcaba todos los continentes del mundo. Era una colmena industrial de 27 mil millones de almas, una máquina imparable alimentada por interminables fábricas y líneas de producción que rugían día y noche. Sus inmensas zonas residenciales albergaban a millones de obreros, técnicos y burócratas, una amalgama de ciudadanos dedicados a mantener el corazón del Imperio en funcionamiento.
Sus estructuras eran colosales y opresivas, construidas de acero y granito gris. Desde el suelo, las torres monolíticas parecían devorar el cielo. Por todas partes, las banderas del Imperio ondeaban en lo alto, su color rojo intenso resaltando contra la monotonía grisácea de la arquitectura. El emblema imperial —tres flechas estilizadas y unidas— simbolizaba la fuerza, la unidad y la determinación del pueblo Helghast.
En el cielo, la flota imperial imponía su presencia. Cruceros y destructores patrullaban las alturas como depredadores metálicos, mientras que las joyas de la armada, los superacorazados "HIN Scolar Visari" y "HIN Mael Radec", dominaban la atmósfera baja.
Estas bestias titánicas de 12 kilómetros de largo eran monumentos a la supremacía Helghast. Armados con baterías de artillería pesada, miles de sistemas de defensa puntual y escoltados por alas de cazas y bombarderos embarcados, eran fortalezas voladoras diseñadas para aniquilar flotas enteras. El "HIN Scolar Visari", nombrado en honor al fundador del Imperio, proyectaba su colosal sombra sobre el edificio del Parlamento Helghast, un recordatorio constante de la fuerza y la determinación de la nación.
El Parlamento era una obra monumental, inspirada en el diseño del Reichstag alemán. Su fachada de piedra negra estaba flanqueada por ocho enormes banderas imperiales que ondeaban al viento, reflejando el rojo sangre del crepúsculo. Frente a la entrada principal se alzaba una imponente estatua de Scolar I Visari, el padre del Imperio.
La estatua lo representaba desafiante, con el brazo derecho levantado como si guiara a la multitud hacia la victoria. A sus pies, un grupo de mineros helghast desnutridos lo seguía, símbolo de los humildes orígenes del Imperio y su ascenso hacia la grandeza.
El patio estaba vigilado por escuadrones de la Guardia Imperial, soldados de élite enfundados en armaduras negras. Sus cascos, diseñados para infundir terror, ocultaban sus rostros tras visores rojizos. Sobre sus hombros derechos llevaban bandas con la insignia del Imperio, un recordatorio constante de su lealtad y deber.
La disciplina de los guardias era impecable. Patrullaban en formaciones precisas, sus botas resonando sobre el mármol pulido mientras las luces artificiales proyectaban sombras largas e inquietantes a través de los pilares del edificio.
El Parlamento Helghast estaba envuelto en un ambiente solemne, apenas perturbado por los murmullos calculados de los senadores. En aquel salón majestuoso, bajo la mirada vigilante de estatuas de antiguos héroes del Imperio, se discutía el destino de las colonias exteriores capturadas a la Federación de Planetas Libres.
En menos de un año, los Helghast habían tomado control de cincuenta planetas, además de bloquear las rutas hiperespaciales que conectaban a la Federación con sus territorios exteriores. Separados ahora de más de la mitad de sus mundos, los Vektanos estaban vulnerables, y el Imperio podía permitirse estrangularlos lentamente.
Al centro del salón, Kraven Stahl, Gran Almirante de la Flota Helghast, se mantenía firme en su uniforme blanco inmaculado. Su presencia irradiaba autoridad, pero incluso él bajaba ligeramente la cabeza en respeto al hombre que ocupaba el trono imperial: Scolar II Visari.
Scolar II era un hombre imponente, de complexión robusta y porte regio. Su uniforme gris estaba adornado con insignias doradas, y sobre sus hombros descansaba una capa roja que parecía ondear ligeramente al ritmo de su respiración. Su cabello negro y barba espesa enmarcaban una expresión severa, pero calculadora.
Desde su estrado elevado, Scolar II dominaba la sala. Su mirada recorría a los senadores con la certeza de un hombre cuya voluntad no podía ser cuestionada. Su ambición era clara: el dominio total de los planetas de la Federación, anexionándolos al Imperio e integrando a sus poblaciones bajo un sistema de segregación en lugar de exterminio.
—Los recursos son valiosos. —había declarado en discursos anteriores—. Los hombres y mujeres de esos mundos serán útiles... si se les enseña disciplina.
Por esa razón, el emperador había ordenado que las fuerzas Helghast trataran a los civiles capturados con respeto. Cualquier soldado que desobedeciera sus directrices enfrentaría un juicio sumario y, de ser necesario, la ejecución pública. Sin embargo, en lo que respectaba a los soldados prisioneros de la ISA, su destino era irrelevante. No eran civiles.
El senador Xaver Ambros, un veterano de 60 años con una barba canosa y una reputación de astucia política, tomó la palabra.
—Su Alteza Imperial, —dijo con voz firme—, el Mariscal Maximilian Mendel ha confirmado la captura del planeta Valhalla. Del mismo modo, el Mariscal Sebastian Leitner informa que el control sobre Viristerra es total. No hay señales de resistencia significativa.
Un murmullo de aprobación recorrió la sala. Sin embargo, fue rápidamente acallado por la voz de Paul Kuhn, un joven senador de mirada ardiente y fervor fanático por la causa Helghast.
—¡El ejército está aplastando a la ISA como insectos! —declaró Kuhn con entusiasmo—. A este ritmo, estaremos a las puertas de Vekta el próximo año.
El emperador levantó una mano, y el salón se sumió en el silencio. Su voz resonó como un trueno:
—El ejército ha demostrado su fuerza, pero no debemos apresurarnos. —Su mirada recorrió la sala, deteniéndose en cada senador—. La victoria no será nuestra si dejamos flancos abiertos. Debemos consolidar nuestras conquistas. Quiero cada colonia exterior bajo control total antes de avanzar hacia los mundos interiores de la Federación.
Los murmullos se disiparon. Todos esperaban la respuesta de Stahl. El Gran Almirante, con gesto calculado, se permitió ajustar su gorro blanco antes de hablar.
—Su Alteza, si me permite.
Scolar II asintió.
—La Flota ya ha desplegado cuatro de los doce superacorazados clase Visari que están en construcción. —Stahl hizo una pausa para dejar que el peso de sus palabras cayera sobre los presentes—. Nuestra capacidad militar nos permite mantener nuestras posiciones en Viristerra sin riesgo de contraataques significativos. Podemos continuar capturando las colonias exteriores antes de avanzar hacia sus colonias interiores y, finalmente, empujar hacia los mundos núcleo.
El emperador entrelazó las manos, pensativo.
—¿Los cuatro superacorazados están operativos? —preguntó.
—Sí, Su Alteza. —Stahl inclinó la cabeza—. Y otros ocho están en distintas fases de construcción. En seis meses, podríamos tener seis unidades adicionales listas para el despliegue.
Scolar II se levantó lentamente de su trono.
—Entonces avancemos.
Las palabras fueron simples, pero su impacto reverberó como una sentencia inquebrantable.
—Quiero informes diarios. —continuó el emperador, mirando a cada senador—. Y asegúrense de que nuestras fuerzas recuerden que estamos aquí para gobernar, no para destruir. La disciplina es la clave de la victoria.
El parlamento estalló en aplausos. Mientras tanto, Stahl se permitió una leve sonrisa. Sabía que la maquinaria de guerra Helghast estaba lista para cumplir la visión del emperador.
Y la Federación de Planetas Libres estaba al borde del abismo.
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