Prólogo
En los albores de la humanidad, antes de la Vieja Noche y el ascenso del Imperio, la humanidad se expandió como un torrente incontenible a lo largo del cosmos, sembrando las estrellas con su ambición. Entre los innumerables mundos que florecieron bajo la bandera de la Federación Galáctica, destacó un grupo que más tarde sería conocido como el Subsector Telmar, una joya de prosperidad en el vasto océano interestelar.
El primer mundo que los pioneros colonizaron fue Arcadia, un planeta que recordaba al antiguo hogar perdido, la Tierra. En Arcadia, colonos de herencia helénica forjaron un nuevo comienzo, erigiendo majestuosas ciudades, vastas fábricas e imponentes industrias. No satisfechos con su propio éxito, lanzaron audaces expediciones hacia los sistemas vecinos, extendiendo su influencia y dando forma a una nación dentro de la nación. Así nació el Subsector Telmar: mil mundos unidos por lazos de sangre, cultura y comercio.
Pero nada perdura. La llegada de la Vieja Noche desató el caos. Tormentas de disformidad desgarraron las rutas de las estrellas, mundos enteros desaparecieron entre gritos de horror y el azote de invasiones demoníacas y xenos redujo a escombros los que una vez fueron bastiones de humanidad. Los cien mundos que sobrevivieron se encontraron aislados, desgarrados por la necesidad de sacrificios extremos para asegurar su precaria existencia.
Lo inevitable ocurrió: la guerra. Los planetas del subsector, antaño aliados, se enfrentaron en una lucha sangrienta por la supremacía. Sin embargo, cuando las sombras de los xenos amenazaron con engullirlos, las armas telmarianas, tan brutales y eficientes como implacables, se volvieron hacia el enemigo común. Por siglos, los telmarianos repelieron invasores con tácticas de una ferocidad tal que parecían guiadas por mentes ajenas a la humanidad misma. Los xenos, finalmente, abandonaron sus ambiciones de conquista, dejando a los telmarianos libres para continuar su guerra fratricida.
Cuando la devastación alcanzó su punto más bajo, un destello de esperanza cruzó la galaxia: desde la mítica Terra llegaba el resplandor dorado del Emperador de la Humanidad y su Imperio en expansión. Los hijos del Emperador y sus legiones de ángeles de la muerte avanzaban inexorables, reclamando mundos humanos y subyugando todo lo que se interpusiera en su camino. Entre estos conquistadores, dos primarcas, líderes de la Segunda y Undécima Legiones, se presentaron ante los telmarianos, sus legiones de marines espaciales ya debilitadas por las desastrosas campañas contra los rangdanitas.
El encuentro fue un desastre desde el inicio. Los telmarianos, aislados por siglos, hablaban Glóssa, un idioma que había evolucionado tanto que era incomprensible para los emisarios imperiales. Las negociaciones colapsaron rápidamente, avivadas por la arrogancia del ambicioso primarca de la Segunda Legión, quien decidió que la única solución era la conquista.
El conflicto fue brutal. Las legiones del Emperador, acostumbradas a victorias rápidas y decisivas, se enfrentaron a una resistencia feroz y despiadada. Los telmarianos demostraron ser adversarios formidables, infligiendo derrotas humillantes a los hijos del Emperador. La paciencia del Emperador se agotó. En su majestad dorada, acompañado de sus Custodios, dirigió personalmente la guerra contra el subsector Telmar.
La campaña fue larga y sangrienta. Mundos enteros fueron arrasados, y las bajas del Ejército Imperial ascendieron a millones. Sin embargo, el Emperador, en su divina autoridad, barrió con cada defensa telmariana hasta que, finalmente, la resistencia fue quebrada y el subsector se rindió.
Tras la victoria, la historia fue reescrita. En los registros imperiales, los telmarianos fueron retratados como súbditos agradecidos que habían recibido al Imperio con los brazos abiertos. Los fallos de los primarcas en esta campaña, considerados vergonzosos, fueron sellados en el olvido, y los líderes de la Segunda y Undécima Legiones, ya marcados por el fracaso en Rangdan, desaparecieron de la historia, borrados por decreto del Emperador. Telmar fue absorbido por el Imperio, y el recuerdo de su resistencia quedó enterrado bajo el peso de una historia forjada.
Durante la Herejía de Horus, el subsector Telmar se mantuvo al margen, observando en silencio el desenlace de la guerra civil que desgarraba a la humanidad. Ni fieles al Emperador ni abiertos a la traición, los telmarianos aguardaron, como un depredador paciente, el momento de tomar una decisión. Pero cuando las fuerzas leales emergieron victoriosas, no dudaron en reafirmar su lealtad al Imperio, enviando tropas y recursos como parte del diezmo imperial.
Con el ascenso del Culto al Emperador, muchos esperaron que Telmar abrazara la fe en el Dios-Emperador como el resto de la humanidad. Sin embargo, la resistencia cultural fue palpable. Los telmarianos se aferraban a la Verdad Imperial original, aquella que había sido pregonada por el Emperador antes de su glorificación divina. Pero la Eclesiarquía, experta en la manipulación de las masas, se aseguró de que, con el paso del tiempo, la mayoría aceptara la adoración del Dios-Emperador, aunque en su interior persistieran los ecos de un antiguo escepticismo.
Por milenios, los regimientos telmarianos fueron enviados como refuerzos de segunda línea, carne de cañón en las interminables guerras del Imperio. Aunque eran herederos de una tradición marcial despiadada y eficiente, su gloria se desvanecía en las sombras de otras unidades más célebres.
En el 894 del cuadragésimo sexto milenio, las señales de un cataclismo inminente llegaron desde todos los rincones de la galaxia. Los tiránidos avanzaban hacia la Sagrada Terra, consumiendo mundos en el Segmentum Ultima. Al mismo tiempo, Waaagh! orkoz emergían como tormentas de furia verde, y traidores de toda índole se alzaban en revuelta.
El subsector Telmar, antaño próspero, parecía condenado. Sin embargo, en lugar de rendirse, sus habitantes se prepararon para el desafío. Sus mundos forja trabajaron sin descanso, forjando armas y equipos para sus ejércitos. Flotas enteras fueron construidas en un tiempo récord. Desde Telmar se levantaron ejércitos para reforzar las líneas imperiales, y regimientos destrozados por las guerras de otras regiones acudieron a Telmar en busca de refugio y reorganización.
Coordinados desde Ultramar, los primarcas supervivientes, liderados por el retornado Rogal Dorn, supervisaron las defensas del Imperio. Dorn, implacable en su deber, convirtió los mundos de Telmar en fortalezas inexpugnables, diseñadas para resistir incluso en el caso de una derrota total.
Cuando el Asedio de Terra comenzó, decenas de millones de telmarianos marcharon hacia su destino. Enormes flotas partieron para reforzar la defensa de la Sagrada Terra, enfrentándose a orkoz, tiránidos y los ejércitos del Caos. Incluso en aquel momento de desesperación, los aliados más improbables surgieron: los Eldar, acosados por Slaanesh; los Tau, enfrentándose a la extinción; y los Necrones, luchando para preservar su existencia frente al avance imparable de la Gran Devastación tiránida.
Pero la oscuridad era implacable. Cuando Terra perdió contacto con el resto del Imperio, y el Astronomicón dejó de brillar, las tormentas de la disformidad se desataron con una furia sin precedentes. El subsector Telmar, rodeado por un vórtice caótico, desapareció en un instante, engullido por las fauces del inmaterium.
Por veinte años, la región fue un abismo de tormentas y sombras. Cuando finalmente la disformidad se calmó, los exploradores imperiales no encontraron nada. Los mundos de Telmar eran ahora páramos desolados, sus cielos silentes, sus tierras yermas. No quedaba rastro de vida, ni un susurro de civilización.
Las últimas crónicas humanas registraron el destino del subsector Telmar como una advertencia, un recordatorio sombrío de la fragilidad de la humanidad frente al inmenso abismo de la galaxia. Y con el paso del tiempo, la caída de Telmar quedó sepultada bajo la indiferencia de un Imperio que luchaba por sobrevivir.
El Imperio del Hombre finalmente sucumbió. Aquí y allá, las últimas llamas de resistencia fueron apagadas por el caos, los tiránidos y la entropía misma. La galaxia cayó en un silencio absoluto, roto solo por los ecos distantes de lo que una vez fue.
Pero, lejos de allí, en una galaxia lejana, un nuevo fulgor dorado surgía. Una nueva era comenzaba, desconocida, inimaginable para aquellos que alguna vez lucharon bajo la luz moribunda del Astronomicón.
El final de una historia es solo el comienzo de otra.
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