El Waaagh!

En la penumbra de una sala de control, dos figuras se mantenían en silencio, iluminadas únicamente por el parpadeo monótono de las pantallas. En ellas, una maraña de puntos rojos representaba el vacío del espacio circundante: meteoritos, asteroides, cargueros ocasionales, pero nada fuera de lo ordinario. La rutina era un enemigo tan persistente como cualquier amenaza en este remoto rincón del espacio salvaje.

El ambiente estaba cargado de tedio, acentuado por el suave y repetitivo pitido del radar que marcaba cualquier cambio en el entorno.

—Es lo mismo todos los días —murmuró uno de los vigilantes, inclinándose perezosamente hacia su consola. Su voz resonó como un eco cansado en la sala.

—¿Ni un maldito carguero? —preguntó su compañero sin siquiera molestarse en girarse. Su atención parecía tan fija en su pantalla como su desgano.

—Nada. Sólo meteoritos. Meteoritos por todas partes. Meteoritos para ti, meteoritos para tu abuela, meteoritos para tus benditos antepasados. —Suspiró, dejando caer la cabeza sobre la mano que descansaba en el panel de control.

El segundo hombre soltó una carcajada seca.

—¿Sabes? En lugar de llamarnos la Ascendencia Chiss, deberíamos cambiar nuestro nombre a... El Imperio de los Asteroides. —Dijo con tono solemne, como si estuviera proclamando un edicto.

El comentario no recibió más que un gruñido de descontento. El radar siguió con su monótona vigilancia, como un testigo aburrido de su jornada.

Después de un rato de silencio incómodo, el primero volvió a hablar, con la voz arrastrada:

—Oye...

—¿Qué? —respondió su compañero, con un tono que mezclaba irritación y desinterés.

—¿Te acuerdas de esa cantina que te mencioné? —dijo, girándose para mirar a su interlocutor.

—Sí. Fuimos el fin de semana pasado por unos tragos y... —El hombre se detuvo, desconcertado, y le miró con sospecha.

—Vamos otra vez. Bebemos, volvemos, 20 minutos. Nadie notará que no estamos. —La sonrisa en su rostro mostraba que no aceptaría un no como respuesta.

—Por favor, viejo. Estamos en el trabajo. Si descubren que nos fuimos, nos despiden. Fin de la discusión. —El tono era firme, aunque su resolución tambaleaba.

—Tonterías. Han pasado dos horas desde la última inspección. Pasarán otras dos antes de que vuelvan. —La confianza de su voz era casi insultante.

—Es peligroso. —La duda era palpable en la respuesta de su compañero, aunque sus palabras intentaban sonar razonables.

—Y emocionante. —El hombre le dio una palmada en el hombro antes de añadir con una sonrisa pícara—. Treinta minutos. Si nos pasamos, puedes golpearme en la cara. —Se dio una palmada ligera en la mejilla para reforzar la idea.

El otro hombre guardó silencio por un minuto. Miró su consola, luego a su compañero, y finalmente apuntó con un dedo acusador.

—Treinta minutos. Ni uno más.

—Treinta minutos. Palabra de honor.

Con un acuerdo tácito, ambos se levantaron de sus puestos. Se abrigaron con cuidado, asegurándose de que nadie los viera, y abandonaron la sala con pasos silenciosos. La puerta se cerró detrás de ellos con un leve clic.

Instantes después, una de las pantallas parpadeó, mostrando un centenar de nuevos contactos. Al principio, fueron clasificados como meteoritos por el sistema automatizado. Sin embargo, a medida que las lecturas se refinaban, los datos cambiaban de forma errática: de asteroides a chatarra, de chatarra a objetos desconocidos. La computadora procesaba la información en un frenesí casi desesperado, sus algoritmos luchando por dar sentido a las señales que llegaban desde los satélites.

Diez minutos después de que los hombres abandonaran su puesto, las alarmas comenzaron a sonar. El pitido suave del radar fue reemplazado por una cacofonía de advertencias. Luces rojas intermitentes iluminaban la sala vacía, reflejándose en las pantallas que mostraban una formación cada vez más evidente: naves desconocidas, avanzando en un patrón organizado hacia el planeta.

En el exterior, la quietud del espacio ocultaba una amenaza que se acercaba con rapidez. Las naves, con formas angulosas y un brillo metálico oscuro, parecían desvanecerse y reaparecer entre los sensores como sombras imposibles de rastrear completamente. La flota se movía como un depredador acechando a su presa, acercándose al planeta con precisión letal.

Mientras tanto, en la cantina, los dos hombres reían despreocupados, intercambiando bromas y sorbos de bebidas tibias.

—Te lo dije. Nadie nos extraña. —El primero levantó su vaso, brindando por su pequeño acto de rebelión.

—Treinta minutos, no lo olvides. —Su compañero señaló su reloj, aunque el alcohol empezaba a suavizar su seriedad.

En ese momento, un destello en el cielo nocturno captó la atención de varios clientes. Desde las ventanas del bar, se veían luces rojas y doradas moviéndose en la atmósfera. Al principio, parecían meteoritos entrando en la órbita del planeta, pero las luces comenzaron a maniobrar, dejando claro que no eran meras rocas espaciales.

—¿Qué diablos es eso? —murmuró uno de los presentes, dejando caer su vaso.

En la sala de control, las alarmas resonaban como gritos desesperados en un espacio vacío. Las luces rojas intermitentes proyectaban sombras danzantes sobre las consolas abandonadas, mientras los sensores detectaban frenéticamente una actividad creciente en el espacio aéreo. Un enjambre de públicas advertencias se acumulaba en las pantallas: "Contactos múltiples detectados. Origen desconocido. Tamaño: colosal".

Sin nadie para presionar el botón que amplificaría las alertas al resto del complejo, la maquinaria de emergencia continuó su inútil y solitaria orquestación. En cuestión de minutos, el destino del planeta estaría sellado.

El cielo nocturno del planeta estalló en una lluvia de luces ardientes, iluminando el horizonte como un amanecer apocalíptico. A primera vista, los habitantes pensaron que se trataba de una lluvia de meteoros particularmente violenta. Sin embargo, la verdad resultó ser mucho peor. Las colosales naves de chatarra, envueltas en una caótica mezcla de humo y fuego, perforaron la atmósfera como monstruos mecánicos. Cuando impactaron contra el suelo, los temblores recorrieron la corteza del planeta, derrumbando edificios y levantando gigantescas nubes de polvo que ennegrecieron el cielo.

No eran meteoritos. Eso quedó claro en el instante en que las primeras compuertas de las naves se abrieron con un chirrido que resonó como un rugido de bestia prehistórica. Desde su interior surgieron decenas de miles de criaturas de piel verde: los temidos Chikoz, conocidos como los Orkoz, guerreros que vivían para la violencia, el saqueo y la destrucción.

Los Orkoz avanzaron con una energía caótica, como un torrente imparable de destrucción. Aullaban de éxtasis mientras se lanzaban hacia las ciudades, con sus armas rudimentarias pero letales en manos Orkaz. Eran fuerza bruta desatada, músculo y violencia personificados, y los defensores Chiss apenas lograron reaccionar antes de ser arrollados.

Las estrategias meticulosamente planeadas de los Chiss demostraron ser insuficientes ante la impredecible y frenética brutalidad de los Orkoz. Las defensas planetarias intentaron contener la marea con todo lo que tenían: levantaron barricadas, cavaron trincheras y llenaron kilómetros de terreno con minas explosivas. Pero los Orkoz avanzaban sin importarle las bajas, aplastando todo a su paso con una energía casi sobrenatural. Sus cuerpos robustos y su puro fanatismo parecían hacerlos inmunes al miedo o al dolor.

En cada ciudad, la escena se repetía. Los soldados Chiss, conocidos por su disciplina y frialdad táctica, se vieron arrastrados a combates cuerpo a cuerpo, donde los Orkoz sobresalían. En las calles, los edificios y los tejados, la batalla no era más que un festín sangriento para los invasores. Mientras las balas y los láseres surcaban el aire, los Orkoz se abalanzaban sobre sus enemigos con hachas oxidadas, garrotes improvisados y una energía que no conocía límites.

Los centros de evacuación se llenaron hasta desbordar con civiles desesperados por escapar. Familias enteras se apiñaban en transportes sobrecargados, rezando por dejar el planeta antes de que los Orkoz llegaran a sus puertas. Los hangares de las naves de evacuación eran escenas de caos puro: gritos, empujones, disparos al aire para controlar a las multitudes. Los soldados de la defensa planetaria hacían todo lo posible por mantener la calma, pero la avalancha de personas superaba cualquier esfuerzo por organizar la salida.

En el campo de batalla, las líneas defensivas se tambaleaban. Bastiones construidos para resistir meses de asedio caían en cuestión de días, algunos en horas. Los Orkoz, inagotables, parecían multiplicarse con cada baja que sufrían. Su sed de sangre era insaciable. Las montañas de cadáveres se acumulaban tanto de Chiss como de Orkoz, formando un paisaje grotesco que contaba la historia de una batalla perdida.

En una de las trincheras del frente, un joven soldado Chiss, con el rostro cubierto de suciedad y sangre, cargaba su rifle blaster con manos temblorosas. A su alrededor, el rugido de los Orkoz llenaba el aire como una tormenta. Sus compañeros gritaban órdenes, pero él apenas podía oírlos por encima del rugido de su propio corazón.

—¡Mantengan la línea! —gritó un oficial desde una barricada cercana. —¡No retrocedan ni un paso!

Pero retroceder no era una opción; no porque fueran valientes, sino porque no había a dónde ir. Detrás de ellos estaban las ciudades llenas de civiles, las mismas que los Orkoz ya habían empezado a arrasar. El joven soldado respiró hondo y apretó el gatillo. Un Orkoz gigante, armado con un garrote cubierto de clavos, cayó con un rugido ahogado tras un tiro certero en la cabeza, pero otros tres tomaron su lugar inmediatamente.

El soldado supo en ese momento que no iban a ganar. Esta no era una batalla; era una masacre. Pero aún así, apretó el gatillo de nuevo.

Mientras tanto, en la órbita del planeta, los restos de la flota defensiva Chiss flotaban como un cementerio silencioso. Las naves habían sido abatidas en los primeros minutos del ataque, sus sofisticados sistemas desbordados por la cantidad y la ferocidad del enemigo. Solo quedaban escombros, flotando entre las sombras de las colosales naves de los Orkoz, que ahora dominaban el espacio como un enjambre de depredadores.

La sala de control permanecía desierta. Las alarmas, ignoradas, seguían parpadeando con desesperación. Los datos en las pantallas de radar mostraban un panorama desolador: no había refuerzos, no había esperanza. Los pocos defensores que quedaban no sabían que estaban completamente solos. Lo único que podían hacer era resistir.

En las trincheras destrozadas, el joven soldado Chiss, Mig'ir'mufimus, conocido simplemente como Girm, continuaba disparando su rifle bláster. Su rostro estaba cubierto de polvo y sudor, sus manos temblaban con cada disparo, pero no podía detenerse. Los Orkoz se lanzaban en oleadas interminables, gritando su salvaje "Waaagh" mientras cargaban. Los gritos desgarradores de los heridos y el estruendo de las armas creaban una cacofonía insoportable.

Un toque en su hombro lo hizo sobresaltarse. Se giró rápidamente, con el dedo aún en el gatillo, pero se encontró con su compañero, Dresed'or'vimt, o simplemente Dorv. Su rostro estaba tenso, con los ojos clavados en él.

—¡Tenemos que retroceder! —gritó Dorv, su voz apenas audible sobre el caos.

Girm asintió rápidamente. Con un último vistazo a la trinchera que estaba a punto de ser invadida, saltó hacia atrás y comenzó a correr. Los dos atravesaron las ruinas mientras los disparos y los gritos de los Orkoz se acercaban más y más. Cada paso era un recordatorio de la masacre que se llevaba a cabo tras ellos. Las risas malévolas de los Orkoz y su implacable grito de guerra llenaban el aire, pero ninguno de los dos se atrevió a mirar atrás.

Llegaron a una zona de edificios de apartamentos abandonados, donde el silencio era casi tan opresivo como el ruido de la batalla. Dorv se dejó caer contra una pared, respirando con dificultad, mientras Girm se sentaba en el suelo, exhausto. El eco lejano de los disparos seguía siendo un recordatorio de la cercanía del enemigo. El lugar estaba desolado: maletas olvidadas, ropa tirada, puertas abiertas de par en par. Las huellas de una evacuación apresurada estaban por todas partes.

—Estamos muertos —murmuró Dorv, con un tono que era más una declaración que una queja—. Tenemos que encontrar una forma de salir de aquí.

Girm negó con la cabeza, sus ojos oscuros fijos en el suelo.

—Si intentamos escapar, nos ejecutarán por desertores —respondió, con una mezcla de miedo y cansancio en su voz.

Dorv lo miró, frustrado, pero no replicó. Girm se puso de pie con un esfuerzo y señaló hacia las escaleras del edificio más cercano.

—Por ahora, busquemos algo de comer. Con el estómago vacío no llegaremos lejos.

Ambos avanzaron con cuidado. El interior del edificio estaba tan vacío como el exterior, pero aún conservaba las huellas de la vida que una vez albergó. En algunos apartamentos, los platos con comida fría seguían en las mesas; en otros, las camas estaban deshechas y los juguetes infantiles yacían abandonados en los rincones. La sensación de desamparo era abrumadora. Girm tomó un plato con restos de comida y comenzó a comer apresuradamente, mientras Dorv hacía lo mismo, con la mirada perdida. De vez en cuando, Dorv echaba un vistazo hacia el patio exterior, inquieto por el silencio que lo rodeaba.

La calma no duró mucho.

El sonido de botas resonando en el pavimento interrumpió el silencio. Un grupo de soldados Chiss apareció en el patio, arrastrando a dos compañeros heridos. Estaban pálidos y desesperados, mirando constantemente hacia el camino por el que habían venido. Algo los estaba siguiendo.

Girm y Dorv se acercaron a una ventana rota para observar. No pasó mucho tiempo antes de que sus perseguidores se revelaran: pequeñas criaturas deformes de piel rojiza, con cabezas desproporcionadamente grandes, colas cortas y mandíbulas llenas de afilados dientes. Sobre sus espaldas llevaban improvisados explosivos, que parpadeaban con un brillo ominoso.

Los soldados Chiss abrieron fuego, tratando de detener a las criaturas, pero su avance era implacable. Un gruñido colectivo salió de las bestias justo antes de lanzarse hacia el grupo. Un segundo después, el patio se llenó de explosiones ensordecedoras.

Cuando el humo se disipó, no quedaba rastro de los soldados ni de sus atacantes, solo un charco de sangre y pedazos de armaduras esparcidos por el suelo. Girm y Dorv observaban con los ojos abiertos de par en par, paralizados por el horror.

Dorv rompió el silencio, su voz temblando.

—¿Qué diablos eran esas cosas?

Girm tragó saliva, sus manos temblaban sobre el rifle que aún sostenía.

—No lo sé... pero tenemos que salir de aquí. Ahora.

Dorv asintió, su resolución endurecida por la escena que acababan de presenciar. Sin una palabra más, ambos se levantaron y se adentraron en el edificio, con la esperanza de encontrar una salida o al menos un escondite que los mantuviera con vida un poco más. Pero sabían que el tiempo se les estaba acabando.

Los orkoz avanzaban sin descanso, devorando terreno como una ola implacable. La ciudad temblaba bajo el eco de las explosiones y los gritos de los caídos. Las defensas estaban al borde del colapso y solo era cuestión de tiempo para que el frente cediera. Sin embargo, un ruido extraño rompió el constante estrépito: el sonido metálico de una lata al caer.

Girm y Dorv se miraron de inmediato, tensos. Alzaron sus armas con sincronía y avanzaron sigilosamente hacia la fuente del ruido. Los pasillos oscuros del edificio de apartamentos crujían bajo sus botas, como si el lugar mismo respirara miedo. La atmósfera era sofocante, cada sombra parecía un enemigo esperando el momento justo para atacar.

—¿Lo oíste? —susurró Girm, con el dedo firme en el gatillo de su rifle bláster.

—Sí, ahí adentro —respondió Dorv con un gesto de cabeza, apuntando hacia una puerta entreabierta.

Dorv empujó la puerta con cuidado y avanzó primero, moviéndose con la precisión de un soldado curtido en combate. Apenas dio un paso dentro de la habitación cuando una figura emergió de las sombras detrás de él. Girm reaccionó de inmediato, girando y apuntando su arma. La figura se congeló al verse encañonada: un hombre chiss, igual que ellos. Su piel azul estaba cubierta de sudor, el cabello revuelto y las manos temblorosas. Sostenía una sartén con fuerza, como si fuera su última línea de defensa, pero la dejó caer ruidosamente al suelo al darse cuenta de la situación.

—¡No disparen! —soltó con la voz entrecortada—. Me llamo Kir'yke'omu... pueden llamarme Rykeo.

—¿Qué haces aquí? —gruñó Dorv, sin bajar su rifle—. ¿Por qué no evacuaste con los demás civiles?

Rykeo tragó saliva, el pánico visible en su rostro. 

—Mi compañero y yo... estábamos en una cantina cuando todo comenzó.

Girm dio un paso al frente, endureciendo la mirada. 

—¿Dónde trabajas?

La pausa de Rykeo fue suficiente para que la desconfianza de Girm se disparara. Antes de que el hombre pudiera responder, sintió el frío del cañón del bláster presionando su espalda.

—Quiero la verdad —dijo Girm con voz gélida—. Si sospecho que mientes, te mato.

—¡Trabajo en la estación de radar! —gritó Rykeo, asustado—. Yo... abandoné mi puesto y no pudimos dar la alarma a tiempo...

Dorv bajó lentamente su arma, el peso de aquellas palabras cayendo sobre él como una losa. El silencio fue ensordecedor, roto solo por el retumbar de las detonaciones a lo lejos. Dorv se apoyó contra la pared, negando con la cabeza, tratando de procesar lo que acababa de escuchar.

—¿Por eso las alarmas nunca sonaron? —murmuró Dorv, su voz temblando de rabia contenida.

Rykeo asintió, evitando la mirada de ambos soldados. Fue suficiente para Girm, quien, con un gruñido, lo sujetó del hombro, lo giró y le propinó un puñetazo directo en la cara. Rykeo cayó al suelo, gimiendo mientras se llevaba una mano al rostro.

—¿Tienes idea de cuánta gente murió por tu culpa? —le espetó Girm, con la furia ardiendo en sus ojos.

—¡Lo siento! —balbuceó Rykeo, temblando—. Pensé que no ocurriría nada...

—¡Eres un maldito imbécil! —bramó Girm, descargando una patada en el pecho de Rykeo, quien soltó un jadeo ahogado mientras volvía a caer.

—¡Basta! —intervino Dorv, luego se arrodillo colocando una mano en el hombro de Rykeo—. Más te vale tener las llaves de la estación, porque vamos a activar las alarmas y advertir a todos sobre lo que está pasando aquí.

Rykeo asintió rápidamente, sacando con manos temblorosas una tarjeta blanca y azul de su bolsillo. Dorv se la arrebató, examinándola brevemente antes de devolvérsela con un gesto de desdén.

—Bien —dijo Dorv, con tono firme—. Vienes con nosotros.

Sin más discusión, los tres salieron del apartamento y descendieron por las escaleras de mantenimiento, el eco de sus pasos reverberando entre las paredes sucias y desconchadas. Girm empujaba a Rykeo para que se apresurara, mientras Dorv lideraba la marcha con el rifle bláster en alto. El aire del callejón era denso y húmedo, impregnado con el olor metálico de la sangre y la pólvora. A lo lejos, las detonaciones y los gritos de los moribundos parecían acercarse con cada segundo que pasaba.

—¡Muévanse, rápido! —ordenó Dorv, mirando hacia el extremo del callejón. Las sombras de los edificios se alargaban, como garras que querían atraparlos.

Rykeo apenas podía mantener el ritmo, su respiración era un jadeo nervioso, pero el miedo lo mantenía en movimiento. Girm lo empujó una vez más.

—Si tropiezas, te mato —gruñó, sin mirarlo.

Al final del callejón, Dorv se detuvo de golpe y levantó una mano, indicando que se agacharan. Asomándose lentamente, pudo ver una calle completamente expuesta. Varios cuerpos yacían entre vehículos destrozados, la mayoría irreconocibles, mientras pequeñas explosiones seguían resonando a lo lejos. Sin embargo, lo peor era el rugido de los orkoz, el incesante "Waaagh" que parecía impregnar el aire mismo.

—¿Qué ves? —susurró Girm, agachándose junto a Dorv.

—Tenemos que cruzar esta calle para llegar a la estación —respondió Dorv, con una calma forzada—. Pero si nos ven... no lo logramos.

—¿Y entonces? —preguntó Girm con impaciencia.

Dorv guardó silencio unos segundos antes de responder. 

—Vamos a hacerlo en grupos cortos. Primero yo, después ustedes. Si algo sale mal... sigan adelante.

Girm asintió, aunque una parte de él quería discutir. Sabía que no tenían tiempo para planear algo mejor.

—En cuanto dé la señal, corren —susurró Dorv.

Rykeo tragó saliva y miró a Girm, pero este solo le lanzó una mirada dura, como diciéndole que no intentara nada estúpido. El rugido de los orkoz crecía más cerca, una advertencia de que el tiempo se les acababa.

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