EPÍLOGO

—Se acabó para ti... —gimió Star con un hilo de voz desgarrado, desde el suelo. En su interior el miedo acechaba como un depredador nocturno, con los incisivos a la vista, preparado para atacar a su presa cuando no tiene ni una mínima posibilidad de lograr escapatoria. Con mucha dificultad, levantó la cabeza del suelo, apoyándose contra la piedra, cubierta por ese fresco de estilo gótico flamenco. Examinó las líneas de cerca y pasó un dedo sobre ellas, rogándoles que le protegieran.

Ninguna ventana ni vidriera interrumpía el patrón de los muros de la habitación en llamas, pero estaba casi segura de no haber visto ninguna nube que amenazase lluvia negra mientras sobrevolaba las alturas de los terrenos de Hammondland, y tampoco, sintió que su pelo, enmarcado por sus mechones blanquecinos, estuviera mojado. Había tenido dudas, pero ahora conocía la verdad: ella era la única criatura capaz de acabar para siempre con el monstruo de rostro y artificios, bellamente humanos, que tenía justo delante. Sin embargo, ni el clima ni las circunstancias indicaban que eso fuera lo que iba a ocurrir.

Pese a que se esforzó, no pudo elevar su cuerpo para incorporarse, pues las pocas fuerzas que le quedaban habían sido devoradas por la cruel pérdida de su madre. Así que se dejó caer y volvió a cerrar los ojos. En ocasiones, el cuerpo está preparado para enviar un ataque indestructible, pero el dolor es tan fuerte que bloquea el circuito entre la orden que envía el cerebro y el músculo encargado de ejecutar la acción.

Exactamente eso le ocurría a Star. Había sufrido tanto, y había puesto su corazón en juego tantas veces, perdonando incluso actos imperdonables, que solo sentía un terrible agotamiento. Y ahora, había perdido a su madre. Justo en el momento en que sentía que todo estaba a punto de terminar, e iba a poder retomar con ella cualquiera de esas cosas que una hija hace con su madre. Probablemente, en el caso de Nahama y Star sería desenterrar viejos misterios en la casa Moon. Puede que Ben estuviera en lo cierto: aquella noche no era la noche precisa.

—Esta vez no va a ser tan sencillo librarte de mí —advirtió chasqueando la lengua el Dómine—. En el templo... tuviste la fortuna de la primeriza, querida Star. Pero ahora, no están ni tus amigos, ni los traidores, ni esa piedra...

—¿Estás seguro? —carraspeó esta con dificultad. Dibujó una astuta sonrisa en su cara. Metió la mano en su bolsillo, buscando un objeto. Dentro, su piel rozó una cadena fría. Después, tiró de ella. Dejó que resbalara lentamente de su mano al suelo, al tiempo que de soslayo escudriñaba los gestos del Dómine. Duró solo un segundo. Ligeramente el monstruo había expresado sorpresa, aunque pasó con velocidad al habitual gesto de asco y superioridad que rozaba su nariz. Pero ese segundo le bastó para darse cuenta de que, a pesar de la maldad y las terribles intenciones de su enemigo, en ciertas cuestiones se hallaba igual de perdido que ella misma. Él, no tenía ni idea de que ella tenía en su poder ambos pedazos de la piedra caída. De igual manera, tampoco parecía darle importancia a la existencia de un tercer fragmento perdido, justo ahí: en Hammondland.

—¿Y sabes cómo utilizarla, niña? —sonrió con superioridad el Entherius líder. Star borró el gesto de sus labios de forma instintiva. La respuesta era, no. No tenía ni idea de cómo utilizarla—. Eso me temía, querida Star. Solo una persona sabe cómo utilizar esa piedra... Y por desgracia, para ti, claro, para mí no, está muerto y enterrado... Bueno quizá no enterrado, pero muerto.

—Quigen...

—Sí, exacto. Quigen. —Las pupilas de Michael Eville se estrecharon y se llenaron de negrura, igual que los de Matt el día en que la pilló desprevenida en el sinuoso callejón de Sceneville Central.

La tirantez llegó hasta el lagrimal y se extendió hacia su piel. Su carne se desgarró con saña, y de ella, brotaron unos enormes colmillos, derramando sangre del color de la brea. Los dientes eran iguales a los de un tiburón blanco y vistieron todo su cuerpo. El crujido de los huesos, le recordó al sonido que había emitido Terence en su transformación, solo que el Dómine no se convirtió en un lobo de seis ojos, sino que lo elevó varios centímetros haciéndolo más grande y temible. Dos puntiagudos cuernos aparecieron en su cráneo, mucho más prominentes y terribles que los que ella había generado en su última invocación. Más tarde, con un chasquido, prendió en llamas un círculo que la rodeó, atrapándola en unos barrotes ardientes, dejando un rastro negro a su paso. Un rastro que estropeaba el fresco.

—¡¡NO!! —Star quiso emitir un grito, pero de su garganta solo salió un gemido—. No me das miedo... —sentenció apoyándose de nuevo y consiguiendo esta vez incorporarse un poco más—. Recuerda que soy como tú. Mitad Entherius. Recuerda, que soy nieta de Robert Moon. Recuerda, —dijo revelando su conocimiento—, que tu sucia sangre corre por mis venas. —Se esforzó por concentrarse queriendo invocar su Entherius sin éxito—. Si tú eres capaz... yo también lo seré algún día...

—¿Me tomas el pelo? —rio Michael—. En el templo sagrado me pareciste... algo más inteligente —El fuego creado por el Dómine zigzagueó como una serpiente, introduciéndose por la boca y los ojos de la muchacha—. ¡¡YO - SOY - EL - DÓMINE!! ¡¡YO - SOY - INVENCIBLE!! —exclamó con amargura, superioridad y poderío. Alargó ambos brazos hacia abajo, elevando su pecho hacia arriba, y de su estómago emergieron aquellos tentáculos de fuego. Con violencia, atravesaron el torso de la chica que todavía estaba en el suelo.

Star Moon sintió cómo le ardía la cabeza. El ardor le llegaba hasta los pies, recorriendo cada centímetro de su cuerpo. Sintió el reflujo del estómago y unas intensas ganas de vomitar. Se retorció, sufriendo la más terrible de las torturas. La piedra yacía en el suelo, junto a ella, inerte. Y la que portaba entre sus costillas parecía reaccionar hacia sus adentros, luchando contra el virus que trataba de tomar el control de su alma.

—Es tu día de suerte, Star Moon. —La envenenada voz de Michael Eville retumbó en cada rincón de la pintura de la habitación en llamas—. Vivirás unos días más. Vivirás para que tu Dómine pueda diseccionarte y ver cómo eres por dentro. Después, te partiré en pedazos, me comeré cada una de tus extremidades, y me relameré con el sabor de tus ojos.

Michael Eville atrajo la gargantilla de Mary Dorcas, que salió volando y se enganchó entre sus dedos, y después, se desatomizó portando en sus brazos a una muchacha extraña de fuertes músculos y rostro angelical. La joven yacía inerte, con una situación cercana a la muerte. Algo dentro de Star Moon se apagó en el mismo instante en el que sus pies se despegaron del seminario, y tocaron el centro de aquella singular ciudad, enterrada en los montes de Hungría. La Colmena había recibido ya a Terence, Damon e Ispanda, que interrogaban a su prisionero: un vetusto Desdenio de la disidencia. La arquitectura, erigida para aquellas criaturas, creadas con restos del Entherius líder, se estremeció con la llegada de una Sorgeni mestiza. Con la llegada de aquella a la que algunos llamaban La Renacida.

A pocos kilómetros, un fulgor golpeó Hammondland y viajó por las calles de Strana, derritiendo la nieve y reconstruyendo cada uno de los edificios caídos. El fulgor, nació de las profundidades enraizadas de la piedra perdida, detrás de la tercera puerta.

La avalancha derribó primero a aquel joven Entherius que había osado a amenazar el poder de Quigen Moon, y después, sopló las ruinas, pegando el desastre y volviéndolo de nuevo vibrante y real.

Hammondland despertó después de siglos en coma, y aquellos que, alguna vez presenciaron extraños acontecimientos, olvidaron que alguna vez habían convivido con ellos.

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https://youtu.be/L8moIdTHwbY

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