CAPÍTULO 5: Un lugar en medio de la nada

Star Moon no quiso escuchar ni una sola palabra más. La inmensa culpabilidad abrasaba la pureza de sus entrañas, con todo tampoco podía ignorar lo terriblemente furiosa que se sentía. Así que, con mucho cuidado de no hacer ningún ruido, giró sobre sus talones y puso rumbo de vuelta a la habitación.

Necesitaba estar sola, enjugarse las lágrimas en la única compañía que le apetecía en ese momento: su walkman, Foreigner y I Want to Know What Love Is. Y descansar. Descansar de verdad, sí, aunque fuese en un deprimente cuarto, vacío de recuerdos y falto de la decoración necesaria para ser capaz de identificar a quién podría custodiar. Su habitación en Hammondland podría ser suya o de cualquier otra persona o, a estas alturas, criatura.

Estaba acostumbrada a no tener demasiado. Aun así, en Sceneville al menos tenía su dormitorio, su guarida privada en la fría y distante casa Moon. Y luego, en el cuartel subterráneo de Ben, su habitación tenía... encanto. Era única, con todos aquellos cables, las radios, sus inventos... Ese lugar decía a gritos que pertenecía exclusivamente a una persona, a Ben, a su querido garante.

¿Gracioso, verdad? Al final, ninguno de los tres parecía sentirse bien en Hammondland; Matt por todo el daño que había causado en el pasado, Ben por haber acudido a él, y Star por... una mezcla de infortunios, hechos y cuestiones que no podía identificar con claridad.

—Entonces, ¡¿qué narices hacemos aquí?! —masculló para sí misma.

Si lo pensaba bien, en una cosa Matteo Eville tenía razón, y eso le reconcomía por dentro: era el único que podría ayudarles a diseccionar cada imperceptible detalle sobre el Dómine y su séquito. Necesitaba averiguar todo lo posible sobre ellos. Lo último que recordaba con claridad era el rostro de Beros, sus ojos suplicantes pidiéndole que huyese con ellos a un lugar llamado... La Colmena. Sí, eso era. La Colmena.

No había tenido tiempo de asimilar todo lo que había presenciado en el templo. Había una niña de ojos rojos que escupía púas de metal, un hombre cuyo rostro se convertía en piraña, una mujer ruda y fuerte como la piedra... ¿Qué habría sido de ellos? A veces, le invadían estos pensamientos. ¿Acaso se habían salvado? No obstante, en ese momento, no le quedaban fuerzas para autoflagelarse. Solo le apetecía meter la cabeza bajo la almohada y dormir. Dormir de verdad, sin viajes astrales extraños a un pasado que presumía era el real.

La muchacha bostezó, se rascó los párpados con las yemas de los dedos, se echó los dos mechones blancos tras las orejas y se colocó los auriculares de camino al piso superior. Podría haberse atomizado, pero lo cierto es que Star tenía la ligera impresión de que si lo hacía, Matt sería capaz de sentirlo dentro de él. Recorrió los pasillos de Hammondland bajo las notas de Foreigner. Cuando escuchaba música, todo se le antojaba cinematográfico, como si estuviera dentro de una película. Por ejemplo, los pequeños detalles se tornaban más evidentes y adquirían un encanto que, sin música, no estarían ahí.

Hammondland contaba con infinitos corredores, puertas, estancias y secretos, y Star, inmersa de lleno en sus pensamientos, terminó por perderse entre los recónditos espacios sin remedio.

Caminó sin caer en la cuenta de que no se encontraba en el pasillo que daba a su ansiado destino durante varios minutos. Después, al ver que no situaba en el mapa de su cabeza ninguna de las salas que llegaba a observar desde allí, frenó un momento para tratar de pensar y reconducir su camino.

No lograba recordar exactamente cómo había alcanzado esa sección del seminario en ruinas. No se parecía en nada al área en el que vivía con Matt y Ben. En esa parte todavía se conservaba la estructura de una edificación curiosa, en la que las columnas no recorrían en línea recta el espacio entre el suelo y los prolongados techos. Los pilares parecían troncos de árboles esculpidos en mármol de una selva desordenada, sufrían muescas y partes roídas, y había algo más, restos de un material rugoso.

La muchacha se acercó y advirtió cómo de las columnas nacían las espinas de una planta. Solo había visto esa planta en una ocasión, en el cuartel de Ben. Se trataba de una Nepeta Cataria, hierba para gatos. Quizá cientos de años atrás, la sala había estado a rebosar de garantes felinos.

Por un momento, se le pasó por la cabeza huir. «Viejos reflejos», pensó para sí. La antigua Star habría dejado que cundiera el pánico o habría salido escopeteada, sin rumbo fijo, hasta caer en el delirio. Sin embargo, esa Star Moon, a pesar de haber pasado unos días pésimos, sumida en un colapso interno provocado por la tristeza, la soledad, la sensación de haber sido traicionada y de no controlar su destino, el asesinato de su mejor amiga y la pérdida de su vida pre mórtem, jamás habría huido. Recordó aquella marioneta feúcha que se había topado en los jardines de la mansión Eville hacía casi un año. Ese esqueleto que tanto le había asustado. «¡Atrévete! ¡Atrévete conmigo ahora!», desafió mentalmente. La nueva Star habría investigado, se habría enfrentado a lo que fuera, y eso fue lo que decidió hacer.

Dejó el sueño y las ganas de esconderse bajo la almohada a un lado, y continuó caminando. Cuanto más alcanzaba a ver de Hammondland, más se le parecía a un viejo castillo amurallado en ruinas. Su estructura no era precisamente la de una torre medieval como los que acostumbraba a ver en el Ghouls 'n Ghosts del 𝕃𝕆𝕊𝕋 𝔸ℝℂ𝔸𝔻𝔼. Pero sin duda, se trataba de una fortaleza consumida por el paso del tiempo.

Después de vagar un rato, se topó con una enorme puerta de madera robusta, vieja y magullada. Star trepó con la mirada, curiosa. «No. No podía ser, era demasiada... casualidad». Se aproximó con suavidad a ella, incapaz de cerrar la boca por la inesperada sorpresa, y paseó sus manos por las figuritas que surgían de la madera en relieve: un parto, una boda y un funeral. Exactamente el mismo estandarte que decoraba los balcones de la casa Moon. «¡Lo que me faltaba! Esto es muy raro... ¿Cuánto más hay oculto?», pensó. Deslizó sus dedos hasta el pomo de la puerta y la abrió.

El gélido aire de las montañas de Strana le golpeó la cara, pero no recibió este hecho como algo desagradable. Al contrario. Dejó que el frío ambiente le acariciara el rostro con cierta dulzura. Por desgracia, Star había olvidado lo liberadora que podía ser la sensación de ser una persona normal. El encierro estaba durando demasiado y hacía meses que no pisaba el asfalto de la calle. Tampoco había mantenido una conversación con nadie más que no fueran Ben, el garante traidor, y Matt. Y de este último, mejor ni hablar.

Elevó la mirada y ante sus ojos se dibujó un hermoso armazón de mármol que se extendía bajo la niebla de la noche, y que unía su viejo edificio con otro gemelo. No dudó ni un solo segundo. Movió la pierna y puso un pie delante de otro, hasta cruzar el camino, convencida de emprender cualquier aventura que le hiciera olvidar sus responsabilidades, y le ayudara a recuperar su apetito de diversión.

A medida que alcanzó el punto medio de la pasarela, ralentizó el paso. Se sentó y dejó que sus piernas colgaran hacia el vacío, apoyando la frente contra la piedra. Se quitó los auriculares y los soltó sobre el cuello, para escuchar el canto salvaje del viento al susurrar.

Estaba a muchísimos metros de altura y apenas se distinguía el fondo que se escondía bajo un manto de negrura y niebla. Sí era posible intuir un paraje de cientos de miles de copas de árboles; un bosque de prósperas coníferas. Más allá, se extendía la silueta de algunos montículos naturales: las colinas. Sin duda, un sitio precioso en medio de la nada. «¿Cómo no podía haberlo visto antes? De hecho, ¿dónde narices se situaría Hammondland en un mapa?».

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https://youtu.be/8ubDScdHoDU

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