CAPÍTULO 33: El Bosque de los Lamentos

Tenía que moverse rápido. Tan rápido como le fuera posible. Por esta razón se inclinó, acarició la nieve, que se derritió entre sus dedos, y dejó que una pulsión envuelta en rabia envolviera su estómago, dejando que el fósforo oscuro se encendiera justo en ese punto de su cuerpo. Propulsó su Entherius en línea recta, provocando un fuego que derritió la nieve, abriendo camino a su paso.

Corrió en dirección a Hammondland, pisando allí donde el suelo de adoquín podía verse entre el manto blanco. No tenía otra opción: debía poner en conocimiento de Ben y de los demás, todo lo que había acontecido en Strana aquella noche, y en particular, la catástrofe que intuía que estaba por llegar, después de utilizar en varias ocasiones su materia oscura.

Atravesó algunos callejones que, hasta ese momento, siempre había visto concurridos, pero que después de la tormenta solo guardaban el silencio entre sus ángulos milenarios de piedra. Dejó atrás los arbotantes de la magna catedral situada en el corazón de la ciudad. Los arcos de piedra eran prácticamente los únicos restos que quedaban en pie entre los escombros de la estructura. Bajo una pendiente, y sin saber muy bien cómo, se tropezó con la linde de la urbe, que se integraba progresivamente con un espeso bosque. Había cruzado Strana con tal velocidad, que no se percató hasta entonces, de que había dejado atrás la entrada puzle a Hammondland. Aquella oculta en las profundidades del río.

Se detuvo un momento para aclarar la mente y decidir qué hacer, pues el umbral de las aguas quedaba demasiado lejos de allí, y demasiado cerca del último lugar donde había visto a Terence, a quién al parecer había dado esquinazo en la destartalada casucha, por fortuna.

A su derecha, localizó un cartel de madera que decía: «Bosque de los Lamentos». Star se inclinó para echar un vistazo rápido hacia la negrura. La nieve parecía no haber penetrado la arboleda.

—Qué extraño... —murmuró para sí misma—. Apoyó la mano en el tronco del primer abeto que marcaba el inicio de la maleza, y se adentró en él, con curiosidad, sin dejar el miedo a un lado. Era extrañamente cierto, el temporal de nieve parecía haber arrasado con todo el terreno, excepto aquel bosque que desde las alturas había observado Star tantas veces. Desde la azotea de Hammondland siempre le pareció inmenso, pero desde dentro, la grandeza del terreno se veía incluso mucho mayor. De pronto, Star recordó el aullido de los lobos. Se estremeció, recibiendo un escalofrío de prudencia. A pesar de que la nieve no había traspasado los muros de hierba, hacía mucho frío, así que con cuidado, Star dejó que el fuego de su Entherius llegara a sus manos. Una bola de fuego del tamaño de una pelota de tenis se prendió. Dejó que la esfera flotase en el aire. Star continuó su trayecto sin más demora, y la bola de fuego ascendió volando, escoltando su estela, como una mascota.

Aquel lugar tenía algo especial, a medida que se iba adentrando más y más en el terreno, el miedo fue disipándose y sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad. Algo se movió a sus espaldas entre los setos, Star se detuvo. Quizá si no fisgoneaba, no vería nada fuera de lugar. Quizá así, si continuaba con la vista fija en su destino, se libraría de una muerte segura. Aunque a decir verdad, cada vez le parecía más sorprendente que siguiera viva después de todo.

La esfera de fuego se acercó a la punta de su nariz, revoloteando a su alrededor, molestándola para que se diera la vuelta. Al final, no le quedó más remedio que, con sumo cuidado, girarse y hacer frente a aquello que se había sacudido entre los altos helechos que cubrían buena parte del suelo.

Atisbó un hocico negro, igual que el de Terence. En consecuencia, retrocedió varios pasos, preparada por si no tenía más opción que atacar. A medida que el cuerpo de aquel animal iba descubriéndose, la intensidad con la que el corazón de Star bombeaba aquella sangre púrpura se incrementaba más y más.

Del busto de aquel animal, emanó otro mucho más pequeño, arrastrándose a duras penas. Eran lobos. Desde luego que eran lobos, pero muy diferentes a los que alguna vez, Star había conseguido encontrar en Sceneville. El pequeño, apenas podía caminar, parecía corto en edad e inexperto. Su pelo parecía suave y era de color blanco polar. El animal de mayor estatura, lucía un pelaje marrón que se asemejaba más al de un oso pardo. Únicamente su hocico se veía más oscuro en comparación.

Star se detuvo, pero los lobos no. Siguieron avanzando despacio a la muchacha, y esta, paralizada por su belleza no pudo articular gesto alguno. Ambos animales poseían una línea de esplendor que recorría todo su cuerpo, una cuerda de luz que trazaba a la perfección la silueta de su piel. Al final, ambos llegaron a tocar a la chica, rozaron su piel contra la de Star, que se inclinó para tocar con cariño a ambos. Después, se alejaron lentamente y la observaron desde la lejanía. La boca del lobo más grande se abrió. Star se tapó los oídos esperando un fuerte aullido, pero en su lugar salió algo más similar al lamento de un fantasma, que lloraba y lloraba sin consuelo.

—Oh, no... —dijo Star, acercándose de nuevo al animal. Volvió a cogerlo entre sus brazos y lo abrazó hundiendo su cara entre su pelo. De pronto, los gemidos de dolor fueron encendiéndose en diferentes puntos del bosque, formando un canto que flotó en el aire de todo el terreno. El corazón de Star se estremeció de una intensa pena que jamás había sentido antes. Se le encogió el alma hasta que, sin previo aviso, unos lagrimones recorrieron sus mejillas—. El Bosque de los Lamentos... —susurró al caer en la cuenta del por qué del nombre.

—Ayúdanos... —escuchó que decía el lobo más pequeño—. Por favor...

—¿A qué? Dime, ¿cómo puedo ayudarte? —se apresuró a preguntar Star, sorbiéndose la nariz sin dejar de llorar.

—No hay ayuda que pueda salvarnos —le recordó la loba más grande a su pequeño, con lo que a Star le pareció una hermosa sonrisa afable—. Llevamos aquí demasiado tiempo, niña. —Esta vez se dirigió a ella—. Somos solo una reminiscencia de lo que aquella vez fuimos... Un lamento estancado en el tiempo.

—No lo entiendo...

—Hammondland fue nuestro hogar, por eso nunca lo abandonaremos, pero no hay salvación para las criaturas que una vez fueron profanadas por el maligno. Vagaremos eternamente en este bosque.

—Sois... las criaturas atípicas que asesinó Michael Eville en la masacre de Hammondland, ¿verdad?

—Algo así... —asintió la loba con gentileza—. Todas nos quedamos aquí, en el Bosque de los Lamentos.

—Lo siento mucho —musitó Star poniéndose en pie—. Siento todo lo que os hicieron... —Los animales no respondieron pero se dejaron acariciar un poco más, apretándose contra las piernas de Star con cariño—. Tengo que llegar a Hammondland... ¿podéis decirme cuál es el camino?

Los lobos echaron a andar. Y Star, seguida de su bola de fuego, continuaron trazando el camino de estos hasta localizar un riachuelo.

—Tendrá que funcionar, chicos —dijo, despidiéndose de los animales—. Gracias por traerme hasta aquí. —Les dedicó una última mirada y se lanzó al río, dejando atrás también la esfera de fuego, pidiendo en su interior que el nuevo plan funcionara.

Una fuerte corriente tiró de ella hacia el fondo. Aquel río parecía mucho menos profundo y por supuesto, mucho menos caudaloso. Sin posibilidad alguna de que alguien pudiera morir ahogado en sus aguas, a no ser que se generara una gran corriente imposible de sortear. Por eso, a Star, aquel tirón de piernas le pilló desprevenida.

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