CAPÍTULO 1: La masacre de Hammondland
Hammondland (en algún lugar del Planeta Tierra), 23 de febrero de 1831
—No debiste hacerlo, Belia.
—No vuelvas a decir eso —ordenó la joven Belia dándole la espalda al chico, mientras cruzaba los brazos como símbolo de firmeza—. No lo vuelvas a repetir. No me arrepiento de nada.
—¿Cómo puedes no arrepentirte con todo... todo esto...? —sostuvo él clavando su mirada, oscura por naturaleza, en los restos y escombros que se apiñaban a su alrededor—. ¿No lo ves? La sangre está por todas partes. Estamos marcados de por vida. Esto es una escabechina.. Va a ser una penitencia perpetua...
—Si estas son las consecuencias que he de pagar para que podamos estar juntos en este lado, no me importa.
—El precio es demasiado alto —respondió el Entherius con cariño, desanudando los brazos de la muchacha para cogerle de las manos—. Mi padre es un monstruo y tú lo sabes —apeló besando la comisura de los labios de ella—. Tu antepasado tenía buenas razones para encerrarlo. Debemos volver al otro lado. Debemos detener esto y encerrarlo de nuevo, Belia.
—¡No! —exigió la joven soltando sus manos—. No, si te pierdo en el camino... —Cogió aire y lo soltó tratando de relajar sus músculos—. Damon. Querido Damon... —continuó abrazándose esta vez a él—. Encontraremos la forma de vivir en paz, te lo prometo.
—Pero el daño... un terrible daño, ya está hecho. La muerte nos asedia. Vivir en paz será una utopía inalcanzable.
Las explosiones, provocadas por la energía oscura derrochada por el Entherius chocando contra el Gravithus de los Sorgeni, retumbaban en edificaciones no muy lejanas. Los lamentos de dolor vulneraban los muros de cada rincón escondido de Hammondland, y el alboroto formado por los Sibum y los Fatus, que habían escapado junto al padre de Damon, podría haberse escuchado en la ciudad de Strana, a lo lejos, si un manto de ensalmo no protegiera la institución con un velo de silencio.
Hammondland brillaba en aquellos años con esplendor. Desde la bifurcación de poder, algo más de un siglo atrás entre Michael Eville y el reverendo Quigen Moon, se habían desarrollado nuevas criaturas. Eran escasas. Tan escasas que todas ellas, a este lado, cabían en un núcleo como aquel. Los Sorgeni o Gravithus convivían con sus garantes, pero también, bajo los redondos tejados, aprendían a controlar su energía algunos Bivithus, birraciales surgidos de Sorgenis y los humanos.
Los módulos de Hammondland eran circulares e imponentes, con decenas de ventanales ovalados que rodeaban la estructura. Cada edificio se erigía sobre una colina diferente. Una colina teñida de hierba verde que se extendía kilómetros a la redonda. Diversos puentes preciosos, cincelados en mármol, se encargaban de unir los edificios individuales, y para acceder, era necesario ascender por una grandiosa escalinata de mármol blanco roto.
Sin embargo, el esplendor de Hammondland, aquel 23 de febrero de 1831, cambiaría para siempre. Ya lo había hecho, y los escombros y el polvo cubrían los suelos que horas atrás pisaban con alegría e ímpetu las criaturas atípicas del planeta tierra.
—¡Eh, tú! —vociferó desde lo alto de un puente en ruinas un ser mitad hombre, mitad tiniebla—. Sí, te hablo a ti, Belia Moon. Ingenua y tonta Belia.
—¡No se atreva a hablarle así, padre! —respondió Damon colocándose frente a Belia.
—Ni li habli isí, padri —se burló este con sorna. Michael Eville no era todavía ni una advertencia de lo que llegaría a ser en el futuro. Todavía se percibían en él atisbos y rasgos de un humano mortal. Igual que su aspecto, su actitud era bastante más inmadura y cruda. El poder oscuro no había hecho mella tanto como lo haría tras desatar a conciencia la devastación de aquella noche. Aún estaba por cometer las atrocidades necesarias para dejar atrás, y por completo, su condición humana.
—No le permito...
—¿Qué, no me permites, Damon?
—Si Belia no nos hubiera liberado, seguiríamos al otro lado. Téngale el respeto que se merece.
—Así es —dijo esta vez, con la profundidad de sus entrañas, pronunciando unas palabras concienzudamente escogidas—. De ahí mi apreciación de lo ingenua y tonta que es.
—La amo —confesó Damon con firmeza.
—Está claro. Y ella te ama a ti, pero por desgracia, eso no cambia nada. Esto... —continuó mientras de un salto se colocaba frente a ellos en un abrir y cerrar de ojos—. ESTO es más grande que tú y que ella.
—Señor... —habló Belia por primera vez—. No me arrepiento de haber abierto el portal —dijo haciendo una pausa para coger aire—. Si así... puedo tener a mi Damon a este lado. —Damon giró bruscamente la cabeza, incrédulo, y Belia tomó su lugar, acercándose a Michael sin miedo.
—Mmm... —titubeó el hombre analizándola de arriba a abajo—. Puede que...
—Le juro que haré lo que sea necesario —sentenció Belia entrelazando uno de sus brazos con el brazo del Entherius.
—¿Incluso, traicionar a los tuyos? —inquirió Eville desafiante, levantando ligeramente la barbilla y las cejas.
—Ya lo he hecho. —Michael Eville no respondió. Antes de que Belia hubiera terminado la frase, ya había desaparecido. Y en ese instante, comenzó el final más sangriento de una masacre histórica.
Una feroz agresión había inaugurado el amanecer de aquel día frío y lluvioso. Cuando el sol se hacía hueco entre las nubes grises y aún no había alcanzado apenas el límite con la tierra, un ejército de desconocidas bestias había asaltado la inquebrantable fortaleza de Hammondland.
Se suponía que debían permanecer encerradas. Años atrás, el reverendo Quigen Moon había utilizado todo su poder para proteger al mundo desterrando bajo el sedimento de una cueva, a kilómetros de allí, a la promesa de un futuro regido por las llamas de un poder aterrador.
Encarceló a un hombre que, en libertad, cambiaría el curso de la historia. Lo retuvo alimentándolo, cada 31 de octubre, con un sacrificio de carne humana. Lo que jamás se imaginó Quigen Moon es que sería su propia descendiente, Belia, quien abriría las puertas del infierno. Con el paso de los siglos, al otro lado, junto a Michael, surgieron otros monstruos, y de su propio seno, emanó Damon, un vástago creado con su propia carne.
Horas después del asalto, los cuerpos de decenas de criaturas atípicas yacían ensangrentadas en el suelo. Muchas de ellas mutiladas, otras parecían no haber sufrido daño alguno, no obstante, sus ojos no se movían y sus pechos no bailaban siguiendo el ritmo del aire. Algunas dormían eternamente en su forma humana, mientras otras, habían perdido la vida en su otra forma, permaneciendo así para siempre.
Decenas de garantes habían muerto en la batalla que les había sorprendido aquella mañana y que se había originado sin remedio. Pocos quedaban ya, pues su labor era interponerse entre su protegido y cualquier amenaza. Los garantes fueron los primeros en caer. Los Sorgeni se contaban con los dedos del cuerpo de un Jaukam, y de estos, que había escasos, ya no quedaban. Tampoco quedó ningún Bivithus. Tras el caos y la muerte, solo quedó el silencio y una ruina manchada de vísceras que no pudo recuperarse jamás.
Perecieron demasiados en la masacre de Hammondland. Tantos, que ningún Gravithus, excepto Belia, moró la tierra durante años. Tantos, que ningún garante, excepto su protector, Ben, vivió para ver cómo el mundo dejaba de ser lo que siempre había sido para él.
***
—Ah, Star, estás aquí. Llevo buscándote todo el día. —Star salió de su ensoñación con la voz de Ben llamándole desde la puerta de su habitación, o lo que se suponía que era su habitación allí, en Hammondland. Había visto con sus propios ojos la masacre, había olido la sangre fresca de los cuerpos desmembrados, había sentido la tristeza de la muerte de todas aquellas criaturas que jamás antes había visto—. ¿Estás bien? Te veo un poco ida...
—Sí, todo bien —mintió esta, tratando de dibujar una falsa media sonrisa en sus labios.
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¡Holaaaa! Ay, qué ilusión me hace este primer capítulo del segundo libro de Star Moon. Cuando empecé esta historia no sabía que sería de ella, pero estoy tan contenta de poder continuarla... Estoy deseando saber qué te ha parecido ✨
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