6
Los días pasaron, y los nombres "Aya" y "Melek" se convirtieron en tema recurrente dentro del harem. El rumor se esparció rápidamente: la nueva mujer enviada por la madre sultana había reemplazado a Aya en la noche del jueves, un lugar que había sido exclusivo de la favorita por años. Aunque Melek no había recibido más bolsas de oro, había conseguido algo igual de valioso: el privilegio de pasear por los jardines con libertad, un honor reservado solo para unas pocas.
Aquella tarde, Hurrem Sultan decidió invitar a Melek a su mesa bajo la carpa custodiada por guardias. Cuando Melek llegó al jardín, notó que no estaban solas. Aya Hatun estaba sentada junto a su hija, Humasah. El ambiente se tornó tenso en el momento en que la niña clavó sus ojos en la recién llegada.
—No quiero compartir con la criada, abuela —dijo Humasah con la audacia propia de su sangre.
Hurrem mantuvo la calma, pero su voz no dejó lugar a dudas cuando respondió.
—Eso no es decisión tuya, Humasah.
La pequeña princesa frunció el ceño, preparándose para responder, pero antes de que pudiera decir una palabra más, su madre, Aya, le lanzó una mirada de advertencia. Era una mirada que no necesitaba explicación. Humasah bajó la cabeza, callada, pero su descontento era obvio.
—Come en silencio, Humasah —murmuró Aya, sin dejar de observar a Melek, sus ojos reflejando una mezcla de tristeza y resignación.
Melek, incómoda pero decidida a no mostrar debilidad, mantuvo la cabeza alta.
—Parece que los jardines te sientan bien.—comentó Hurrem, rompiendo el silencio incómodo mientras le servían un poco de comida a Melek—. Espero que sepas valorar este privilegio.
—Lo valoro mucho, mi sultana.—respondió Melek con una leve inclinación de cabeza, consciente de que, aunque estuviera sentada a la mesa de Hurrem, cada acción o palabra eran observadas y juzgadas.
Una vez más, la pequeña princesa Humasah no pudo contenerse y, con tono altanero y desafiante, lanzó sus palabras hacia Melek.
—Mi padre ha sido muy amable contigo. Las esclavas no tienen el privilegio de recorrer el jardín de mi familia.—dijo, con esa mezcla de orgullo y resentimiento infantil que reflejaba el descontento de su madre.
Melek sabía perfectamente de dónde provenía el resentimiento de la niña. Era consciente de que, por su culpa, Aya Hatun había caído en desgracia, y que la tristeza de la madre se reflejaba en los ojos de su hija. Sin embargo, a sus 17 años no podía evitar sentirse atacada. El orgullo le quemaba el pecho, y antes de poder detenerse, respondió de manera firme, pero con un tono pasivo-agresivo.
—Si su majestad me ha dado el privilegio significa que me considera parte de su familia.—dijo Melek mientras mantenía la mirada fija en Humasah.—Quizás pronto le dé un hermano, un príncipe digno del trono.
El ambiente en la mesa se tensó de inmediato. Humasah se quedó boquiabierta ante la respuesta, incapaz de creer la osadía de Melek.
—¿Cómo te atreves? —exclamó la niña, levantándose de su asiento. Aya Hatun la tomó del brazo antes de que pudiera hacer un escándalo mayor, mientras Hurrem observaba la escena con una leve sonrisa, satisfecha de ver cómo Melek era capaz de defenderse por sí misma, aunque la situación estuviera al borde del caos.
—Humasah, eso es suficiente —intervino Aya con voz tranquila, aunque sus ojos revelaban una tormenta interna.—Tu comportamiento no es digno de la hija del sultán.
La niña, furiosa, se soltó de su madre, pero obedeció. Mientras tanto, Melek, aunque intentaba mantener la calma, podía sentir el latido acelerado de su corazón. Había cruzado una línea, lo sabía. Pero no estaba dispuesta a retroceder ni a mostrar debilidad.
—Disculpe, mi sultana, no quise ofenderla —dijo Melek, con una sonrisa tan falsa como sus palabras, mientras observaba a Mehmed acercarse tras su entrenamiento con un bey distraído. La tensión en el aire era palpable, y Melek sabía que debía aprovechar la situación—. No quisiera que nos lleváramos mal. Por favor, permítame compensarla de alguna forma. Estoy segura de que podemos... entendernos.
Humasah la miró con desprecio, como si cada palabra que salía de la boca de Melek fuera una puñalada. La joven princesa, acostumbrada a la devoción y respeto de todas las mujeres del harem, no podía tolerar la insolencia de aquella odalisca que, en cuestión de días, había pasado de ser una sirvienta desconocida a la nueva favorita de su padre.
—No quiero nada que provenga de ti, esclava.—escupió Humasah, cada palabra cargada de veneno—. No eres más que una intrusa.
El lugar quedó en un tenso silencio. Melek mantuvo su sonrisa, aunque el brillo en sus ojos revelaba el desafío. Antes de que pudiera responder, el sonido de pasos firmes resonó. Mehmed fue anunciado.
De inmediato, todas las mujeres, excepto Hurrem, se apresuraron a hacer una reverencia. Humasah corrió hacia su padre sin importarle lo sucio de su atuendo. Se lanzó a sus brazos con el mismo cariño de siempre, aferrándose a él como si quisiera que nunca más se alejara. A sus cortos años, la pequeña ya había comenzado a sentir el peso de los asuntos del harem, sobre todo de la nueva favorita que, según ella, había destruido su familia y le estaba robando tiempo con su amado padre.
—Hace tiempo no venías a comer con nosotras, padre.—Habló con la mirada herida mientras abrazaba su cuello con fuerza.
Mehmed, acarició suavemente el cabello de su hija. Los asuntos del harén no tenían cabida en su mente, y menos en ese momento.
—Humasah, los hombres de estado tienen muchas responsabilidades. —Le dio un beso en la frente, sin un atisbo de culpa en su tono—. Debes entender que gobernar requiere sacrificios.
La niña frunció el ceño, pero antes de que pudiera replicar, Mehmed dejó una última caricia en su mejilla. Sin apartar la mirada de su hija, también le dirigió una breve atención a Aya, su madre.
—Aya Hatun —pronunció con voz baja, casi como un susurro—. Sabes que siempre serás bien recibida en mis aposentos.
Aya asintió en silencio, mientras Melek sentía en su interior un torbellino de emociones que la asfixiaban. Sin embargo, no era el momento de desatar sus sentimientos. Sabía que cualquier escena de celos sería inútil.
—Melek Hatun, ven conmigo.—La voz firme de Mehmed resonó, esta vez dirigiéndose a la mujer que ahora se encontraba bajo su favor.
Sin atreverse a desobedecer, Melek se acercó, sintiendo las miradas inquisitivas sobre ella, pero con la cabeza alta y con una sonrisa de victoria.
Melek trabajaba con delicadeza, cada movimiento del jabón deslizándose sobre la piel de Mehmed era cuidadoso. El vapor llenaba el cuarto, envolviéndolos en una atmósfera íntima. Ella sabía que él no era como otros hombres, que el poder y la frialdad le habían endurecido el alma.
—Disfrutó mucho de su compañía, majestad.—murmuró Melek con una sonrisa seductora.
Mehmed, sin molestarse en girarse, dejó escapar una risa baja y seca.
—Si estás aquí creyendo que tienes algo que ofrecerme que aún no he tomado, te equivocas.—dijo, enderezándose en su asiento con los brazos cruzados lentamente, cada gesto mostrando autoridad.—¿Tú qué tienes para ofrecer que aún no he destruido?
Melek se detuvo un segundo, la pregunta resonando en sus oídos. Ella sabía que él probaba su temple, desafiando su fortaleza. Sus manos, hasta entonces ocupadas en lavar, se deslizaron con confianza por los hombros del sultán, y en un movimiento audaz, se sentó en sus piernas, enfrentando su mirada. Sus respiraciones se encontraron, tensas y cargadas de una mezcla de desafío y deseo.
—Mi corazón —susurró Melek, sus ojos clavados en los de Mehmed.
—¿Tu corazón?—repitió, con incredulidad en su tono.—¿Crees que me interesa? ¿Qué importancia tiene el corazón de una mujer?
—No, majestad. No le importa ahora. Pero llegará el día en que todos sus títulos, todas sus victorias, no le traerán paz. Y en ese momento, recordará que destruyó el único corazón que no quiso controlarlo... sino amarlo.
Los ojos de Mehmed se oscurecieron por un momento, como si esas palabras le hubieran alcanzado en lo más profundo de su ser, pero no lo demostraría. No podía permitir que nadie supiera que algo de lo que decía esa mujer le importaba, ni siquiera a sí mismo. Con un leve movimiento, apartó a Melek de sus piernas y se puso de pie.
—Tus palabras son solo sueños de una mujer desesperada.—dijo fríamente, caminando hacia la salida del baño.—Recuerda tu lugar, Melek. No te atrevas a creer que puedes cambiar lo que soy.
Sin embargo, cuando salió, la sensación de su cercanía y el eco de sus palabras parecieron seguirlo, como una sombra de algo que aún no comprendía por completo y Melek lo sabía.
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