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Melek había agradecido internamente cuando Mehmed se cansó de ella, sentía dolor no solo físico, su corazón tenía un vacío. Mientras el sultán dormía satisfecho a su lado, ella se mantuvo viendo a un punto fijo de la habitación, en toda la noche no había podido cerrar los ojos a pesar del agotamiento. Intentaba meterse a la cabeza las palabras que los eunucos le habían dicho sin parar desde el primer día, "Estas aquí para complacer a su majestad, bendecida serás si le das un hijo"

—No tienes nada más que hacer aquí. Vístete y retírate.

La joven de rubia cabellera se sobresaltó al escuchar al hombre que la había despojado de su virtud, Mehmed todavía cubierto por la fina sábana había despertado. Era bien sabido en el harem que la única mujer que compartía las mañanas con el, era la madre de su hija aunque en los últimos meses solo lo acompañaba hasta el desayuno para después cumplir con sus labores de madre.

Melek decidió que no podía marcharse sin decir algo. Sabía que sus palabras debían ser cuidadosas, o correría el riesgo de perder lo poco que había logrado.

—Majestad.—comenzó con voz suave—.Sé que soy solo una más entre muchas que han pasado por aquí, pero...

Mehmed la observo con la misma mirada fría. Dejó que sus palabras se suspendieran en el aire, sin indicarle si debía continuar. Era como si quisiera medir su valentía, su astucia.

—No vine aquí buscando solo su favor, vine porque creo que su majestad merece algo más que la sumisión de quienes le temen o desean su poder.

—¿Y qué es lo que crees que merezco, Hatun?—preguntó, su voz baja, pero con un filo peligroso.

Melek sostuvo su mirada, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza, pero no podía mostrar temor.

—Lealtad verdadera, —respondió con firmeza—, alguien que no solo se arrodille por obligación o miedo, sino porque entiende la carga que lleva y está dispuesta a compartirla. No soy una amenaza para su majestad, sino un apoyo, si me permite demostrarlo.

Mehmed permaneció en silencio un momento, observándola detenidamente. Se inclinó un poco hacia ella, sus ojos escrutándola, buscando alguna fisura en sus palabras o su expresión.

—¿Apoyo? —repitió, con una ligera sonrisa que no alcanzó sus ojos mientras acercaba su mano a la joven para acariciar sus labios con su pulgar.—Mis hermanos también dijeron ofrecerme apoyo. ¿Sabes lo que pasó después?

Melek no desvió la mirada, incluso cuando sintió el peso de su furia contenida. A pesar del miedo que sentía, el tacto del sultán le hacía sentir cosquilleos en todo su cuerpo.

—Ellos traicionaron su confianza, —respondió ella con calma—, yo no cometeré ese error.

Mehmed la observó unos segundos más antes de soltar su rostro. Su mirada aún era dura, pero ya no la despedía con la misma frialdad.

—Vete.—dijo con tono firme.

Se levantó con la misma gracia con la que había llegado, vistiendo su adolorido cuerpo finalmente se retiró rezando por volver a ser llamada una noche más.


Las criadas estaban reunidas en el harem, charlando en voz baja y compartiendo el pan de la cena. Los murmullos llenaban la estancia, pero todos los ojos se posaban en una sola persona: Melek. Desde su llegada a los aposentos del sultán, algo había cambiado en el aire, y el hecho de que estuviera bajo las faldas de Hurrem daba mucho de qué hablar.

De repente, una Kalfa se acercó sigilosamente a Melek, con una bolsa de monedas de oro en las manos. La dejó con suavidad sobre la mesa frente a ella, provocando que el tintineo de las monedas rompiera el incómodo silencio. Todas las miradas se cruzaron al instante, llenas de asombro y envidia. La madre sultana esbozó una leve sonrisa antes de susurrar

—Su majestad ha sido generoso contigo.

Melek miró la bolsa, su expresión impasible. No quería mostrar ni demasiado orgullo ni inseguridad. Sabía que todos la observaban y que su siguiente movimiento sería crucial. Alcanzó la bolsa con delicadeza, como si estuviera acostumbrada a tales gestos.

—Solo cumplo con lo que espera de mí, Valide.—respondió en voz baja, mirando de reojo a las mujeres que la rodeaban.

—Cumplir no es suficiente para obtener oro de su mano, —comentó una de las criadas que en el pasado compartí la cama de Mehmed, con un tono entre admiración y recelo.

—Quizás, —respondió Melek con una ligera sonrisa—, es porque no soy como las demás.

—¿Y cómo lo lograste? —preguntó otra criada, inclinándose un poco hacia ella—, Ninguna ha sido recompensada, y tú...

Melek levantó la vista, evaluando las caras curiosas alrededor. Sabía que en ese lugar, las palabras podían ser tan peligrosas como las espadas.

—El sultán no necesita a alguien que simplemente lo entretenga por una noche, —dijo con calma—, necesita a alguien que entienda su corazón y sus responsabilidades.

Las mujeres la miraron, algunas desconcertadas, otras intrigadas. Melek no les debía más explicaciones, pero quería plantar una semilla de duda y respeto.

Hurrem la observó en silencio, antes de esbozar una sonrisa astuta.

—Has movido bien las piezas del juego, Melek, —comentó la mayor—, pero recuerda, el palacio tiene muchas reglas... y jugadores que están dispuestos a todo para ganar.

Melek no se retiró. Mantuvo su postura erguida y firme, pero sus ojos calculadores, se cruzaron con los de otra mujer sentada al otro extremo del harem. A su lado, una niña con la misma mirada penetrante la observaba con una intensidad que la hizo dudar por un momento.

Hurrem, siempre atenta a los detalles, se inclinó levemente hacia Melek, y en voz baja, le explicó con la sutileza de alguien que conoce cada rincón de aquel palacio:

—Esa es Aya Hatun, —susurró—, favorita de Mehmed desde que él era un joven príncipe en Manisa. Y esa niña es Humasah, su hija.

Melek observó a la mujer, cuya serenidad contrastaba con la actitud tensa y furiosa de la niña a su lado. Aya Hatun no la miraba con ira ni celos, como Melek habría esperado. En lugar de eso, su rostro mostraba una profunda tristeza, y algo más inquietante... preocupación.

—Aya aún es llamada cada jueves para acompañar al sultán, —continuó Hurrem, con los ojos clavados en la escena—, una costumbre que ha mantenido desde los días en que él no llevaba la corona, pero ya no con la misma frecuencia. Mehmed confía en ella más de lo que confía en nadie aquí, pero ese lugar, Melek, está tambaleando.

Los ojos de Melek siguieron los movimientos lentos de Aya Hatun, quien, sin una palabra, se levantó de la mesa. Sabía que las miradas de todas las mujeres en la sala estaban sobre ella, observando cómo la sombra del antiguo afecto de Mehmed salía del salón. No obstante, no hubo ni un atisbo de confrontación en Aya. No había señales de competencia abierta, solo una melancolía contenida que pesaba en el ambiente.

Humasah, en cambio, mantenía sus ojos fijos en Melek mientras su madre recogía el velo y se preparaba para salir. Esa niña, tan pequeña y ya tan consciente de las dinámicas del poder en el palacio, irradiaba una furia silenciosa que contrastaba con la calma de Aya.

Con cada paso que Aya daba hacia la salida, las conversaciones en la sala disminuían hasta quedar en absoluto silencio. Finalmente, cuando ambas desaparecieron por el pasillo, Hurrem habló de nuevo, esta vez con una nota de advertencia:

—No te dejes engañar por su calma, Melek. Aya puede no mostrar ira, pero Humashah... La niña aún no entiende su lugar, y con el tiempo, podrías ser tú quien le enseñe a aceptarlo. O ella a ti.

Melek asintió levemente, Aya no era una enemiga, pero tampoco una aliada. Y mientras la cena continuaba en silencio, Melek supo que aquella batalla no sería ganada solo en los aposentos de Mehmed, sino en cada rincón del palacio.

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