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—El castigo para los traidores es la muerte, como dictan las leyes.—Pronunció Mehmed con voz firme.

Frente a él, Selim, Bayaceto y sus descendientes permanecían de rodillas, algunos apenas niños, otros más maduros, todos esperando su destino.
Los que alguna vez fueron su familia, aquellos con quienes compartió juegos, sueños e incluso juramentos, ahora aguardaban su final. A su alrededor, los soldados que habían sido sobornados y traicionado al sultán también estaban listos para enfrentar la justicia de Mehmed.

—¡Que todos lo vean y lo recuerden! —Habló desde su trono, su mirada dura.—¡Yo soy el sultán, el único gobernante de este imperio! ¡Aquel que se atreva a desafiarme, sea sangre de mi sangre o no, conocerá el mismo destino!—Su voz resonaba como una daga en el corazón de los presentes—iNo importa quién lo intente, no me importa cuán cercanos crean estar a mí! Todos pagarán con su vida si osan cuestionar mi poder.

Los ojos de Mehmed, antes llenos de vida, ahora reflejaban frialdad. En ese instante, al dar la orden que sellaba el destino de sus hermanos y sobrinos, algo dentro de él murió junto con ellos. Mientras la sangre de los principes manchaba el suelo, Mehmed sentía cómo la última chispa de humanidad que le quedaba se extinguía para siempre.
El sultán se levantó de su trono, mirando a los cuerpos abatidos.

—¡Este es el destino de los traidores!—Gritó con una dureza inhumana.—¡Que ningún hombre, mujer o niño olvide jamás el precio de desobedecer al sultán!

Hurrem despertó sobresaltada, su cuerpo empapado en sudor frío. Las pesadillas la seguían, siempre la misma visión: la ejecución de sus hijos, uno tras otro, bajo las órdenes del sultán. Frakia Kalfa, su fiel sirvienta, corrió a su lado, alarmada por los gritos ahogados de su sultana.

—Sultana, tranquila... estoy aquí —susurró, tratando de calmarla mientras le ofrecía un paño para secarse la frente.

Hurrem respiraba con dificultad, su mente todavía atrapada en las sombras de sus temores. El sultán, su amado hijo Mehmed, la había apartado de todos los que alguna vez llenaron su vida de amor. Mihrimah había sido castigada con el exilio. Todos sus títulos y honores le habían sido arrebatados, su riqueza transferida al tesoro imperial para financiar las futuras campañas del sultán. Lo que antes era un imperio lleno de vida para Hurrem, ahora se sentía como una prisión de soledad.

Aunque nunca lo diría en voz alta, Hurrem ya no sentía el mismo amor por su primogénito. En su corazón, algo se había roto. No lo odiaba, pero el afecto que alguna vez la había llenado de orgullo y ternura se había desvanecido. Ahora, cada vez que pensaba en Mehmed, sentía una punzada de dolor, una amarga mezcla de pérdida y decepción.

Frakia Kalfa la observó con preocupación, consciente de que su sultana estaba perdiendo la batalla contra sus propios recuerdos y emociones. El lugar que alguna vez Hurrem había construido para proteger a su familia se desmoronaba, y lo único que quedaba era el frío vacío dejado por la traición de su propio hijo.

—Dime, Frakia, ¿las muchachas han llegado ya?

—Así es, mi sultana —respondió la kalfa con una leve inclinación—. Se han escogido a las más hermosas para ser enviadas a los aposentos de su majestad.

Hurrem asintió lentamente. Tal vez lo único en lo que Mehmed aún respetaba su opinión era en la selección de las mujeres que enviaba a su cama. Cuando era joven, soñaba que siendo madre sultana, el poder estaría en sus manos. Sin embargo, en ese momento parecía tener menos influencia que cuando se casó con Suleiman. Mehmed no le permitía involucrarse en asuntos políticos, y ella temía constantemente ser acusada de traición. Él ya había demostrado que no tendría piedad con nadie, ni siquiera con ella.

—Yo ya no puedo ayudar a mi hijo... —susurró Hurrem, pensativa—. Tal vez una buena mujer pueda hacerlo.

—¿Y qué hay de Aya Hatun? —preguntó con cautela Frakia Kalfa.

—Aya es la favorita de mi hijo, madre de la única princesa de la dinastía —respondió Hurrem con un tono distante—. Los jueves santos puede seguir acompañándolo, nunca le niega su compañía... pero cada vez pasa menos tiempo con ella. Ya no tiene poder sobre él.

Hurrem hizo una pausa, su mente viajando a los recuerdos de Aya Hatun. Al principio, ella había sido una figura fuerte, la madre de varios hijos, pero el destino había sido cruel. Uno tras otro, los bebés de Aya habían muerto en la cuna, sin llegar siquiera a la niñez. Aunque Mehmed la seguía llamando a sus aposentos, cada vez lo hacía menos. La sombra de la tragedia los había distanciado.

—Aya ha sufrido mucho... —continuó Hurrem, con un tono más suave—. Sus hijos nunca lograron sobrevivir. Mi hijo la sigue manteniendo cerca, tal vez por costumbre, tal vez por la niña... pero el vínculo entre ellos ya no es lo que era. Ha perdido a todos sus hijos varones, y con ellos, cualquier poder real que pudo haber tenido.

Mehmed, cada vez más impenetrable, se alejaba no solo de su madre, sino también de aquellas que una vez le dieron consuelo.

—Las mujeres en su vida no pueden salvarlo, y yo ya no tengo la fuerza para hacerlo... —murmuró Hurrem, mirando al vacío, como si aceptara una dolorosa verdad.

Aquella tarde, las jóvenes fueron presentadas ante la madre sultana. Hurrem las observó una a una, pero ninguna lograba captar su interés. Aunque sus rostros eran hermosos, la inteligencia que buscaba en una consorte no parecía acompañarlas. Mehmed necesitaba a alguien astuta, no solo una cara bonita. "Quizás Nurbanu hubiera sido mejor para él", pensó con cierta amargura. Pero Nurbanu había sido enviada al Palacio de las Lágrimas, y sus hijas casadas con pashas de bajo rango, lejos de cualquier posibilidad de poder real.

Perdida en sus pensamientos, de repente se anunció la llegada de una nueva candidata. Al verla, Hurrem sintió que algo era diferente. La joven tenía una belleza incomparable, con una mirada inocente que contrastaba con la picardía de su sonrisa. Quizás ella podría ser la llave para devolverle a Mehmed algo de humanidad.

—¿De dónde vienes, hatun? —preguntó Hurrem, con una mirada inquisitiva.

—Mi sultana —respondió la joven reverenciando con gracia—, vengo de Rutenia, muy cerca de su tierra natal. Aún la recuerdan en mi pueblo, y muchos sueñan con el día en que la vean emerger nuevamente, con todo el poder que alguna vez tuvo.

Hurrem sonrió levemente, complacida por las palabras. Aunque sabía que eran un halago calculado, no podía evitar sentir cierta satisfacción al ser recordada como la gran sultana que alguna vez fue.

—Que se retiren las demás —ordenó sin apartar la vista de la joven.

Las otras mujeres fueron llevadas por las criadas, dejando a Hurrem a solas con la muchacha. El silencio llenó la sala mientras la madre sultana caminaba en círculos alrededor de la joven, evaluándola detenidamente.

—No busco a una mujer que solo comparta la cama de mi hijo —dijo finalmente Hurrem, deteniéndose frente a ella—. Necesito a alguien que conquiste su corazón. Alguien que pueda influir en él...

La muchacha la miró con una sonrisa confiada, como si ya supiera cuál sería su destino. Esa mezcla de inocencia y astucia la hacía peligrosa, y Hurrem lo notó de inmediato.

—Pero no te equivoques... —continuó Hurrem, su voz ahora cargada de advertencia—. Mi hijo no es fácil de conquistar. No es el joven príncipe que alguna vez fue. Ahora es un sultán, y su corazón es más difícil de alcanzar que su propio trono.

La joven asintió con una leve inclinación, pero la chispa de desafío en sus ojos no pasó desapercibida para Hurrem. Sabía que esta muchacha tenía la ambición y la astucia necesarias, pero también sabía que, para sobrevivir en ese palacio, necesitaría algo más que belleza y confianza. La madre sultana solo podía esperar que la joven estuviera lista para lo que le esperaba.

—Esta noche te permitiré acompañar a mi león —dijo Hurrem, con un tono calculado—. Si haces las cosas bien, te aseguro que tendrás mi respaldo. Si no... serás como las demás criadas, y tu oportunidad se habrá desvanecido.

La joven, lejos de intimidarse, esbozó una sonrisa astuta. Sus ojos, llenos de confianza, no mostraban ni una pizca de duda.

—No necesito más que una oportunidad, mi sultana. Una sola noche bastará para ganarme el favor de su majestad —respondió con seguridad, inclinándose ligeramente en señal de respeto, pero dejando claro que sabía bien lo que hacía.

Hurrem la observó con atención. Había algo en aquella muchacha, una chispa diferente. Quizás, finalmente, había encontrado a alguien capaz de cumplir su propósito.

—Te haré un regalo —dijo Hurrem tras unos segundos de silencio, mientras recorría con la vista a la joven—. Un nuevo nombre, para que empieces una nueva vida.

La madre sultana lo pensó por un momento, y luego, una sonrisa surgió en sus labios.

—Melek... —anunció—. Significa ángel.

La joven sonrió más ampliamente, ahora tenía en sus manos algo más que un simple nombre, tenía una oportunidad para cambiar su destino, y quizás, el del sultán.

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