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La repentina muerte de Suleiman el Magnífico dejó al Imperio Otomano lleno de incertidumbre. Todo el pueblo aguardaba ansioso, preguntándose quién sería el nuevo sultán, el gobernante del mundo. Con la ejecución de Mustafá, el mayor rival de los hijos de Hurrem, el camino parecía despejado, pero la lucha por el trono apenas comenzaba. La Haseki había dedicado su vida a proteger a sus hijos, no solo de los enemigos externos, sino también entre ellos mismos pues conocía la ambición de cada uno y que para ese punto, ya no tenía control sobre ellos.

Mehmed, el mayor, había sido elegido por el difunto sultán para heredar el poder. Selim, siempre esforzado por ganarse el favor de su padre, no actuaba solo pues su consorte era quien realmente manejaba las piezas del juego. Mientras que Bayaceto contaba con el apoyo de Mihrimah, la Sultana del Sol y la Luna.

—¡Atención! ¡Su majestad, el Sultán Mehmed! —anunció con firmeza el hombre. El joven padishá había llegado a la capital con un semblante sombrío por la pérdida de su padre y sultán.

—Majestad. —Rustem Pasha, el gran visir del imperio se inclinó en señal de respeto.

Rustem había sido clave en los éxitos del imperio, un hombre astuto cuya lealtad jamás fue cuestionada, a diferencia de la de su esposa.

—¿Dónde está su esposa, Pasha? —preguntó Mehmed con una frialdad que sorprendió a los presentes—. ¿Mi hermana, la sultana, no nos acompañará en el duelo?

Rustem vaciló un momento antes de responder, eligiendo cuidadosamente sus palabras. Aunque no compartía los pensamientos de la sultana, conocía sus ambiciones de derrocar al mayor para elevar al menor al trono.

—La sultana partió a visitar al príncipe Bayaceto antes de la tragedia, majestad. Tenga por seguro que llegarán a tiempo para el funeral —respondió, sabiendo que cualquier error podría tener consecuencias fatales.

Mehmed observó a su cuñado con frialdad. Sabía que el matrimonio con su hermana era solo una fachada, él mismo había escuchado las súplicas de su hermana para cancelar la boda.

—En el carruaje está mi favorita, acompañada de mi hija. Asegúrate de que les den aposentos apropiados —ordenó.

Sin esperar respuesta, continuó su camino hacia el interior del palacio. Los hombres lo reverenciaban al pasar, pero Mehmed apenas lo notaba. Su mente estaba atrapada en sus pensamientos, ahora el peso de la corona caía en sus hombros. Nunca imaginó que él sería quien ocuparía el trono, pues todo el imperio había visto en Mustafá al futuro sultán. Pero Mustafá ya no estaba.

Al cruzar cerca del harén, sintió las miradas curiosas de las mujeres. No era de extrañarse. Ninguna había tenido la oportunidad de compartir los aposentos del sultán fallecido, y ahora todas sabían que él era el nuevo gobernante. Estaba obligado a tener herederos, y aunque disfrutaba del contacto carnal, ese no era el momento adecuado. Además, conocía a su madre demasiado bien, Hurrem jamás permitiría que cualquier mujer lo acompañara a la cama sin su aprobación.

—Mi león...—La voz quebrada de su madre lo sorprendió. La viuda y ahora madre sultana se abalanzó sobre él, rodeándolo con sus brazos en cuanto lo vio—. Ahora que tu padre se ha encontrado con la verdad, mi corazón se ha roto, pero sé que estás preparado para gobernar. Mi valeroso Mehmed.

El joven sultán sintió cómo su corazón se ablandaba ante el dolor de su madre. Los ojos de Hurrem estaban hinchados por el llanto, y sus manos mostraban signos de lesiones, seguramente fruto de algún ataque de furia en los que debió haber destrozado su habitación. Finalmente, Mehmed correspondió el abrazo, sin importar que todos lo vieran.

Los días transcurrieron en incertidumbre. Mehmed comenzó a sospechar cuando sus hermanos no asistieron al entierro de Suleiman, ni tampoco a su ceremonia de ascensión. Hurrem trataba de interceder por ellos, buscando excusas para justificar su ausencia, pero la verdad no tardó en llegar a oídos del joven sultán.

—Adelante —ordenó Mehmed, cuando un guardia anunció la llegada del gran visir.

Rustem Pasha entró, reverenciando como era debido, pero la preocupación estaba grabada en su rostro.

—Majestad —dijo, con voz temblorosa—. He hecho todo lo que está en mis manos.

—¿Qué dices? —replicó Mehmed, impaciente—. Sé claro, Rustem Pasha.

El gran visir tragó saliva, consciente de la gravedad de sus palabras.

—Sus hermanos, Selim y Bayaceto, han desatado una guerra el uno contra el otro, majestad. Se dice que... el que gane vendrá por su cabeza.

Por un instante, Mehmed sintió cómo su corazón se hacía añicos. La traición que Rustem describía le resultaba falsa. Por un breve momento, pensó en ordenar la ejecución del hombre que osaba acusar a sus hermanos de semejante traición.

—Es imposible —negó Mehmed, su voz endurecida—. Mis hermanos no tienen los recursos ni la voluntad para semejante atrocidad.

Rustem permaneció en silencio, sabiendo que sus siguientes palabras podían influir en su destino. Su esposa, Mihrimah Sultán estaba detrás de esta guerra fratricida.

—Su hermana, ha financiado a Bayaceto —confesó Rustem, sintiendo el peligro—. Se rumorea que sobornó a soldados para que lo siguieran. En cuanto a Selim... se dice que fuerzas externas podrían estar apoyándolo.

—¡Cómo te atreves! —Mehmed se levantó de golpe, su ira desbordándose—. ¡Es imposible! ¡Mis herederos no serían capaces de cometer semejantes atrocidades! ¡Venir por mi cabeza! ¿Qué clase de mentiras traes ante tu sultán?

Los gritos del padisha resonaron por todo el palacio, haciendo eco de su furia desatada.

—¡Tomaré tu cabeza por esto! —vociferó Mehmed, llamando a los guardias—. ¡Guardias!

Rustem agachó la cabeza, consciente de que su fin estaba cerca. Había aceptado su destino. Sin embargo, la verdad, tarde o temprano, se revelaría, y para su suerte, llegó antes de que perdiera la vida.

Cuando la noticia de que uno de los príncipes había herido de gravedad a su hermano llegó al palacio, Mehmed no tuvo más opción que convocar al consejo. El destino de los traidores sería decidido en esa reunión.

—La ley de sus antepasados lo respalda, majestad —dijo uno de los pashas con su barba alargada y blanquecina—. Usted tomó la capital como lo dispuso su difunto padre... El príncipe que ascienda al trono debe ejecutar a sus hermanos para evitar disputas por el poder.

Mehmed permaneció en silencio por un momento, el peso de sus responsabilidades cayendo sobre él. Se sentía como aquel joven príncipe que había gobernado una provincia remota, pero ahora era el sultán, gobernante del mundo. La inocencia de sus primeros años se había desvanecido, reemplazada por la fría realidad del poder.

—Que la ley caiga sobre quienes osan desafiar mi autoridad —sentenció finalmente—. Traigan a los traidores ante mí.

El consejo quedó en silencio, aceptando su veredicto, mientras Mehmed cerraba la sesión. No sabía que su madre había estado escuchando desde las sombras. En cuanto él salió de la sala, ella se abalanzó sobre él desesperada.

—¡No puedes hacerlo! ¡Son tus herederos! ¡Tus hermanos!—Gritó, su voz quebrada por el terror y la angustia—. ¿Cómo puedes siquiera pensar en semejante atrocidad? ¡Te amaron! ¡Crecieron a tu lado! ¿Cómo puedes matar a quienes comparten tu sangre?

Mehmed apenas la miró, su corazón había comenzado a endurecerse, perdiendo poco a poco la humanidad que lo había caracterizado en su juventud.

—No soy el niño que conociste, madre—respondió con frialdad—. Soy el sultán. No hay lugar para la compasión en un imperio forjado con sangre.

Hurrem, destrozada por la indiferencia de su hijo, cayó de rodillas, suplicando entre sollozos.

—¡Si lo haces, Allah desatará su ira sobre ti!—Gritó con desesperación.—¡La muerte de tus hermanos manchará tu alma para siempre! ¡Te condenarás!

—Allah ya ha dado su veredicto, madre—dijo con una calma aterradora—. Soy el elegido. Y quien desafie mi autoridad, hermano o no, sufrirá las consecuencias. El trono no tiene espacio para rivales.

Con esas palabras, Mehmed se marchó, dejando a Hurrem quebrada, incapaz de detener la cruel transformación de su hijo.

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