Capítulo 8

Alonso veía los papeles dispuestos en su lecho. Cada uno con una letra en particular que conocía bien. Releía las cartas de su hermano con nostalgia y exclamaba con la misma admiración lo que sentía después de recibirlas. Alguna que otra había caído en manos de Federico, él las quemaba sin contemplación antes que siquiera llegasen a las manos de Alonso, pero eso no importaba porque él seguía escribiendo. Vicente entendió por qué unas parecían inconexas, sin respuestas a sus preguntas, como si alguien más las hubiera escrito.

Y no le asombraba.

Respiró hondo y lanzó la mirada al par de puertas que dejaban entrar una corriente de aire, en el exterior Mariel hablaba con convicción con Lucía. El pequeño sonrió con solo verlo. Adoraba a Lucía como si fuera su hermana mayor y quería a Vicente aun sin saber cómo era su rostro, le agradaba la idea de que estuvieran juntos, aunque bien sabía cuáles eran los deseos de ella.

—Se irá —murmuró él esperaba que lo escuchara.

Vicente observó al chico fruncir el ceño.

—Ella se irá y yo también ¿Vendrías con nosotros?

—¿De qué hablas? —preguntó Vicente.

Caminó hacia él inquieto. Temía saber a qué se refería.

—Mama está aquí —murmuró—. Sé que la has visto. Lo dijo. Ella me llevará y tú irás con Lucía. Cuando llegue el momento nos volveremos a ver —musitó en tono confidencial.

—Ella no es mamá —siseó harto de las mentiras—. Ella murió dándote a luz ¡Murió en mis brazos!

—¡No! Vino por mí, por nosotros, siempre estuvo aquí —exclamó aferrado a las sábanas y a las promesas.

—¡Esa cosa es un fantasma, Alonso! Alguna clase de espectro —replicó furioso—. Sí me iré, nos iremos antes del día pautado. Te llevaré conmigo, hoy. Esta noche. —murmuró.

Envolvió al menor en sus brazos.

—Te lo agradezco, hermano —dijo, pero negaba esa posibilidad—. Mamá decía que eras algo así como un caballero antiguo y que podía confiar en ti a diferencia de papá.

—Te llevaré conmigo, Alonso. —zanjó.

Lucía caminaba con prisa junto a Vicente, salió hecho una furia del dormitorio y ella le acompañaba exigiendo respuestas ante su enojo. Lo había escuchado maldecir a sus padres, lo que sea que le estuviera siguiendo y al resto de las personas a su alrededor. No cabía en sí y en su ira. Se detuvo cuando la voz de la muchacha era demasiado como para seguir y cuando la presencia de Federico los había asustado.

Se paseó entre los dos, curioso y encantado. Posó su mano sobre el hombro de Vicente e hizo un ademán para tomar la mano de la joven quien aun sin desearlo aceptó. Tocarlo era completamente desagradable para ella, pero que permitía por compromiso, por educación y porque no tuviera que ser encerrada una vez más.

—Señorita, creo que estará gustosa de saber que su madre ha llegado a la casona —murmuró en tono solemne.

—Gracias por notificarme, señor Fermín —murmuró.

Miró a Vicente con complicidad, él solo asintió e hizo que ella se regresara hacia el salón donde seguramente estaba esperándola.

—Es una gran chica —farfulló irónico—. ¿Ya sabes a dónde ir? ¿Volverás a...?

—Lo haré, si lo haré. aunque me debatía la posibilidad de quedarme, sentía que podías necesitarnos. —Se mofó.

—Lo único que necesito es que mantengas a esa gente lejos. —siseó.

—Pero padre, ¿no será el señor Montés tu futuro socio? Cuanta hipocresía eres capaz de manejar —dijo en un tono altivo y sarcástico.

Federico carcajeó sin gracia, palmeó el hombro de su hijo.

—Si hay algo en que podemos parecernos, hijo, es que sabemos lo que queremos y lo que no. Haz lo que se te ha establecido tal como lo hizo una vez tu hermano mayor que probablemente no esté presente, una pena.

El muchacho, cruzado de brazos, contemplaba los hilos que su padre manejaba sin problemas. También contemplaba cómo los cortaría cada uno, borraría esa sonrisa ponzoñosa con gusto.

Carlota recibía a su hija con los brazos abiertos y la emoción calando en su cuerpo. Esperaba con fervor que el día no llegase y la presentación nunca se diese como lo habían estipulado, sin embargo, lo harían. En cuestión de horas un centenar de personas llegarían a las tierras de la casa Fermín para celebrar el compromiso de su hija con Vicente. Veía a la chica con total emoción y preocupación. Andrés rezongaba viendo el panorama. Había recibido todas las quejas de su esposa mucho antes de que ella apareciera aplacándolas por breves instantes.

Andrés fue testigo de un accidente que no desencadenó en nada peor y otro que era similar a la pérdida de un familiar, pero del que no se dijo nada que fuese relevante. Comprobaba con cada día a quiénes entregaba lo único que le quedaba y esperaba, ciegamente, que el menor de los hermanos fuera capaz de ser educado con ella.

Pero dudaba. Así como lo hacía de seguir adelante y aun así no daba el siguiente paso.

—Pareciera que hubieran sido meses y solo ha sido una semana. Una muy ajetreada, pero solo una al fin. —susurró la joven sosteniendo con fuerza las manos de su madre

Carlota asintió con la cabeza varias veces conmocionada. La tomó en brazos acercándose a su oído.

—Él lo hará, lo prometió —murmuró.

—Lo sé, será hoy. Anulará nuestro compromiso —musitó—, pero también le he pedido que me lleve con él.

Carlota se alejó mirándola con sorpresa. Ella había sido clara, bastante en realidad y nada de ello estaba dicho.

—Lucía. —negó

—Se lo he pedido —exclamó con seguridad—. Seguir aquí y seguir siendo un objeto, no madre, no quiero ser una forma de trueque, aunque sea desleal y...

—Lo entiendo. No necesitas decirme más, lo comprendo —farfulló aceptándolo.

—Ustedes dos hablan como si fuera esto una conspiración.

Andrés había estado viendo al par de mujeres murmurar mientras que él se dedicaba a esperar, con impaciencia, la hora acordada.

—No es nada de lo que imaginas, querido. Hay cosas de qué hablar, como su vestido y los accesorios.

La joven asentía insistente a las acertadas palabras de su madre.

—Banalidades. Deberías prepararte, Lucía, Carlota. Las dos cosas más preciosas deben lucir hermosas. —Acotó el hombre sin que aquellas palabras llegase a sentirlas. Carlota buscó entre sus manos la calidez que no parecía darle ese lugar.

Al caer la noche un peso se posicionó sobre los hombros de Vicente. En aquel entonces extrañaba los consejos y regaños de Francisco. Le hacía más falta de lo que alguna vez imaginó. Había un largo camino entre saber y sentir. Alzó la mirada al espectro que ocupaba su figura siempre que podía visitándolo en cada momento pertinente. En esa ocasión se cruzaba de brazos y lo observaba desde su lugar con aire sobresaliente. La imagen de la superioridad con una sonrisa funesta. Vicente resopló restregándose los ojos. Una vez y otras más. Siempre lo hacía cuando aparecía siendo el mismo resultado.

—Jamás te vas —chilló en un tono bajo.

—Espero por el momento —Puso atención en él al escucharlo—. Me he divertido todos estos días, pero ya casi termina. Solo un poco más, Vicente Fermín, solo un poco más y podrás deshacerte de todo lo que te rodea y de mí, si eso deseas.

—¿Cuándo será mi momento?

Él espectro sonrió.

—Hoy, por supuesto. Hoy será. Debe estar listo, llegará tan rápido que no lo notará —espetó convencido.

—¿Moriré?

Lo vio sonreír ampliamente y carcajear y negar y volver a mirarlo incrédulo, así como él lo estaba. La pregunta era una tontería, eran sus temores a lo desconocido y la aceptación por igual.

—Todos mueren alguna vez.

Mariel entró en la habitación luego de tocar varias veces sin escuchar respuesta alguna. Temía que el muchacho hubiera decidido no presentarse y debía actuar antes que Federico le reprendiera por ineptitud. Miró al hombre listo para salir, pulcro y expectante con la mirada perdida en las paredes y la tensión de su cuerpo sobresaliendo. Caminó hasta él buscando su mirada perdida más allá de todo lo que le rodeaba y le habló.

—Joven, es hora —resaltó en un susurro sin conseguir respuesta.

Apenas tocó su brazo cuando Vicente contempló a su nana mirarlo miedosa de su actitud. Él tendría miedo de sí mismo.

—Gracias, nana —resopló.

—Joven...

Él la miró notando en su rostro cierta preocupación. Acarició su mejilla con cariño pues era lo que sentía por aquella mujer.

—No hemos hablado mucho, nana.

Ella tomó su mano entre las suyas dedicándole una sonrisa materna.

—Ha tenido muchas ocupaciones y las entiendo todas.

—¿Qué te preocupa, nana?

Ella suspiró hondo cerrando los ojos para luego verlo a él tan tranquilo.

—Su hermano. Joven, estoy segura que con todo lo acontecido usted no está al tanto, pero... llévese a su hermano luego de contraer nupcias. Le pido mucho porque se trata del viaje de su unión con la señorita y no está bien que un tercero esté entre ustedes, pero a la señorita no le importará. Estoy convencida. Ellos dos son muy buenos amigos —exclamó rogante—. Por favor, Joven, por favor.

—Nana, detente. No es necesaria tu insistencia, lo haré. Lo haré. —afirmó.

Mariel observó al hombre agradecida, posó sus labios en su frente y secó las lágrimas que apenas salían de sus ojos.

—Gracias al Señor.

Los visitantes se arremolinaban en el salón principal de la casona. Bebían, murmuraban, La unión de una Montes con uno de los Fermín era una noticia que la sociedad parecía prever incluso antes de que saliera a la luz pública. Uno a uno iba llegando desde distintos puntos de la provincia, algunos más cercas que otros, pero el día era tan importante que dejarlo pasar era un insulto más aún a la casa de Federico Fermín quien mantenía todo tipo de tratos con muchos de los hombres que en esa noche se reunían.

Federico saludaba a cada uno con una sonrisa cordial que tras puertas tendía a borrar por una pregunta común: Alonso, el bueno de los Fermín, el menor. El muchacho se había ganado una fama merecida entre los conocidos por su educación y sonrisa jovial haciendo que su presencia se echara en falta. Por otro lado, Vicente era un extraño entre todos ellos, alguien de quien se hablaba a puertas cerradas y entre susurros, aunque los podía oír. Se había forjado tal fama con la única intención de ser esa oveja negra en la familia de Federico. Alguien por quien sintiera vergüenza y lo hacía. En más de una ocasión calló ante los rumores indiscretos que llegaban a sus oídos.

Vicente se paseó por el lugar dando con Carlota Estanga quien con un leve ademán le recibió. No se decían nada ni entre murmullos ni con gestos, al verse a los ojos ambos sabían en lo que se convertiría la noche. Andrés, por otra parte, apretó la mano del joven hombre estrechando aún más esos pequeños momentos.

—Sé prudente, muchacho —aconsejó.

Extrañado, Vicente asintió con la cabeza.

—Lo seré, señor —mintió.

Con la llegada de Lucía al salón, sin embargo, aquel intercambio quedaría en nada. Ni la prudencia sería parte de ellos ni nada en realidad. La joven se presentaba ante el resto de las personas con cierta impaciencia ¿Cuánto tiempo tardaría? ¿Cuál sería el siguiente paso? Buscaba entre la cantidad de gente el rostro de Vicente y la seguridad en su mirada. Al dar con él, no obstante, más que seguridad sintió el peso de sus futuras acciones con solo verlo al lado de su padre.

Vicente caminó entre las personas buscando a la menuda chica que aparecía se iba a desvanecer en cualquier instante. Tomó su mano y besó su dorso sin dejar de ver sus temores.

—Saldrá bien. —murmuró Vicente.

Ella bufó.

—La humillación pública no es bien visto —aclaró ella—, pero es necesaria si por los caminos convencionales no se ha podido.

—¿Te estas retractando?

Ella negó efusivamente.

—Pero no niego que me hubiera gustado una última oportunidad de intentar —susurró.

—No hay más oportunidades, señorita. Vamos —extendió su mano hacia ella y aguardó.

Veía su nerviosismo en sus manos temblorosas. La tomó rápido antes de que pudiera echarse para atrás.

—¿Quiere hacerlo después? Cuando tenga que usar un vestido y frente a...

—No —zanjó.

La pareja se acomodó en el centro del salón deteniendo cuanto bullicio los envolviera. El rostro de Federico se endureció al verlo pues de la boca de su hijo podría salir lo que fuera. Lo había previsto, algún insulto a lo que se le había ordenado. Cuando Vicente comenzó su discurso lo hizo de forma en que el público expectante se sintió relajado a excepción de Federico. Lucía tomó de su mano con aprehensión viendo la silueta de aquel espectro que lo seguía, pero para la ocasión se olvidó de todo lo que sucedía a su alrededor. Su mirada estaba fijada en los hombres que con solo señalarlo le había impuesto un compromiso.

—...Gracias, padre, por traernos a este día especial —continuó Vicente—. Señores, debo decir que me alegro de informarles que la pantomima ha terminado, no pienso celebrar una boda con una perfecta desconocida. Una chica que a todas luces desconozco ni que pretendo conocer y mucho menos para satisfacción y gusto de otros y ella está de acuerdo. Padre, puedes casarte con la señorita si eso deseas. Creo que al señor Montés no le importará si ya la envió a mí, que siga contigo no quiere decir nada.

Un fuerte golpe en su rostro lo hizo caer al suelo. Con el asombro, pero gustoso de saber que había cumplido, Vicente se relamía los labios saboreando su propia sangre. Alzó la mirada hacia Lucia y a su madre asintiendo con la cabeza.

Ambas corrieron lejos del salón mientras que el resto de las personas se debatía en seguir o irse y Andrés envuelto en su propia ira atentaría con la vida de Vicente en ese mismo instante si no fuera porque el mismo agredido golpeaba más fuerte que él.

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