Capítulo 7

Aprovechó el silencio para vagar por la casona con la vista perdida en aquellos muros. En una de las tantas habitaciones escuchaba las voces de Federico Fermín resonar con una algarabía propia de un hombre lleno de ambición. La cara del padre que desde siempre había visto y que detestaba. Ahí, frente a la puerta cual esfinge, observaba entre el pequeño espacio que dejaba entrever la puerta al hombre que en algún momento llamó papá. Se adentró curioso de la felicidad que demostraba a puertas cerradas más no solo.

—¡Oh! ¿He interrumpido algo, padre? —inquirió insolente.

Federico observó al chico suspirando, volvió a ver al hombre uniformado frente a él y prosiguió.

—Laverne, él es mi hijo, Vicente Fermín. Futuro esposo de la hija de los Montés.

La barba y el bigote prominente era lo primero que Vicente notó. Sus ojos se veían opacados por las cejas frondosas y una cabellera rizada.

—Un placer, señor —saludó—. ¿Qué clase de compromiso lo ha traído hasta aquí? Puedo inferir que es capitán de la armada con solo verlo, está muy lejos de una posición razonable.

—No lo suficiente, advierto —comentó complacido—. Los indígenas han sido un problema y de alguna manera aún quedan unos por ahí. Lo que le sucedió a tu hermano es producto de ellos, tuvo suerte de haber sido encontrado.

—Algunos nacen con ella, Laverne. Ese muchacho tiene demasiada en realidad — comentó Federico.

El militar rezongó pernicioso.

—Hemos capturado a un puñado de ellos, el resto ha obtenido lo merecido. Le decía a tu padre que esperamos poder razonar, aunque a final de cuentas desde hace mucho sabemos que no son de razonamiento lógico.

—Común en varias clases —ironizó Vicente—. Padre, esperaba poder hablar con usted.

—Puede esperar —comunicó acercándose a Vicente.

Miraba su rostro sin mirarlo y esperaba que el joven se diera media vuelta como solía hacerlo Alonso, sin lograrlo. Vicente había vivido lo necesario con aquel hombre como para saber sus intenciones incluso antes de moverse.

—Mañana será un día agitado. Debieras aprovechar estas horas para "descansar" —siseó.

—Por supuesto, solo quería comunicar que...

—No es de mi interés —zanjó.

—Alonso mencionaba a Amelia.

La palidez en el rostro Federico era notoria y solo por ello había cierto regocijo extendiéndose en el interior de Vicente. Pronunciar ese nombre creaba malestar en su padre, justo lo que necesitaba y deseaba.

Salió guardándose aquella pequeña victoria entre susurros que había tenido con él. La satisfacción le hacía sonreír convencido de haber dejado caer un golpe que no sería capaz de responder aun en su evidente dicha.

Federico había quedado de pie mirando la puerta sin poder pronunciar palabra alguna mucho menos responder a las preguntas de Laverne, en cambio, su voz resonó en el salón incomodando al militar, lo cual generó una sonrisa aún más notoria en Vicente.

—Ha vuelto a hacer de las suyas —resopló un Francisco indignado.

—Las desgracias no vienen sola, Fran —concluyó. Lo miró con extrañeza al notar la tierra en sus zapatos y pantalón—. ¿Dónde te has metido? ¿Fuiste a cazar indios tu solo?

Francisco sonrió.

—No, joven. Estuve... estuve caminando por ahí, tropecé y caí —farfulló. Evadía su mirada—. Iré a cambiarme, usted debería ir a descansar.

Vicente negó poniéndose en marcha.

—Iré con Alonso.

—¡No! —exclamó sosteniendo su brazo.

—¿Por qué no? —preguntó—. Responde, Fran.

—El joven Alonso debe descansar. Ha sido un largo día.

—Sabes Fran... confío en ti —murmuró acercándose a él.

Dudoso del miedo que veía en sus ojos, de sus labios cerrados con aprehensión y sus dedos temblorosos que le sostenían.

—Han sido muchos años ¿no es así?

Francisco tragó en seco

—Si hay algo que decir... —empezó Vicente

—No lo hay. —zanjó Francisco aun temeroso.

—Me parece una vil mentira, Francisco. ¿A qué le teme el hombre que ya vivió del horror? ¿Fran?

Francisco lo veía miedoso de lo vivido, lo visto, lo que sabía y callaba. Lo veía a través de segundos en que no sabía si valdría la pena mencionarlo hasta que la imagen del joven se distorsionó. Entonces lo supo, reconoció el doble de su amo en la mirada profunda de Vicente, en ese miedo que no se expresaba si no en sus ojos.

—Lo ha visto. —murmuró consternado—. Sí, lo ha hecho. Su otro yo, lo ha visto. Es parecido a usted, es su viva imagen porque es usted. Su muerte, alguien del otro lado, joven ¿cuándo lo vio? ¿Cuándo lo hizo? ¿Desde aquel día en el barco? ¡Sí, fue en el barco! Ahora lo recuerdo porque sus memorias vienen a mi como figuras distorsionadas

Vicente tragó en seco, miraba su alrededor intranquilo de decir alguna palabra que fuera a resonar en los oídos de Federico. Sin embargo, eran las palabras de Francisco las que generaban mayor temor en él.

—Sí. En el espejo del barco mercantil ¿Sabes qué es? ¿Sabes por qué me sigue?

Francisco negó indispuesto. Dio media vuelta con la firme intención de devolverse, pero Vicente no se lo permitiría.

—Fran... —Llamó.

—Eso es... eso es usted, joven. La otra cara de una moneda que muy pocos ven y es curioso cómo actúan.

—Oh, mi querido, Fran, si hay algo que debas decir este es el momento y podrías dejar para otro día los eufemismos, metáforas y demás tonterías ¿Qué es eso? —inquirió severo.

Francisco notó en la voz de Vicente la dureza de su padre. Después de todo Federico los había corrompido con su amargura y sus enseñanzas duras e inflexibles. No era extraño que Vicente mostrara esa faceta aun cuando se odiara después.

—Son fantasmas... Nunca podría librarse de ellos. Eso que vio en el espejo, es su otro yo. Aunque nunca hubo un espejo en ese barco de mala muerte y ahora nunca hubo un Francisco. —dijo encogido de hombros.

"Duerme mi pequeño, cierra los ojos esta vez, duerme bajo el cielo negro, que yo te protegeré".

Amelia canturreaba la canción una y otra vez mientras acariciaba su mejilla. Alonso se había quedado perdidamente dormido luego de verla llegar y prometerle no perderse de su vista.

Alonso iría por ella y con ella a donde Amelia lo deseara. Se lo había prometido y lo cumpliría porque se trataba de su madre.

La silueta de Vicente era una sombra que se mezclaba con el resto del dormitorio. Se había quedado petrificado al momento de verla ahí, al lado de su hermano, como si nunca se hubiera ido. Caminó hacia el pequeño que dormía plácido en su lecho.

Amelia sonreía con solo verlo. El niño que había dejado creció lo suficiente como para convertirse en un hombre por completo.

—Mi pequeño —murmuró.

Vicente se tensó con solo escucharla.

—Gracias por traerlo hasta aquí, Francisco, siempre puedo contar contigo. —comentó al verlo. Estaba varios pasos atrás, pálido como una hoja y tembloroso como un animalito que no sabe a dónde ir.

—Mi señora, recuerde... que el tiempo apremia —comentó.

—¿El tiempo apremia? ¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué es esto, Francisco?! —exclamó Vicente fúrico

Amelia caminó hacia él, se acercó tanto como para acunar su rostro entre sus manos buscando calmar las inquietudes de Vicente, pero él no quería tocar algo que no podía ser verdad.

—¿Quién eres? —inquirió, dio un paso atrás.

—Vicente, hijo mío. —murmuró—. Hacía tanto que deseaba verte que creí... realmente imaginé que no tendría la oportunidad.

—Fran... —murmuró Vicente indispuesto.

—Lo siento tanto, joven

Francisco se retiró, lo dejó sorprendido. Él volvió la mirada a la mujer que tenía en frente. Tan parecida a su madre y tan distinta a ella. La había visto morir luego de dar a luz en esa misma habitación, y ahora la tenía frente a él.

—Francisco es un buen hombre. Me alegro de que haya sido él quien estuviese a tu lado todo este tiempo —comentó.

—Es por esto que Alonso está herido —indicó—. Eres quien lo llevó a hacerse daño ¿Qué quieres de mi hermano haciéndote pasar por mi madre? —gruñó embravecido.

—¡Oh, querido! Aun lo dudas. Para Alonso fue más fácil saber que era yo, que nunca me fui. Morimos y volvemos a nacer, volvemos a nuestro lugar donde siempre debemos estar. Tú lo entenderás cuando llegue el momento.

—¿Qué momento? —inquirió.

—El momento de morir —aclaró.

Una sonrisa se mostró en los labios de esa mujer que provocó que una corriente paseara por la espalda de Vicente.

Caminaba de un lado a otro cuando la duda lo asaltó. La contempló incrédulo de pensarlo tan siquiera, de creer que era cierto y no algún juego de mal gusto, sin embargo incluso Francisco lucía bastante consternado cuando lo encontró, y pálido y frío.

—Todos nosotros caminamos alrededor de ustedes, hijo, pero pasado el tiempo ustedes son quienes caminan a nuestro lado. Ya lo entenderás mejor cuando sea el momento —Volvió a decir. Depositó un beso en su mejilla y se fue.

El acontecimiento los había dejado inmutable.

El cadáver de Francisco era una de las pocas cosas que nadie imaginaría pudiera suceder y mucho menos de la forma en que aconteció. Simplemente un día después de llegar. Vicente contemplaba el ataúd con indiferencia. Lo temía y lo sabía, el hombre que había visto la noche anterior no era el mismo con el que había vivido durante toda su vida. Era alguien más y dolía. Francisco había sido más que un vigilante que Federico había puesto a su lado, había sido cómplice, amigo y compañero. Lo sentía como ese padre que no encontraba en Federico Fermín, pero no se movía de su lugar, ni lágrimas caían de su rostro.

Lucia lo miraba con pesar preguntándose qué clase de cosas estarían pasando por su mente que no demostraba la total confidencialidad que había entre ellos. Sabía que habían llegado juntos por su padre, que desde siempre lo cuidó y que en muchos de sus viajes él era quien lo atendía. Ella no concebía perder a una persona y parecer una estatua en su funeral.

Cuando hubo terminado se acercó hasta él viendo el sitio donde el cuerpo del hombre reposaba.

—Lamento su perdida —murmuró en un hilo de voz.

—Yo no —zanjó. Lucia tembló asombrada—. Fran era un buen hombre, no merecía estar con nosotros.

—Esto es digno de una persona fría. Usted mismo lo ha dicho, tuvo a alguien sumamente importante y no le duele su perdida ¡¿Qué clase de persona es usted?!

—La clase que no lamenta estas cosas —zanjó.

Observaba la furia en aquellos ojos verdes tan oscuro como el de las hojas de los árboles.

—Señorita Lucía no lo mal interprete. Francisco era... significaba algo, pero puedo darme el tiempo de sentir apatía o desolación cuando lo desee. En este instante no, más que lamentar lo que siento... es... es distinto —bufó.

—Señor Fermín...

Tomó su mano buscando calmar aquella sensación de cólera que él le mostraba en tan solo un par de segundos.

—El señor es mi padre, señorita —recalcó Vicente—. Perdone mi conducta.

Lucía inspiró el aire del jardín por enésima vez. Sus manos tomaban con fuerza de su vestido y sus cejas parecían tocarse de lo fruncidas que estaban. Había pasado la mayor parte de la mañana en aquel lugar luego de hablar con su padre: el futuro provisorio que había tomado para ella y el poco tiempo que le quedaba, pero no era eso lo que la mantenía angustiada. Desde que terminó de hablar con Vicente, el hombre se había perdido. En una que otra ocasión se habían cruzado sin hablarse en lo absoluto.

Vicente estaba perdido en los sucesos, en lo que vivió, en lo que vio. La figura atroz de sí mismo lo seguía por cada paso que daba, no respondía sus preguntas y tan solo miraba. Era una incómoda sombra que le ponía los pelos de puntas. Buscaba por toda la casona un lugar donde esconderse de él aun sabiendo que no lo conseguiría. Volvió sus pasos al pequeño jardín donde horas antes había visto a la hija de los Montés. Lucia seguía ahí perdida entre sus pensamientos y alejada del resto.

Sentía el peso de sus palabras con solo verla.

—Señorita Montés.

Lucia tembló al escucharlo, lo miró por breves segundos y volvió la vista al horizonte.

—Señor Fermín —contestó indiferente—. Parece un poco mejor.

—Creo que lo estoy, lamento que haya visto o escuchado todo eso —susurró—. ¿No es mucho sol para un día?

—Si le soy sincera no me importaría que el sol me derritiera con tal de evitar seguir... —calló—. Lo siento.

—No lo haga. Señorita Montés...

—Ayer fue enviada una carta, es probable que en los próximos días se dé... ¿Lo hará? —inquirió observándolo—. ¿Lo cumplirá?

—Por supuesto —musitó cercano.

—¿Puedo hacerle otra pregunta? —inquirió Ella

Vicente se irguió y asintió con la cabeza

—¿Quién es ese que lo sigue? No sabía que tuviera otro hermano.


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