Capítulo 6
Él miraba al muchacho seriamente.
No despertaba todavía, había sufrido de una alta fiebre que habían dejado exhaustos a Mariel y al propio médico, pero por fortuna la hemorragia había sido controlada. Incluso Vicente se vio en la necesidad de estar ahí para servir de ayuda en lo que fuera posible. Él esperaba por el momento en que su hermano abriera los ojos, pero también porque él estaba ahí. Su figura, compareciente, como una extensión de sus sentimientos y pesares, estuvo acariciando la frente de su hermano con la yema de los dedos. Fijaba su mirada en él de vez en cuando. Se encontraba con una sonrisa espeluznante que lo hacía temblar de miedo, pero también de ira.
—Vicente... —escuchó susurrar.
Se levantó presuroso de llegar hacia él, envolverlo y alejarlo de esa cosa. Alonso miró con sorpresa al hombre que recién llegaba a él y le daba la calidez que parecía no haber tenido antes.
—Estoy aquí, estoy aquí —repitió. El muchacho levantó la cabeza buscando una imagen borrosa que creyó ver para luego mirarlo a él—. ¿Alonso?
—Tus manos... estaban frías... —comentó extrañado y cansado al mismo tiempo.
—Fue tu impresión. Has pasado una larga noche con una temperatura muy alta. Debes dar gracias que sigues vivo.
Alonso suspiró lleno tristeza.
—Descansa, hermano.
—La vi... Fui a verla... —farfulló palabras inentendibles para él.
—¿De qué hablas? —preguntó Vicente.
—Mama nos quiere ver.
Vicente se levantó consternado.
—Hermano... dime que iremos... Ella nos quiere ver. —exclamó suplicante.
—Mamá...
Alonso alargó una sonrisa sincera y asintió. No sabía cómo había llegado más allá del árbol donde siempre estaban, no lo recordaba, pero si seguía vivo era por ella o eso era lo que él creía. Lo pensaba con tanto fervor que no temía en decirlo.
Vicente negó con la cabeza, dudoso de lo que escuchaba. De alguna manera el menor de sus hermanos estaba en un punto que no conocía y que no entendía del todo. Lo miraba indispuesto de hablar sobre ella, de tan siquiera mencionarla por el vacío que había dejado cuando se fue y por aquel ser que envolvía al pequeño de Alonso con una sonrisa sardónica que le generaba malestar.
—Con todo lo ocurrido hoy creo conveniente no alargar más nuestra estadía. Luego podremos seguir con el rumbo de...
—Seguiremos con lo planeado, Montés. Alonso es un chico fuerte y sabrá entender. Por ahora, que ambas familias nos reunamos y que los prometidos entablen conversación es prioritario —aclaró Fermín.
Observaba al capataz hacer su trabajo con varios esclavos. Andrés evitaba ver la vergonzosa escena cada vez que exclamaba a pulmón lo insignificante que era.
—Ambos estamos de acuerdo ¿Es así? —preguntó Fermín.
Andrés asintió con la cabeza.
Federico quería por encima de todo lo que la sociedad le permitiría manejar. Conseguiría así un puesto privilegiado en la compañía que administraba los viajes fuera de la provincia y de la cual era Andrés Montés parte como socio económico. Por su parte Andrés veía en todo ello una forma de entrar en el mundo de la tierra y la cosecha. Fermín manejaba una amplia extensión de terreno fructífero que alcanzaba a otorgar más de lo imaginado. Aun así, sentía una vaga sensación de pesadez y fatalidad en sí.
Lo único que tenía y que quedaría de él sufriría por un matrimonio de conveniencia del que empezaba a dudar y a creer que debía haber una mejor manera. Una donde la integridad de su hija no se viera perdida ni manchada por los Fermín.
—Está usted ausente, Montés. —espetó Federico.
- Contemplaba con poca gracia a Andrés Montes. Para él no era más que un debilucho.
—Volvamos a la casona. Empezará el atardecer y no sé usted, pero yo empiezo a tener hambre —agregó Federico irónico.
Andrés lo siguió escuchando durante el buen tramo que les llevó hasta el salón donde la cubertería ya había sido puesta. Mariel imponía una serie de floreros que armonizaban con el lugar para recrearlo pues bien sabía que una de las cosas que más gustaba a Fermín era eso. Detalles, pequeñeces como solía decirles, pero exhumaban refinamiento. Tomó asiento adjunto observando los platos dispuestos.
—Solo tres —comentó Mariel.
—Mariel se encargará de traer a Lucía. —recalcó Federico.
Hizo un gesto para que la mulata apresurara el paso en busca de la chica. En cambio Federico, con copa en mano, sirvió un tinto a Andrés.
—Me temo señor Fermín que... no puedo seguir callado ante la situación...
Federico sonrió en su fuero interno. Lo preveía desde antes de siquiera ir a mirar las cosechas. La tensión que Andrés generaba era molesta, le recreaba situaciones que antes no imaginó revivir.
—Me permito pedirle que la alianza excluya a nuestros hijos. —pidió Montes.
—¿Qué le hace cambiar de parecer? ¿La fama de Vicente, la cual es bien sabida y de la que usted ya sabía, o lo visto? Si es lo segundo le recuerdo los actos de su querida hija, señor Montés. A diferencia de usted, no tengo dudas de que nuestros hijos se entenderán.
Andrés torcía el gesto con total desagrado ante la indiferencia.
Lucía andaba con prisa por los pasillos de la casona luego de que Mariel abriera las puertas de su dormitorio. Haber estado todo el día encerrada la había puesto mal. Consiguió un terrible dolor de cabeza, pero también la preocupación de no saber nada de Alonso. Había escuchado los gritos y los murmullos de horror de unos cuantos mestizos que lograron impacientarla.
Corrió hasta verse en el dormitorio del chico dispuesta a entrar. Tocó varias veces y abrió presurosa para contemplar al muchacho dormir tranquilamente en su cama además de ver a Vicente sentado a su lado. La joven se acercó sigilosa, notaba la palidez en él, sus ojeras y su respiración profunda. Lo que nunca hubiera imaginado era lo que había ocurrido, ser encerrada como un animalito y que él sufriera por un error lleno de falsas acusaciones pues no habían hecho más que conversar.
—Cuanto lo siento —musitó consternada.
—¿Has sido tu quién le ha dicho que debe ir a ese lugar? —ironizó—. No ha hecho nada.
Ella se tomó de las manos con fuerza.
—¿A dónde iba? ¿Lo sabe? —preguntó observándolo.
—Sí, lo sé. No hay mucho que ver ahí —escudriñó.
—¿Por qué?
—Si tan solo fuera de conocimiento podría responder, señorita Lucía —vociferó—, pero solo soy un extraño en la vida de mi hermano. Sé que el lugar a donde fue es un viejo árbol porque Mariel lo ha comentado. Uno al que yo tenía prohibido ir por la zona en la que se encontraba, pero no sé las razones por las que fue. —confesó.
—Puede cambiarlo —aclaró. Se acercó hasta el chico tomando asiento en su cama—. Él lo adora aun cuando nunca antes se han visto. Habla tan bien de usted que cualquiera creyera que se conocen mejor que nadie más. Tiene la oportunidad de cambiarlo todo.
—Preferiría que no.
Contempló a la chica por breves instantes en que ella miraba a su hermano con cariño.
—¿Por qué la han encerrado en mi dormitorio? —curioseó.
Incómoda con la pregunta, se dispuso a mirar a otro lado y ocultar su rostro de Vicente. Si bien creía que sus actos no fueron nada grave sabía que la juzgaría de la misma manera en que lo hacían las personas que conocían sus pensamientos. Todos hacían lo mismo, le explicaban su error, sus deberes, sus silencios. Ella estaba ahí nada más para hacer lo propio en una mujer de su estirpe.
—Señorita.
—No podía dormir... —murmuró bajando la mirada—. Alonso y yo hablamos por horas, muchas más de lo que ambos imaginamos y en algún momento me quedé dormida en la silla luego de verlo cerrar los ojos. ¿Cree que hice mal? Dormí en la habitación de su hermano. Es algo impropio de una dama hacer esa clase de cosas, pero... no me importa haberlo hecho, no quería volver al dormitorio que me fue dado.
—¿Por qué no?
Vicente frunció el ceño y se acomodó en el asiento. De alguna manera temía saber la razón.
—Porque me siento observada —resopló. Intentaba creer que no era así—. ¿Alguna vez se ha sentido así, señor Fermín?
—Últimamente sí —dijo pensativo.
—¿Por qué? —inquirió—. Se habla mucho de usted, pero en ningún momento se ha mencionado que este... loco —comentó en un tono menor—. ¿Es verdad?
—Sí, señorita. Todo lo que se dice de mi es verdad. Casi quiebro a mi padre, mi madre murió en mis brazos, fui al oriente y tuve un muchacho que no se parece en nada a mí. Viajé con indios cuando estuve al norte ¿Qué más se ha dicho de mí? —meditó visiblemente divertido—. ¡Por supuesto! Tendrá que soportar a mi amante. Una prostituta de un cabaret, una belleza debo decir. Lo lamento por usted, pero sabrá y entenderá es parte de los oficios de una esposa aguantar a sus esposos —mintió.
De todas y cada una de las cosas que se habían dicho de él nada era cierto a excepción de la posible quiebra que Federico Fermín estuvo a punto de protagonizar. Lo había hecho con premeditación, jugándose una fortuna y los delirios de su padre. Esa había sido la segunda vez que le había apuntado con un arma y a diferencia de la primera había recibido el justo castigo por sus actos. Por otro lado, la trágica muerte de Amelia Fermín en los brazos de un joven temeroso era tan cierto como el dolor que le provocaba recordarla. Cada rincón de la casona era una parte de su memoria que llegaba justo a su alma y la desgarraba. Su deseo de marcharse de una vez por toda aumentaba por cada segundo y apenas había llegado.
—Veo sus ojos, señor Fermín y creo que miente y también creo que esta tan seguro de que usted y yo formaremos una familia que no se da cuenta de nada. —razonó.
—Su madre fue enfática en ese sentido —murmuró—. No lo hable abiertamente o de lo contrario jamás sucederá.
Lucía hizo un ademán agradecida por la confesión. Contaba con todo de sí en lo que pudiera hacer su madre por ella, pues estaban de acuerdo: la unión con Vicente Fermín era impensable. Había desistido de negarse a ello ante cualquiera cuando su madre se lo pidió. Entre ambas esperaban encontrar la manera en que los demonios que azolaban a los Fermín no llegasen a ellas y la habían encontrado tan solo necesitaban de una pieza más. Carlota Estanga agradeció encontrarlo en el mismo prometido.
Él joven se encaminó hacia ella extendiendo su mano, gesto que ella aceptó. Vicente besó el dorso de su mano como muestra de confidencialidad.
—Debe tener alguna idea de cómo se hará —dijo ella.
Buscaba inquieta una respuesta en los ojos turbios de Vicente.
—La tengo, pero temo que todas y cada una de ellas será un duro golpe a su dignidad, señorita. —Confesó.
Ella se llevó las manos al pecho, observaba la habitación como quien buscaba el oxígeno contenido en alguno de aquellos objetos; nada era obtenido con tan grandilocuencia como para evitar los rumores y habladurías que se producirían y eso había sido una frase tan marcada por su madre que había quedado prendada en ella. Aunque la realidad la asolaba y era más fuerte cuando venía de los labios de su ejecutor. El hombre que la sacaría de los trueques y negocios de sus padres.
Francisco caminaba presuroso por el empedrado camino hacia un lugar en particular, llevaba prisa. Demasiada. Una vocecilla canturreaba en su oído desde el preciso instante en que había tocado la casona y que había reconocido inmediatamente. Esa misma voz la escuchó hacía catorce años antes cuando Alonso Fermín no era más que un bebé. Supo entonces que debía moverse, correr de ser necesario hacía ella, visitarla, hacerla aguardar y evitar las imprudencias de su alma.
Llegado hasta una muralla de árboles, el hombre se adentró con paso firme hasta dar con su imagen. Entre las sombras, la luz apenas tocada de la luna y su imagen iluminándose como un espanto, él se quedó petrificado. Hacía catorce años ella lucía distinta, menos pálida, con labios rosáceos y una mirada llena de dulzura; llena de vida.
Vida misma que había perdido.
—Mi señora...
—Sabía que vendrías, lo sabía. Solo tú me reconoces, siempre tú —comentó complacida. Depositó un beso en su mejilla y se alejó para verlo—. Los años han hecho mucho en ti.
—Es... la vida, mi señora —comentó con dureza.
—Entiendo —negó con la cabeza— y espero me entienda.
—Usted es la causa de sus acciones, mi señora ¿Qué necesita para dejarlo? Alonso pudo... Es tan solo un chico con mucho por vivir—exclamó molesto.
—¡Es mi hijo! Pensé que contaba contigo, Francisco, debo saber ¡Qué pasa con mi hijo! —gritó enfurecida por el atrevimiento de Francisco. Guardó prudencia al ver la mirada terebrante de él.
—Aun siendo su hijo, merece estar lejos. Le hace daño verla, usted lo llevará consigo ¡Mi señora! Ni siquiera yo debiera estar teniendo esta conversación con usted.
—No he querido lastimarlo, solo quería que estuviera conmigo, solo quería verlo conmigo —murmuró entre crecientes lágrimas—. A él, a Vicente, a mi Adrián, a todos. Incluso quisiera que Fede me viera como lo hace Alonso.
—Regrese a donde deba regresar, mi señora Amelia. El limbo, el punto medio, lo que sea ese lugar donde está ahora no es bueno ni para usted, ni para ellos. Por fortuna el joven Alonso está bien. Se está recuperando de sus heridas y de la fiebre, pero no volverá a pasar si usted sigue cerca. También debo pedirle que no intente acercarse a mi señor Vicente. —Pidió explícito.
—¡Oh, Francisco! Siento tanta pena por usted y porque no podré hacer caso de sus sugerencias, ni ellos de los consejos que tenga —exclamó divertida.
La sonrisa en el espanto de Amelia no era del agrado de Francisco. Miró su alrededor inquieto. Temía por su vida.
Caminó de regreso a la casona antes de que algo más pudiera pasar. La mirada de Amelia le auguraba malos presagios y no solo para él, también para el resto. Como buen creyente Francisco haría lo posible para impedirlo.
Si tan solo hubiera tenido la oportunidad de llegar a la casona.
Resbaló al tropezar con las raíces de un viejo tronco que, desde su perspectiva, parecía acercarse a él. Intentó levantarse consciente de que si esperaba un segundo más correría peligro, pero sus piernas habían sido enlazadas por las fuertes, antiguas y desdeñosas raíces de los troncos rancios y podridos; el sauce lo llamaba a su encuentro y Amelia aun presente lo invitaba con cánticos a arropar su propia muerte.
—Mi querido Francisco, tráelos conmigo...
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