Capítulo 5

Vicente respiraba cansado del aire limpio y del camino que le llevaría hasta la casa Fermín. De no ser por los incesantes protocolos de Francisco hubiera tomado el primer caballo disponible y cabalgado hasta el sitio, aun cuando no deseaba llegar, no, él solo deseaba estar ahí un día y marcharse. Haría lo indispensable por dejar entredicho cualquier tipo de contrato que estuviera entre los Montés y su padre. Ese era su objetivo y lo conseguiría a como diera lugar. La única persona que llevaría peor la bochornosa situación sería ella y más cuando él pusiera el circo y el resto de los presentes lo vieran.

Era probable que sintiera su rechazo por colocarla en esa situación, por maltratar su decencia con su espectáculo. Sería tan cobarde como para pasar por encima del orgullo y la dignidad de una mujer, a pesar de que a Carlota Estanga no parecía importarle.

Apenas escuchaba la parafernalia de Francisco quien, muy elocuentemente, no paraba de ponerlo al tanto de sus deberes: las copiosas cenas que se prepararían a su llegada, el baile de presentación, la toma de mano ¡Vicente estaba a punto de echarlo del carruaje! Ansiaba con fervor ver al pobre sujeto mascar el pasto. Sin embargo lo soportaba porque en su interior aquel deseo lo reservaba para su padre. El hombre que había hecho de él lo que era.

Intentaba calcular el tiempo que les quedaba de llegada y dudaba. Hacía mucho tiempo que no veía la casona. Se había ido una vez para empezar sus estudios y convertirse en un hombre honorable, ahora de dudosa honorabilidad. En todo ese tiempo había olvidado todo cuanto la casona Fermín representaba, hasta ese día. Nunca antes imaginó que volvería y tampoco que sería de esa manera bajo un acuerdo nupcial y llevado por Francisco.

Cuando la grama se comenzó a alzar y la tierra a mover dentro de las llantas del carruaje, decidió detenerlo. Iría a pie, necesitaba, muy a pesar de todo, retrasar esos instantes. Se dejaría llevar por el viento ligero que emanaba y hacía resonar los pastizales, el cielo claro y sin nubes. Se dejaría torturar por los días que corría con el rostro al aire y su torso desnudo como un esclavo más, hasta que la mano alzada de Federico rozara con fuerza y sin temor a Dios su espalda infantil; en la lejanía notó el numeroso grupo de hombres que trabajaban para su familia, cada uno de ellos eran cuervos silenciosos. Francisco caminó a su paso como pudo, sudaba copiosamente, debía limpiarse la frente cada tanto y respirar hondo.

—Debiste seguir, Fran. Estas caminatas no son para un hombre como tú —lanzó, sonreía con picardía.

Francisco no mordería el anzuelo ni atacaría las ofertas del muchacho, pero bien tenía razón.

—Una vista al cielo, joven. Tengo la impresión que no lo veré todo el tiempo. —Aseguró, marchaba dos pasos atrás de él.

—¿Por qué? —preguntó.

Vicente lo observó dudoso.

—Porque lo conozco. —Señaló—. ¡Oh, joven! Cualquiera puede creer que ha venido sin reticencias con el mejor deseo de cumplir a su padre, pero todos nos conocemos muy bien ¿No? Y desde que salió de la casa Montés no ha parado de ver el cielo y suspirar. —Aclaró.

Se detuvo mucho después de que Vicente lo hiciera. Giró para verlo, contemplaba el horizonte con un rostro serio, poco afable.

—¿He dicho algo doloroso?

—¿No los escuchas, Fran? —inquirió—. Algo pasa en la casona, muévete —espetó. Decidió correr el último tramo que le quedaba.

Enajenado, los hombres veían al demonio encarnar en el cuerpo de Federico. No había hecho más que gritar improperios y el nombre de su hijo menor con tal fervor que hacía temblar a los esclavos y a quienes no lo fueran. El anuncio de Mariel había descolocado al señor de la casa. Alonso era ese hijo al que no podía quitarse de encima hasta que creciera o hallara una mujer; que hacía lo que él deseaba en ocasiones y en otras tantas no. Le era difícil mantenerlo quieto, pues él llevaba en su rostro, prendado como dos luceros, los ojos de su esposa Amelia.

Montó un caballo y cabalgó hacia el único lugar donde podía encontrarlo. Para él no era un secreto las infinitas visitas del muchacho al gran árbol, casi a las afueras de su terreno; muy al sur, a muy pocos pasos del lugar donde la milicia se enfrentaba cuerpo a cuerpo con los aborígenes. Sabía que el chico iba hasta ahí y regresaba, lo había visto en varias oportunidades. En todas ellas deseó que cometiera un error. Sin embargo, el listillo de su hijo parecía una sombra más. Caminaba despacio en las cercanías a la casona, evitaba la luz de los candelabros y se escurría por los pasillos cual serpiente hasta adentrarse en su dormitorio. Si algo podía aplaudir de él era eso y nada más.

Detuvo la cabalgata del equino dorado cuando avistó el gran tronco y las ramas esparcidas dando protección a quien lo deseara, Alonso no estaba ahí. Paseó alrededor del árbol mirando a la copa donde apenas y pudo notar su casaca negra. Resopló furibundo. Entornó la mirada a la muralla de árboles verdosos. En aquel camino solo encontraría la ferocidad de la muerte y del camino maltratado que un caballo no podría andar. Bajó del animal, palmeó su lomo y comenzó a caminar lejos.

El chasquido de las ramas al pisar era un sonido común, antes lo escuchaba todo el tiempo. Era el sonido que se envolvía con el de la risa de su esposa. Siempre le pareció grato oírla gritar de felicidad mientras sus pasos danzaban y quebraban pequeñas ramas y hojas secas en su caminar. Siempre le pareció un sonido al cual recurrir, hasta que falleció y cada día perdía sentido entre que, al otro lado de la habitación, un niño molesto que precisaba el calor de su madre lloraba con tal intensidad que dolía. Federico deseó su muerte, luego pensó en entregarlo y luego el niño creció ansiando ser visto por él como lo fueron sus hermanos.

¿Y si se perdía? Concebía aquello como una burla después de tantos años perdidos en que intentaba hacer de aquel chiquillo un hombre y no el despojo de uno. Se precipitó en bajar por una ladera donde las altas raíces ascendían. Aguantado de los arbustos Federico encontró varias hojas llenas de sangre. Estaban frescas.

Vicente entró en la casona con el corazón palpitando fuerte y los ojos desorbitados. Su rostro, contraído, lleno de una desesperación que poco o nadie podía calmar. Y las sombras de ese ser que lo miraban afable, con una sonrisa que le hacía estremecer. Gritó a viva voz el nombre de su padre y luego el de su hermano. Escuchó los pasos de alguien acercarse en su retaguardia, giró para contemplar la mirada preocupada de Mariel. Tomó a la mujer de sus brazos y respiró hondo. Pedía calma para hablar, para preguntar.

—Es Alonso —musitó.

—¿Dónde está?

Ella negó efusiva

—Debes saberlo ¿Qué ha sucedido? ¡Responde! —gritó.

—Ha ido al árbol. Siempre va a ese lugar y, con lo sucedido... Tu padre pidió su presencia y no pude mentirle, no esta vez..., han ido por él. Hijo, temo por tu hermano... El señor se veía... —negó sintiéndose culpable.

Dispuesto a seguir caminó hasta dar con las puertas de los dormitorios. Allí, cerrado desde hacía tanto tiempo, su habitación le esperaba. Tomó el pomo de la puerta intentando abrirla. Necesitaba lo que estaba ahí adentro, lo que su alma presurosa había guardado con recelo en una de esas noches en que no veía mejor salida que aquella, pero la puerta no se abría y él ya estaba cansado de intentar. Golpeó con su hombro varias veces cuando el seguro y la madera cedieron.

Frente a él, Lucia se mantenía sentada con sus piernas recogidas y sus delgados brazos alrededor, incrédula y confundida, se levantó poco a poco mirándolo.

—¿Quién eres? —inquirió ella.

Él se había quedado pasmado. Era una ilusión, lo sería de no ser porque se sentía despierto, más despierto que cualquiera. Cerró la puerta como pudo y volteó en la búsqueda de un pequeño cofre que había mantenido oculto entre los cajones de su armario. Abrió todos y cada uno sin encontrarlo hasta que dio con él en una esquina. Sacó de su interior el arma atándolo en su cintura, guardó el cofre y se irguió preparado para salir cuanto antes.

—¡Le he hecho una pregunta! —Demandó la chica. Lo veía estupefacta revolviéndose por su dormitorio sin exclamar palabra alguna—. ¡Esto es indignante aun para ustedes! ¡Quién se cree que es!

—Vicente Fermín, señorita —lanzó—. Y me alegra que la hayan dejado encerrada aquí, no imagino que tan frustrante deba ser escuchar su voz por todos lados a toda hora —espetó.

Del color del vino era la sangre. Cada paso lo llevaba a un charco que se expandía más y más. Al final dio con la suela de un botín. Su cuerpo estaba tendido de largo frente a las raíces de un gran árbol donde se recostaba, su camisa de algodón estaba hecha jirones. La herida sobresalía en su flanco derecho. Alonso miraba al cielo oscurecido, sus ojos no tenían ningún brillo e hilos carmesíes rodaban por su mandíbula. Federico lo sostuvo en brazos, conservaba la calma como solo él podía hacerlo. Acarició sus pómulos, aún estaban cálidos. Estaba vivo, un día más o quizá dos, pero estaba vivo.

Tomó en brazos al muchacho para caminar de vuelta. De tanto en tanto miraba el pálido rostro del chiquillo en sus brazos. Su perfil era similar al de ella, su nariz armoniosa con la de su rostro, cejas pobladas y rectas y las largas pestañas que no parecían de él. Ese niño era una vuelta a su corazón que se estremecía cada vez que lo detallaba. Cada día se parecía más a ella, cada día buscaba maneras de entretenerlo en algo con tal de que estuviera lejos de su vista. Ahí, en las sombras donde no alcanzase a mirarlo, era el lugar indicado.

Frente a él, un par de hombres iban en su dirección, se detuvieron al instante en que lo vieron. Alonso pasó de estar en sus brazos a los de uno de ellos. «Llévenlo y llamen al médico» era todo lo que Federico les había ordenado. No los seguía ni lo haría. Tomó las riendas del caballo que paciente esperaba por él, aun cuando empezaba a anochecer, y lo montó.

Sus dedos tocaron el cuello del chico, débil pero presente. Instó a los hombres a continuar. Iba a seguirles cuando el andar de otro jinete lo detuvo. Desde su ángulo, él seguía siendo una muralla llena de ambiciones y carente de humanidad. Notaba en su rostro el aire de fingida superioridad que tanto lo asqueaba, aunque le extrañó ver y saber que él mismo había salido en la búsqueda de su hermano menor. No obstante, bien sabía que cada uno de ellos era un negocio del cual no se permitiría tener pérdidas.

Aguardó a que se acercara mientras meditaba cada palabra que lanzaría, buscaría una herida que punzar tal como Federico Fermín había hecho en tantas ocasiones. A diferencia de Alonso, Vicente jamás hizo caso de las órdenes de su padre. La rebeldía era su marca ante el sujeto que se encerraba en su estudio hasta embriagarse y luego, como un cazador nocturno lleno de melodías de horror, ahogaba sus pesares en el llanto de otros. Las viejas heridas en su espalda dolían con solo pensarlo. Lo revolvían y ardían como todas las veces que lo azotó.

—¿Qué le has hecho? —inquirió al verlo pasar.

Federico había optado por callar hasta que sus pensamientos dejasen de estar tan nublados.

—¿A caso pusiste tus asquerosas manos sobre él? —bufó—. No me extrañaría.

Fermín lo miró lleno de ira.

—Atente a tus deberes nada más —espetó.

—Es mi hermano —gruñó cercano a él—. ¡No dejaré que pongas tus manos sobre él!

—¿De veras? Han pasado catorce años desde que tu hermano menor nació. ¿Cuántas veces le has visitado? ¿Cuántas veces has estado junto a él? Eres esa desgracia con la que tengo que cargar, Vicente. No pretendas tomar tu lugar a estas alturas —zanjó y golpeó al animal para hacerlo andar.

Francisco se tomaba de las piernas, respiraba con dificultad. Estaba muy viejo para seguir los pasos de alguien como Vicente, y aun así lo había hecho. Se entornó al ver a la guardia cargar con el cuerpecillo del muchacho, exclamaban con urgencia la llamada del doctor mientras la sangre de Alonso Fermín vestía los pasillos. Al otro lado, Montés se acercaba a los hombres ayudándoles en lo posible. Francisco torció el gesto circunspecto ante su presencia. Nunca le agradaría los Montés ni los Estanga, sentía en ellos una neblina negra que los mantenía envueltos, pero esa misma neblina nunca llegaría a ser tan espesa como la de los Fermín.

—¡Francisco! —gritó Federico.

Se encaminó hacia él, autoritario. Recorrió al ayudante de Vicente con su vista, como si se tratara de un insecto al que pisaría de ser necesario.

—Señor Federico —esbozó él con un leve ademán—. Es bueno saber que se encuentra bien.

—Sí, sí, sí. Deja tus estupideces para otro momento. Lo has tenido vigilado ¿verdad? —inquirió.

—Tal como me lo pidió, señor —contestó.

—Pero no has podido controlar su boca. —Lo regañó.

—Conoce a su hijo, señor. Por cierto, ¿cómo está el joven Alonso? No lucía bien.

Federico lo miró reticente.

—Has lo propio, Francisco. Mátenme informado si algo sucede —respondió.

—Señor, se refiere a que...

—Veo que lo entiendes —espetó.

Francisco negó. Una electrizante sensación se esparció por su cuerpo gracias a Federico Fermín. En varias ocasiones dudaba de él y de defenderlo, pero ante Vicente debía mantener esa imagen tal cual como Federico había pedido.

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