Capítulo 4
Lucía contempló las manos de su amigo aferradas a las sabanas. Se había despertado en medio de la noche sin poder conciliar el sueño desde entonces, corrió hasta su dormitorio bajo la luz de las velas y con el murmullo de cuentos de terror que habían escuchado de esclavos y aborígenes. Al final, Alonso consiguió dormir, pero pasó la noche en vela, con la mente nublada en lo que había visto y el miedo torturándola. Solo unas pocas horas después consiguió quedarse profundamente dormida. Verlo tan apacible le agradaba.
Antes de que el sol brillara en lo alto se despertó, bajó del mueble con cuidado. Colocó sus pies sobre el suelo frío y lo miró. Erguida, tanto como sus pies le permitían, buscaba ver el rostro soñador de su amigo. Una pequeña sonrisa complaciente se asomó en su rostro y, de una vez, decidió salir de la habitación del muchacho. Sigilosa, daba pasos sobre la madera hasta verse afuera, echó una mirada a su alrededor, esperaba que nadie notara su presencia, pero había fallado. Un par de mujeres mulatas la habían visto. Lucía hizo una seña de silencio que esperaba ellas entendieran pues de lo contrario tendría que dar una buena razón a su padre sobre su comportamiento. Cuando el par se esfumó, como si hubieran visto un fantasma salir, dobló a su izquierda oculta entre los pasillos hasta dar con su habitación.
Sentía su corazón latir con tanta intensidad que necesitó varios segundos para recuperarse del miedo que le había provocado el par. Volvió la mirada a la habitación que le habían dado la noche anterior confirmando así que el lugar, como había imaginado, era mucho más amplio que el dormitorio de Alonso. Sintió curiosidad en el mismo instante en que Mariel se lo mostró, deseó preguntar, sin embargo prefirió callar.
Mucho de aquella casona le parecía atractivo. El esplendor por las mañanas, el viento fresco que constató al abrir las puertas, la iluminación y los colores; entendía por qué Alonso deseaba estar en los jardines y no ahí, encerrado en las cuatro paredes de la casa. Era muy brillante, demasiado como para ser verdad y, por sobre todo, estaba bajo los dominios de un hombre al que Lucia le desagradaba. Lo había dicho abiertamente a sus padres antes de partir y la habían hecho callar por su desfachatez y altanería, aun así no lo callaba. Había mirado con odio al hombre que les había recibido, esperaba orgullosa que sintiera ese sentimiento que destilaba como si fuese su perfume.
Si lo había notado, no lo sabría.
Lista para salir de su dormitorio, se entornó hacia la puerta e intentó girar el pomo. Cerrado. Volvió a intentarlo y haló de él sin conseguirlo. Golpeó varias veces, pero nadie respondía. Miró hacia la pequeña entrada ocultas entre cortinajes de flores. Estaba cerrada igual que la puerta principal.
—¡Por favor...! ¿¡Alguien ahí!? —gritó desesperada—. Alonso —murmuró entre suspiros.
—¡Esto es inaudito! —gritó a viva voz.
Su rostro se enrojecía y las venas de su frente se pronunciaban.
—¡Jamás concebiría algo así, no de ella! ¡Sus acusaciones son una falacia, señor Fermín! —exclamó Andrés furioso por lo ocurrido.
—Falacias o no, Montés, lo que vieron es verdad. —musitó con toda tranquilidad.
—¿Cómo puede asegurar ello? —escudriñó—. Es imposible para mí creer que usted tenga tanta confianza depositada en un par de esclavas.
—Si mienten reciben un doloroso castigo; se los he mostrado y lo han sufrido ¿Cree que lo harían sabiendo lo que les sucedería? Al contrario, pero no debiera preocuparle en exceso, Montés. Nuestros hijos tienen una amistad desde hace tiempo... los chicos suelen hacer cosas... —dijo para restarle importancia a pesar de lo que había hecho.
—¡No debo preocuparme y aun así le ha encerrado sin disponer de mi autoridad! No pretendo dejar a mi hija en una familia como esta. ¡Ya empieza a mostrar sus verdaderas facetas, Fermín!
Federico tomó el vaso con fuerza, se contenía de estrellarlo contra el rostro del hombre. Había querido hacerlo desde mucho antes. Para él, Andrés Montés solo era un gordinflón desatado por la suerte de unos pocos, no obstante tenía que guardar las apariencias. Tampoco deseaba una unión de tal magnitud, aun así los lazos se habían entretejido en un punto al que ya no podía dar marcha atrás. Sus planes se habían ido por la borda, llegaron al abismo y las opciones habían cambiado. Lo único que le hacía mantener en vilo tal acuerdo era el hecho de que la impertinente niña se iría a dónde sea que Vicente estuviera y no tendría por qué volverles a ver. A ninguno de los dos.
—Si mis facetas le son un problema, Montés, terminemos lo acordado —lanzó.
Temía que con ello diera por zanjado su acuerdo, aunque en su fuero interno sabía que no lo haría. En ese contrato los dos ganaban, y los dos eran adictos a las victorias.
— Creo en la posibilidad de que nuestras diferencias no terminen ni ahora ni nunca. —meditó.
Andrés se sentó. Estaba ofuscado por su hija, por su insolencia y atrevimiento; por el hombre que lo veía desde un cielo negro y todo lo que giraba alrededor de él.
—También podemos calmarnos, pensar —se burló—, podemos hacer lo que mejor le apetezca.
—Necesito hablar con Lucia —meditó.
Federico observó al hombre abatido con una mueca totalitaria en su rostro.
—Está bien. Es su hija después de todo y a los hijos hay que enseñarles disciplina.
El chico miró con desdén a los hombres que caminaban a su alrededor. A algunos los escuchó hablar, a otros callar cuando su presencia se cruzó con ellos. Era él, al igual que Lucia, el tema del día. Un tema turbio que ponía por el suelo las enseñanzas de su amiga y es que, aun en ese pedazo de tierras olvidadas y apenas bosquejadas para ser fructíferas, la dignidad era una palabra de peso.
Su nana le hacía señas con su dedo índice para que se acercara, además de demostrarle una buena postura, misma que conocía pero que en ese instante no tenía ánimos para llevar. Sin embargo Mariel continuaba dando órdenes: hombros hacia atrás, mentón hacia arriba y pasos de plomo. Como el tercer hijo de Federico Fermín, Alonso solo podía poner en marcha su condición y demostrar que a pesar de todo, él seguía siendo uno de los amos de la casa. Aun con sus ánimos decaídos.
Sin embargo, él no era como su padre ni como Vicente, mucho menos como Adrián. Él era Alonso, el pequeño Alonso.
Mariel, miró al jovenzuelo que había dejado de caminar a su lado con ternura, pero también con inquietud. Su rostro calmo, sus manos empuñadas y la mirada a sus pies no le decían nada bueno. Presentía que en cualquier momento aquel niño de sonrisa enternecedora se quebraría ante la sociedad que le ataba y ella mejor que nadie sabía qué ocurría cuando los niños Fermín se quebraban. Uno por uno los vio perderse en vicios y miedos. Temía que Alonso fuese a dar ese salto al vacío que los otros dos ya habían dado.
—Joven... —Lo llamó—. Joven Alonso.
El chico alzó la vista para mirarla y se giró.
Corrió por los pasillos con los mismos pasos de plomo que Mariel le decía que debía dar, se alejó cada vez más, buscaba la salida hacia los bosques; ese camino lleno de tierra verde que le llevaría a ella. La mujer, extrañada, lo siguió tanto como pudo hasta que las baldosas terracotas se convirtieron en piedras calizas y pulidas y el verdor de la tierra se mezcló con la casona.
—¡Joven Alonso!
—¡Debo irme! —gritó.
Él la miró con el ceño fruncido, la mirada oscura pero decisiva; con la total convicción de lo que debía hacer y lo que no. Mariel caminó con rapidez hacia él desafiando su altanería. Sostuvo su rostro en un agarre firme del que pocas veces había hecho uso en él.
—Nada de ir a donde imagino que quiere ir, jovencito. Ella no se irá a ninguna parte, siempre estará ahí y este no es el momento. Si su padre se entera de su absurda disposición lo castigará y es gracias a Dios que no lo hace con la misma mano dura con la que castiga a los esclavos, de lo contrario su espalda estaría llena de heridas que nunca terminarían de cerrar —siseó furiosa.
Lo soltó, tomó aire con la mirada al cielo, suspiraba porque sus palabras habían sido duras pero necesarias puesto que aun así, él no retrocedería. Lo veía en sus ojos grandes y fervientes.
—No me disculparé por esto. No puedo más, no puedo seguir ocultando sus visitas que tanto me inquietan. Está jugando con lo desconocido —Lo enfrentó— y eso trae más de ellos tras sí mismos. Deje de jugar de esa forma tan peligrosa.
Alonso contempló con dolor a su nana. Y se fue.
Si iban tras él o si ella daba el aviso al resto de los hombres, no le importaba. No quería escuchar nada, ni sus gritos desconsolados ni el de los guardias, aún menos el de los esclavos cuyo idioma jamás entendería. Lo único que él deseaba escuchar era la voz dulce, complaciente y realista de su madre. Y lo haría, escaparía del lazo cruel de su padre que había encerrado a su amiga, de sus motivos absurdos y como Amelia le diría por cada día en que la visitaba: donde ella estaba, todo era mejor.
Entre las tierras altas avistó un caballo puro que montó al quitárselo de las manos a su dueño. Pasado los altos árboles y, envolviéndose en la gramínea alta, dio con aquel perfil botánico que le sacaba una sonrisa. Desmontó rápidamente, tomó las amarras del corcel y lo hizo caminar a su lado. Bajo las largas hojas del árbol aguardó a que apareciera. No pasó mucho tiempo cuando lo hizo. Sus dedos acariciaron las asperezas del tronco y parte de su rostro se asomó.
—Otra vez tarde —murmuró ella.
Alonso suspiró. Tenía la mirada en el suelo, en la tierra negra y sus botas altas. Alzó la vista con determinación, ella quedó perpleja.
—Alonso, cariño, este siempre será tu hogar —musitó.
Extendió sus brazos hacia él.
—Mamá —Su voz se quebró—, quiero estar contigo.
—Así será, mi pequeño. Si es lo que desea, así será.
Había desistido. Sus manos ya estaban rojas y dolían hasta sus uñas. El sonido estrepitoso del jarrón al chocar contra la puerta había asustado a más de uno, aun así ninguno hizo nada por ella. La situación era embarazosa para Lucia, desconocía las razones de su encierro, más allá de lo sucedido en horas de la mañana ¿Por eso la encerrarían? ¿Sin ningún tipo de derecho a defenderse? Lloró hasta que las lágrimas dejaron de salir y dieron paso al rencor. Por eso y por más, su creciente odio a Federico Fermín seguía presente, destellaba como una flama viva que la carcomía hasta hacerla sangrar. Ansiaba salir de allí para echar por tierra cuanto plan tenían presente. Ansiaba mancillar toda idea de su padre porque tanto él como Fermín habían actuado contra ella y eso, más allá de todo, dolía.
Su padre era un lucero, alguien a quien admiraba con fervor y por el que ella creía lucharía si era necesario. Lo admiraba como nadie y había depositado esa misma admiración en su amigo: Alonso.
No lo creía capaz de hacer barbaridades como aquella, ni que seguiría los pasos de Fermín. Pensarlo era ir demasiado lejos, pero con él a su lado no dudaba que hasta su padre se viera manejado por la influencia del hombre como un títere. Desde hacía un par de horas se encontraba sentada en el suelo, con la espalda contra la pared y el dormitorio en un completo desastre, una alfombra goteada por su propia sangre y los vestigios de la porcelana. Alzó la mirada cuando el repicar de las llaves llamó su atención y el pomo comenzó a moverse.
Tragó saliva, se levantó y esperó.
Andrés miró el suelo desconcertado. Las pequeñas piezas de vidrio y porcelana, la mesa en el suelo y frente a él como un espanto que respiraba con premura: su hija. Cerró la puerta detrás de sí observándola. Parte de su vestido se había rasgado y manchado, la tela azulada había sufrido los embates de la joven quien, sostenida de su falda, seguía inmutada mirándolo.
—Lucia —susurró. El crujir bajos sus zapatos le detuvo, pero no por mucho—. ¿Qué has hecho?
—Papá, ¿qué has hecho tú? —refutó—. Permitiste que me encerraran aquí, como si hubiese hecho...
—Lo hiciste, Lucía. Le diste la excusa necesaria para entrever tu falta de educación —exclamó—. Solo tenías que soportarlo, solo eso. En cambio decidiste hacer lo que mejor te parecía.
—Tengo derecho de responder por mis actos que no son los imaginados por él —espetó—. ¡Y tú me acusas sin permitirme defenderme cuando eres mi padre!
—Te he defendido lo suficiente, ¡deberías agradecerlo! —gritó. Su voz se alzó por encima de lo normal en un gesto que la hizo enmudecer—. En este mundo no hay padre más orgulloso que yo al tener una hija como tú —musitó caminando hacia ella—: cada uno de tus logros son mi trofeo. Ahora, a diferencia de muchas otras veces, te pido que resistas. Vicente Fermín llegará en poco tiempo. Tu matrimonio se celebrará y no pongo en duda que te llevará a un lugar tan lejos de Federico Fermín como sea necesario.
—Y aun así estaré unida a ellos gracias a un hombre que ni conozco ni amo —zanjó.
Andrés resopló resignado. La verdad estaba ahí, había sido lanzada en su cara tras las palabras de su hija y lo sentía mejor que nadie aunque nada les impediría seguir.
—Amor, hija mía, el amor no puede darnos todo aunque confío que tendrás el suficiente para los tiempos venideros.
La mirada de Lucia se llenó de rencor y tristeza y dolor.
—Demos por terminado esto, padre. No llegaremos a nada y tampoco estamos en una buena posición —calló—. ¿Dónde está Alonso? El pobre debe estar deseando morir como horas antes lo desee yo.
Deseó ir por él, buscarlo y abrazarlo lo necesario a pesar de los recientes hechos. Sin embargo, Andrés le impidió el paso. Con ese solo gesto le mostró que no podía salir de ahí todavía, que seguiría encerrada como si de una prisionera se tratara por decisión de él.
—No es conveniente. Te quedarás aquí mientras todo se aclara. Perdóname Lucia, pero aguarda un poco más. Hazlo por tu madre, hija.
Ella corrió hacia la puerta sin conseguirlo. Volvía a sentir la presión del encierro sobre sus hombros envolviéndola hasta sentirse pequeña.
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