Capítulo 3


Vicente cargaba con el afán de Francisco en su espalda. Al tocar puerto se había premeditado en salir como fuera del barco de mala muerte que su señor había escogido. El joven entendía su algarabía al buscar un medio de transporte que los llevase al interior de la provincia, pero por otro lado el hecho de estar ahí le causaba cierta sensación que no sabía cómo llamar.

Su mirada se paseó por todo el puerto dando con su silueta, hasta ver cómo se perdía entre la marea de personas. Giró a mirar a los hombres de la tripulación con el cargamento a cuestas y la sonrisa avara de Gomora. Sintió un leve escalofrío con solo verlo pues aún quedaba parte de sus palabras tildadas en su pensamiento.

El muchacho volvió la vista al frente donde la voz de Francisco se hacía chirriante y apresurada. De alguna manera, aun entre las personas que se encontraban alrededor de ellos, había conseguido una forma de salir de Puerto Cabello. El aroma a mar, madera húmeda y podrida; a sudor y carne fresca, dejaría de aturdir las fosas del pobre hombre.

...

El par se adentró en un carruaje con dos corceles de un bonito color caoba y un hombre poco lustroso en su asiento principal donde tomaba de las riendas. El interior estaba forrado en gamuza esmeralda sin más detalle que ese. Vicente empezaba a sentir la temperatura más elevada que en cualquier otro lugar en el que pudiera haber estado. Se reclinó en el asiento, fijó la mirada en cuanta estructura apareciera en su panorámica. No muy altas, con un estilo parecido y único, de barrotes y puertas de madera y el entramado de las calles similar a un río de piedras.

—Llegaremos primero a casa del Señor Montés. Ha pedido de forma insistente que nos quedemos en su hogar a pasar la noche en tal caso no podamos llegar a su hogar —recalcó Francisco.

Se echaba aire con un pañuelo en mano a causa de la temperatura.

—Conoceré parte de las razones de este viaje. —Alegó poco grato.

—Su esposa Carlota Estanga —comunicó luego de aclararse la garganta y obviar las palabras de Vicente—, será quien nos reciba.

—¿Le conoces de algún lado? —Había notado un ligero cambio en él.

Francisco miró al joven con simulo y, obviando el tema, prefirió mirar hacia otro lado.

—¡Oh, Francisco! Si no te conociera tanto como lo hago diría que ocultas algo —ironizó—, pero está bien. No insistiré. Total ya me has traído hasta aquí.

—Debo advertir que su llegada es importante, joven. No solo para su familia.

Cambió de tema tan rápido que Vicente empezaba a sentir volver su curiosidad.

—Ponme al corriente, Fran ¿Quiénes son?

—Los Montés son de las primeras familias que llegaron a la provincia. Alrededor de 1799 lo que confirma su antigüedad en estas tierras. Claro que, en aquel tiempo tan solo el señor Andrés Montés y su primogénito se encontraban aquí. Viven de la empresa familiar y por supuesto, el señor Montés es todo un empresario, si hay dinero de por medio él estará ahí.

Vicente se cruzó de brazos, mostraba una sonrisa siniestra. Poco a poco entendía las intenciones de su padre: claras, muy visibles.


Al detenerse el carruaje la primera impresión de Vicente contrastaba perfectamente con la descripción somera que Francisco le resumió de los Montés, y al mismo tiempo con los intereses de Federico Fermín. El joven muchacho salió del transporte encontrándose con parte de la servidumbre y con la señora de la casa. Carlota Estanga era una mujer de facciones duras, sus ojos pequeños, verdosos y enmarcados combinaban con la fina línea de sus labios.

El protocolo de cortesía instó a Vicente a presentarse frente a la dama como un caballero, olvidándose de sus propios pesares, ajenos a lo que en ese momento se generaba, más la tensión parecía una nube posicionada sobre todos. Carlota, con un claro movimiento, hizo que las pertenencias de los hombres fuesen desplazadas al interior. La puerta alta, cobriza y de tocados rústicos le daba la bienvenida a un salón con suelo de madera y candelabros de velas encapsuladas en vidrio que se disponían por todo el lugar.

Tomaron asiento en un salón amplio donde las ventanas daban paso a una pequeña vista al exterior y el cortinaje del color del vino tinto terminaba de enmarcarlo.

—Espero perdone la ausencia de mi esposo —comentó ella.

Su postura rígida y sus manos sobre su regazo eran comunes en toda dama, sin embargo en ella eran muestra de severidad.

—No ha podido regresar a tiempo del sur, no obstante, lo conocerá una vez tome camino a la casa Fermín.

—El señor Montés se ha quedado con mi padre, entiendo. —Analizó tratando de no ser indiferente—. Será tratado muy bien durante su estadía, en tal caso.

—De la misma manera en que lo será usted.

Carlota alzó la quijada sin dejar de observarlo de manera en que nadie estuviera ahí aparte de ellos. Vicente asintió con una sonrisa somera en sus labios.

—Si me permite, señor Fermín, hay algunas preguntas que me gustaría hacer. Espero no ser descortés.

—Una interrogante de una dama como usted dudo que sea una descortesía —respondió él.

Ella inspiró extendiendo su falda aun cuando no había razón. Era la mezcla de la angustia, el miedo y la ira por conocer a quien desposaría a su hija.

—¿Qué edad tiene, señor Fermín? —inquirió.

—Veintiocho años, señora —respondió al instante, pero con la duda sobre tal pregunta.

—Y nunca se ha casado.

Cotejó entrecerrando los ojos. Vicente ladeó la cabeza con una sonrisa perniciosa.

—El matrimonio es algo de dos a mi entero parecer, señora Montés, pero si me permite llegar a un punto ¿Por qué lo pregunta? Usted debe saber de mí.

—Trata de decirme que no sabe cuáles son las pautas de esta asociación —bufó.

Consternada, se levantó y caminó por el lugar. Su rostro compungido y su respiración acelerada se mostraban ante él de manera lenta. Vicente sabía bien las pautas, de todas formas, lo mismo había sucedido con su hermano mayor. No dudaba que lo mismo sucedería con él.

—Señora...

—Usted es un hombre que merece tener otro tipo de mujer. Usted no es ni será lo suficientemente bueno para ella como lo podría ser otro... —negó reticente—. Usted, señor... usted...

—Permítame estar de acuerdo.

Vicente contuvo la mirada de sorpresa en la mujer. De su rostro había desparecido cualquier rastro de la amabilidad que lo consumía y solo estaba la dureza de la que solía hacer uso sin siquiera notarlo, pero que gritaba ser el hijo de Federico Fermín.

—¿Qué trata de decir? —farfulló—. ¡No se atreva a jugar conmigo!

—No lo haría, mi señora. Estoy siendo honesto —comentó.

La mano de Francisco se posicionó en su hombro como una pesada roca que le impedía moverse de su lugar. El joven alzó la vista por segundos, notó en ese corto tiempo la algarabía en el hombre y sin importarle ello, prosiguió.

—No deseo tomar a su hija por esposa, tampoco es mi deseo hacer valer las pautas que mi padre y su esposo hayan tomado, más aún si está de por medio una joven.

Ella sonrió, y rápidamente borró la sonrisa.

—Su postura es tal como imaginaba que sería. No por nada rondan los rumores acerca de usted.

—Algunos son verdades. Otras, invenciones que me atreví a lanzar y se regaron —susurró permitiéndose sonreír irónico del alcance que habían tomado, pero de todas formas no esperaba menos.

—Desde que mi esposo y el señor Fermín hablaron de un acuerdo matrimonial, pensaba todos los días quién sería el Fermín que tomaría a mi hija. —Carlota tomó asiento, sin embargo esta vez lo hacía a su lado—. Su hermano es pequeño, calculaba, aunque catorce años es edad para un matrimonio luego estaba el otro Fermín, pero él ya está casado, no era una opción y finalmente está usted; usted que es muy mayor, pero sin lazos con una mujer que le diera estabilidad. Era, en tal caso, la mejor opción, aunque todavía no sé por qué, menos con una fama que lo precede, y no le deja. —Se atrevió a respirar profundo para verlo, más allá de todo rumor del que se había hecho—. ¿Qué sería capaz de hacer por saltar sobre las reglas de su familia? ¿Sería tanto como para oponerse a las órdenes de su padre?

Vicente meditó cada pregunta. Sabía bien lo que quería y lo que no, más aun no llegaba al punto donde debía actuar.

—¿Por qué tanta insistencia, señora? ¿Por qué pide con tanto esmero que el joven haga algo como eso por usted? ¿Dejarla en el altar no sería humillar a su familia?

Carlota lo miró, desde las sombras lanzaba preguntas como si nada y que Vicente no detenía, al contrario, dejaba que fluyeran esperando una respuesta de ella.

—¿Hay alguien más? —preguntó Vicente

Silencio la sentenció.

—Es muy tarde ya. —Retomó la compostura mirando al horizonte—. Ely les mostrará su habitación. Buenas noches.

Hizo un leve ademán para luego desaparecer.

Escaneó con la mirada la amplia habitación; tenía una cama central, sin ningún tipo de arrugas, cuadros como adornos, una mesa de cedro con un adorno floral de pétalos amarillos y el armario del mismo tono que la mesa. Fue directo a la ventana.

Vicente contemplaba, desde su lugar, una angosta calle por donde pocos podían caminar. Se volvió a mirar la luna y cayó en cuenta de que, de alguna manera, ellos habían pactado algo: romper los lazos. Su padre se ahogaría en odio, estaba seguro de que al hacerlo le proferiría la muerte que con tanto fervor alguna vez le indicó le daría. Había sido una noche cuando Vicente se había encargado de llevar la paciencia de su padre al límite hasta apuntarle con una pistola de llave de chispa y del que había salido librado gracias a la aparición de su hermano mayor. Una intervención que lo había puesto de mal humor como nunca.

Volvió la mirada al fondo, ni muy lejos ni muy cerca. Un salto al vacío tan ideal que le tentaba, pero no era un niño ya y temía que a su oído no solo llegaría los reclamos de su padre, sino también de Francisco.

Prefirió escabullirse por la puerta principal en esos momentos en que nadie caminaba por los pasillos de la casa. El sitio, tan amplio como aterrador, resonaba con un leve susurro del viento al meterse por las rendijas de la puerta. Vicente se paseó con una vela en mano con la cual iluminaba parte de las ilustraciones y en parte las escaleras al primer piso. El chirrido de una vieja entrada llamó su atención. Caminó hasta ella, no encontró nada. Era una habitación vacía sin ventanas, impoluta, entrecerró los ojos y volvió a salir al pasillo donde esa figura le esperaba. La sorpresa le embargó, no obstante, a diferencia de la primera vez sentía la necesidad de caminar hacia él.

—¿Quién se supone que eres? —inquirió sigiloso.

Daba pequeños pasos hacia él atraído por su presencia y su silueta desdeñosa de piel pálida y reseca.

¿Quién se supone que eres? —respondió la figura.

Vicente se incorporó notablemente molesto.

—Es una falta de respeto lo que...

Es una falta de respeto lo que... —escuchó repetir sus palabras hasta callar igual que él.

Analizándolo como si de un pequeño animal fuera, la silueta había estado imitándolo. Se movió con la clara intención de tomarlo por su hombro, pero él lo vaciló. Su sonrisa pétrea, escalofriante y escasa de dientes provocó una honda sensación de terror en él. Quiso vomitar y también quiso huir de quién fuera él. Volvió sus pasos por el pasillo dispuesto a regresar a su habitación y dejar lo que sea que fuera eso atrás.

Pero él le seguía.

Era una sombra que caminaba a su lado casi desafiándolo a avanzar más rápido hasta que dio con la entrada a su habitación y la selló rápidamente. Respiraba a duras penas, se sostenía de la madera y el pomo con fuerza hasta que sus nudillos se blanquearon. Asustado por completo, se alejó con pequeños pasos. Nunca antes había sentido el miedo de esa manera, mucho menos había visto algo semejante. En él veía sus facciones, su rostro mortecino; era él sin duda alguna, más no entendía ni lograba comprender cómo podía ser posible y, por supuesto, era lo mismo que había visto en el barco ¿Le había seguido?

Vicente tomó asiento en la cama sin perder de vista la puerta, esperaba a que se abriera y entrara, pero no pasó. 

Respiró profundo cuando vio la luz entrar por el ventanal. Había esperado el amanecer, sus ojos lucían cansados, las ojeras se mostraban rehacías a desaparecer y sus labios habían perdido su tono. No había podido conciliar el sueño y tampoco deseó intentarlo. Vicente prefirió esperar el sol despierto antes que intentar dormir y ver esa cosa al abrir los ojos.

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