Telaraña.

Predecesor: N/A.

Las bisagras de la enorme y vieja puerta emitieron un chirrido espeluznante. Con cautela ingresó a la gran y antigua mansión mientras el peso de su cuerpo al dar cada paso hacía que las tablas del suelo crujieran.

Se detuvo ante las escaleras principales y las miró lo mejor que pudo, la poca iluminación no ayudaba pero nada podía hacer, el excéntrico dueño se rehusaba a abrir en su totalidad las gruesas cortinas.

La enormes telarañas enredadas en el barandal dejaban en evidencia la falta de atención, o mejor dicho, la larga ausencia del propietario.

Tan sólo había subido cinco escalones, sorteando las telas de araña en el camino, cuando una voz aterciopelada le habló.

—Te extrañé, Martín.

Levantó el rostro para encontrarse con él y quedarse sin respiración. El joven Conde estaba allí, a unos metros de él, con ese porte altivo, mirada penetrante y perfecto rostro.

Tragó saliva nervioso, ansioso; habían pasado varias semanas desde la última vez que tocó su piel y saboreó su aliento; —yo también te extrañé— contestó con un hilo de voz, antes de dar las zancadas necesarias para llegar hasta el Conde de cabello castaño y estrecharlo entre sus fuertes brazos, enterrando la nariz en su cabello, respirando su aroma, confirmando lo mucho que lo echó de menos.

Después se separó lo necesario de su cuerpo para poder ver su rostro; las penumbras hacían ver su piel más blanca, pero seguía siendo perfecta. Besó sus mejillas y nariz en repetidas ocasiones hasta arrancarle una risa suave, —basta Martín, me haces cosquillas— balbuceó.

El muchacho moreno y alto detuvo su actuar para apoyar sus frentes juntas, sonriente ratificó lo que su presencia, o ausencia, causaba en él.

El Conde estiró un poco el cuello, lo necesario para alcanzar los labios ajenos fundiéndose en lo que fue un casto beso, para continuar con otro ligeramente húmedo. Para el tercer ósculo ambos buscaron por más contacto. El alto se aferró a la cintura de quien tenía enfrente, el castaño enmarañó los dedos en la oscura cabellera.

Cinco meses antes, Martín había llegado al Condado de Caprill, su alta figura, nariz perfilada y ojos oscuros habían llamado la atención del joven Conde, por lo que se decidió a seducir y hacer caer en su telaraña al galán forastero.

Lo que este no previó fue el hecho de que él terminaría cayendo en su propia trampa, enganchándose a la actitud servicial, amabilidad y ferocidad al momento de amar del extranjero.

Dio un ligero salto para enrollar las piernas en la cintura de Martín, rompió el beso y dijo, —vamos a mi habitación.

No tuvo que decirlo dos veces, el chico ascendió los escalones que hacían falta, atravesando las finas telas de araña que se habían formado ante la ausencia del Conde, ignorando el crujido de la madera bajo la empolvada alfombra; simplemente disfrutando la sensación de deseo y anhelo de tocarlo y besarlo como la primera vez. Al Conde no le importó mostrarse ansioso y apurado, haber caído en su propia telaraña era lo mejor que le había sucedido.

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