ᴱⁱᵍʰᵗᵉᵉⁿ⠃ᴠᴇɴᴇɴᴏ ʏ ᴇꜱᴘᴀᴅᴀ
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Elizabeth y Hawk miraban ambos cuerpos estáticos en la cama cuando ingresaron en la habitación.
—No puede ser que estén dormidos con todo lo que pasa afuera. —Comento el cerdito apoyado en el taburete.
El doctor Dana entró a la habitación. —¿Cómo están? ¿Notan mejoría? —Pregunto con sus manos en la espalda acercándose a ellos.
—El señor Meliodas se ve mejor, pero la señorita Kaida... se ve mucho más pálida que antes. —Dijo lo que notaba la princesa. —Aunque duerme profundamente gracias a la medicina que usted le dio.
—Pareciera que estuviera muerta... —Sincero Hawk nervioso esperando que no fuera así.
—¡Hawk, no digas esas cosas! —Lo regaño la princesa.
—Lo que dijo... podría ser cierto. —Ante las palabras del Doctor Dana, un escalofrío recorrió a la princesa y al cerdito.
—Muy buen trabajo Dana. —Una voz grave y con poco eco recorrió las paredes de la habitación. —Has realizado bien tu encomienda.
—¿Qué fue eso? —Pregunto el cerdito mirando hacia todos lados al igual que la princesa.
—¿¡Quién está ahí!? —Pregunto esta vez la princesa alterada.
—Le di una mezcla tóxica de belladona, uvas del diablo y más venenos, todo estaba en esa infusión. —Por primera vez todos vieron como un hilo de sangre salía de los labios de Kaida manchando las blanca sabanas. —Esta mujer jamás podrá despertar del sueño eterno.
—¿¡Entonces no fue una medicina para curarla!? —El terror recorrió cada centímetro del cuerpo de Elizabeth, ¿ella en verdad no despertaría?
—Ni siquiera nosotros podríamos enfrentarnos a la capitana de los ocho pecados capitales y salir ilesos. —La misma voz grave volvió a hablar. —Además, la orden fue hacer todo lo necesario para eliminarla.
—¿¡Quien eres!? ¡Muéstrate ahora mismo! —Ordeno Elizabeth con molestia en su voz.
—Es un placer conocerla majestad. —Un hombre con armadura plateada y cuernos en su casco se hizo presente en medio de ella y el doctor. —Soy el caballero sacro Golgius, miembro de los colmillos bizarros.
—Un caballero sacro...
—¿Quién es este? ¿Y de dónde salió?
El caballero hizo una reverencia ante la chica. —Princesa Elizabeth he venido para llevarla a casa.
Nadie noto como de la sabana, una bruma roja se deslizaba y salía por la ventana en camino a prisión Baste, no sin antes absorber la sangre de la sabana.
[...]
Aquella bruma recorrió los pasillos y celdas en busca de su objetivo, al llegar se arrastró por los pies de los caballeros que custodiaban la celda, metiéndose entre la abertura debajo de la puerta. Al entrar se posó en frente de la cara del albino para después formar un zorro que le toco la nariz haciéndolo abrir los ojos, con su pata paso la sangre que había agarrado colocándola en sus labios y desapareciendo en el aire.
Los caballeros fuera de la celda comenzaron una charla. —Oye, ¿quieres apostar quién gana?
—¿Ah?
—¿Los pecados capitales o los colmillos bizarros? Están peleando en la aldea.
—Esa apuesta es fácil. —Respondió con total seguridad. —Los ocho pecados capitales ahora se reducen a su sub-capitán y a uno más, por lo que sé envenenaron a la capitana. No son contrincantes para nuestros caballeros sacros, así que...
—¡Espléndido! —Una voz al interior de la celda los asusto. —Me parece divertido.
La huella de un pie se formó en la gran puerta de metal junto a una abolladura para finalmente la puerta caer en un sonido sordo levantando polvo, el sujeto paso su lengua por sus labios mirándolos con sus ojos filosos.
—Ay, no puede ser... —Exclamo uno de los caballeros totalmente espantado.
—Ah... que bien se siente estirar las piernas. —Hablo perezoso.
—Es Ban, el zorro de los ocho pecados capitales... ¿Cómo... pudiste escapar? —Ambos se pusieron en guardia.
—¿Y por qué ahora?
—¿No es obvio, idiotas? —Con una de sus manos saco una pica de acero que se encontraba en su pierna votándola al suelo. —Derribe la puerta. —Hizo lo mismo con la que estaba en su brazo. —Pero lo más interesante, es la interesante conversación que tenían. Decían que la capitana estaba muerta... —Su mirada se oscureció, los rastros de veneno aún burbujeaban en su garganta.
Una mujer apareció atacando a Ban, sin embargo, lo único que logro fue cortarle el pelo y la barba que tenía.
—Imposible... tus extremidades habían sido atravesadas con picas de acero maldito. —Hablo la aspirante a caballero aturdida.
—Te sugiero que recuerdes esto niña, la única herida verdadera en mi cuerpo es esta cicatriz de aquí y a pesar de que sus heridas son especiales, si es de ella, la atesoraré, ¿no crees?
[...]
Ban y Meliodas se encontraban en frente de la fogata charlando sobre la espada del rubio, mientras de fondo se escuchaba la linda melodía que Kaida le cantaba a Diana para que se durmiera mientras le acariciaba la cabeza, a pesar de esto podía escuchar su conversación.
Su melodía se detuvo al ver como Ban se acercaba al rubio y agarraba la espada, creo una barrera en Diana para que no despertara y con una velocidad brutal ya estaba al lado del albino agarrando el mango de la espada.
—Suéltala, Ban. —Casi nunca lo llamaba por su nombre y cuando lo hacía él terminaba mal. —No lo volveré a repetir. —Sus ojos se habían oscurecido y su voz sonaba tan fría como una tormenta de nieve.
—No quieres hacerla enojar, Ban. —Hablo Meliodas tomando de su cerveza, pero aun así se notaba su seriedad.
—¿Enojar, señor? No puedo creerlo, ella jamás se enoja. —Levanto la mirada sintiendo la adrenalina recorrerle el cuerpo al sentir como sus narices ya casi se tocaban. —No la he visto ni una sola vez.
—Suéltala. —La voz de Meliodas se escuchó mucho más grave y enojada al ver de reojo como la mano contraria de Kaida se encontraba en un puño temblante.
—Ay, no quiero. —Soltó con relajo sin percatarse de lo grave de la situación. —Pero, ¿sabes, capitana? Me interesa saber por qué lo nombraste el dragón de la ira. —La sorna en su voz hizo a la capitana bajar la mirada.
—¿Por qué insistes en enojarla? —Su enojo aún era evidente.
Ahora Ban usaba ambas de sus manos. —Solo quiero ver esa espada. —La fuerza que ejercía se notaba en su voz, sin embargo, esta no se movía por la mano de Kaida.
—Ban. —Advirtió Meliodas.
—No... quiero poseerla. —No solo hablaba de la espada.
Ban pudo jurar que unos segundos antes de que la espada lo hiriera, los ojos de su capitana habían brillado en un rojo escarlata como el suyo.
—Lo siento... —Kaida se separó del rubio, que se levantó de la roca en la que estaba sentado, sujetando su rostro con una de sus manos. —Creo que voy a dormir, a Diana no le gusta dormir sola... —Una lágrima cayó hasta el suelo cuando giro, una nueva flor se marchitó.
Ambos hombres vieron como su paso era pesado, pero no dijeron nada.
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