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«It was proof that I had not always been completely alone in this world. But I think I was also holding on to the loss, to the emptiness of the house itself, as though to affirm that it was better to be alone than to be stuck with people who were supposed to love you, yet couldn't.»

Otessa Moshfegh, My Year of Rest and Relaxation

Blair Nightingale esperaba con ansias la llegada de los sábados porque solían ser días tranquilos.

A pesar de que sus clases no empezarían hasta dentro de unas semanas, ella no había dejado de estudiar en todo el verano. Gracias a sus buenas calificaciones, un profesor de la universidad la había seleccionado para ser ella quien enseñara un cursillo de verano de literatura inglesa para mayores y, como siempre, se había dedicado a ello con todo su ímpetu: preparando las lecciones, enviando tareas, corrigiendo redacción tras redacción y señalando de rojo errores y buenos argumentos. Quedaban a penas un par de clases de aquel cursillo, y aunque le había encantado la oportunidad de ponerse frente a una clase, llegaba a los fines de semana cansada.

Aquel sábado, como era costumbre, Jean no estaba en casa. Si no tenía la tremenda casualidad de encontrarse con quién sabe quién y lo llevaba a comer a un restaurante que leyó en quién sabe dónde, aparecería por casa al mediodía, se dejaría caer en una de las sillas de la cocina, miraría a Blair y diría:

—¿Pedimos algo en el tailandés? No me apetece nada ensuciar la cocina.

Pero hasta ese momento, Blair tenía la casa para ella sola. Eso significaba que podía despertarse tranquilamente, sin los golpes que daba su madre al cerrar cajones y puertas cuando estaba en casa, bajar a la cocina y comerse unos cereales en el taburete frente a la ventana desde la que se veía la calle. Luego, se haría un café mientras escuchaba su podcast de confianza, y se dedicaría a limpiar su habitación, o a leer un libro, o a perder el tiempo en internet. Normalmente, aquel plan matutino de los sábados era su plan favorito.

Aquella mañana hacía todo eso mientras los pensamientos que le provocaban ansiedad intentaban penetrar su estado de felicidad y ella los empujaba de manera invisible en su mente, como si fueran una pesada piedra y ella fuera Sísifo, condenada a tratar de deshacerse de ellos en vano.

Darcie se va a mor...

AHORA NO, POR FAVOR.

Deberías salir a la calle y que te dé el sol y hacer deport...

ES SÁBADO, MEREZCO DESCANSAR.

Escuchaste a alguien hablar de magia...

SEGURO QUE ESTABA BORRACHA.

Fred no te va a volver a llamar.

El último trago de café le supo extremadamente dulce. Se lo había bebido sin escuchar su podcast y sin remover el azúcar del fondo, dejando que la ansiedad ocupara todos sus pensamientos y dejara todo lo demás en segundo plano. La piedra de Sísifo cayó imaginariamente sobre los posos del café, salpicando y trayendo a Blair de nuevo a la realidad.

Chasqueó la lengua. No debería importarle tanto lo de Fred, un chico cuya existencia desconocía por completo veinticuatro horas atrás. Sin embargo, se había quedado hasta las tres de la mañana con los ojos abiertos como platos, observando el techo de su habitación como si los sucesos de la noche se estuvieran proyectando sobre él como en una pantalla de cine. Se había visto a sí misma reírse, mirarle con diversión, caminando con su chaqueta sobre los hombros, fastidiarlo persiguiendo a unas desconocidas en la oscuridad de la noche, devolviéndole la chaqueta a Fred cuando la había acompañado hasta el jardín de su casa.

Cuando Fred había nombrado a una de las chicas y le había preguntado a Blair por qué las habían estado siguiendo, ella había hecho gala de sus mejores dotes de actuación para hacerse la sorprendida y fingir que no sabía de qué estaba hablando. No conocía a Fred lo suficiente como para saber si era bueno captando las mentiras, pero el chico no había insistido, y ella no había vuelto a sacar el tema, sumida en sus pensamientos, con el nombre de la chica grabado a fuego en su mente.

Alicia Spinnet.

La chica que había olvidado una varita en San Mungo.

Aquel era otro de los pensamientos intrusivos que le habían amargado la mañana. Decidió empujar también esa piedra lejos, donde no pudiera atormentarla. Decidió que, definitivamente, todo había sido parte de una ensoñación y que era una completa tontería pensar que sus conjeturas acerca de la magia no eran simplemente fantasías, fruto de su desesperación y cansancio. Ese tipo de cosas solo ocurrían en los libros y en las películas y, para Blair, la vida no podía ser menos aburrida, tediosa e injusta. Para nada como la ficción.

El sonido de su tono de llamada le hizo dar un respingo. Una foto de Darcie apareció en su pantalla, de cuando tenía diecinueve años y le había dado por llevar gafas de sol en todas partes, incluso en interiores. Darcie la estaba llamando, así que Blair descolgó y activó la cámara, pasándose los dedos por los ojos como si pudiera arrancar el sueño así de ellos.

Darcie tenía un aspecto similar al de la noche anterior, aunque ahora estaba en el sillón de su habitación, junto a la ventana.

—Vaya, vaya, mira quién se digna a descolgar —saludó su amiga, acercando su ojo a la cámara de manera amenazante.

—Es la primera vez que llamas.

—Ya, la verdad es que esperaba que no lo cogieras a la primera —dijo Darcie, alejándose con una sonrisa—. Bueno, ¿me vas a contar qué tal o tengo que arrastrar mi silla de ruedas hasta tu casa?

Blair suspiró. Apoyó el móvil sobre el marco de la ventana y empezó a fregar los platos solo para tener algo que hacer con las manos.

—Pues... Fred era simpático. Un poco rarito, pero... Me cayó bien.

—Para ser justas, tú también eres bastante rara.

Blair rodó los ojos, echando jabón sobre el estropajo. Darcie no tenía ni idea de lo rara que había sido la noche anterior.

—Me acompañó a casa —contó Blair, pensando en cómo ordenar la información—. Pagó por la cena, me prestó su chaqueta cuando tenía frío...

—Curiosamente, Taylor tiene una canción sobre eso.

Aquello hizo que Blair pusiera una media sonrisa. Esa frase era una broma entre las dos, puesto que siempre decían que Taylor Swift tenía una canción para todo.

—¿Y tiene una para cuando el chico propone primero una segunda cita y...? ¿Y luego se marcha sin pedirle el número a la chica o sin darle una forma de contactar con él?

Blair miró de reojo hacia la pantalla del teléfono. Darcie parecía estar pensando verdaderamente en si la cantante había escrito sobre ello.

—¿En Enchanted dice algo sobre...?

—Eso no es importante ahora, Darcie.

—¡Oye! ¡Taylor siempre es importante, Bibi! ¡Me ofendes!

Blair se echó a reír.

—Sabes que sí es lo más importante, pero no es eso a lo que me refiero. Tuvimos una buena cita y... Hice algo para que, después de proponer la segunda cita, cambiara de opinión.

—¿Qué hiciste? ¿Le hablaste de Shakespeare? ¿Le rapeaste algo de Hamilton?

Blair sonrió distraídamente, arqueando la cuchara para que el agua no salpicara por todas partes. No podía contarle a Darcie la tontería que se le había ocurrido la noche anterior porque le daba mucha vergüenza admitirlo, además de que, con toda seguridad, Darcie averiguaría sus intenciones de inmediato. Y ahí tendrían que volver a sacar el tema, y Blair no quería hablar de ello por nada del mundo. Sus fantasías tendría que guardárselas por siempre para ella misma y nadie más.

—Bueno, no hice nada como tal. Ese es el problema, creo. Estuve un poco ausente durante la cita...

Era una mentira fácil de creer, puesto que Darcie sabía lo dada que era Blair a perderse en sus pensamientos o a no involucrarse demasiado en una conversación si su mente estaba en otra parte. Era parte de la razón por la cual Keith terminó dejándola. Blair nunca estaba disponible emocionalmente para nadie que no fuera Darcie o su madre, y por eso, el resto de las personas terminaban perdiendo el interés también.

Aquello no había ocurrido con Fred, en realidad. A pesar de que Blair había llegado a la cita sin demasiadas ganas, había terminado sintiéndose cómoda con él. Lo suficiente como para pedir postre y tomarse un vaso de sidra y creerse que podría aceptar un beso suyo cuando se había acercado a ella a recolocarle bien la chaqueta. Le encantaría contarle la verdad a Darcie en lugar de una vil mentira acerca de cómo lo había arruinado todo otra vez, para variar.

—Te saboteas, Blair.

Darcie empleaba su nombre de pila y no su apodo porque estaba decepcionada. Blair no levantó la vista esta vez. Dejó los cubiertos fregados en la cajita de plástico designada para ello y miró hacia la espuma que se había quedado sobre el desagüe.

¿Era una nueva forma de autosabotaje imaginarse que había descubierto a un par de brujas y obligar a su cita a perseguirlas en la oscuridad de la noche? ¿Habría sido su inconsciente, que no quería conocer a nadie nuevo y abrirse y prepararse para el dolor de la pérdida, quien la había empujado a arruinar su cita de la manera más surrealista posible?

¿O estaba tan exhausta y desesperada que estaba volviéndose loca?

Quería llorar.

—Lo arruino siempre, joder —se lamentó, lanzando el estropajo sobre la espuma—. Te juro que estaba intentándolo.

Darcie parecía querer regañarla, por lo mucho que estaba tardando en responder. Sin embargo, cuando habló, lo hizo calmada.

—Bueno, al menos saliste una noche —la consoló—. Mírame, Bibi.

Blair la miró con reticencia. Le avergonzaba tanto la verdadera razón por la cual había fastidiado la cita que tenía ganas de gritar y esconderse debajo de las mantas de nuevo.

—Gracias por intentarlo. Curiosamente, Taylor...

—Eres una tonta.

—Sí.

Darcie empezó a contarle algo acerca de su noche, y Blair la escuchó mientras guardaba la caja de cereales en su sitio. Estaba recogiendo el móvil del marco de la ventana para trasladarse al sofá cuando vio un coche desconocido que aparcaba frente a su casa. Era un BMW blanco y largo, de aspecto caro, que parecía fuera de lugar en su vecindario.

La puerta del piloto se abrió y de ella salió un hombre vestido con ropa de calle y una gorra de color azul marino. Blair sintió que se le caía el alma a los pies.

—¿Eh, qué te pasa? —preguntó la voz de Darcie desde el móvil—. Te has puesto blanca, ¿estás bien?

—¿Puedo llamarte luego, Darcie?

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—No te lo vas a creer... —musitó Blair, mirando al hombre acercarse en dirección a la puerta—. Mi padre. Ha venido mi padre.

Blair colgó la llamada justo cuando sonó el timbre. El mundo dio mil vueltas, o a lo mejor era su estómago, o por alguna razón la casa estaba empezando a girar sobre un eje imaginario. Blair apoyó una mano en el banco de la cocina para buscar un punto de apoyo.

No había visto a su padre en diez años, y, desde luego, no esperaba verlo un día corriente como aquel. No esperaba volver a verlo nunca, en realidad. No sabía si responder a la puerta. No sabía si quería hablar con él. Al fin y al cabo, no lo había hecho en toda una década, desde el momento en el que había hecho las maletas y se había ido de sus vidas para siempre.

Cuando decidió que iba a dejar que el timbre sonara sin más e iba a fingir que no había nadie en casa, como solía hacer a menudo, la cabeza de su padre miró a través de la ventana y la vio parada en la cocina, observándolo por inercia con la mirada perdida.

Así que no tuvo más remedio que abrir la puerta, con el estómago encogido y la lengua apretada entre los dientes.

Winston Nightingale no había cambiado demasiado en aquellos años. Estaba un poco más rechoncho y su barba se había tornado canosa, pero en lo demás se parecía bastante al hombre que salía en las fotos que Blair guardaba bajo la cama. Ella, sin embargo, había cambiado tanto que al hombre le costó unos segundos comprender que la joven que lo observaba con la puerta abierta era su hija.

El rubio de Blair se había apagado, había crecido más de tres palmos y se había convertido en una mujer. No era en absoluto la niña que había llorado abrazada a su madre durante un mes entero porque echaba de menos a su padre, a pesar de lo mal que se había portado.

Winston hizo el ademán de abrir los brazos como si fuera a abrazarla, pero los bajó de inmediato al leer en la expresión de Blair que aquel gesto no era bienvenido.

—Por dios, Blair, estás tan mayor...

Blair se imaginó a sí misma cerrándole la puerta en la cara y siguiendo con su ansiada rutina tranquila de sábado como si nada, pero se dio cuenta de que su mano estaba paralizada, asiendo el pomo con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Se acordó de respirar por obligación. Dio dos golpes imaginarios a su mente, como si se tratara de un televisor viejo, para ver si así volvía a funcionar con normalidad.

—¿Qué haces tú aquí?

No, eso tampoco era lo que se había imaginado diciéndole.

Había practicado ese momento en su mente miles de veces. Algunas frente al espejo de su habitación, otras en la ducha, otras en la cama, cuando no podía dormirse por las noches.

En su discurso siempre tenía calificativos para su padre de lo más originales. Desgraciado, desalmado, egoísta, cerdo mentiroso.

Pero ahora se presentaba en su casa como si nada, con su gorra vieja de pescar y unas bermudas color caqui y sonreía como si se hubieran visto el día anterior y hubieran echado una amistosa partida de cartas.

—¿Puedo pasar? —preguntó Winston, mirando hacia el interior de la casa—. ¿Está tu madre en casa?

—No.

No especificó si ese monosílabo respondía a ambas preguntas, pero Winston pareció entenderlo, por cómo dio un paso hacia atrás. Seguidamente, observó el juego de sillas y la mesita de metal verde que había en el jardincillo de la entrada. Jean solía tomar el sol en ese lugar, pero Jean no estaba ahí para ver al desgraciado, desalmado, egoísta y cerdo mentiroso de su exmarido tratar de tomar asiento.

—Siéntate conmigo, Blair, por favor. Tenía ganas de verte.

—Han pasado diez años.

Winston asintió.

Si no fuera porque Blair estaba empezando a imaginarse que le salían cuernos y cola de diablo a su padre y que el cielo ennegrecía a su alrededor, habría notado que el hombre parecía apesadumbrado ante aquella afirmación. Pero Blair no tenía espacio en su corazón ni paciencia para perdonarle o para sentir algún tipo de empatía por él.

Del repertorio de conversaciones imaginarias de su mente, escogió unos versos que tenía bien ensayados.

—Diez años. No me has llamado ni un solo día, ni cuando me gradué del instituto, ni cuando cumplí dieciocho, ni cuando recibí matrícula de honor en la universidad. No has estado presente en diez años, ¿y ahora vienes y quieres hablar contigo?

—Tu madre me ha contado lo de la hija de los Brown, lo de Darcie... No sabes cuánto lo siento.

Aquello era la gota que colmaba el vaso.

Blair se quedó de pie, con el mentón arrugado, mirando a la persona que más detestaba en el mundo decir el nombre de la persona a la que más quería. Su padre había conocido a Darcie cuando formaba parte de su vida, por supuesto, pero ahora no tenía derecho a sentir lástima por ella. No tenía derecho a hablar de ella, o a preocuparse, o a apiadarse de su pobre alma desdichada.

—Vale. Si eso es todo... —Blair quería marcharse, pero Winston alzó las manos, intentando con el gesto pedirle que se quedara.

—Por favor, Blair, dame diez minutos. Quiero hablar contigo y disculparme.

—No quiero nada de ti. Si mamá te viera...

Pensó en lo que acababa de decir. En lo que había dicho él, antes. "Tu madre me ha contado lo de Darcie".

Winston asintió, confirmando sus sospechas.

—Tu madre sabe que he venido, Blair. Llevamos unos meses en contacto...

Aquel día había empezado estupendamente, pero ese sentimiento había durado tan solo cinco minutos. Ahora, de repente, su padre aparecía de nuevo y su madre le había estado mintiendo durante meses. Blair no entendía absolutamente nada.

Se sentó en la silla junto a Winston porque la otra opción era correr a esconderse y luego enfrentarse a su madre, y Jean odiaba las confrontaciones y seguramente haría como que el problema no era tan grave. Blair tenía varios problemas en auge en ese momento y decidió acatar uno de ellos de frente.

—¿Cuántos meses?

—Desde que le pedí el divorcio a Theresa.

Blair ahogó una risa muy sonora. Cerró los ojos y negó de un lado a otro antes de chasquear la lengua. Honestamente, se alegraba de que el matrimonio con la mujer por la que las había dejado se hubiera arruinado también.

—¿Por qué? ¿Tienes ahora a otra mujer de treinta años en Surrey, embarazada? ¿Una tercera familia de la que nadie sabe nada?

Winston hizo una mueca y dejó escapar todo el aire ampliando sus fosas nasales.

—Blair, no creas que fue una decisión fácil. Nunca quise haceros daño, y tu madre me prohibió contactar contigo.

—Siete años te guardaste el secreto, pa... Winston. Tuviste tiempo de sobra para contar la verdad, así que no mientas diciendo que no querías hacernos daño, porque no es cierto.

Ella misma se sorprendía de lo dura que estaba siendo, pero conforme las palabras salían de sus labios sentía que el peso se le quitaba de los hombros, tras años y años cargando ese bagaje consigo.

Winston se quedó en silencio, asintiendo muy despacio. Se llevó la mano a la frente y se rascó, moviendo la gorra con la mano sin querer. Había perdido bastante pelo. Se estaba haciendo mayor.

—Bueno, creo que está claro que no quieres saber mucho sobre mí y... Lo entiendo. Tu madre me advirtió que no sería bienvenido.

Blair no dijo nada, concentrada como estaba en no echarse a llorar. Miró cómo su padre sacaba el móvil del bolsillo de su camisa y lo encendía para mirar algo. Seguidamente lo puso sobre la mesa y se lo acercó.

Blair vio tres rostros en una foto junto al barco de pesca de su padre. Había dos adolescentes de pelo rizado que sonreían, enseñando sus cañas de pescar, y ataviada con un bañador rosa con volantes, una niña con trenzas que miraba a la cámara.

—¿Tuviste otra hija?

—Paisley. Tiene seis —explicó Winston, mirando a la niña con cariño—. Brendan, el mayor, ya tiene diecisiete, y Finlay va a cumplir trece en diciembre.

Blair dejó caer sus defensas un solo segundo para ver, por primera vez, a sus hermanastros.

Había sabido de la existencia de los dos chicos, puesto que Winston lo había confesado aquel fatídico día, pero nunca había visto cómo eran en realidad. Ellos debían parecerse más a su madre, puesto que Winston era rubio y aquellos niños tenían el cabello negro. La niña, sin embargo, tenía el pelo tan claro como lo había tenido Blair de pequeña.

Se le llenaron los ojos de lágrimas sin saber bien por qué.

De nuevo, ese peso que había sentido que se quitaba de encima se estableció sobre su espalda. Otra cosa más de la que preocuparse. Era mucho más fácil vivir sin saber cómo eran sus hermanastros, sin preguntarse qué quería hacer Brendan al terminar el instituto, si es que aún estudiaba, o qué cosas le gustaban a Finlay, que tenía sonrisa astuta, o si a Paisley le gustaría tanto leer y disfrazarse como a ella cuando era pequeña.

Blair siempre cometía el mismo error. Alguien le contaba un problema y ella lo hacía suyo y se obligaba a sí misma a buscar la forma de solucionarlo para que todos estuvieran felices.

Había solucionado la depresión de su madre siguiéndola a todos sus planes cuando era pequeña y diciendo que sí a todo para que no tuviera que pensar en nada. Había convencido a su tía Rachael, que vivía en Birmingham, de venir a Londres a ayudar a su madre con el divorcio para que ella no tuviera que preocuparse tanto.

Cuando Darcie había enfermado de cáncer, se había pensado que su responsabilidad era curarlo.

Y ahora veía a aquellos niños, que no tenían la culpa de ser hijos de un padre nefasto, y se sentía responsable, sin conocerlos siquiera. Había escuchado que eran sus hermanastros y que sus padres se habían divorciado y ya estaba sintiendo lástima por ellos porque ella había pasado por algo similar.

—Esto es injusto —le dijo a su padre, deslizando el móvil sobre la mesa para devolvérselo—. No me vas a comprar así.

—Quieren conocerte.

—Pero...

—Y yo quiero conocerte, también. Tu madre me ha dicho que pasas mucho tiempo sola y...

Winston le dio el mismo discurso que le había dado Darcie la noche anterior. Aquel sobre cómo se encerraba en sí misma y aquello no era bueno, tan joven como era. Su padre, al menos, no dijo en voz alta lo que sí dijo Darcie.

Que cuando ella se fuera, se iba a quedar sola.

La conversación fue interrumpida por el ruido del motor del coche de Jean. Conducía un Ford Fiesta de color naranja, imposible de perder de vista, que aparcó de cualquier manera tras el BMW de Winston.

Jean salió del coche cargando un enorme ramo de flores de todos los colores y una bolsa de la compra a rebosar. Iba con sus gafas de sol, así que a Blair le costaba discernir si estaba sorprendida de verlos juntos, enfadada o feliz. Jean paró frente a ellos y los miró.

—Lo siento, Blair. Sabía que te enfadarías.

Al menos, parecía verdaderamente arrepentida. Si Blair tenía algo que agradecer era eso, porque por lo demás, se sentía completamente furiosa. No entendía que su madre le hubiera guardado un secreto como aquel durante meses cuando, en casa, habían pasado años haciendo como si su padre fuera un tema tabú que solo podían comentar cuando bebían vino y se reían a su costa. Su madre, que era su compañera de vida y su confidente, la había traicionado.

—Pero sí que es cierto que le prohibí contactarte y... Bueno, ya casi tienes veintidós años. Tiene que ser decisión tuya tenerlo en tu vida o no. No soy quién para decidir por ti, ¿no crees, nena?

Nena era su apodo cariñoso. Winston sonrió al ver aquello, y Blair tuvo ganas de quitarle la sonrisa de un guantazo. Aquellas eran cosas entre su madre y ella y nadie más. Él ya no estaba invitado a la ecuación.

—Esto es demasiado —masculló Blair, poniéndose en pie—. No...

—Esto es para ti —la interrumpió Winston.

Sacó un sobre de su bolsillo y se lo tendió. Blair miró a su madre con la incógnita en los ojos y luego tomó el sobre. Al abrirlo, descubrió que guardaba un cheque. La cifra escrita sobre él era desorbitada.

—¿Qué...?

—Es todo el dinero de tu manutención. Jean no quiso aceptarlo nunca, pero yo lo estuve guardando para ti. Para que lo uses como quieras y en lo que quieras —explicó el hombre, con un carraspeo nervioso—. Tu madre dice que querías viajar y....

Aquello le estrujó el corazón. Había ansiado viajar durante toda su vida. Había planeado un viaje en tren por varios países de Europa junto a Darcie para el verano que ahora terminaba, y ese viaje se había cancelado por la salud de su amiga. Habían empleado el dinero que había estado ahorrando desde hacía varios años en un tratamiento inútil, a pesar de que los Brown lo habían intentado rechazar.

El dinero del sobre era muy, muy superior a los costes de ese viaje.

—Quédatelo, por favor. No es una forma de chantajearte para que intentes conocerme ni nada de eso, si no quieres volver a verme, yo lo aceptaré, pero... —repuso, dubitativo—. Tu madre y yo hemos pensado que podrías ir a conocer a Paisley. Estaba buscando a alguien para cuidar de ella y, así....

Blair fue quien alzó las manos en esta ocasión para pedirle que no hablara más. Miró a su madre con resignación y se metió en casa, y no paró de dar pisotones sobre el suelo de madera hasta que llegó a su habitación y se dejó caer sobre la cama y se escondió bajo las mantas, como llevaba un rato deseando hacer.

La ansiedad llegó de manera repentina. La dejó sin respiración, boqueando unos larguísimos segundos en busca de aire.

Siguió como una pesada bola en su estómago y terminó como una cascada de lágrimas que era incapaz de contener. Las dejó salir ahora que nadie la veía.

Lloró por unos hermanos que no conocía y que, egoístamente, no quería conocer. Por un padre ausente y desinteresado que tenía la audacia de intentar retomar las cosas donde quedaron diez años atrás. Por una madre reconstruida que recaía en sus errores del pasado. Por una amiga que dejaría de lado su enfermedad que hacía doler sus huesos constantemente solo para escucharla sollozar por ello. Por el intento inútil de la noche anterior de ser una persona normal a la que no le abruman sus problemas hasta el punto de desvariar sobre una taza de váter.

Quería tener una sola cosa normal. Había deseado pasar un día tranquilo con su café y su libro y su buen tiempo, pero aquel día se había arruinado de la peor de las formas y ya no podía dar marcha atrás.

Te saboteas.

Aquello había dicho Darcie.

Pero esta vez, Blair no había hecho nada. No había escogido traer de vuelta a Winston Nightingale a su vida, ni a Brendan, ni a Finlay, ni a la pequeña Paisley.

Pero sí puedes elegir decir que no. Y no lo vas a hacer porque te encanta sabotearte y ocuparte de todo sin pedirle ayuda a nadie para que sientan lástima por ti y a la vez te admiren por ser tan fuerte.

Te saboteas. Igual que saboteaste la cita de anoche. Porque sientes que no te mereces nada bueno. Porque tienes miedo de dejarte llevar y que te arrebaten de nuevo todo lo que quieres.

Blair sacó el móvil del bolsillo de su pantalón para contarle a la verdadera Darcie, que era mucho más simpática que la Darcie de su cabeza, lo que acababa de ocurrir con su padre, pero en su lugar, se quedó leyendo un mensaje de un número desconocido en su pantalla.

Número desconocido

Imagen.jpg

Era irresponsable abrir una imagen enviada por un número desconocido, por supuesto. En el mejor de los casos, podría tratarse de una foto de unos genitales que nadie había pedido jamás.

Pero Blair tenía los ojos nublados por las lágrimas y un extraño sentimiento en su interior. Abrió la imagen y sonrió, a pesar de cuánto se le caían los mocos.

Era un código QR.

Una reflexión que dejo aquí es que me he dado cuenta de que ninguna de mis protagonistas tiene una familia normal y corriente. Le echo la culpa a Disney, por ejemplo.

Como veis, Sparks, viene cargadito de drama y angustia (os dije que si os gustaba this is me trying esto era para vosotras), pero pronto empieza lo bueno :) Muy, muy pronto.

Gracias por leer y ser mi dosis de serotonina ❤️ Recordad que darle al corazoncito en cada capítulo es vuestra forma de hacerme saber que os gusta lo que leéis. ¡Feliz semana!

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