Capítulo XXXIII
Se levanto una brisa fría, así que me dispongo a agarrar el saco de dormir..., hasta que me doy cuenta de que se lo dejé a Lucy. Se suponía que yo iba a agarrar otro, pero, con todo el lío de las minas, se me olvidó. Empiezo a temblar; como, de todos modos, pasar la noche subida a un árbol no sería sensato, escarbo un agujero bajo los arbustos, y me cubro con hojas y agujas de pino.
Sigo estando helada; me echo el trozo de plástico en la parte de arriba y coloco la mochila de forma que bloquee el viento. La cosa mejora un poco y empiezo a comprender a la chica del Distrito 8, la que encendió la fogata la primera noche. Sin embargo, ahora soy yo la que tiene que apretar los dientes y aguantar hasta que se haga de día. Más hojas, más agujas de pino. Meto los brazos dentro de la chaqueta, me hago un ovillo y, de algún modo, consigo dormirme.
Cuando abro los ojos, el mundo sigue pareciéndome algo fracturado, y tardo un minuto en darme cuenta de que el sol debe de estar muy alto y las gafas hacen eso con mi vista. Me siento para quitármelas y, justo entonces, oigo unas risas en algún lugar cerca del lago; me quedo quieta. Las risas están distorsionadas, pero el hecho de que las oiga quiere decir que estoy recuperando la audición. Sí, mi oído derecho vuelve a funcionar, aunque sigue zumbándome. En cuanto al izquierdo, bueno, al menos ya no sangra.
Me asomo entre los arbustos, temiendo que hayan regresado los monigotes y esté atrapada durante un tiempo indefinido. No, es la Comadreja, de pie entre los escombros y muerta de risa. Es más lista que los monigotes, porque logra encontrar unos cuantos artículos útiles entre las cenizas: una olla metálica y un cuchillo. Me desconcierta su alegría hasta que caigo en que la eliminación de los monigotes le da una posibilidad de supervivencia, igual que al resto de nosotros. Se me pasa por la cabeza salir de mi escondite y reclutarla como segunda aliada, pero lo descarto. Su sonrisa maliciosa tiene algo que me deja claro que si me hiciera amiga de la Comadreja acabaría con un puñal clavado en la espalda. Si tuviera eso en cuenta, éste sería el momento perfecto para dispararle una flecha; sin embargo, la chica oye algo que no soy yo, porque vuelve la cabeza en dirección contraria, hacia el lugar donde nos soltaron, y vuelve corriendo al bosque. Espero. Nada, no aparece nadie. Sea como sea, si a ella le pareció peligroso, quizás haya llegado el momento de que me marche yo también. Además, estoy deseando contarle a Lucy lo de la pirámide.
Como no tengo ni idea de dónde están los monigotes, la ruta de regreso por el arroyo parece tan buena como cualquier otra. Me apresuro, con el arco preparado en una mano y un trozo de granso frío en la otra; ahora estoy muerta de hambre, y no me basta con hojas y bayas, sino que me faltan la grasa y las proteínas de la carne. La excursión hasta el arroyo transcurre sin incidentes. Una vez ahí, recojo agua y me lavo, prestando especial atención a la oreja herida. Después avanzo colina arriba utilizando el arroyo como guía. En cierto momento descubro huellas de botas en el barro de la orilla; los monigotes estuvieron acá, aunque no fue hace poco. Las huellas son profundas porque se hicieron en barro húmedo, pero ahora están casi secas por el calor del sol. Yo no tuve mucho cuidado con mis propias huellas, creí que unas pisadas ligeras y la ayuda de las agujas de pino ayudarían a esconderlas. Ahora me quito las botas y los calcetines, y camino descalza por la orilla.
El agua fresca tiene un efecto revitalizante, tanto en mi cuerpo como en mi ánimo. Cazo dos peces fácilmente en las lentas aguas del arroyo y me como uno crudo, aunque acabo de tomarme el granso. El segundo lo guardaré para Lucy.
Poco a poco, sutilmente, el zumbido del oído derecho disminuye hasta desaparecer por completo. De vez en cuando me toco la oreja izquierda intentando limpiar cualquier cosa que me esté impidiendo detectar sonidos, pero, si hay mejoría, no la detecto. No me adapto a la sordera de un oído, hace que me sienta desequilibrada e indefensa por la izquierda, incluso ciega. No dejo de volver la cabeza hacia ese lado, mientras mi oído derecho intenta compensar el muro de vacío por el que ayer entraba un flujo constante de información. Cuanto más tiempo pasa, menos esperanzas me quedan de que la herida pueda curarse.
Cuando llego al lugar de nuestro primer encuentro, estoy segura de que no vino nadie. No hay ni rastro de Lucy, ni en el suelo, ni en los árboles. Qué raro, ya debería haber regresado: es mediodía. Está claro que pasó la noche en un árbol de alguna otra parte. ¿Qué otra cosa podía hacer sin luz y con los monigotes recorriendo los bosques con sus gafas de visión nocturna? Además, la tercera fogata que tenía que encender era la que estaba más lejos de nuestro campamento, aunque se me olvidó comprobar si la encendía. Seguramente intenta hacer el camino de vuelta con sigilo; ojalá se diera prisa, porque no quiero quedarme demasiado tiempo por acá, quiero pasar la tarde avanzando hacia un terreno más alto y cazar por el camino. En cualquier caso, no me queda más remedio que esperar.
Me lavo la sangre de la chaqueta y el pelo, y limpio mi creciente lista de heridas. Las quemaduras están mucho mejor, pero, aun así, me echo un poco de pomada. Lo prioritario ahora es evitar una infección. Me como el segundo pez, porque no va a durar mucho con este calor y no me resultará difícil cazar algunos más para Lucy..., si aparece de una vez.
Como me siento muy vulnerable en el suelo, con un oído menos, me subo a un árbol a esperar. Si aparecen los monigotes, será un buen punto desde el que dispararles. El sol se mueve lentamente y hago lo que puedo por pasar el tiempo: mastico hojas y me las aplico a las picaduras, que ya se han desinflado, pero siguen doliendo un poco; me peino el pelo mojado con los dedos y lo ato; me ato los cordones de las botas; compruebo el arco y las flechas que me quedan; hago pruebas con el oído izquierdo, agitando una hoja al lado de la oreja para ver si da señales de vida, pero sin buenos resultados.
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(Me re colgue con el maraton perdón💘)
Maratón 4/5
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