Capítulo XXVI

¿Cuánto tiempo lleva ahí? Probablemente desde el principio, inmóvil e invisible mientras se desarrollaba la acción a sus pies. Quizá subio a su árbol justo antes que yo, al oír que se acercaba la manada.

Nos miramos durante un rato y después, sin mover ni una hoja, las manitas de la chica salen al descubierto y apuntan a algo por encima de mi cabeza.

Sigo la dirección de sus dedos; al principio, no tengo ni idea de qué me señala, pero entonces veo una vaga forma unos cinco metros más arriba. ¿Qué es? ¿Alguna clase de animal? Parece del tamaño de un mapache, aunque cuelga del fondo de una rama y se balancea ligeramente. Hay algo más; entre los sonidos nocturnos, noto un suave zumbido. Entonces lo entiendo: es un nido de avispas.

Estoy muerta de miedo, pero tengo el sentido común suficiente para quedarme quieta. Al fin y al cabo, no sé de qué tipo de avispas se trata; podrían ser las normales, las de «déjanos tranquilas y te dejaremos tranquila». Sin embargo, estoy en los Juegos del Hambre y lo normal no es encontrarse con algo normal. Lo más probable es que se trate de una de esas mutaciones del Capitolio, las rastrevíspulas. Leí sobre ellas en un libro cuando llegue. Son unas avispas asesinas que se crearon en laboratorio. Son más grandes que las avispas normales, tienen un inconfundible cuerpo dorado y un aguijón que provoca un bulto del tamaño de una ciruela con solo tocarlo. Es casi imposible tolerar mas de unas cuantas picaduras, y hasta podrías morir. Si vives, las alucinaciones producidas por el veneno pueden llevarte a la locura; además, estas avispas persiguen a cualquiera que las haya molestado e intentan asesinarlo. De ahí viene el rastreadoras que forma parte de su nombre.

Entonces, ¿es eso lo que tengo encima? Miro a Lucy, en busca de ayuda, pero se ha fundido con el árbol.

Teniendo en cuenta mis circunstancias, supongo que da igual qué clase de avispas sean, ya que estoy herida y atrapada. La oscuridad me ha dado un ligero respiro, pero, cuando salga el sol, los monigotes ya tendrán un plan para matarme. No pueden hacer otra cosa después de que los deje en ridículo. Puede que este nido sea mi única opción; si puedo dejarlo caer sobre ellos, quizá logre escapar, aunque me jugaría la vida en el proceso.

Por supuesto, no puedo acercarme al nido lo suficiente como para cortarlo; tendré que serrar la rama del tronco y dejar que caiga todo. La sierra de mi cuchillo debería bastarme, aunque ¿me dejarán mis manos? ¿Y despertaré al enjambre con la vibración? ¿Y si los monigotes descubren lo que estoy haciendo y trasladan su campamento? Eso lo fastidiaría todo.

Me doy cuenta de que mi mejor opción para cortar la rama sin que nadie se entere es durante el himno, que podría empezar en cualquier momento. Salgo a rastras del saco, me aseguro de tener el cuchillo en el cinturón y empiezo a subir por el árbol. Esto es ya de por sí peligroso, porque las ramas son finas hasta para mí, pero sigo adelante. Cuando llego a la rama que soporta el nido, el zumbido se hace más claro, aunque sigue siendo algo suave para tratarse de rastrevíspulas.

El sello del Capitolio brilla sobre mí y empieza a sonar el himno. «Ahora o nunca», pienso, y comienzo a serrar. Conforme arrastro el cuchillo adelante y atrás se me revientan las ampollas de la mano derecha. Una vez hecha la ranura, el trabajo es menos pesado, aunque sigue siendo casi más de lo que puedo soportar. Aprieto los dientes y sigo cortando, mirando al cielo de vez en cuando para comprobar que no ha habido muertes. No pasa nada, la audiencia estará satisfecha con mi herida, el árbol y la manada que tengo debajo. Sin embargo, el himno se acaba y todavía me queda un cuarto de rama cuando se acaba la música, se oscurece el cielo y me veo obligada a parar.

¿Y ahora qué? Podría terminar el trabajo a ciegas, pero quizá no sea lo más inteligente. Si las avispas están demasiado atontadas, si el nido se queda enganchado en la caída, si intento escapar, todo esto podría ser una mortífera pérdida de tiempo. Creo que lo mejor es volver aquí arriba al alba y lanzarles el nido a mis enemigos.

A la escasa luz de las antorchas de los monigotes, voy bajando hasta mi rama y me encuentro con la mejor sorpresa posible: sobre mi saco de dormir hay un botecito de plástico unido a un paracaídas plateado. ¡Mi primer regalo de un patrocinador! Germán debio enviarlo durante el himno. El botecito me cabe en la palma de la mano. ¿Qué puede ser? Comida no, seguro. Abro la tapa y sé, por el olor, que es medicina. Toco con precaución la superficie del ungüento y desaparece el dolor de la punta del dedo.

-Oh, Germán -susurro-. Gracias.

No me abandono, no me dejo para que me las apañe sola. La medicina debe de haberle costado bastante, seguro que han hecho falta unos cuantos patrocinadores para comprar este botecito diminuto. Para mí, no tiene precio.

Meto dos dedos en el tarro y lo paso con cuidado por la pantorrilla. El efecto es casi mágico, borra el dolor con sólo tocarla y deja una agradable sensación de frescor. No se trata de uno de los remedios comunes, sino una medicina de alta tecnología creada en los laboratorios del Capitolio. Cuando termino con la pantorrilla, me echo un poquito en las manos. Después envuelvo el bote en el paracaídas y me lo guardo en la mochila. Como ya no me duele tanto, consigo colocarme en posición y quedarme dormida. Disfrutando de una noche sin sueños ni dolor.















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