Capítulo XVII
Sesenta segundos. Es el tiempo que tenemos que estar de pie en nuestros círculos metálicos antes de que el sonido de un gong nos libere. Si das un paso al frente antes de que acabe el minuto, las minas te vuelan las piernas. Sesenta segundos para observar el anillo de tributos, todos a la misma distancia de la Cornucopia, que es un gigantesco cuerno dorado con forma de cono, con el pico curvo y una abertura de al menos seis metros de alto, lleno a rebosar de las cosas que nos sustentaran acá, en el estadio: comida, contenedores con agua, armas, medicinas, ropa, material para hacer fuego. Alrededor de la Cornucopia hay otros suministros, aunque su valor decrece cuanto más lejos están del cuerno. Por ejemplo, a pocos pasos de mí hay un cuadrado de plástico de un metro de largo. Sin duda sería útil en un chaparrón. Sin embargo, cerca de la abertura veo una tienda de campaña que me protegería de cualquier condición atmosférica; si tuviera el valor suficiente para entrar y luchar por ella contra los otros veintitrés tributos, claro, cosa que me aconsejaron no hacer.
Estamos en un terreno despejado y llano, una llanura de tierra aplanada. Detrás de los tributos que tengo frente a mí no veo nada, lo que indica que hay una pendiente descendente o puede que un acantilado. A mi derecha hay un lago. A la izquierda y detrás, un bosque de pino. Ésa es la dirección que Germán querría que tome, y de inmediato.
Escucho sus instrucciones dentro de mi cabeza: «Salgan corriendo, pongan toda la distancia posible de por medio y encuentren una fuente de agua».
Sin embargo, es tentador, muy tentador ver el regalo delante de mí, esperándome, y saber que, si no lo agarro yo, lo hará otro; que los tributos que sobrevivan al baño de sangre se repartirán casi todo el botín, esencial para sobrevivir aquí. Algo me llama la atención: sobre una montaña de mantas enrolladas hay un carcaj de plata con flechas y un arco, ya tensado, esperando a que lo disparen.
«Eso es mío -pienso-. Eso tiene que ser mio.»
No soy muy rápida, pero son menos de cuarenta metros, no es demasiado. Sé que puedo conseguirlo, sé que puedo llegar primero, aunque la pregunta es: ¿podré salir de ahí lo bastante rápido? Cuando termine de abrirme paso entre las mantas y agarre las armas, los demás ya habrán llegado al cuerno, y quizá pueda derribar a un par de ellos, pero supongamos que hay doce; tan cerca, podrían matarme con las lanzas y los cuchillos. O con sus enormes puños.
Por otro lado, no voy a ser el único objetivo. Seguro que muchos de los tributos no prestarían atención a una chica de menor tamaño que ellos, aunque hubiese conseguido un once en el entrenamiento, y preferirían dedicarse a los adversarios más feroces.
Germán no me vio correr. De haberlo hecho, lo mas seguro es que me volviera a repetir que no me acerque a la Cornucopia. Sé que el minuto debe de estar a punto de acabar y tengo que decidir cuál será mi estrategia; al final me coloco instintivamente en posición de correr, no hacia el bosque que nos rodea, sino hacia la pila, hacia el arco. Y suena el gong.
Salgo disparada hacia la Cornucopia, hacia el arco y las flechas, pero me doy cuenta que no me equivoque en algo que dije: no soy muy rápida. Pero además de eso, soy tan torpe que tropiezo con mis propios pies, mi coordinación no mejoro nada parece .
Cuando llego a unos diez metros de la Cornucopia recojo una mochila de color naranja intenso que podría contener cualquier cosa, sólo porque no puedo soportar la idea de irme sin nada al no llegar a agarrar el arco y las flechas.
Un chico, creo que del Distrito 9, intenta agarrar la mochila a la vez que yo y, durante un breve instante, los dos tiramos de ella. Entonces él tose y me llena la cara de sangre. Me tambaleo hacia atrás, asqueada por las cálidas gotitas pegajosas; el chico cae al suelo y veo el cuchillo que le sobresale de la espalda. Digamos que odio ver sangre, algo ilógico si planeo ganar en una competencia a muerte
Los demás tributos ya llegaron a la Cornucopia y están dispersándose para atacar. La chica del Distrito 2 corre hacia mí, está a unos diez metros y lleva media docena de cuchillos en la mano. La he visto lanzarlos en el entrenamiento, y nunca falla. Yo soy su siguiente objetivo.
Todo el miedo general que sentí hasta ahora se condensa en un miedo concreto a esta chica, a esta depredadora que podría matarme dentro de pocos segundos. Con el subidón de adrenalina, me echo la mochila al hombro y corro a toda velocidad hacia el bosque. Escucho la hoja del cuchillo que se dirige a mí y, por acto reflejo, levanto la mochila para protegerme la cabeza; la hoja se clava en ella. Con la mochila colgada a la espalda, sigo corriendo hacia los árboles. De algún modo, sé que la chica no me seguirá, que volverá a la Cornucopia antes de que se lleven todo lo bueno. A pesar del miedo que aun siento no puedo evitar sonreír mientras pienso: «Gracias por el cuchillo».
Al borde del bosque me volteo un instante para examinar el campo de batalla; hay unos doce tributos luchando en el cuerno y algunos muertos tirados por el suelo. Los que han huido desaparecen en los árboles o en el vacío que veo al otro lado. Sigo corriendo hasta que el bosque me esconde de los demás tributos y después freno un poco para mantener un ritmo que me permita seguir un rato más. Durante las horas siguientes voy alternando las carreras con los paseos para alejarme todo lo posible de mis competidores. Saco el cuchillo (es bueno, tiene una larga hoja afilada y con dientes cerca del mango, lo que me vendrá bien para serrar cosas) y lo meto en el cinturón. Sigo moviéndome, sólo me detengo para ver si me siguen.
No tengo mucha resistencia y dentro de poco voy a necesitar agua. Era la segunda instrucción de Germán y, como fastidié la primera, procuro prestar atención a cualquier rastro de humedad, aunque sin suerte.
El bosque empieza a evolucionar y los pinos se mezclan con una variedad de árboles, algunos reconocibles y otros completamente desconocidos para mí. En cierto momento oigo un ruido y saco el cuchillo, pensando en defenderme, pero resulta ser un conejo asustado.
-Me alegro de verte -susurro. Donde hay un conejo, podría haber cientos esperando a que los cace.
El suelo baja en pendiente, cosa que no me gusta mucho, porque los valles me hacen sentir atrapada. Quiero estar en alto, como en las colinas que una vez visite con mi mamá, desde donde puede verse venir a los enemigos. En cualquier caso, no tengo elección, así que sigo.
Lo curioso es que no me siento demasiado mal. Agradezco la soledad, aunque no sea más que una ilusión, ya que es muy probable que ahora mismo esté en pantalla, no de continuo, pero sí de vez en cuando. Hay tantas muertes que mostrar el primer día que un tributo caminando por el bosque no resulta demasiado interesante. Sin embargo, me sacarán lo bastante para que la gente sepa que sigo viva, ilesa y en movimiento. Uno de los días más fuertes de las apuestas es el de apertura, cuando llegan las primeras bajas, aunque supongo que no se compara con lo que sucede conforme la batalla se reduce a unos pocos jugadores.
A última hora de la tarde empiezo a oír los cañones. Cada disparo representa a un tributo muerto. Por fin debe de haber acabado la lucha en la Cornucopia, por lo que es mas fácil contar los muertos. Me permito una pausa, entre jadeos, para contar los disparos. Uno..., dos..., tres..., y así hasta llegar a once. Once muertos en total; quedan trece para jugar. Me rasco la sangre seca que el chico del Distrito 9 me tosió en la cara. Sin duda, murió. ¿Qué habrá sido de Matteo? Lo sabré en pocas horas, cuando proyecten en el cielo las imágenes de los muertos para que las veamos los demás.
De repente, me preocupa la idea de que Matteo haya muerto, de que hayan recogido su cadáver pálido y esté de regreso al Capitolio, donde lo limpiarán, lo vestirán y lo enviarán a Buenos Aires en una sencilla caja de madera; de que ya no esté aquí, sino camino a casa. Intento recordar si lo vi después de que comenzara la acción, pero ni siquiera le preste atención cuando aun estábamos en los círculos.
Quizá sea mejor que esté muerto. Él no creía poder ganar y yo no tendré que enfrentarme a la desagradable tarea de matarlo. Quizá sea mejor que esté fuera del juego para siempre.
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Maratón 2/4
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