Si cierro los ojos creo verte...


Disponible por 24 horas y luego se borrara ya que es mucho más largo y falta mucho más pero quise traerles un bocado.
~~~~~~~~~~~~~~•~~~~~~~~~~~~

Acto 1: Buscó en las drogas el olvido de su futuro, y terminó siendo un prostituto. ¿Entiendes el chiste? Dime, ¿por qué no te ríes conmigo? Es gracioso.


El dolor, una marea incesante, me invadía. Los recuerdos, fragmentos turbios, apenas lograban anclarse en mi mente. ¿Horas? ¿Días? Desde aquel encuentro en el callejón, el tiempo se había desdibujado. ¿Pero qué podía esperar, confinado en esta celda? A mi alrededor, otros omegas compartían la misma miseria: cuerpos desnudos, cuellos oprimidos por collares y tobillos encadenados.

Yo era uno más, sí, pero con una cruel distinción: estaba apartado del grupo. Mientras ellos eran arrastrados fuera cada cierto tiempo, para luego regresar con el cuerpo magullado y el hedor de los alfas impregnado en la piel, a mí no me habían tocado. Una extraña inquietud comenzaba a roerme, no por anhelar su mismo sufrimiento, sino por la desesperada necesidad de encontrar una grieta, una salida de este infierno.

Aún la espina de mi rebeldía se clavaba en mi conciencia: el error de haberme acostado con aquel alfa. Debí haberme quedado en mi burbuja de embriaguez, lejos de cualquiera que buscara solo su propio beneficio. Quizás así, me habría ahorrado este abismo.

El eco de una voz, amplificada y grotescamente jovial, irrumpió en la penumbra. "¡Bienvenidos al prostíbulo Santísima! Aquí, todo alfa y beta con el dinero suficiente puede saborear nuestra mercancía. Y sin más preámbulos, demos la bienvenida al primer omega de la noche para la subasta. Tiene diecisiete años. Tristemente, ya no es virgen, pero pueden disfrutarlo por un precio menor."

El dolor era una constante. A medida que me forzaban a avanzar por lo que parecía ser un escenario o quizás un largo pasillo, la confusión se aferraba a mi mente. Mi mirada se perdía entre la multitud de rostros enmascarados, mientras el aire se volvía denso con una mezcla abrumadora de perfumes y feromonas, tan potentes que me causaban náuseas.

El culmen llegó cuando el presentador terminó su infame discurso: me empujaron al escenario y me obligaron a arrodillarme. Allí, bajo la mirada voraz de todos, mi cuerpo desnudo era exhibido, con el collar en mi cuello como única prenda, jalado con cada orden para que ofreciera el espectáculo que ellos desearan.

"¡Sí, como lo oyen, querido público! No es virgen, pero aun así pueden disfrutarlo por el precio que gusten. Además, lo encontramos en uno de nuestros mejores antros, y era un cliente VIP, si saben a lo que me refiero." La voz del presentador retumbaba, llena de un falso encanto.

Las risas del público estallaron, un coro burlesco que resonaba con cada una de sus palabras. Me indicaban que me moviera por el escenario, que me exhibiera aún más. Pero, más allá del ultraje, esas palabras resonaron con una fuerza devastadora en mi interior. ¿Acaso me habían estado vigilando desde hacía mucho tiempo? ¿Solo esperaban el momento oportuno para secuestrarme, tal como lo hicieron esa fatídica noche? La idea me helaba la sangre, una nueva capa de terror se sumaba a la humillación.

—Te ofrezco diez mil dólares por una noche con el omega.—la voz de un hombre con máscara de león resonó en el público, y de inmediato, todas las miradas se clavaron en él.

Mientras tanto, un escalofrío helado me recorría al escuchar la suma. ¿Qué tan desesperado podía estar ese hombre para ofrecer tanto por una noche conmigo? La otra posibilidad era que todos allí fuesen increíblemente ricos, y el dinero, una bagatela, al tratarse de un omega.

—¡Oh, mi Dios! Estamos empezando fuerte con las cifras esta noche, ¿no es así, querido público?", exclamó el presentador. Se escucharon algunas risas enmascaradas, pero eran secas, vacías, carentes de cualquier emoción real. "Y eso que ni siquiera hemos terminado de presentar a nuestra mercancía de esta noche. Pero si nadie ofrece una cifra mucho más alta, es vendido al hombre de la máscara de león."

"A la una...", anunció.

Todo el público se sumió en un silencio tenso al escuchar esa palabra, la expectación colgando pesadamente en el aire. Podía sentir, incluso desde mi posición, cómo se miraban entre sí, pero nadie levantaba la mano con una oferta superior.

"A las dos...", continuó el presentador.

La gente seguía muda. El presentador parecía deleitarse en mantener el ambiente cargado, tardando casi un minuto en pronunciar la siguiente palabra. O quizás, era mi propio terror lo que distorsionaba el tiempo, anticipando lo que le esperaba a mi cuerpo esa noche.

"Y a las tres...", finalizó.

Nadie alzó la mano con una suma mayor. El silencio seguía ininterrumpido. Esto solo podía significar una cosa: mi destino ya estaba sellado.

"Vendido el omega al hombre de la máscara de león. Puede subir al escenario para buscarlo, o si lo prefiere, se lo llevaremos listo a la habitación de fetiches que elija, ya amarrado a la cama."

Volví a escuchar esa risa seca del hombre de la máscara de león, una risa que me helaba la sangre mientras se levantaba de su asiento y hablaba con esa voz grave, capaz de doblegar la voluntad de cualquiera.

"Lo quiero en el cuarto número tres de los fetiches, con los afrodisíacos", ordenó. "Ya saben cómo me gusta que estén los omegas, así que tengo plena seguridad de que lo encontraré perfecto."

A pesar de seguir en el suelo, expuesto y humillado ante el público, sentí el miedo recorrer cada fibra de mi cuerpo al escuchar la voz grave de ese alfa, y mucho más al oír sus peticiones. Aquello me provocó unas náuseas incontrolables, un deseo desesperado de vomitar y escapar de allí. Pero nada podía hacer; el collar que controlaba cada uno de mis movimientos me lo impedía.

"¡Como guste, señor león! Lo tendrá en un momento, tal como lo pide. Por ahora, es bienvenido a tomar una de nuestras bebidas más sofisticadas mientras espera por su mercancía."

Cuando estas palabras salieron de la boca del presentador, me obligaron a bajar del escenario y a caminar a cuatro patas entre el público. No me permitieron la dignidad de una caminata normal. En este lugar, yo no era más que eso: una bestia a la que exhibir.

Los nervios, una maraña helada, comenzaban a aflorar en mi cuerpo a medida que avanzábamos por los pasillos. Estos se volvían progresivamente más angostos y oscuros, una jaula cada vez más pequeña que me hacía sentir un miedo atroz, desatando mis feromonas sin control.
Lo sentía. Varias veces nos detuvimos en el camino, y ellos, sin decir una palabra, me golpeaban fuerte en la espalda para que dejara de liberarlas. A pesar del terror, intentaba obedecer, pero era inútil. El pánico a lo que me pudiera pasar era mucho más fuerte, impulsándome a actuar de esa manera.

Llegó un punto en que detuvimos la marcha. Estábamos frente a una pared que exhibía el número tres. Sacaron una llave, y me empujaron hacia adentro.

El cuarto era pequeño y estaba débilmente iluminado por una luz rojiza que apenas disipaba las sombras. El aire, denso y cargado con un dulzón aroma artificial, me oprimía el pecho. Dentro, dos figuras con guantes de látex y rostros impasibles me esperaban. Uno de ellos, sin preámbulos, señaló una cama de cuero oscuro en el centro de la habitación. Mis ojos se fijaron en las gruesas correas de cuero que colgaban de los cuatro postes.

Me obligaron a subir. Mis intentos de resistencia fueron inútiles; el collar en mi cuello se tensó, cortándome el aire hasta que la debilidad me hizo ceder. Me empujaron contra el colchón frío y blando. El cuero se sentía pegajoso bajo mi piel. Rápidamente, con una eficiencia escalofriante, mis muñecas y tobillos fueron asegurados a los postes de la cama. Las correas se apretaron, inmovilizándome por completo, estirando mis extremidades de una manera dolorosa, exponiendo mi cuerpo sin pudor.

Sentí una punzada de pánico cuando uno de ellos se acercó con una jeringa grande llena de un líquido ámbar. Su mirada, fría e inexpresiva, se detuvo en mi muslo. El alcohol frío limpió la zona, y luego, un pinchazo agudo. El líquido comenzó a fluir. Pude sentir cómo una sensación cálida y extraña se extendía desde el punto de la inyección, viajando por mis venas. No era dolor, sino una invasión, una alteración sutil y perturbadora de mi propio cuerpo.

La sangre se me heló al reconocer el propósito de esa sensación: el afrodisíaco ya estaba haciendo efecto, borrando los límites de mi voluntad. La humillación era profunda, saber que mi cuerpo pronto reaccionaría a una voluntad ajena, a una droga diseñada para complacer a mi comprador. Las náuseas volvieron, pero esta vez, no había dónde huir.

La puerta se abrió con un leve chirrido, y una figura alta y corpulenta irrumpió en la penumbra rojiza. Era él, el hombre de la máscara de león, una silueta imponente que proyectaba una sombra amenazante sobre Gi-hun. El miedo, ya un nudo apretado en su estómago, se intensificó. A pesar de los afrodisíacos que comenzaban a calentar su sangre con una traicionera oleada, su mente luchaba por mantenerse lúcida, por aferrarse a la poca voluntad que le quedaba. La frustración era una hoguera: la impotencia de estar atado, de ser un mero objeto a merced de los deseos de otro.

El alfa se acercó lentamente, sus pasos resonando pesadamente en el silencio denso de la habitación. Gi-hun sintió el peso de su mirada a través de los orificios de la máscara, una observación calculada que lo desnudaba aún más. El aire se hizo opresivo con el aroma del alfa, una mezcla potente de autoridad y deseo que se mezclaba con el dulzón engaño de los afrodisíacos.

El cuerpo de Gi-hun, a pesar de su terror, comenzó a responder a la droga, una traición biológica que lo asqueaba. Sus músculos, tensos de miedo, empezaron a relajarse de una forma insidiosa, sus sentidos se agudizaban no por elección, sino por imposición.

Sin preámbulos, el alfa se inclinó sobre él. Las manos, grandes y firmes, se posaron en su piel, cada toque una invasión. Gi-hun cerró los ojos, intentando huir a un rincón de su mente donde el horror no pudiera alcanzarlo. Pero el cuerpo traicionaba, y las sensaciones forzadas se mezclaban con el asco y el terror. Las lágrimas se desbordaron por sus sienes, empapando la almohada bajo su cabeza.

En medio de la violación, la voz grave y profunda del alfa susurró, tan cerca que sintió el aliento en su oído: "Mi peluche, podríamos estar juntos si fueras más dócil y me hicieras caso". Gi-hun se estremeció. ¿"Mi peluche"? ¿"Dócil"? Las palabras eran un veneno, una perversión de la intimidad, una promesa vacía de algo que nunca podría ser.

El asalto continuó, un tormento en el que su cuerpo, bajo el influjo del afrodisíaco, reaccionaba de maneras que lo humillaban hasta la médula, mientras su mente gritaba en silencio. De repente, la voz del alfa volvió, cortando el aire como un cuchillo: "Sabes hace cuántos meses te he estado observando, y nada que te puedo tener, y esta noche serás solo mío". La revelación lo golpeó como un rayo. Lo había estado observando. No era un encuentro fortuito, sino una cacería planificada, una trampa en la que había caído sin saberlo. El miedo se mezcló con una rabia impotente. Era una pieza en su juego macabro, y su libertad, una quimera.

Finalmente, el tormento cesó. El peso del alfa se retiró, dejando a Gi-hun con una sensación de vacío y suciedad. Abrió los ojos, la visión borrosa por las lágrimas que seguían cayendo incesantemente. Los ojos del hombre de la máscara de león lo observaban, una intensidad indescifrable detrás de los orificios.

Con un gesto sorprendentemente delicado, el alfa extendió una mano y le limpió las lágrimas con el pulgar. Luego, se inclinó, y Gi-hun sintió unos labios fríos y firmes sobre los suyos, un beso robado, desprovisto de afecto, un gesto de posesión.

"Siempre te encontraré, peluche", susurró el alfa contra sus labios, su voz como una sentencia. "No importa cuánto huyas o corras, siempre estaré para ti. Y esto pasará. Solo debes confiar en mí."

Las palabras, una mezcla de amenaza y falsa promesa, resonaron en la habitación mientras el alfa se levantaba. Se ajustó la ropa, su silueta erguida y triunfante, antes de desaparecer por la puerta, dejando a Gi-hun solo, atado a la cama, con el cuerpo dolorido y el alma hecha pedazos.

No pasó mucho tiempo antes de que la puerta se abriera de nuevo. Eran los mismos hombres que lo habían preparado. Con la misma indiferencia, comenzaron a desatarlo. No hubo preguntas, ni un examen de su estado. Sus ojos no se detuvieron en las marcas rojas en su piel, en la humedad de sus ojos o en la forma en que su cuerpo temblaba incontrolablemente.

Era solo mercancía que debía ser devuelta a su "almacén". Lo levantaron sin miramientos, sin apenas tocarlo más allá de lo necesario para que pudiera moverse, y lo arrastraron por los pasillos, de vuelta a la fría y sombría celda, donde los otros omegas yacían en el mismo silencio de resignación. El ciclo de su pesadilla continuaba.

El tiempo se había desdibujado en una masa informe. Los días, si es que aún existían, se fusionaban en una penumbra constante dentro de esa celda. Gi-hun yacía acurrucado en un rincón, intentando que su cuerpo ocupara el menor espacio posible, como si así pudiera encoger la realidad que lo asfixiaba. El asco era una capa palpable sobre su piel, un hedor a suciedad y vergüenza que ninguna fantasía de limpieza podía borrar. Cada poro de su piel gritaba el recuerdo de la invasión, la sensación de las manos ajenas, las palabras susurradas. La violación no había terminado con la partida de aquel alfa enmascarado; seguía viva en cada fibra de su ser.

La desesperación se apoderaba de él como una fiera hambrienta. Sus ojos, antes llenos de la chispa de la rebeldía, ahora solo reflejaban un vacío abrumador, salpicado de un terror incesante. Intentaba cerrar los ojos, pero las imágenes se reproducían una y otra vez en la oscuridad de sus párpados, una película de horror de la que no podía escapar.

Sentía la necesidad imperiosa de arrancar su propia piel, de gritar hasta desgarrar su garganta, de huir, correr, desvanecerse en la nada. Pero la jaula lo contenía. Las rejas, frías e inquebrantables, eran una burla a su anhelo de libertad. Sus tobillos aún sentían el eco de las cadenas, y el collar en su cuello, aunque temporalmente retirado, seguía siendo una presencia fantasmal, un recordatorio constante de su sumisión.

Las interacciones con los otros omegas eran casi nulas. Eran sombras que entraban y salían, cuerpos rotos que regresaban con nuevos moretones y miradas aún más vacías.

Gi-hun los observaba, un observador silencioso en su propia condena. No había palabras de consuelo, ni miradas de complicidad. La empatía parecía haberse extinguido en ese lugar. Ellos entraban y se iban, se vendían y regresaban, pero él... él seguía ahí, inamovible. Su celda se había convertido en su tumba en vida, un mausoleo para la persona que una vez fue.

Primera semana: Los primeros días fueron un torbellino de shock y negación. Gi-hun apenas comía, y el agua le sabía a cenizas. Cada sonido en el pasillo lo hacía encogerse, temiendo que vinieran a buscarlo de nuevo. La suciedad de la celda, el olor a cuerpos, a miedo, a desesperanza, lo enfermaban. Se aferraba a la pared fría, buscando un mínimo de consuelo, un escape del caos en su mente. Dormir era imposible; cada vez que cerraba los ojos, el rostro enmascarado del alfa y sus palabras susurradas lo atormentaban. El sudor frío empapaba su cuerpo incluso en la gélida celda.

Segunda semana: La negación dio paso a una profunda desesperación. Gi-hun dejó de moverse casi por completo, convirtiéndose en una estatua de dolor. La inactividad lo hacía más consciente del tic-tac de su propio corazón, un recordatorio constante de que seguía vivo, a pesar de desear lo contrario. La humillación lo carcomía. La idea de que su cuerpo, su propia esencia, había sido profanada sin su consentimiento, lo hacía retorcerse de rabia impotente. ¿Cómo podía seguir viviendo con eso? ¿Cómo podía mirarse a sí mismo sabiendo lo que había pasado? La necesidad de escapar, de borrar el dolor, se volvió una obsesión. Sus ojos vagaban por la celda, buscando una salida, cualquier forma de liberarse, aunque fuera de sí mismo.

En un momento de lucidez distorsionada por el tormento, sus ojos se posaron en las cadenas que, a veces, los omegas llevaban en sus tobillos. La desesperación se transformó en una decisión helada. Si no podía escapar de la celda, al menos podía escapar de sí mismo. Con manos temblorosas y una determinación nacida del más profundo abismo, intentó utilizar un fragmento de una cadena rota que había visto en el suelo, o quizás el filo de algún objeto metálico olvidado por los guardias. Sus dedos, débiles por el hambre y el terror, lucharon por manipular el objeto contra su piel, buscando un punto vital.

Cada intento era torpe, doloroso, pero la voz en su cabeza lo urgía a continuar, a poner fin a la pesadilla. Sin embargo, su cuerpo, agotado y tembloroso, no respondía con la fuerza necesaria. Sus intentos fueron fútiles, sus manos resbalaban, su visión se nublaba. Finalmente, la fuerza lo abandonó, y el objeto se le cayó de los dedos, resonando débilmente contra el suelo. Lágrimas de pura frustración, de impotencia incluso para morir, brotaron de sus ojos.

Tercera semana: Tras el intento fallido, una especie de apatía se instaló en Gi-hun. Era una calma aterradora, la rendición silenciosa de un espíritu roto. Continuaba comiendo apenas lo suficiente para sobrevivir, observando el ir y venir de los otros omegas con una mirada distante. Se había convertido en un fantasma, una sombra más en esa jaula de cuerpos y almas rotas. La esperanza se había esfumado, reemplazada por un vacío que amenazaba con consumirlo por completo. Ya no contaba los días, ni los minutos. Solo existía, a la espera, en el eco constante de su propia desesperación.


Acto 2: Se metió en las drogas por andar de calenturiento. Ahora está perdido en el olvido y siente asco de su propio cuerpo. El chiste es que todo pasa por algo, ¿verdad?




Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top