Capítulo 31: La batalla de Magdalena
Alejandro no tuvo más remedio que observar cómo se extendían las llamas en la iglesia sin poder correr y ayudar a todas aquellas personas que gritaban desesperadas por el miedo a ser alcanzados por el fuego que estaba pronto a salirse de control. Bartolomeo, Julia y Manuel lo habían mantenido al margen, pues no permitirían que fuera él quien les arruinara el único plan que tenían para escapar con vida de la ciudad. Luego de un par de minutos, un segundo edificio comenzó a arder por las infernales y provocativas llamas que incitaban tanto el caos como el descontrol en la ciudad. Fue entonces, donde el capitán Bartolomeo supo que era tiempo de salir de la comisaría y prenderle fuego de la misma manera que lo harían con el resto de los edificios que rodeaban la plaza.
La confusión reinaba completamente en el centro de la ciudad después de que el sofocante e impetuoso infierno desatado, se hiciera presente en el reflejo de las miradas de todos aquellos que intentaban salir fuera del alcance de las llamas. Había personas huyendo del fuego y otros tantos intentaban sofocarlo. Incluso había personas que en medio de su desesperación corrían desesperados, sin dirección, gritando el nombre de quien se les había extraviado. Policías y guardias arribaron a la comisaria, ya que tenían claro, que lo que estaban presenciando había sido provocado por obra de los piratas que tenían bajo resguardo. Sin embargo, en su arribo al hogar de las cárceles, lo único que encontraron fueron más llamas y la sensación del descontrol evocada en la ciudadanía.
Los piratas vieron su oportunidad cuando observaron a aquellos hombres detenidos de pie frente a la comisaria, era más que obvio que esperaban su salida, en el acto aprovecharon su ventaja y enaltecieron sus afiladas armas para atacar por las espaldas, cualquiera diría que no ha sido un acto de honor, pero se trataba de piratas, asesinos y secuestradores, hombres cuya palabra no valía nada, según la sociedad.
A las orillas de la ciudad, El comodoro y Rafael Díaz disfrutaban de una pequeña fiesta que los Díaz Duran ofrecieron a fin de celebrar su victoria sobre los piratas. Según Díaz, el final de la hermandad americana era un hecho gracias a su impetuoso plan que aseguraba la captura de todo filibustero que se hubiese atrevido a ingresar a Magdalena. Sin embargo, lo que nunca imaginaron tanto Díaz como sus acompañantes, fue que encontrarían el centro de la ciudad convertido en un infierno.
La elegante celebración fue interrumpida cuando, en medio de un brindis que Díaz ofrecía, un hombre uniformado entró gritando y jadeando.
—¡Señor! ¡Comodoro! ¡Es la ciudad! ¡Está en llamas!
El comodoro dirigió una fría mirada a quienes participaron en la planificación de aquel inadecuado y peligroso plan. Desde un principio, él se mostró renuente a llevar a cabo, pues permitirles la entrada a los filibusteros era sin duda la fórmula perfecta para que la muerte abrigara la ciudad. Sin culpa alguna, los invitados abandonaron la fiesta para correr en busca de su familia. Todos huyeron con excepción de Díaz, sabía que su esposa e hija estaban en la seguridad de su casa, atendiendo con cordialidad a sus invitados. Pero Alejandro, —su único hijo varón, heredero de su apellido y fortuna—, él había estado visitando varias veces al día a Elena y lo más probable era que su mismo hijo estuviera involucrado en el incendio.
De modo que, temeroso de la situación de su hijo, intentó pedirle al comodoro que buscara a Alejandro de nueva cuenta y que lo trajera a salvo a su hogar, junto a su familia. Lamentablemente, para el poderoso caballero, el comodoro ya no estaba ahí, este había salido antes que cualquier otro hombre para cumplir con el juramento que una vez le hizo a la ciudadanía. Su única finalidad en dicho desastre sería la de ayudar a todas aquellas personas que se encontraran en peligro.
En su llegada a la plaza, el comodoro Mancera se topó con un fuego ingobernable cuyas llamas se habían extendido tres metros sobre la iglesia. El incendio causó estragos no solo en tres edificios, sino en gran parte del centro de Magdalena. La mayoría de los guardias intentaban sofocar el fuego, mientras que otros peleaban contra piratas yendo y viniendo de un lugar hacia otro con los aceros en alto; tropezando con cuerpos que se encontraban en el suelo de aquel fúnebre lugar. Evidentemente, eran víctimas que fueron alcanzados por las llamas, con graves quemaduras y cuerpos que fueron atravesados por los hierros cortantes de sus enemigos. En realidad, sangre y dolor... fue lo que el comodoro encontró en su arribo a la plaza. Después de ser golpeado por la imagen de aquella desgarradora situación, Mancera ordenó a sus hombres que se olvidaran de los piratas.
—¡Ayuden a quienes estén atrapados! —gritó a todo pulmón con los amplios deseos de salvar las vidas de las personas inocentes y las de sus hombres.
Los piratas aprovecharon la retirada de los guardias para correr hacia el puerto, el sitio donde aguardaban la María y el JJ. Sin embargo, la dicha de creer que habían vencido, duró apenas un par de minutos. Al instante, se toparon con el resto de los guardias que vigilaban la ciudad desde los alrededores de la misma.
—¿Ahora que hacemos? —preguntó Julia sin bajar su espada.
—No podemos retroceder, tenemos que pelear —respondió Barboza con una espada empuñada en cada mano, como acostumbraba a pelear.
Bartolomeo buscó los ojos de Manuel y ambos tenían claro que no podrían ceder de ninguna manera, era una batalla donde terminarían en completa libertad o muertos en combate. Bartolomeo hizo una señal de ataque y alzó la voz para enaltecer el ímpetu de lucha en sus hombres.
—¡Es esto o la horca! —exclamó.
Al instante, las espadas de los adversarios se encontraron con las suyas, cada uno de ellos luchando por lo que creían era lo correcto.
En medio del fuego, de los gritos y la batalla, se estremecían Elena y Danielle. A pesar de no ser diestras en el manejo de armas, portaban una pistola y un cuchillo para defenderse de quienes intentaran asesinarlas. Estaban dispuestas a pelear por sus vidas o la de los suyos, aun así, nunca estaban en realidad solas, constantemente eran vigiladas por Manuel Barboza, mientras atravesaba los cuerpos de sus oponentes, como si no hubiese sido golpeado horas antes de la batalla. Evidentemente, la adrenalina, el éxtasis y las ganas de salir con vida, le habían devuelto la fuerza al cuerpo. Se detenía por breves momentos para tomar largas bocanadas de aire y quejarse un poco de las heridas. Luego, buscaba algún valiente adversario, asesinando sin piedad a todo hombre que tuviera la mala suerte de pasarle de frente.
En otro punto de la plaza se encontraba Julia peleando hombro a hombro con Bartolomeo. Julia no dejaba de bromear sobre el hecho de que mataba a más hombres que Bartolomeo, pese al vestido que usaba.
—Te apuesto cien monedas de oro, si lo haces mejor que yo usando un vestido —soltó en medio del ajetreado momento.
El capitán solo reía mientras forcejeaba con uno de los guardias.
—Te aseguro que cualquiera puede usar un vestido mejor que tú, Julia. Pero muy pocos pelearían con tu brutalidad —respondió el valiente capitán mientras derribaba a su oponente con un fuerte golpe en la cabeza.
Del otro lado de la plaza, Alejandro corría con un niño en brazos que logró liberar de una de las casas alcanzadas por las llamas.
—¿A dónde lo llevo? —Le preguntó al comodoro.
Con ayuda de su gente, Mancera pretendía acabar con el fuego y sacar a las personas que seguían atrapadas en el caos que ahora invadía la ciudad.
—Lejos de las llamas. Ellos te ayudarán —señaló el comodoro hacia uno de los puntos que se encontraba libre del fuego y de personas peleando.
Sin embargo, cada vez más hombres armados aparecían, la mayor parte eran guardias de la ciudad, los mismos que se mantuvieron escondidos hasta que fuera el momento preciso.
—Jamás lo lograremos, son demasiados —expresó Julia al percatarse de la llegada de un nuevo batallón de hombres dispuestos a morir.
En el punto, donde los ánimos de los filibusteros estaban por caer, un fuerte estruendo fue escuchado en toda la ciudad, eran los cañones de los barcos piratas que concentraron un ataque más a la ciudad. Las miradas de los combatientes en la plaza, se centraron en la búsqueda del origen de las balas de cañón que caían del aire como lluvia de meteoros. Aunque el humo que provenía del fuego y de los escombros provocados por los cañones, no les permitía visualizar que enfrentarían ahora.
—Es nuestro fin —declaró un pirata flacucho.
Minutos después, llegaba la ayuda por la que algunos piratas rezaron en sus desequilibradas mentes. Desde uno de los barcos, el búlgaro y decenas de piratas armados hicieron su entrada en el momento ideal para el resto de sus hermanos que ya estaban en batalla.
—Creo que llegamos a tiempo, mi señora —dijo el búlgaro con una atemorizante sonrisa amarilla de dientes faltantes.
Julia tomó una espada más del suelo y le regresó la sonrisa al búlgaro.
—No volverás a trabajar para la gitana. A partir de hoy, trabajarás para mí. Te pagaré más si salimos con vida —anunció la mujer y se lanzó con fuerza sobre uno de sus enemigos.
Alejandro identificó rápidamente aquellos estruendosos impactos que iban y venían desde afuera de la ciudad; ocasionados por grandes cañones de los barcos que Bartolomeo y Julia dejaron a la deriva esperando la famosa señal. Pensó en volver a brindar la ayuda que le había estado ofreciendo al comodoro, no obstante, su traicionera mente se concentraba en Elena. Él imaginó que podía estar en peligro y sin darse cuenta; corrió a través del humo, los escombros y hombres que peleaban por su vida.
—¡Elena! ¡Elena! —gritó en un par de ocasiones, pero era como si no hubiera dicho algo, no había manera de que alguien lo escuchara.
Aceleró el paso y se encontró con Manuel Barboza rodeado por cinco hombres. El pirata portaba una espada en cada mano. Pese a que la situación parecía en contra de Manuel, a ciencia cierta, el guerrero peleaba mejor que cualquier hombre que Alejandro hubiera conocido; atacaba de arriba a abajo, moviéndose de forma ágil a pesar de su altura y tamaño. Del mismo modo, buscaba la debilidad de cada uno de sus oponentes y a la primera oportunidad que tenía: los vencía con desdén.
Alejandro pensó en seguir adelante con la búsqueda de Elena, pero recordó que Manuel seguía herido con brutalidad a causa de las órdenes de su padre. «Cinco contra un solo hombre lastimado». A continuación, corrió junto a su espada en alto, para pelear espalda con espalda, con quien semanas atrás era su principal enemigo. Juntos, lograron derribar a cuatro de los guardias y uno más huyó del lugar cuando los vio pelear juntos.
—No debiste hacer eso —Le dijo Manuel con la respiración agitada.
—¿Hacer qué? Solo salvé mi vida —respondió Alejandro, plantando una mirada.
—Te han visto pelear contra ellos. Te juzgarán como parte de la hermandad.
—Hace mucho que dejé de ser un ciudadano ejemplar, ya te lo dije, salvé mi vida —expresó de nuevo el muchacho de cabellos rubios.
—Tengo que buscar a Elena y a Danielle —dijo Manuel buscando encontrarlas a simple vista a pesar de lo difícil que resultaba ver a través del humo y nubes de polvo.
—Yo iré por la izquierda —respondió Díaz y enseguida salió en busca de las muchachas.
Alejandro se abrió paso ágilmente entre el caos de la ciudad, intentando no encontrarse con gente inocente que solo seguía órdenes de sus superiores, así no tendría que arrebatarles la vida. Se detuvo un par de minutos, trepando sobre una columna a fin de tener mejor visibilidad y dar con el paradero de las jóvenes. Para su infortunio, fue derribado por una de las balas de cañón que golpeo la estructura donde estaba anclado. Con sangre saliendo de su cabeza y el rostro cubierto de escombro, escuchó la voz de una mujer que gritaba su nombre.
—¡Alejandro! ¡Alejandro! —decía Danielle una y otra vez tratando de reanimarlo.
—¡Danielle! —soltó recuperando la vista para ver a la joven que intentaba ayudarlo —¿Dónde está Elena? —No pudo evitar preguntar.
—No lo sé, estábamos juntas cercas de un edificio cuando comenzaron a atacar la ciudad con los cañones. Corrimos para ponernos a salvo y nos hemos separado sin darnos cuenta.
—¿Quedó atrapada en ese lugar? ¿Bajo los escombros?
—No, no creo. El lugar quedó destruido prácticamente y ambas salimos corriendo, pero no logro encontrarla.
El caballero de Magdalena se puso de pie con la ayuda de la joven, la tomó de la mano y comenzaron a avanzar sobre los escombros y los cuerpos que ya se acumulaban alrededor de la plaza.
—Seleccionamos un punto de reunión, tal vez fue para allá —explicó Danielle.
—¿Ella sabía dónde es?
Ella asintió con el rostro cubierto de tierra.
—Julia se lo dijo a ella y a Manuel. ¿Dónde está Barboza? ¿Lo has visto? Podrían estar juntos.
—No está con él. Lo vi hace un momento, peleando del otro lado. También buscaba a Elena para escapar de aquí.
—¿Solo ellos? ¿Sin mí?
El joven la observó tendido antes de responder.
—No lo creo. Tendrán que subir a los barcos todos juntos y rápido si quieren salir de aquí. La guardia costera estaba cuidando Manzanilla, si las noticias ya les llegaron, no tardarán en aparecer.
—Tenemos que decírselo a los demás para irnos ahora mismo —expresó Danielle.
El comodoro se mantuvo ocupado rescatando a los ciudadanos afectados por la batalla, logrando poner a salvo a la mayor cantidad de personas que el tiempo le permitió. Un guardia apresurado se aproximó hacia donde él estaba: le explicó que él y cuatro hombres más pelearon con Manuel Barboza—el pirata que tuvieron en cautiverio y que se hallaba de nuevo en libertad—.
—Pudimos haberlo detenido, señor, pero llegó el joven Alejandro Díaz y nos atacó. Él y el pirata mataron a cuatro de los nuestros, solo yo pude huir —argumentó el guardia.
El comodoro no se sorprendió al escuchar aquellas palabras, en más de una ocasión observó como Alejandro defendía a la comunidad pirata e incluso trabajó para ellos. Él pudo ser quien les dijera el plan de Rafael Díaz de usar a sus amigos como carnada a fin de que ingresarán a la ciudad. De igual modo, que importancia tenía ya, una ciudad fue destruida en medio de una batalla, personas y niños inocentes murieron, el plan de Díaz había fallado rotundamente, sin embargo, él no dejaría que le culpasen por aquel camino de sangre y muerte que los hombres de trajes elegantes forjaron.
—Busquen a Alejandro Díaz y tráiganlo con vida —ordenó el comodoro.
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