Capítulo 11: Batalla naval

La mirada de Manuel Barboza se fijó en las velas blancas que se asomaban tras el ocaso, allá a la lejanía, podía distinguirse una bandera británica hondeándose sobre el asta mayor. La embarcación parecía enorme y entre más se distinguía, mayor era el riesgo de que se tratara de un ataque sorpresivo para el que no estaban preparados; sin embargo, Barboza y Montaño eran dos hombres sumamente precavidos. De no estar listos para abordar la posible batalla, una huida hubiera sido la mejor opción.

—¡Rápido, el catalejo! —gritó Barboza después de percatarse de que era el único que notó la presencia de la nave. 

El marinero llegó con el artefacto y el contramaestre confirmó sus sospechas, estaban a punto de ser atacados por la guardia costera.

—¡Todos a sus puestos! —demandó y el ajetreo en el barco se hizo presente. 

Barboza se dirigió al camarote del capitán, quien se encontraba revisando documentos en su escritorio. 

—¿Qué pasa, muchacho? Escuché la orden —soltó al tiempo que se ponía de pie.

—Se trata de la guardia costera con bandera inglesa, capitán —respondió Barboza con acelero. 

—¡Con un demonio! —gruñó golpeando su escritorio—. ¿Estás seguro de que piensan atacar?

—Lo estoy.

—Entonces, vamos. Ya sabes que hacer —señaló el capitán con la confianza plena en las decisiones de su segundo.

Montaño se acercó a la habitación de su hija para cerrar con llave la puerta, solo así aseguraría la integridad de ambas jóvenes. Desde los adentros del camarote, Elena y Danielle sabían reconocer con facilidad el ajetreo provocado por la preparación de un ataque con solamente dos posibilidades. La primera era a su favor, donde se topaban con esas pequeñas naves mercantes que se convertían en blancos de saqueo; la segunda opción se trataba de ataques en contra por parte de cualquier otro barco de bandera negra o por procedencia de la guardia costera. La primera opción solía ser la más común; sin embargo, para Montaño y Barboza algo parecía fuera de lo normal, pues no se encontraban en aguas cercanas a las de los ingleses, ni cercas de algún barco mercante que estuviera siendo custodiado.

El acercamiento de las naves se fue dando después de largos minutos, los sudorosos marinos que trabajaban sin cese, corrían sobre cubierta revisando la batería de proa, algunos acumulaban la pólvora, proyectiles y mechas junto a los cañones. Otros tantos se encargaban del filo de sables y espadas para ser usadas en el momento ideal de la batalla. Así mismo, Barboza ordenó retirar de cubierta todo lo que representara un estorbo: barriles, cuerdas sueltas, cubos o utensilios de limpieza. Por debajo de cubierta, los artilleros preparaban sus cañones bajo las órdenes del jefe de artillería, cada marino sabía lo que debía hacer y cuál sería su lugar en batalla, ya que su vida dependía de ello.

El primer cañonazo sonó desde el barco inglés, fue entonces donde Montaño supo que su contramaestre no se había equivocado: los ingleses buscaban acabarlos.

—¡Todo estribor! —gritó el capitán y giró el poderoso timón que dirigía el movimiento de la nave. 

La bandera negra que ondeaba sobre la María se enalteció hasta lo más alto de la nave acompañada del grito de guerra que los tripulantes soltaban. Un segundo cañonazo salió disparado, pero está vez fue desde la misma María, proclamando su derecho a defenderse de quien intentase interponerse en su camino. A escasos metros, ambas naves comenzaron a dispararse, una y otra vez sin detenerse; impregnando de pólvora quemada el lugar. El jefe de artillería no dejaba de gritar fuego y los marinos no paraban de recargar. Montaño, por otra parte, manejaba la nave como si de un simple juego se tratara.

Barboza dispuso de uno de los moquetes que los marinos dejaron a su alcance, buscando derribar las lámparas de aceite. Tres disparos bastaron para salpicar el aceite la cubierta de la nave inglesa. 

—¡Balas rojas! —gritó el contramaestre en dirección al jefe de artillería quien de inmediato asintió con la cabeza y ordenó descargar las balas. 

Por desgracia para los piratas, el plan de Barboza no funcionaba, puesto que las balas rojas nunca lograron dar en el blanco. Un movimiento inteligente por parte de los ingleses, provocó daño en el casco de la María. Montaño se enfureció tanto que decidió golpear su barco contra el de los ingleses, fue entonces, donde ya no era momento para los cañones, ahora la batalla era cuerpo a cuerpo con quienes buscaban eliminarlos. Una enorme cantidad de marinos sedientos de sangre surgió de la escotilla para lanzar cuerdas con garfios sobre las vergas del barco inglés. Ambas naves unidas por la fuerza de los amarres y la agilidad de los tripulantes. Con sables, espadas y hachas, los hombres brincaban de una nave a otra buscando la derrota de sus oponentes. 

Barboza surgía de entre la pólvora golpeando y asesinando a los hombres uniformados, eran esos los momentos sanguinarios lo que le provocaba éxtasis en su interior, sabía que, en gran parte se trataba de la oscuridad y del dolor que abundaba en su persona; toda esa rabia y coraje que tenía contra el mundo, la dejaba fluir para proclamar una venganza y su grandeza, la grandeza para la que estaba destinado. Cuanto hombre peleaba a su alrededor temía de su destreza.

—¡Fuego! —rugió uno de los ingleses que miraba cómo Barboza y sus guerreros acababan con su tripulación. 

El capitán de la nave inglés esperaba como respuesta el fuerte estallido de los cañones o de las armas disparándose; no obstante, fue grande su sorpresa cuando no escuchó estallido alguno, pues cada marino peleaba cuerpo a cuerpo con los piratas sin la posibilidad de obedecer sus órdenes. Miró en todas direcciones de arriba a abajo y de izquierda a derecha; notando el caos provocado por su insensatez de atacar una nave de bandera negra. 

—¡Retirada, retirada! —gritó esta vez sin respuesta alguna, puesto que ahora, era demasiado tarde para una escape. La tripulación cruel de Montaño, jamás les permitiría salir de ahí con vida. Uno a uno los marinos fueron cayendo hasta que llegó el turno del capitán.

 —Por favor, que sea rápido —suplicó el hombre después de mirar a Manuel Barboza acercarse en su dirección.

—¿Por qué el ataque? —preguntó el pirata. 

Sin embargo, el inglés no podía responder a aquella pregunta bajo ninguna circunstancia. Era la muerte lo único que podía esperar. 

—No entiendo —respondió el hombre, fingiendo desconocer el idioma o las palabras de Barboza.

—Entonces morirás con dolor —aseguró con la sonrisa sínica marcada en su rostro.

No pasó mucho tiempo después de la victoria de la María, con normalidad Montaño admitía prisioneros, siempre y cuando tuviera algo que ganar con la presencia de los hombres. En esta ocasión, intentó comunicarse con el capitán de los ingleses sin éxito, ya que el hombre se negó a proporcionar la información que le solicitaban.

—¡No diré nada! —dijo en cada una de las ocasiones. 

Montaño cansado de la idiotez de aquel hombre, ordenó el castigo de pasarlo por la quilla sin esperar que pronunciara algo.

El castigo de la quilla, para muchos, era insostenible, incluso de ver. Hacer pasar al castigado por debajo del barco —la quilla— era una muerte segura y sumamente dolorosa, ya que, con seguridad, el cuerpo de quien fuese sentenciado terminaría rasgado y malherido por restos marinos solidificados a la madera que conformaba la quilla. Además, el tiempo que se tardaba en recorrer el barco por debajo del agua era inhumano, lo que se límitaba a tres opciones de muerte: las heridas ocasionadas por los corales podían ser tan graves que causarían un desangrado acelerado; otra opción era la de ser almorzado por un tiburón que fuera atraído por el olor de la sangre; una opción más, era la de muerte por ahogamiento. Cualquiera de las tres alternativas, eran más que una tortuta.

El prisionero fue atado de manos y pies para ser lanzado por la borda, la tercera ocasión que el hombre rozó su cuerpo con la quilla del barco, terminó en carne viva con la sangre emanando de todas partes, mientras aún respiraba, eran largos y agonizantes jadeos provocados por los pulmones que demandaban aire, los miembros del barbo observaban alentados por la idea de sentirse superiores ante el dolor que manifestaba un simple trozo de carne humana que parecía estar sin vida. 

—¡De nuevo! —demandó Barboza; no obstante, Montaño interrumpió el entretenimiento de los marinos.

 —Desátenlo y láncelo por la borda. Dejaremos que se convierta en el almuerzo de los tiburones y hundan esa nave a la brevedad —ordenó para después regresar a su camarote con total tranquilidad.

Después de algún tiempo, cuando la noche ya estaba sobre ellos, Barboza dio las últimas indicaciones, solicitó iniciar la guardia nocturna y se encaminó en busca de su capitán. 

—El trabajo está hecho, señor. 

En el camarote principal de la María, Montaño revisaba documentos que sus hombres encontraron en el barco enemigo antes de que este fuera hundido.

—Gracias, muchacho. Hoy peleaste como nunca, jamás me cansaré de agradecerte por tu trabajo en este barco —felicitó el robusto hombre.

—Solo hago la parte que me corresponde, capitán. ¿Hay alguna pista de por qué el ataque? —cuestionó interesado en los papeles.

Montaño negó con el rostro y la mirada en los documentos. 

—No, ninguna. Me parece demasiado extraño todo esto, incluso pareciera que nos estaban buscando.

—Las naves con normalidad huyen de los piratas, señor. No suelen buscarnos.

—Eso es lo que pensé —consintió el capitán que al igual que Barboza tenía suficientes dudas para desconfiar de que aquello fuera simple casualidad—. En fin... Habrá tiempo para meditarlo.

—¿Necesita algo más, capitán? 

—Sí, hazles saber a todos que iremos a la reunión de la isla del coco —declaró al tiempo que paseaba por el camarote iluminado por la luz de las velas—. También asegurate de que mi hija y Danielle se encuentren bien, ya puedes retirar el seguro de su puerta.

Manuel asintió con la cabeza y salió de la habitación para cumplir con su última orden del día. De pie frente al camarote de Elena, soltó el arma que traía consigo en todo momento, meneó un poco el cuello para ayudarse a relajar los músculos después de la corta, pero exhaustiva batalla. Colocó la llave sobre el cerrojo y golpeó la puerta que lo separaba de las jóvenes para que esta fuera abierta por Danielle. 

—¿Todo resultó bien? —preguntó la rubia con sus ojos verdes clavados en la sangre salpicada en el rostro de Barboza.

El marinero asintió con la cabeza mostrando con ambas manos que todo resultó bien, así tranquilizaría a la rubia. 

—Sí, solo he venido a ver si ustedes están bien —preguntó después de mirar a Elena en un rincón de la habitación.

—Por supuesto  —aseguró Danielle ya más relajada.

—¿Por qué fue el ataque, Manuel? —inquirió la castaña con la curiosidad plasmada en el rostro y caminando hacia su prometido.

Este dio un par de pasos para ingresar al camarote, estaba claro que ambas jóvenes querían conocer los detalles de la batalla. 

—Bueno, en realidad no lo sabemos, creemos que quisieron aventurarse al ataque para tener una buena historia que contar en su regreso a tierra. 

La joven se encogió de hombros extrañada por la respuesta, tomando en cuenta que ni su padre ni Barboza solían dejar cabos sin atar. 

—¿Ocupas ayuda con esa herida? —cuestionó la castaña después de notar una pequeña marca de sangre en el antebrazo de Manuel.

—Estoy bien, lo atenderé mañana, el cirujano está ocupado por ahora.

Se trataba de una pequeña línea de sangre; no obstante, él  mejor que nadie sabía que podría empeorar de no atenderse.  

—Permíteme hacerlo, es preferible a una infección —argumentó, buscando un trozo de manta y agua limpia.

—Son el tipo de cosas a las que uno se arriesga cuando se vive en un barco pirata.

—¿A qué te refieres con eso? —inquirió la joven observando el semblante cansado y desencajado de Barboza. Estaba claro que la conversación se salió del tema original.

—A que en cada batalla que hay en este barco o fuera de él, corro el riesgo de morir y a ti a penas si te importa.

Elena rodó los ojos e hizo una mueca, lo conocía lo suficiente como para notar que planeaba iniciar una discusión para sacar parte de su enojo. 

—Tú arriesgas tu vida por voluntad propia.

—De acuerdo, lo hago porque quiero, pero entonces, ¿qué hay del inútil de Alejandro? Él también lo hizo por que quiso y tú andas por ahí gritándole a todo el mundo que salvó tu vida. ¡Yo también he salvado tu vida y ni siquiera me miras, Elena!

—¡Me casaré contigo! ¡Esta bien! ¿No es eso suficiente para ti? —escupió un tanto molesta por la respuesta de Barboza.

—¡No, no es suficiente! —gritó el pirata exaltado.

De nuevo surgió el miedo y la incomodidad que Barboza provocaba en Elena. Ella supo de inmediato que él ya no hablaba sobre batallas o vidas, ahora estaba sacando su frustración en cuanto a su relación con Ella. 

 —No besaré tus pies, si es lo que quieres.

—No necesitó que lo hagas —respondió Barboza con la mirada en la muchacha.

—La herida está limpia, Manuel. Deberías ir a descansar —resolvió ella luego de frotar un par de veces el paño húmedo sobre el rasguño de Barboza.

—Gracias y buenas noches —agregó el contramaestre para salir de la habitación enfurecido.

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