Perfecto Secreto
Le veo marchar, y mi corazón se apretuja contra mi pecho, justo como si cien martillos le estuviesen empujando.
El desconocido que piensa formar parte de mi familia desde hoy, agarra su mano y le sonríe. Lucen tan felices, tan llenos de vida, de juventud. Con un futuro tan claro, como si tuviesen al mundo comiendo de sus manos. Como si el mundo no fuese un lugar lo suficientemente cruel con ellos ya. Como si todo fuese de color rosa.
Cierro la puerta del hogar que he construido por años, pero antes le sonrío a mi hijo cuando voltea para despedirse de mí. Su pareja, otro chico que cursa todavía el último año de preparatoria, imita su acto y asiente agradecido hacia mí por la paciencia y comprensión que tuve cuando mi mujer y yo le invitamos a cenar.
No fue fácil.
Ella se escandalizó, me miraba constantemente, rogándome que hablara. Supongo que eso es lo que debería de hacer un padre normal, ¿no?
Un padre normal le gritaría a su hijo, le diría que está mal de la cabeza, que solo está confundido.
Un padre normal eso haría en el tiempo que a mí me tocó vivir. En donde los castigos eran los golpes en la espalda, los encierros en la habitación por semanas, las comidas que nunca llegaron. Los llantos de una madre exigiéndole al marido que se detuviese.
Repito, un tiempo en el que tuve que vivir.
Porque supuestamente, yo también estaba mal de la cabeza. Estaba confundido.
¿O no había sido solo eso? ¿Una locura total?
Los tiempos cambian. Los años pasan. Las personas, sus pensamientos, sus acciones mejoran, o empeoran.
No quería ser como mi padre.
Siempre me lo juré.
Y ahora, que mi único hijo tuviese el valor para revelar al mundo sobre su homosexualidad había sido como un viaje de vuelta al pasado. Restregándome en la cara todo lo que tuve que pasar, que sufrir, que aguantar.
Pero dejé de pensar en ello.
Hice todo lo que mi padre siempre quiso para mí.
Estudié, trabajé, busqué una buena mujer, me casé. Construí una casa, un hogar, una familia. Fuimos felices. Somos felices.
Soy lo que quiero ser.
O eso pensaba.
Aquello se me había impreso en la cabeza durante muchos años. Pero, ¿qué opciones tenía? Ninguna. Mis oportunidades se habían esfumado.
Amaba a mi esposa, eso no lo negaba. Era la mujer más maravillosa del universo. Era la perfecta compañera, sencilla, inteligente, generosa. Me complacía en todo, atendía cada una de mis demandas sin rechistar. Tal vez sea porque era un poco blando, pero lo cierto era que el concepto de "hombre de familia" también estaba demasiado sobrevalorado.
Intenté no aferrarme mucho a la idea, y a mi manera lo moldeé. Intenté ser yo, o por lo menos la parte buena que quedaba de mí y de la que mi padre se enorgullecía.
Era justo, considerado, ingenioso. Me las arreglaba bastante bien. Nunca más tuve necesidad de su ayuda. Me independicé, y para cuando quise darme cuenta ya tenía en mis brazos a mi bebé.
Y también para cuando quise darme cuenta, mi bebé se había convertido en un hombre al que le gustaban otros hombres.
Recordándome lo fuerte que él era, y lo cobarde que yo fui.
En ese momento, solo pensaba en mi tormentosa adolescencia.
No negaba que los mejores momentos habían sido por una sola persona. Pero aquella sola persona había creado demasiados problemas en mi vida, desilusiones, baches enormes que me hicieron tropezar un montón de veces.
Ahora lo pensaba con nostalgia, porque fui un imbécil al tacharlo como lo peor que me pudo pasar.
Pero no había sido así.
Era hora de ser sincero conmigo mismo.
Aquel chico que me escuchaba, que me comprendía, con el que llegué a tener los mejores días de mi inocente juventud, de quien por desgracia nunca supe nada más, había sido el primero con el que experimenté el amor.
El amor real, puro, verdadero.
Yo le llamaba mi perfecto secreto.
E incluso a estas alturas, lo seguía siendo.
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