Phrals
Román llegó a un trato con Akwetee, quien sacó, creo que, del basurero, una motocicleta, modelo 350cc Sahara, en muy malas condiciones. Según Román, esta motocicleta era todo un clásico que fue desperdiciado por el descuido. Aunque pensé que no llegaría completa ni al primer kilómetro, para mi sorpresa estaba dada la talla. Solo se desprendió la placa y una mica. Nos encontramos en la carretera que comunica a Asmara con Massawa.
Massawa es una ciudad portuaria de Eritrea situada en la costa del mar Rojo. La carretera tenía unas curvas bastante peligrosas y contaba con mucho control militar. No se me pasó desapercibido que Román ignoró mi petición de buscar ayuda con ellos, por eso en un control intenté acercarme a un guardia y explicarle mi situación, pero mi gesto fue malinterpretado. Akwetee tuvo que intervenir y nos sacó del apuro.
Akwetee nos comentó que los paisajes entre Asmara y Massawa eran espléndidos. La sinuosa carretera descendía desde los 2.438 metros de altitud hasta el nivel del mar, atravesando valles, desiertos y la sabana. Era una lástima que no pudiera verlos, ya que la carretera contaba con poca iluminación. Nos detuvimos en lo alto de una montaña rocosa. Según Akwetee, estábamos frente al monasterio ortodoxo de Debre Mariam. La luz de la luna me permitió apreciar su arquitectura con influencia turca y egipcia.
—Debre Bizen fue fundado en los años 1350 por Abba Filipos, que era un estudiante de Abba Absadi —explicó Akwetee.
Román resopló cuando nuestro amigo comenzó a explicarnos el lugar, pero lo interrumpió.
—Amigo, ¿podrías darnos un poco de privacidad? —resopló.
La cara que puso Akwetee de vergüenza me enterneció. Se alejó, no sin antes advertirnos que el monasterio contaba con guardias nocturnos que rondaban por la zona cada cierto tiempo. Cuando pensábamos que se había ido, lo escuchamos decir:
—No profanen el monasterio con actos impuros que amenacen la moral y las buenas costumbres —nos advirtió.
Román me pellizcó el trasero y se burló de las palabras de Akwetee. Lo golpeé en el pecho por irrespetuoso. Me tomó de la mano y corrimos de vuelta a la carretera.
— ¿Vamos a abandonarlo? —pregunté, aunque era obvio que lo íbamos a hacer.
—Ya me dijo lo que necesitaba saber —dijo encendiendo la mota en marcha.
—¿Hacia dónde vamos? —insistí—. No conocemos este lugar.
—A una playa llamada Gursumun y otro lugar, si es que no nos perdemos de paso —respondió.
Siguiendo las indicaciones de Akwetee, llegamos a una calle repleta de bares y entramos al quinto. El lugar no era muy grande, tenía una diminuta pista de baile y unas pocas mesas. Había personas que bailaban al son de la música de Depeche Mode, la canción "Just Can't Get Enough".
No iba a quedarme de turista, a pesar de la negativa de Román, estaba decidida en escapar. Entendía que no sería fácil, tenía que luchar con la barrera lingüística y en los prejuicios machistas que rondaban por la zona, solo tenía que encontrar a ese alguien con alma caritativa que estuviera dispuesto a darme una mano. Román me llevó al área en donde estaban tres mesas de billares alineados, la música no se escuchaba tan fuerte aquí, una camarera nos abordó. Pidió un whisky para él y una cerveza para mí. El área estaba casi vacía, excepto de unos cuantos que estaban esparcidos en la barra o en la esquina charlando. De las tres mesas, dos estaban vacías, mientras que en la última jugaban dos tipos.
— ¿Sabes jugar? —preguntó Román mientras tomaba un poco de whisky.
— ¿Qué pregunta es esa? —mentí con descaro—, si soy una experta.
—Mentirosa— dijo, y luego me sacó la lengua— ¿Te gustaría romper?
—Romper, ¿qué? —repliqué, confundida.
Román se encorvó de la risa, ¿qué dije que le hizo tanta gracia? Aun negando con la cabeza, se dirigió a la estantería donde están los tacos suspendidos en el aire. Me pasó uno, hizo una reverencia con la mano para que empezara. Le unté tiza y soplé el exceso.
Nunca había jugado, aunque sabía cómo se jugaba. Tenía que hacerlo bien porque si no me vería como una completa payasa mentirosa e incompetente. Aun con los nervios, con un solo movimiento bien rápido, golpee la bola en el centro del triángulo. Dispersando el resto de las bolas, sin entrar ninguna por los agujeros.
—Las mías son las rayas, Lica—dijo torciendo su boca con diversión.
Caminé alrededor de la mesa, buscando el mejor ángulo para dar mi próximo tiro. Me incliné y casi bizqueé, entonces Román se posicionó al otro lado de la mesa, dándome el frente. Me desvié por un segundo del juego para contemplar cómo se le flexionaban los tríceps.
Volví a golpear la bola, pero lo hice tan fuerte que salió disparada en dirección a la cara de Román. Grité solo de pensar que lo he golpeado. Corrí a socorrerlo, él escondía su cara con ambas manos, creí haberlo escuchado sollozar. Intenté apartar sus manos, sin éxito. Se me encogió el corazón al ver su cuerpo estremecerse a causa del dolor.
Me desesperó el que no me dejara ayudarlo. Cuando iba a buscar ayuda, me retuvo por la mano. No tenía un rasguño, el condenado, en cambio, comenzó a reírse de mí. Intenté golpearlo por el mal chiste, pero me levantó y me sentó sobre la mesa de billar con él entre mis piernas. Quiso besarme, pero le hice la cobra.
— Vas a destrozarme...—Susurró muy cerca de mi oído—. Siento que estoy caminando por el mismo infierno y no me importa.
—Se le cayó esto—dijo alguien.
Román se alejó de mí frotando su pulgar sobre sus labios. Detrás de él se encontraba un hombre con la bola de billar en la mano. Su mirada me incomodó. Esté le tendió la bola, la cual Román, aceptó.
—Bonita chica—dijo lamiéndose los labios.
—Gracias—respondió cortante.
—¿Ustedes no son de aquí? —indagó el hombre alternando su mirada entre Román y yo.
— ¿Eres policía? —replicó Román cortante.
—No, pero no es común encontrar mujeres tan bonitas como ella—dijo el hombre con sequedad.
—Las personas de aquí se caracterizan por compartir lo que tienen—dijo otro hombre, uno más grande que Román, pero menos tonificado—. No está de más que tú hagas lo mismo.
Noté cuando el cuerpo de Román se tensó. El grandullón tenía un cuerpo de leñador con barriga cervecera incluida. Román le lanzó una sonrisa despótica de "piérdete".
— ¿Deseas llevarme contigo a tener sexo o qué? —gruñó Román—. No te hagas ilusiones.
Ni bien terminó de decir eso, cuando el grandullón lo tenía en el suelo golpeándolo sin parar con los puños. Román se cubrió la cara con los brazos, luego le conectó un puñetazo en la nariz. De uno de los orificios del grandullón empezó a brotar sangre, entonces Román, le propinó una patada en el estómago, quitándoselo de encima. Y, de un salto, se puso de pie. No le dio chance al grandullón y comenzó a darle una secuencia de golpes agresivos en el rostro.
Un personal de seguridad tuvo que intervenir, Román, rugió mientras se colocaba a horcajadas sobre el tipo y continuaba golpeándolo. Con un poco de esfuerzo, lograron separarlos. Entonces, el otro hombre, el más joven, salió de la nada e hirió a Román en el brazo. Me enojo ese ataque a traición y comencé a vociferar como toda una verdulera y lancé las bolas de billar a diestra y siniestra. Román escupió un juramento, y le propinó un puñetazo al tipo que terminó estrellándose sobre una mesa.
Nos sacaron por la puerta de atrás y nos amenazaron en su pobre inglés que, si regresábamos, nos llamarían a la policía. Mientras trataba de normalizar mi respiración, comprendí que Román era un ser estúpido e irracional. No había necesidad de llegar a esos extremos, bien pudimos habernos ido y listo. Con Rodrigo, eso nunca hubiera pasado, pero no, no con Román, que siempre tiene que sacar toda esa testosterona y esa actitud tan cavernícola a lo He-Man.
Me di la vuelta y comencé a alejarme.
—No andas solas, sabes—me reprochó.
Lo ignoré, continué caminado, no sabía hacia dónde. Por ahora no deseaba verlo ni en pintura. Es más, aumento un poco más. De pronto soy jalada por el codo, comencé a golpearlo. Él miró hacia ambos lados de la calle para arrastrarme a un callejón que dividía a dos bares.
Román me aprisionó contra la pared. Coloqué mis manos en su pecho para empujarlo, sujetó con dureza mi rostro, y me besó con violencia. Jadee molesta por su actitud tan infantil. No soy de esas chicas que se encienden con esas muestras de machismo. Por eso lo mordí con fuerza y de inmediato me dejó de besar.
— ¡Estás loca o que! —me reprochó.
—Este papelito de tú Tarzán y yo Jane—le señalé —. Te lo guardas para una estúpida que te quiera seguir con el guion.
Lo veo escupir sangre.
—Tú a mí me respetas, no me gustó para nada tu papelito a lo Rocky Balboa ni mucho menos este de amante domador—le reproché. Inspiré hondo—. Vamos a aclarar algunos puntos entre tú y yo. Primero, no tienes ningún derecho a besarme, recuerda que soy una mujer casada. Segundo, lo que pasó en el cementerio fue a causa de la droga, no tengo nada más que añadir a eso. Y, tercero, tenemos que buscar a un médico por tu herida.
—Solo fue un rasguño—contestó con hostilidad.
—Sí, como no—me burlé.
Estrechó sus ojos, se le crisparon los músculos de la cara, pero eso no iba a amedrentarme.
—Vámonos la playa Gursumun—dijo dándome la espalda.
Estaba borracha de enojo por su comportamiento. Lo podían haber matado y violarme a mí de paso.
— ¿No crees que es muy tarde? —pregunté, aunque ni siquiera sabía qué hora era.
— Estamos tarde desde que salimos del hotel, Lica —murmuró para sí mismo.
Llegar a la playa no fue tan difícil como pensé que sería; la luz de la luna reflejada sobre la arena la hacía ver como diminutas gotas de oro. En cambio, el agua se tornaba plateada, reflejando el camino directo hacia la luna. Cerré los ojos y, sin desearlo, recordé el día en que fui secuestrada. Mi cabeza comenzó a palpitar y caí de rodillas, colocando mis manos en la arena mientras intentaba recuperar el aliento. Unos fuertes brazos se convirtieron en mi ancla y me aferré a ellos como si mi vida dependiera de ello. Al principio, la tristeza era mi único sostén, sumergida en la miseria de vivir una vida que nunca pedí. Descansé mi cabeza sobre el hombre de Román.
—El día que me raptaron, estaba en una playa —susurré, sintiendo cómo mi voz se quebraba—. Siempre supe que ese día sería malo para mí.
Román depositó un beso en mi sien.
—No permitas que los recuerdos del ayer atormenten tu presente —susurró.
Nos quedamos en silencio por un buen rato. El sonido constante y repetitivo de las olas del mar producía un efecto calmante y meditativo.
— ¿Sabes por qué la arena tiene ese color? —preguntó.
—No —respondí sinceramente.
—La mezcla de minerales. Por ejemplo, si tiene más restos ferrosos, cálcicos o pedazos de feldespatos, son los que le proporcionan a la arena su tonalidad.
— ¿Quién te dijo eso? —pregunté con curiosidad, sorprendida de que Román tuviera esos conocimientos.
—Alguien que pensaba que era mi amigo —su voz se tornó melancólica.
Levanté mi rostro y vi esa mirada que ya había visto antes, cuando estuve en un parque de Prístina.
—Cuéntame algo de ti, Román —dije, aspirando su aroma.
— ¿Qué deseas saber de mí? —preguntó, apartando un mechón de pelo de mi frente.
—Lo que sea —susurré.
Román reflexionó antes de responder.
—Bueno, soy el hijo que toda madre se muere por tener. Carismático, guapo y dulce. Que no dice palabrotas y que va a misa todos los domingos —enumeró con las manos sus supuestas virtudes.
—Todo un angelito —dije riéndome.
—Háblame sobre tu infancia —mi piel se erizó al sentir una lluvia de besos esparcidos
—No tengo mucho que contar, pero te diré por qué mi abuela me llamó Romano. Mi abuela era analfabeta y muy devota. Cuando nací, buscó al párroco para preguntarle cómo debían llamarme. Él le contestó que buscara el santo que se rezaba ese día, pero como no sabía leer, el párroco se lo leyó. Al escucharlo, su corazón lo rechazó.
—¿Cuál fue? —pregunté.
—Nací un 16 de julio, así que, si mi abuela se hubiera llevado por ello, debería de haberme llamado Carmelo. Gracias a Dios que no le gustó, entonces, tomó su biblia y salió a buscar a una persona que la ayudara a encontrar un nombre para su nieto. Siendo gitana, la discriminación era más fuerte, nadie se le acercaba con temor de que ella les hiciera algo malo. Pero ella no se dio por vencida, encontró a un niño que sí sabía leer y que no la rechazó. Ella le dijo: "abre la biblia, y dime la primera palabra que veas". El chico le dijo: "Romano".
—Romano, sin segundo nombre—dije.
—Exacto, pero no me gustaba mi nombre. Era la burla de mis Phrals.
—¿Qué significa Phrals? —pregunté con interés.
—Es Phrals y significa hermano. Nací en el principado de Valaquia, al norte del Danubio y al sur de los Montes Cárpatos. El Danubio separa Valaquia de Bulgaria. Los Cárpatos meridionales cubren todo el norte de la zona, separando a Valaquia de Transilvania.
—Con que pariente de Drácula —bromeé.
—¿Deseas que te cuente o no? —gruñó.
Hice la imitación de que cerraba los labios.
—Mi madre tuvo una relación con un gadjo, es decir, un no gitano. Creo que su relación fue de pasada. ¿Quién en su sano juicio se casaría con una gitana? Sí nacemos con la cruel reputación de ser lo peor; ladrones, estafadores, embusteros, brujos, ejercer la prostitución, entre otras cosas. Vivimos con una idiosincrasia y unas normas muy severas entre nosotros. Nos vemos obligados a movernos de acá para allá, a encerrarnos al resto de las sociedades para relacionarnos casi exclusivamente entre los miembros de nuestro clan.
» Tuve que crecer bajo estereotipos llenos de ignorancia, con prejuicios de una sociedad que nos teme porque no nos entiende. Y porque un gitano o un grupo jueguen con malas cartas, no es justo culparnos a todos por igual. Creo que mi padre tomó eso en cuenta antes de continuar con mi madre. Aunque ella no fue una víctima. Sabía en lo que se estaba metiendo y, aun así, siguió, para terminar, estrellándose contra una pared. De esa liga de escorpión con anfibio venenoso salí yo.
—Crecí siendo un Poshram, era un niño bastante problemático, tal vez porque mi madre siempre me hizo sentir como si fuera un intruso en su vida. Me sentía despreciado e ignorado por ella. La única que siempre se preocupó por mí fue mi abuela, se llamaba Luz. Ella me brindó todo el apoyo que mi madre por gusto me negó. Me enseñó a ganarme la vida desde pequeño, aprendí a vender cualquier cosa en la calle, como los canastos que ella misma elaboraba.
—Con el tiempo, mi madre se casó con un romaní llamado Melalo. Él era otro que me ignoraba, en fin. Creo que nunca me quiso, aunque nunca me golpeó. Mi casa era un maldito iceberg. Para llamar su atención, rompía cosas y me metía en problemas. Mi abuela y mi padrastro no se llevaban bien, se odiaban a muerte. Siempre le reprochó su falta de pantalones y dejar que mi madre hiciera lo que se le pegara en gana, mientras que a mí dejaban que la calle me educara.
—Recuerdo que un día, me encontraba con unos amigos; debería tener unos ocho o nueve años. Entramos a una granja, nos llevamos todo lo que encontramos, que a decir verdad no era mucho, unas cuantas gallinas y verduras. El hijo del dueño nos pilló, nos exigió que devolviéramos todo lo que estaba en nuestras manos. Lo enfrenté, tratando de demostrarles a mis amigos que no le tenía miedo a nada ni a nadie. Total, lo que hiciera no les importaba en absoluto a mis padres. Está de más decir que el chico pudo rescatar la gallina que le robé.
» Mis amigos en todo el camino se burlaban de mí, así que regresé; en el camino recogí cuantas piedras pude recolectar. Empecé a lanzárselas al rancho del muchacho, él salió, pensando que iba a repetir su paliza conmigo. Llegué a impactar con una piedra al chico. Cuando lo vi caer, empecé a correr, eufórico de cumplir mi venganza. Al día siguiente, el jefe de nuestra tribu le exigió a mi padrastro que me castigara por lo ocurrido. Las personas de ese pueblo ya no nos querían allí, en parte por algunas de mis diabluras. Para dar una lección, mi padrastro me ató a un árbol delante de todos, me dio varios zurrases, dejándome tendido por varias horas.
—Mi abuela protestó por el castigo, le pegó en la cara dejándole varios rasguños. Lo que ella hizo estuvo mal en nuestra cultura, lo que haga el jefe de la casa nunca debía de cuestionarse. Además, mi madre aprobó el método que utilizó su marido para darme una lección. Esa noche mi abuela, tuvo que darme de comer, no podía mover ni un músculo de mi cuerpo.
» En vez de amortiguar mi ira, me volví más tremendo, más iracundo y violento. Ahora no solo deseaba hacer enojar a mis padres, sino a toda la tribu. Cuando contaba con diez años, mi abuela le rogó a mi madre que me permitiera dormir con ella. Después de mucho rogar, accedió. Esa fue la última noche que volví a verlos. Hui, junto con mi abuela, salimos tan solo con la ropa que teníamos puesta. Nos mezclamos con unas personas que tenían planeado ir a Alemania en busca de un mejor porvenir. El cambio de ambiente tampoco fue que me hiciera bien, me junté con personas peores que las que conocí en Valaquia.
—Con ellos probé por primera vez las drogas, hasta que mi abuela casi me arrancó la nariz. No es que me llamara tanto la atención el estar drogándome, no obstante, deseaba encajar, sentirme parte de algo. Tristemente, le hice pasar muchas amarguras a mi abuela, a pesar de que trabajaba para ayudarla con los gastos, mi comportamiento tiraba por el suelo mi esfuerzo por verla feliz. Me sentía frustrado conmigo mismo, todo carecía de sentido, hasta que conocí a una persona que pensaba que era mi amigo.
» Me ayudó a canalizar mi ira, a usar la cabeza en vez de usarla para recibir golpes. Me enseñó todo lo que mi padrastro nunca quiso enseñarme. Me dedicó el tiempo que mi madre me negó, me enseñó el respeto hacia mí mismo y la lealtad hacia los demás. Me amó y yo lo amé de vuelta. Para mi abuela, él fue mi salvador. Antes de morir, le encargó mi cuidado. No sabía que ella estaba luchando contra la leucemia, aun así, nunca perdió la esperanza de verme cambiar. Por estar sumido en mi mierda, no me di cuenta de que mi vieja se me estaba marchitando. De las pocas cosas de las que me arrepiento en esta vida, una es esa. No haberme portado como debía con ella.
Cuando mi abuela cerró sus ojos, se incrustó un vacío enorme en mi corazón. Pero él, cumplió su promesa. Lo primero que hizo fue pagar para que me alfabetizaran. Me obligaba a estar limpio y a controlar mi temperamento. Luego me entrenó para que fuera un Asharibes, es decir, un peleador. En las peleas podía sacar todo el dolor que llevaba dentro, además ganaba mucho dinero. Él nunca tomó ganancia de mis peleas, realmente él nunca me cobró por comida, alojamiento o ropa. Mi dinero lo gastaba en mujeres.
» A los 16 años, sabía cómo romperle la tráquea sin ensuciarme a un hombre. Me esforzaba por ganar cada pelea, ver su aprobación reflejada en sus ojos era todo lo que me importaba. Me presentaba como su hijo, su amigo o como su hermano. No importaba el título, sentirme reconocido era lo más importante para mí. Para cuando cumplí los dieciocho, él decidió que tenía de darle un cambio a mi vida. Lo había escuchado hablar con Darío, era su socio en ese entonces, donde Darío, metía las narices, él terminaba entrando el cuerpo. Darío me enseñó a falsificar dinero, a realizar cobros por encargo, aparte de manipular a las personas a mi antojo.
—Era feliz, por primera vez sentía que era parte de algo. Pero la vida te cobra lo que haces con creces, Lica. Su traición fue lo peor que me sentí después de la muerte de mi abuela. Lo consideraba como un Dios para mí, es como dicen, las traiciones duelen más cuando vienen de las personas que amas.
Abracé a Román, pero no dije nada. Esa tristeza ya la había visto en otra persona. La diferencia era que, con Román, si me entristecía su historia, la historia de Kavi, no. Nunca podría sentir empatía hacia él.
—Tenemos que irnos— dijo, me dio gentil beso en mi mejilla—. Si perdemos más tiempo, corremos el riesgo de ser descubiertos.
—No deseo irme—expresé con tristeza—. Podría aprovechar este momento y escapar.
—No darías ni un paso, caerías en manos de otro traficante, creo que mucho peor que Kavi—Me acarició la mejilla con la mano y después soltó un suspiro largo y pesado—. Aquí trafican con árabes, y según he escuchado son los clientes más pervertidos y despiadados.
Mis ánimos cayeron a la arena. Todo se me complica cuando deseo escapar. En todo el trayecto de regreso, lo hicimos en completo silencio, con el despertar de un nuevo día tras nuestras espaldas. Entramos al hotel de la misma forma en como salimos.
Cuando caminábamos por el pasillo, Román, me empujó violentamente contra la pared. Sin previo aviso, hizo añicos mi ropa. Mi irritación fue en aumento junto con mi incredulidad, ¿por qué hizo esto?
—Subirás, así—dijo con desdén—. Yo subiré por el ascensor, tienes menos de tres minutos para que nos reunamos en tu habitación, antes de que tu bello durmiente se despierte.
Miré mi ropa y la ira me cegó. Creo que le había dicho que no me gustaban esos arrebatos tan cavernícolas. Mis pechos están casi expuestos, cuando le iba a decir unas cuantas cosas, me dijo:
— Kavi, está por llegar—me empujó con desprecio hacia las escaleras—. Y no le gustará ver lo que le hicieron a su querida Soție.
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