Eritrea
Bavol me dejó esperando por alguien en el aeropuerto de Prístina, en medio de llantos y súplicas. Me aseguró que no estaba sola; el personal de seguridad de Kavi se mezclaba entre la multitud para asegurar mi seguridad. Además, los agentes policiales y administrativos del aeropuerto estaban colaborando. Las personas pasaban a mi lado sin siquiera preguntarme qué me pasaba. Después de dos horas, una mujer se acercó y me preguntó:
— ¿Eres Jaya?
Exhalé profundamente y asentí. La joven tenía una abundante cabellera azabache y rizada, un aro en la nariz y unos impresionantes ojos color marrón claro.
—Por favor, tenga la amabilidad de seguirme —dijo con gentileza.
Me levanté para seguirla, pero no pude evitar cuestionarla. ¿Cómo podía prestarse para esto? Por el amor de Dios, era una mujer. Una cínica, sin corazón ni humanidad.
—Tenemos que pasar por un riguroso procedimiento —me informó ella —. Entrar a Eritrea no es tan fácil como parece. Primero llegaremos a Egipto; el vuelo solo nos tomará unas tres horas teniendo en cuenta la revisión y todo lo demás. Después tomaremos otro para llegar a Asmara.
— ¡Genial, amo volar! —esperé que captara mi sarcasmo.
—El señor me informó que le teme a los viajes —la joven me brindó una cálida sonrisa y añadió—. Volaremos alrededor de cinco a seis horas en total. No se preocupe, me encargaré de que el viaje sea lo más placentero posible para usted.
"No se preocupe, me encargaré de que el viaje sea lo más placentero para usted". Descarada, bien podría ir al excusado y limpiarse el trasero con esas palabras. ¿Cómo no iba a preocuparme si dentro de unas horas estaría siendo abusada?
—También, le informó que no estamos solas —dijo mirándome por encima de su hombro—. A partir de ahora, guarde silencio. No hable a menos que yo se lo indique.
Pasamos las siguientes horas entregando documentos falsos, y la mujer hablaba en mi nombre cuando me preguntaban algo. Abordamos el primer avión de Prístina a Egipto.
—Relájese, como le dije, yo cuidaré de usted —dijo con voz robótica—. Me informaron que ha estado recuperándose de un malestar de salud. Tengo todo cubierto para que esté bien.
— ¿Cómo se llama? —pregunté, mientras trataba de disipar mis nervios.
—Mi nombre es Ashanti —respondió.
Desde la cabina nos informaron que estábamos a punto de despegar. Mis nervios crecieron cuando el avión comenzó a moverse. Cerré mis ojos y Ashanti tomó mi mano y tarareó una canción en un dialecto extraño. En medio del viaje, le pregunté:
— ¿Desde cuándo conoce al Maestro?
—No somos pareja —se apresuró a contestarme, como si me importara. —Lo estimo mucho, en realidad.
—No contestó mi pregunta —le indiqué.
—El señor Kavi financió mis estudios, no solamente los míos, sino los de las muchachas del orfanato donde crecí —me lanzó una mirada dudosa mientras meditaba sobre si debiera confiarme más información.
—No sabía eso —dije, dudosa de sus palabras.
—No tengo muy claro por qué nos financió, solo sé que fue un ángel enviado del cielo. Moríamos de hambre y de repente nuestra situación comenzó a cambiar. Mi hermana, en agradecimiento, se fue a trabajar con el Maestro; en cambio, yo estudié negocios internacionales y me mudé con su ayuda a Inglaterra porque en Eritrea las cosas no son tan fáciles para nosotras, las mujeres.
— ¿Debo conocer a tu hermana? —indagué.
—A lo mejor —contestó ella—. Mi hermana, al irse a trabajar con el Maestro, cambió su nombre a Annuska, pero antes se llamaba Alika.
Con que me he topado con las hermanas del mal. Dos montañas no pueden juntarse, pero dos personas entrelazadas por Kavi, sí.
Fiel a su palabra, el viaje de Prístina a Egipto no fue tan largo. Llegamos al aeropuerto de El Cairo, donde por primera vez pude ver mujeres envueltas de pies a cabeza. Soy del Caribe, pero esto es el infierno. Ashanti me explicó que aquí el código de vestimenta es muy estricto. No sé de dónde sacó las prendas, pero me entregó una Pashmina y un Hiyab. Después de 45 minutos esperando en la terminal, abordamos otro avión rumbo a Asmara.
Al llegar, noté una variedad de vestimentas muy coloridas. Las mujeres se cubrían la cabeza con un velo y Ashanti me instó a hacer lo mismo. El clima era árido y semidesértico, con altas temperaturas. Me sentí deshidratada al instante. En la salida nos esperaba un hombre de color, que llevaba puesto un Jubah blanco, mostrando nuestros nombres escritos en una hoja. Ashanti hizo las presentaciones, y de inmediato nos subimos a una camioneta de doble cabina, donde noté una pistola en el muslo del conductor y un vehículo que nos seguía de cerca. Durante el trayecto, vi palmeras, casas viejas al estilo europeo y poca gente en la calle. Todo iba bien hasta que Ashanti decidió hacer de guía turística.
—Eritrea está ubicada al sudeste de África. Creada artificialmente por Italia en 1890. Anteriormente, había pertenecido a diferentes reinos y territorios adyacentes. En 1941 pasó a manos de los ingleses y diez años más tarde a Etiopía—dijo—. El país consiguió su independencia en los años 60, aunque fueron los italianos los que dejaron más huella, especialmente a nivel arquitectónico. Los idiomas más comunes son el árabe y el tigriña.
"Qué bien, estúpida. Ahora me invitarás a conocer el lugar mientras espero a mi violador".
— ¿Cómo se ganan la vida las personas de aquí? —pregunté mientras calculaba una vía de escape.
—La economía del país es pobre y no es una región predominante en el turismo, como otros países del continente. La agricultura de subsistencia es el modo de vida de gran parte de la población, además de la minería—contestó Ashanti, tomando mi mano al verme tan pálida y nerviosa, suponiendo que fue debido al viaje.
— ¿Hacia dónde me llevan? —pregunté, la pregunta que me estaba carcomiendo la existencia.
—Eritrea, cuenta con un Museo Nacional, la Mezquita de Asmara, un Cinema Imperio...,
La muy desgraciada se hace como la que no me escuchó. Hasta aquí llegó mi paciencia.
—Mira zorra, te pregunté ¿hacia dónde demonios pretenden llevarme? —resoplé—. Me importa un bledo tus conocimientos turísticos.
Ashanti arrugó la nariz y declaró:
—Tengo que dejarla en el Asmara Palace Hotel—dijo, desafiándome con un brillo perverso en la mirada—. Allí estará el cliente, esperándola.
—Bien, ahora cierra la boca—mascullé, apartando mi mano.
Llegamos al hotel, donde Ashanti me registró.
—Nos volvemos a ver—dijo alguien con voz irónica—. De verdad que, si has cambiado, Annuska ha hecho un buen trabajo.
Me volteé para ver a un hombre con un corte militar, ojos marrones claros y de tez clara. Se notaba que cuidaba de su cuerpo porque tenía cinco veces el grosor de mis brazos. Era alto porque para verlo tuve que inclinar mi cabeza.
— ¿Disculpe, lo conozco? —pregunté con recelo.
—Nos conocemos desde hace tiempo—se acercó más a mí y su mal aliento me produjo malestar—. Yo me encargué de llevarte con el maestro.
— ¿Cómo dijo? —balbuceé.
No puedo recordar su rostro, pero algo en mi interior se estremeció.
—No me recuerdas ahora, ya lo harás más adelante—dijo, luego se dirigió a Ashanti—. Puedes irte, le informaré al Maestro que hiciste un buen trabajo.
Ashanti se despidió acatando la orden de este hombre.
— ¿De dónde me conoce? —pregunté en tono tosco.
Se colocó detrás de mí, dobló uno de mis brazos hacia atrás de mi espalda. Chillé de dolor y con su aliento apestoso, susurró:
—Nos conocimos cuando no eras más que una bola de grasa, toda llorona, fea y apestosa—lamió mi mejilla, dejando un rastro de baba en mi cara—. Te salvé de que los guardias te tiraran al mar.
Una rabia mezclada con impotencia provocó un estremecimiento en mi interior que me impulsó a liberarme de esta escoria. Lo ataqué en medio del lobby del hotel. Total, nadie acudió en mi auxilio cuando este me retorció el brazo.
—Mal nacido—grité mientras trataba de rasguñarle el rostro—. Maldita rata asquerosa.
Cuando intentó tomarme de las manos, tomé la campanilla y se la estampé en la frente con el grito de sorpresa de las recepcionistas. Solo escuché su bramido. En ese instante decidí que tenía que huir de este hotel. Corrí como alma que busca al diablo, lancé el velo que Ashanti me ordenó que no me quitara.
Escuché mientras corría a algunas personas gritar sorprendidas al verme sin el dichoso velo. Sentía que se me quemaban los pulmones y las piernas se me aflojaban por el esfuerzo. Las lágrimas empañaban mi visión, de un manotazo las aparté. Después tendría tiempo para eso. Crucé una calle donde un grupo de mujeres guiaban a unos camellos cargados de heno y leña.
Ellas me miraron como si tuviera lepra. Mi mente trabajaba al límite y no sabía hacia dónde correr ni dónde ocultarme. Les balbuceé en alemán e inglés, preguntando dónde podía encontrar una comisaría. En mi desesperación, les supliqué en español mientras hacía ademanes con mis manos buscando un lugar donde hubiera policías. Ellas comenzaron a hablar en ese dialecto del demonio.
Los nervios me estaban consumiendo, entonces unos brazos me capturaron. Comencé a patalear y gritar como loca. Unos hombres que estaban en el otro extremo de la calle intentaron ayudarme, pero mi captor les habló en su idioma y eso bastó para que no intervinieran. Es más, comenzaron a aplaudirnos y despedirse con una sonrisa.
—Lo pagarás muy caro, puta—apretó más fuerte mis brazos—. Más vale que te calmes.
— ¡Te odio! —Grité sin dejar de patalear— ¡Me oyes, te odio!
Me dio la vuelta y me aproximó con brusquedad a su pecho.
—Te cortaré ese lindo cuello que tienes si no dejas de gritar—susurró cerca de mi oído. Sus dedos excavaban en mis brazos con dolor—, ya tienes la marca por donde debo cortar.
Me agarró por el brazo y, como una marioneta, dejé que me llevara de vuelta al hotel. La recepcionista le dio las llaves y arrastras, me llevó hasta la puerta de la habitación.
— ¿Cómo te llamas? —pregunté antes de que abriera la puerta.
—Ahora te interesa saber mi nombre, zorra—respondió con sorna.
—En realidad me interesa un rábano —contesté con sequedad.
—Entonces, ¿para qué preguntas? —curioseó, zarandeándome.
—Para cuando te asesine—le di una mirada llena de odio—. Voy a escribir tu nombre en la pared con tu sangre.
Perdí la voz cuando me abofeteó, abrió la puerta y me empujó adentro. Me volteé con la intención de pelear si fuera necesario.
—Mi nombre es Dragan, veo que tienes una lengua muy larga y venenosa. ¿Por qué no la empleamos en algo más placentero? —dijo con soberbia.
—Si lo intentas te lo arrancaré de un mordisco —dije preparándome para pelear.
—Genial, amo cuando una chica usa sus dientes —asintió con una sonrisa que no le llegaba a los ojos.
Un escalofrío me hizo temblar. Intenté correr hacia la puerta, pero él la bloqueó con una mano. Entonces me percaté de la puerta del baño, entré y cerré con seguro.
—Te equivocas si crees que una estúpida puerta me detendrá —dijo pateando la puerta—. Colocaré la ropa que deseo que uses en el piso, saldremos a tomar algo primero antes de romper el colchón con tu cuerpo.
Me senté en el inodoro, amortiguando mis gritos con mi puño. No moví un solo músculo de mi cuerpo durante un buen rato. Dragan le dio varios golpes a la puerta, gritándome que tenía que vestirme. Pensé que encerrada en este lugar tenía pocas probabilidades de conseguir ayuda, ya que el baño carecía de ventanas para escapar.
Si salía con Dragan de la habitación, donde hubiera turistas, podría pedir ayuda. Abrí la puerta y tomé la ropa. Era un vestido de algodón, microelástico, de color rojo con estampados dorados. De escote redondo, mangas largas y cubría hasta mis rodillas. Salí del baño y escuché los silbidos de aprobación de Dragan. Intentó tomarme de la mano, pero lo alejé de un manotazo. Solo sonrió y prometió que disfrutaría al someterme cuando regresáramos.
Llegamos al Green Pub, un típico pub irlandés con espectáculos en vivo, que ofrecía abundante comida y bebidas irlandesas. Me llevó hasta la barra y pidió dos cervezas.
—Eritrea es un gran país donde se bebe cerveza, y la cerveza de aquí es definitivamente buena. ¿No la probarás? —me preguntó como si fuéramos amigos de toda la vida.
—No siento deseos de tomar nada que provenga de ti —dije mirándolo con inquina.
—Sabías que aquí la prostitución es legal —me quedé fría y sin aliento.
Tomé un poco de cerveza mientras me dedicaba a ignorarlo. Para mi desgracia, no había muchas personas y las pocas que había estaban muy dispersas para poder pedirles ayuda. El barman le pasó una cerveza a Dragan, cortesía de la casa. Luego le dio otra más que aceptó con gusto. Me invitó a bailar y me negué. Entonces, bailó con una joven que no tendría más de 19 años y la manoseó a sus anchas. Dragan nunca me perdió de vista, para mi desgracia. Incluso, cuando le hice entender que quería ir al baño, se negó a que fuera sola.
En un momento, Dragan intentó obligarme a bailar con él. Se me retorcieron los intestinos, pero me mantuve en mi silla. Al ver mi negativa, volvió a bailar con la joven. Al finalizar la canción, el barman le brindó una cerveza más, cortesía de la casa.
Mi corazón cayó al piso cuando me tomó del brazo y me susurró que era hora de irnos a la habitación. No quería, así que me arrastró como si fuera una cría en plena rabieta hasta perdí un zapato en el trayecto. Al entrar a la habitación, me apresuré y me encerré en el baño, pero Dragan tiró la puerta de una patada. Me sacó por los cabellos y me tiró sobre la cama.
—Quítate la ropa —dijo pasándose la lengua por los labios—. Deseo verte.
— Púdrete —grité.
— ¡Te dije que te quitaras la ropa! —Replicó molesto— Si no deseas que te rompa la cara en el proceso.
Ideé un plan sobre la marcha, con el corazón retumbando dentro de mi pecho como tambores de guerra. Me quedaría en ropa interior y, cuando estuviese cerca, le daría una patada en su punto débil. Me senté en la cama y crucé las piernas, preparándome para actuar con la fuerza de mi desesperación.
— Sí que eres hermosa —dijo Dragan mirando mi cuerpo con lascivia. Cerró los ojos y agitó la cabeza como si estuviera mareado—. Quiero tocarte por todas partes.
—No dejaré que me pongas un dedo encima —susurré, relajando mis músculos.
—Cállate —balbuceó Dragan—. Es hora de ponerte a trabajar.
A Dragan le costaba hablar y su mirada se tornó desenfocada. Tocaron a la puerta y Dragan, después de unos segundos, ordenó que entraran. No terminó bien de hablar cuando se desplomó en el piso.
—Vaya, parece que empezaron la fiesta sin mí.
Esa voz...
Nunca en mi vida había sentido tanta alegría por volver a ver a alguien. Subí sobre el colchón y me lancé a sus brazos. Con mis brazos y piernas lo envolví mientras escondía mi cara en su cuello, inhalando su olor. Román me devolvió el gesto apretándome más fuerte.
—Creo que se murió —dije con desprecio—. El malnacido quería que me acostara con él.
—Eso es practicar la necrofilia, Lica —dijo Román en tono burlón.
Levanté la cabeza y lo miré entrecerrando los ojos por su mal chiste. En un arrebato bastante infantil, le mordí el cuello. Lo escuché quejarse.
—Desde que nos conocimos he sospechado que deseas echarme el diente, Lica —acarició mi pelo y sin desearlo me arqueé como una gata—. Pero para tu pesar, Pisică, debemos de ponernos a trabajar.
— ¿Qué dijiste? —pregunté, apartándome un poco.
—Esa rata —señaló con el mentón a Dragan—. Solo está dormido.
— ¿Cómo puedes estar tan seguro? —pregunté escéptica, mirando a Dragan.
—Las cervezas cortesía de la casa, ¿no te dicen nada? —respondió con una mueca.
Al escuchar su confesión, dejé escapar un jadeo de sorpresa. Entonces, Román se aprovechó para saborear mis labios con malicia. Acarició mis caderas y colocó su mano sobre mi cabeza para profundizar nuestro beso. Empecé a respirar con dificultad contra su boca, debatiéndome entre lo que debería hacer o no. Entonces, decidí escuchar la parte racional de mi mente y rompí el beso, mirándolo con perplejidad.
—Ver tus labios hinchados y sentir tu respiración fatigosa, siendo yo el causante, es lo más hermoso que veré hoy —dijo con orgullo.
Le mostré el dedo medio en cuanto lo escuché y eso le quitó la linda sonrisa de la cara. Román se acercó para rozar su nariz con la mía. Mis terminaciones nerviosas se activaron de repente. Algo malo tiene que estar pasándome en la cabeza.
— ¿Y qué haremos? —pregunté mientras trataba de despejar la bruma en mi cabeza.
—Súbete a la cama —mandó— y haz todo lo que te diga.
Un sofoco se apoderó de mí. ¿Qué pretendía hacer, Román? Me separé de su cuerpo y caminé hacia la cama, una sonora y dolorosa cachetada impactó en mi trasero izquierdo, chillé y le lancé una mirada de reprobación.
— ¿Para qué quieres que haga eso? —pregunté mientras me subía.
—Y esa desconfianza —se quejó—. Bien pudiera irme y dejarte a merced de este tipo.
— ¡Está bien, está bien! —comenté girando los ojos— ¿Ahora qué hago?
—Ponte a cuatro patas e impúlsate hacia delante —me indicó con una sonrisa extraña que elevó los vellos de mi piel.
— ¡Estás loco! —exclamé recelosa.
—Claro que lo estoy —dijo, dándome una sonrisa ladina—. Venir a un país olvidado por Dios para ayudarte... ¿No crees que es de locos?
Román se levantó la camisa y mis desgraciados ojos se quedaron fijos en esa parte de su anatomía. Me miró y sonrió con malicia al pillarme. Resoplé y una carcajada resonó en la habitación. Llevaba un pequeño y ligero estuche pegado al pecho con cinta adhesiva. Con cuidado se lo desprendió, lo abrió y vi un juego de jeringas y recipientes llenos de sustancias extrañas.
— ¿Qué piensas hacer? —pregunté con curiosidad.
— ¿Por qué no estás haciendo lo que te mandé? —se quejó mirándome de soslayo.
— ¿Vas a matarlo? —obvié su queja.
— ¿Te importaría? —Negué con la cabeza—. Pues para qué la preocupación.
— ¿Qué contiene esos frascos? —curioseé, clavando mis ojos en los frascos como si así supiese qué contienen.
Román resopló y masculló algo en otro idioma.
—A tu querido amor le brindé varios tragos de cerveza mezclados con Ketamina, que es una droga que utilizan, entre otras cosas, como sedante para caballos.
— ¿Y por cuánto estará así? —indagué.
Román me miró y sus labios se elevaron en una sonrisa macabra antes de encogerse de hombros.
—Hasta que le des un beso de amor—bufó— Y rompas el hechizo.
Fue mi turno de resoplar, iba a decirle que se fuera al demonio cuando colocó su dedo índice sobre mis labios, bizqueé, y ese leve contacto hizo que mis entrañas se agitaran. Colocó el juego de jeringas sobre la mesa, subió a la cama para posicionarse detrás de mí. Mi corazón comenzó a chocar contra mi pecho, pero cuando puso su mano sobre mi espalda e intentó que me pusiera en cuatro, una alarma se encendió en mi cuerpo.
Román pudo sentir que mi cuerpo se puso tenso y dijo:
—No soy un violador, Lica, así que descuida —dijo Román, y aunque aún sentía desconfianza, coloqué mis manos sobre el colchón—. Solo quiero que te impulses y choques el espaldar contra la pared. Confía en mí.
Hice lo que me pidió, aunque no entendía para qué quería que lo hiciera. Después de chocar el cabecero tres veces, Román me propinó una cachetada en el trasero que me hizo chillar.
—Muévete con más pasión, Lica —se quejó—. Piensa que estás montando un potro salvaje que cabalga a través de las llamas del infierno.
Giré la cabeza para fulminarlo con la mirada.
—Dame un grito sexy, Lica —susurró con voz ronca.
Negué y me quedé quieta.
—Es necesario, si deseas que salgamos aquí con vida —dijo en tono conciliador.
Jadeé cuando se restregó contra mis nalgas, y sentí cómo se me subían los colores a la cabeza. ¿Por qué rayos estaba haciendo eso?
—No te pases de listo, infeliz —murmuré, sintiendo calambres en el vientre.
Me dio otra nalgada, me mordí los labios para no gritar. Me ardía el trasero y me entraron unas ganas enormes de voltearme para arrancarle la cabeza.
—Vamos, Lica —apremió—. Esto lo hago por nosotros.
Respiré profundo y, con vergüenza, di un grito.
—¡A eso llamas un grito sexy! —Román se rió por lo bajo—. Una gata sin lengua lo haría mucho mejor que tú.
Lo miré por encima del hombro.
—Déjame descargar algunos gritos sexis de una aplicación—dijo, dejando escapar una risa malvada.
—Pues hazlo tú—digo cabreada— ¿Por qué no me ayudas?
Me arrepentí en el instante en que los ojos de Román se oscurecieron y se relamió los labios.
—No sabes lo que me estás pidiendo... —susurró Román en tono ronco y excitado—. Pero, si insistes.
Me tomó por la cintura y chocó su cadera con la mía con fuerza, provocando que el cabecero impactara contra la pared. Gemí en voz alta por la impresión, sintiendo cómo me humedecía en ciertas partes de mi cuerpo. Sentí mucha vergüenza por no poder controlar las reacciones de mi cuerpo.
Luego, tomó mi cabello y lo haló mientras volvía a remeter. Intenté cerrar con fuerza los muslos debido a la cálida presión que se alojaba allí abajo. Román se sentó sobre sus rodillas, me tomó por las caderas para que mi trasero descansara sobre su abultado amigo. El corazón me bombeaba con tanta desesperación que sus latidos hacían eco entre nosotros. Después, hundió su rostro en mi cuello, repartiendo besos sobre este. Se me escaparon algunos gemidos y puse mis manos en sus antebrazos intentando alejarlo de mí, aunque lo hacía solo en mi imaginación porque en realidad estaba haciendo otra cosa.
— ¿Te gusta? —preguntó con voz ronca.
Estuve a punto de decirle que sí. No podía comprender qué fuerza perversa me empujaba a querer continuar. Por Dios, soy una mujer casada. Román giró mi rostro para apresar mi labio inferior entre sus dientes. Intenté girar mi cabeza, teniendo una lucha interna entre lo que deseaba mi cuerpo y lo que me dictaba mi pudor.
Román agarró mi barbilla con firmeza, deslizó su lengua entre mis labios y luego me besó como si yo fuera de su propiedad. Sus labios eran los mejores que jamás había besado, su barba picaba un poco, pero esa pequeña fricción me estaba enloqueciendo. Nuestro beso se hizo cada vez más salvaje, y una desesperación inigualable me barrió por dentro cuando Román colocó sus crueles manos sobre mi pecho. Aunque mi cuerpo se encontraba en llamas, mi mente me atormentaba. Terminamos nuestro beso, y nuestros ojos se conectaron, llenos de algo más.
—Creo que con esto será suficiente —dijo sobre mi boca húmeda.
Mi cuerpo se encontraba perdido en una neblina de lujuria cuando, sin más, Román me apartó de su regazo. Casi me caí de boca si no me hubiera sujetado de las sábanas. Me coloqué el vestido como pude, maldiciéndolo en silencio. Román tomó las jeringas y le inyectó a Dragan una de esas sustancias. Revisó sus signos vitales, y cuando comprobó que no lo había matado, caminó hasta la puerta, la abrió para mirar si no había nadie en el pasillo.
— ¿Qué haremos ahora, Román? —pregunté, y no sabía por qué le hablaba si aún estaba molesta con él.
—Vamos a dar una vuelta —esbozó una sonrisa genuina—. Vamos a descubrir qué sorpresa se esconde debajo de este desierto.
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