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Guatemala, 26 de diciembre de 1944

Tuve la fortuna de tener un día ligero en el trabajo. La noche anterior nos habíamos quedado hasta bien entrada la noche festejando entre los vecinos. El primero en irse fue Carlos, ya que las tres pequeñas estaban quedándose dormidas de pie, y luego las señoras más viejas, hasta que solo quedamos nosotras tres guardando las cosas dentro de la casa otra vez y lavando los platos. Por suerte, López me dejó ir antes al ver que no había clientes y las ojeras en mis ojos eran más profundas de lo normal.

Lucinda se había ido con Miriam, por lo que la casa estaba vacía cuando llegué. Encontré dos cartas debajo de la puerta: una del ejército de los Estados Unidos y otra que firmaba como Vincent, pero no era su caligrafía. El corazón se me aceleró. Era mucho más de lo que había recibido en un mes. Dejé caer el bolso al lado de la puerta y la cerré de una patada.

"25 de noviembre de 1944

Querida Ari:

No tengo fuerza para escribir por mí mismo, por lo que Harold lo está haciendo por mí. Me dispararon, mi amor, y sé en el fondo de mi corazón que no saldré de esta. Lo siento, lo siento muchísimo por no poder cumplir todas las promesas que te hice, la vida que dije que pasaría junto a ti.

Dos días atrás encontramos un campo de concentración aquí en Alascia y liberamos a los pocos prisioneros que quedaban. Los presos que vimos en la fiesta no eran anda comparados con los esqueletos andantes que vimos. Tal vez no moriré como un héroe como la mayoría de mis compañeros que quieren morir en batalla, ya que un pueblerino me disparó desde un edificio y me dio en un pulmón, pero sé que estarás orgullosa de mí al saber que salvé a tantas personas como te prometí.

Te amo. Te amo más que nada en el mundo. Tú me salvaste y no tuviste miedo de lo que era a pesar de los secretos que te guardé. No dudaste en seguirme hasta el fin del mundo, y el amor que hay en mi pecho por ti no puede ser expresado en palabras.

La vida seguirá siendo eternamente joven, como lo es tu alma pura y tus hermosos ojos. El tiempo pasará y las heridas cicatrizarán y aprenderás a volver a amar. Sé que no me olvidarás, sé que una parte de tu corazón morirá conmigo, y una parte de mí vivirá eternamente contigo.

Perdón. Perdón por no estar ahí, por no haberte besado una última vez, por no abrazarte de nuevo. Me iré con esa culpa, pero tú no tienes que preocuparte de nada, porque mi corazón es tuyo, completamente tuyo.

Espero que sepas perdonarme una vez más. Siempre estaré a tu lado. Siempre estaré cuidándote.

Eternamente tuyo, Vincent"

"28 de noviembre de 1944

Estimada señorita Ramos:

Nos entristece informarle que el soldado Vincent Lowell ha fallecido en batalla durante la liberación del campo de concentración Netzweiler-Struthof en Alasia, Francia, el día 25 de noviembre de 1944. Es un orgullo para nosotros que el soldado haya servido para nuestras fuerzas. El señor Lowell fue enterrado por sus compañeros en suelo francés ante la imposibilidad de devolver sus restos a casa.

Adjuntos en esta carta le enviamos un cheque por diez mil dólares, que es la póliza de seguro del soldado y usted fue la persona elegida por el señor Lowell para recibirlo.

Nuestras más profundas condolencias,

el ejército de los Estados Unidos de América"

°°°°°

Lucinda me encontró sentada en el suelo de la cocina horas, días, eones después. Estoy segura de que ella me hablaba, pero no podía oír sus palabras. No podía escuchar otra cosa que la sangre corriendo por mis oídos. Miraba e intentaba leer una y otra vez las cartas frente a mí, pero las palabras no eran más que letras inconexas en el papel. No era real. Nada era real.

Lucinda tomó mi rostro entre sus manos mientras me sacudía y me obligó a mirarla.

—¿Qué es lo que sucede? —me exigió.

Abrí la boca para decir algo, pero en su lugar salió un sonido del fondo de mi garganta.

Rompí en lágrimas.

Hundí la cabeza entre las rodillas y lloré como nunca en mi vida, hasta que la garganta me quemaba como el maldito infierno y sentía que la cabeza me estaba por explotar. Una mano trató de tocarme, pero la aparté de un manotazo.

Me convertí en un huracán. Arrasé contra todo a mi paso. Tiré sillas, platos, portarretratos. Él lo sabía, Vincent sabía que iba a morir y me dejó en este maldito agujero pudriéndome la cabeza con la esperanza de que alguna vez iba a regresar, con un anillo que se sentía como una soga en el cuello ahora que no estaba. Todo era demasiado injusto. Ni siquiera tuvieron la decencia de mandarme un oficial para decirme la noticia, sólo una maldita carta y un cheque que podían quemarlo. No quería su estúpido dinero, lo quería a él. Ni siquiera tenía su maldito cuerpo, ¿cómo podía yo saber que era verdad si no podía ver su rostro por una puta última vez? Estaba enterrado desde hacía un mes en una tierra extraña lejos de casa lejos de mí...

Lucinda me abrazó por la espalda. Me retorcí para quitármela, pero su agarre era fuerte como el acero. Cedí cuando me di cuenta que era inútil seguir peleando y me dejé caer en el suelo al lado de los vidrios rotos.

No podía dejar de llorar. Me rasguñé el pecho para abrirlo por la mitad y llenarlo con algo, lo que sea, cualquier cosa para que esa incómoda sensación de vacío se fuera.

Paré de llorar una hora más tarde. Lucinda hizo la cena y me insistió en que comiera algo, pero no podía. Ni siquiera tenía fuerzas para levantar el tenedor.

Leí las cartas una y otra vez con la esperanza de que se tratara de un malentendido, pero el cheque era real. El testamento, en el cual me dejaba todo incluido el departamento, era real.

No quería nada de eso, lo quería a él. Ver su rostro, solamente una vez más. Enterrarlo por mi propia cuenta, donde pertenecía, junto a mí, no en una tumba sin nombre en el medio de la nada donde nadie sería capaz de recordarlo.

Lucinda se quedó junto a mí toda la noche, en silencio. No me ofreció sus condolencias ni intentó abrazarme, sólo se quedó ahí, en el sillón, hasta que a mitad de la noche cayó dormida.

Jugué con el anillo hasta que me saqué varias capas de piel. La vez en la que me pidió matrimonio estaba grabada a fuego en mi mente y mi cuerpo. Aquella noche todo había parecido tan fácil a pesar de los inminentes peligros en los que nos embarcaríamos al día siguiente... ¿Cómo habíamos llegado a esto? No hacía mucho tiempo habíamos estado planeado un futuro, ¿qué se suponía que debía hacer ahora con todos esos sueños? ¿Qué tenía que hacer con el anillo?

Cuando casi estaba amaneciendo y mi mente no podía pensar con claridad, comencé a asustarme. No estaba segura de qué tono era el azul de sus ojos, y no podía recordar cuál era el sonido de su risa. Sólo habían pasado tres meses. ¿Qué pasaría al cabo de tres años? ¿Podría recordar su nombre? ¿La calidez de su mano contra la mía? ¿La curva de sus hombros y su sonrisa?

Vincent estaba en lo cierto. Cuando él murió, una parte de mí también murió con él. Y no estaba segura de que el tiempo siguiera su curso después de este día.

°°°°°

Le organicé un funeral con un ataúd vacío porque no podía soportar la idea de que su nombre no quedaría grabado en ninguna piedra y al cabo de unos años el mundo olvidaría al hombre más fuerte y dulce. Y el que me había amado más que nada en el mundo, y al que yo amaría hasta el final de mis días.

Miriam, Carlos, Lucinda, Julián y otros amigos suyos asistieron. El sol brillante parecía burlarse de mi estado de ánimo. Nadie tenía derecho a estar feliz ahora que la luz de mi mundo se había apagado.

La ceremonia fue simple y no tuve lágrimas para llorar. Nadie lo hizo tampoco. Sólo nos quedamos ahí parados en silencio, mirando el ataúd bajando sin poder creérnoslo de todo.

Lucinda fue la que les explicó a los demás que el barco había naufragado cuando estaba regresando al país luego de haber pasado una temporada en Estados Unidos para visitar a su madre enferma. Nadie supo qué fue del barco, y la compañía náutica tenía la teoría de que había explotado en una caldera, por lo que los dieron a todos por muertos. Nadie cuestionó su mentira.

Al final de la ceremonia cuando todos estaban yéndose, Julián se me acercó:

—Vince no paraba de hablar de lo increíble que eras —dijo con la mirada puesta en la lápida y el montículo de tierra. "Vincent Lowell 12/4/1920—25/11/1944. Amado por todos"— y de que no sabía que podría haber hecho sin ti en estos años. Dijo... dijo que nunca había dejado que nadie se acercara tanto, pero contigo todo era diferente. Y quería intentarlo contigo. —Hizo silencio por un momento—. De verdad te amaba.

—Lo sé.

—Y creo que querría que siguieras adelante.

—Lo sé. Ahora no puedo pensar en eso.

Julián parecía querer decir algo más, pero me dio una palmada en el hombro y se fue con los demás muchachos.

Me quedé frente a esa lapida sin sentido y la tierra vacía bajo mis pies hasta que el sol desapareció en el horizonte.

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