V (tercera parte)

Me dejaron dormitar gran parte del viaje, comiendo galletitas saladas en los intervalos que hacíamos cada tanto para orinar o dejar a alguno de los hombres en un campamento. Al final, cuando llegamos al puerto de Le Rochelle, sólo quedábamos Gavin y yo.

Nos despedimos con un fuerte abrazo, sin la promesa de volver a vernos, mientras que cada uno se embarcaba un barco diferente.

Tuve la suerte de que El Santa Rita fuera directamente a Guatemala, sin escalas. El simple hecho de pensar en volver a subir a un avión me volvía loca.

Salimos el siete de octubre y el viaje en alta mar duró otro largo mes y medio. Tuve la suerte de compartir camarote con otra mujer, siendo nosotras las únicas en todo el barco. Su nombre era Bianca y debía tener unos treinta y tantos años, no estaba muy segura ya que a ella no le gustaba hablar demasiado. Aun así, pude notar un anillo de compromiso en su mano izquierda y su postura cansada cuando creía que nadie la veía. Incluso algunas noches la oí sollozar en el catre superior, pero no hice nada para consolarla, de la misma forma que ella me dejó en paz cuando la soledad de la cama me golpeaba de repente.

Tuve mucho tiempo para pensar durante el viaje. Sobre todo, en cómo demonios me las iba a arreglar para excusar la repentina desaparición de Vincent. «Infeliz» solía pensar «Siempre dejándome los trapos sucios». Pensé en decirle la verdad a Miriam, pero era probable que le diera un paro cardíaco, y todos los problemas que eso llevaría.... ¿Y cómo conseguiría trabajo ahora? Todavía tenía que mantener un apartamento por mi cuenta y dudaba que Mercedes volviera a contratarme luego de las barbaridades que le había dicho; ¿me llegaría algún tipo de pensión de parte del gobierno estadounidense? Lo dudaba mucho.

Terminé decidiéndome por decirle a Miriam que la madre de Vincent estaba enferma y que él decidió quedarse un tiempo más en Estados Unidos para acompañar a su familia, y que regresaría tan pronto como ella mejorara. Si preguntaba por qué no me había quedado, le diría que la casa era pequeña, y no había lugar para mí, además de que no terminaba de caerle bien a su familia.

Esa afirmación me golpeó como un balde de agua fría. «¿Será verdad?» pensé «¿Cómo serán los padres de Vincent?» Estarían orgullosos de él a pesar de todo, de eso estaba segura. ¿Pero cómo les caería yo a mis futuros suegros? ¿Me aceptarían en su familia? Tal vez algún día, luego de hablar con Vincent, él tendría la fuerza de decirle la verdad a sus padres...

Desembarqué en Puerto Barrio la tarde del cuatro de noviembre y llegué casa al día siguiente. No me molesté en avisarle a nadie sobre mi llagada. Estaba tan cansada que lo único que quería hacer era llegar al apartamento y dormir una eternidad.

Fue extraño llegar a casa luego de pasar tres meses en el exterior. Las cartas se juntaban como un tapete debajo de la puerta, todos avisos de las deudas que teníamos; nada de Vincent, nada de Lucinda. El polvo había empezado a acumularse sobre los muebles y los platos, que nunca había llegado a guardar por nuestra apresurada salida, seguían sobre la encimera de la cocina. Había olor a humedad, pero no me molesté en abrir las ventanas; tan sólo dejé la maleta sobre la mesa, junto a unos cuantos papeles desordenados, me deshice de la última ropa limpia que llevaba puesta, me puse una de las camisas de Vince y me acosté a dormir.

°°°°°

Desperté al mediodía del día siguiente. Me costó convencerme de que la presión en el pecho era innecesaria, que estaba a salvo en casa. Tanteé el lugar a mi derecha, buscando el cuerpo caliente y el origen del olor a colonia, pero pronto recordé que era producto de la camisa que llevaba puesta. Traté de no pensar demasiado en ello.

Me dediqué toda la tarde a hacer la limpieza con tal de mantener las manos ocupadas, y más tarde hice las compras con los ahorros que teníamos en un calcetín debajo de la cama. Busqué minuciosamente los micrófonos espías que Vincent había insinuado que teníamos, pero no encontré nada. Sin embargo, hallé un pequeño agujero que antes no estaba en una esquina del techo.

Cuando se hizo de noche y sentía que los brazos se me iban a desprender del cuerpo, me di cuenta que no podía soportar más el silencio por debajo del disco de vinilo, y no podría prolongarlo mucho más, por lo que tomé mi bolso y fui hasta la casa de Miriam. Ella casi se larga a llorar cuando toqué el timbre de mi antigua casa. Me abrazó con fuerza y yo la sostuve de igual manera, agradecida de ver un rostro amoroso y conocido por fin.

Me obligó a quedarme a comer y no se lo discutí. Me bombardeó con preguntas mientras la ayudaba a preparar la cena ("¿A dónde fueron?" "¡Estados Unidos! No me digas que se casaron en secreto." "Oh, menos mal. ¿Dónde está Vincent?" "¿Su familia te trató bien?") a las que respondía con detalles perezosos que se me iban ocurriendo en el momento. Cuando nos sentamos en la mesa, me preguntó si sabía la buena nueva.

-Sacaron a Ubico del poder, querida. ¿Te lo puedes creer? El veinte de octubre fue una locura. Si tan sólo hubieras visto las marchas y a la gente... Se abrazaban y lloraban. Yo todavía no me lo puedo creer.

Tardé unos momentos en darme cuenta de la magnitud de la noticia. Eso explicaba la ligereza del ambiente cuando salí a la calle, y por qué casi no había visto soldados estadounidenses en el puerto.

Nos quedamos charlando hasta pasada la medianoche sobre todo y nada, principalmente de los chismes de los vecinos ya que cada vez que la conversación se dirigía hacia mí cambiaba el rumbo rápidamente. Luego del tercer bostezo le pregunté tímidamente si me podía quedar a dormir. Miriam debió haber visto la desesperación en mi rostro porque me dio una sonrisa maternal y me dijo que me quedara todo el tiempo que quisiera.

Y así fue durante quince largos días. Todas las mañanas me levantaba decidida a volver al departamento, pero, cuando llegaba la hora de acostarse, volvía como una cobarde con Miriam para no luchar contra la soledad. Ella no hacía preguntas de por qué no había llamadas telefónicas, o por qué no borraba esa expresión de angustia constante, aunque sabía que se moría por preguntarme.

No me sentía con fuerzas de salir a buscar trabajo y lamerles las suelas a mis futuros jefes, que me mirarían de arriba abajo con una ceja levantada como diciendo "¿En serio crees que puedes trabajar? Vete a lavar los platos", así que le escribía cartas para Vincent para pasar el tiempo. Tardaba toda la tarde en poder llegar dos hojas que no fueran un constante "te extraño" o "te odio" o "vuelve pronto, por favor". Ponía todo mi esfuerzo en no sonar demasiado desesperada, pero era difícil.

Tres días luego de mi regreso descubrí una carta había llegado al departamento. Ver la caligrafía de Vincent sobre el papel fue como volver a respirar. La información era muy pobre: estaban a medio camino de Italia, donde estaban planeando algún tipo de ataque. Me dijo que no me preocupara, que todo estaba bien y Harold estaba con él, y que, sobre todo, me extrañaba como mil demonios. No dijo cuándo regresaría, pero lo prefería a estar aferrada a esperanzas inútiles. La leí al menos tres veces durante el día, incapaz de creer la pesadilla que estaba viviendo.

Hasta que, al fin, algo bueno pasó.

Era temprano en una mañana nublada mientras estaba haciendo el desayuno antes de que Miriam se fuera al trabajo cuando golpearon la puerta. Nos miramos, confundidas, ya que era extraño recibir visitas a las nueve de la mañana, pero me ceñí la bata y le dije que yo iría, con la secreta esperanza de que fuera el cartero; a veces se confundían y me enviaban paquetes a mi vieja dirección, pero dudaba que Vincent mandara algo si no era al apartamento...

Al abrir la puerta, en cambio, me encontré los ojos más negros que un pozo y la sonrisa más brillante que alguna vez había visto.

-¿Aquí vive la persona más maravillosa del mundo y el amor de mi vida? -preguntó Lucinda con tono risueño.

Grité. Grité como una niña de trece años y me lancé a sus brazos, llorando. Mi mejor amiga dejó su única maleta en el suelo y me abrazó con una fuerza asfixiante, llorando y riendo en mi oído.

-¿Qué sucede aquí? -Miriam se acercó y tan pronto vio el rostro de Lucinda también gritó y me apartó para poder abrazarla. Ella tuvo que agacharse un poco para quedar a su altura.

Miriam tomó la maleta y nos instó para entrar a la casa y dejar de hacer un espectáculo para los vecinos.

-Te odio por no pasar a buscarme a la estación -Lucinda me empujó el hombro con el puño con una sonrisa. Su acento español estaba oxidado y se le escapaba la tonada cantada del italiano Tomó asiento a mi lado y se limpió las lágrimas con la manga del abrigo-. No pude encontrar tu casa y me costó mucho ubicarme hasta aquí.

-Yo... lo siento. -Le tomé la mano y entrelacé nuestros dedos. Tenía la piel helada y su muñeca debajo del puño parecía tan frágil...-. Tengo miles de cosas en la cabeza. Olvidé que día era.

-¡Mira la hora! -exclamó Miriam-. El patrón me matará. -Tomó el abrigo del perchero y le dio un beso en la frente a Lucinda-. Te quedarás a cenar, y no es pregunta.

Ella sonrió y se sorbió la nariz. Aún tenía los ojos húmedos.

-Jamás te negaría una comida.

Cuando Miriam cerró la puerta tras ella, Lucinda me examinó de arriba abajo con el ceño fruncido.

-¿Por qué estás en pijama? Y, por cierto, ¿Dónde está Vincent? Tengo muchas ganas de conocerlo.

Cerré los ojos unos momentos y le apreté la mano con más fuerza. Abrí la boca para contarle la historia que tenía ensayada, pero cambié de opinión en el último momento:

-¿Quieres café? Es una larga historia.

-Dios, sí -suspiró-. Quién sabe cuándo fue la última vez que no tomé algo que no pareciera agua sucia. Pero... eh... ¿no te importaría si tomo un baño? -Se tomó la camisa negra con los dedos como pinzas-. Estoy hecha un asco.

Suspiré aliviada.

-Por supuesto. Ya sabes dónde está el baño. ¿Necesitas ropa?

Se mordió el labio y asintió.

Arriba del inodoro le dejé la única la camisa y el pantalón que todavía tenía guardado aquí junto una toalla. Mientras escuchaba el agua de la ducha correr, puse el agua a calentar y me apoyé en la encimera con el corazón latiéndome a mil. Todo parecía irreal, como si estuviera viendo mi vida a través de los ojos de otra persona o dentro en un sueño. Temía despertarme de repente en una camioneta llena de Aliados disfrazados de nazis o en la casa de Giselle.

Dejé las tazas humeantes en la mesa en el momento en el que Lucinda salía del baño con el negro cabello húmedo cayéndole por los hombros y la lluvia comenzaba a repiquetear contra la ventana. Ella mantenía una mano en la cadera, sobre el borde de los pantalones sueltos; se sentó rápidamente cuando me vio observándola y puso las manos alrededor de la taza.

La observé unos momentos más. Ahora, despejada de la suciedad, la notaba pálida, y había profundas sombras debajo de sus ojos que le daban un aire a un muerto andante. Sus pómulos eran como picos por tenerlas mejillas chupadas. No quería imaginar cómo debía estar debajo de la ropa.

-¿Y bien? -preguntó mientras partía el pan en la canasta y le daba una mordida-. ¿Qué hacías caminando por el infierno?

Tomé un profundo suspiro y le conté todo. Ella me escuchaba en silencio, a excepción de cuando tenía que preguntarme algo para seguirme el hilo. No me guardé nada, ni siquiera el ataque de Himmler o el encuentro en el barco; ese fue el único momento en el que Lucinda paró de comer.

-Yo... -comenzó Lucinda con los ojos abiertos como platos-. Estás completamente loca. Demente. ¿Qué pensabas...? ¿Cómo pudiste...? -Ella sacudió la cabeza y se masajeó la frente con los extremos de sus labios curvándose-. Eres increíble.

Sonreí a pesar de todo.

-Gracias, supongo.

Lucinda suspiró y miró fijamente su taza vacía.

-¿Puedo preguntarte unas cosas? -continuó, tamborileando los dedos por encima de la mesa.

-Claro.

-¿Qué sabes sobre Vincent hasta antes de conocerlo?

Lo pensé unos momentos.

-No demasiado. Me dijo que siempre había querido ser profesor y que su padre fue actor, y él también en su juventud. Tendrías que haber visto su rostro en la fiesta, Lu... -Sacudí la cabeza-. No parecía él. Me miró y no me reconoció.

Ella se inclinó sobre la mesa y frunció el ceño.

-¿Sabes disparar un arma? ¿Tienes idea qué hacer en caso de una herida, o un secuestro? ¿Sobre códigos para mensajes cifrados?

-¿Hay que hacer un torniquete, ¿no? -Mi cabeza daba vueltas intentando buscarle el punto-. Y esperar a que alguien sepa sacarle la bala...

-¿Te das cuenta -me interrumpió muy lentamente. Su mirada era penetrante- de la poca preparación que tenías? No importa que no hayas estado en medio de las balas, las cosas bien podrían haberse torcido y podrías haber acabado muerta. Tengo que admitir que tuviste mucha suerte.

-No sé a dónde quieres llegar, Lucinda.

Ella tomó una respiración profunda y volvió a recostase sobre el respaldo.

-Quiero decir que pienso que todo fue más rebuscado de lo que crees. Vincent sabía todas esas cosas porque alguna vez fue un soldado, y probablemente un espía antes de irse. Y si es que no lo ejecutaron el momento en el que lo descubrieron, fue uno importante. Él no necesita ningún tipo de preparación, pero tú sí. Eras como carne para cañón. A los estadounidenses no les gusta compartir sus juguetes, créeme que lo sé. -Se relamió los labios e hizo una pausa-. Lo querían devuelta en el juego a él, tú no eras importante, sólo una herramienta para llegar hasta él. Y tuvieron éxito.

Sentía como si no hubiera suficiente aire en la habitación. No podía respirar. No podía respirar. Todo daba vueltas y vueltas. Me puse de pie, tambaleante, y abrí todas las ventanas de la casa, intentando airear mis pulmones, mi cabeza, y que me despertaran de este interminable sueño.

-¿Crees... crees -le pregunté apoyada contra el marco de la ventana para no caerme por mis piernas temblorosas- que Vincent sepa algo de eso?

Lucinda negó con la cabeza. La compasión empapaba sus ojos. «Estúpida. Estúpida» pensé. Ella se puso de pie y me tomó de los hombros.

-No creo -respondió-. Por lo que me has dicho, él te ama demasiado para querer causarte algún tipo de daño.

-¿Dices que debería escribirle y decirle?

-Ya está allí. Y otra deserción será su ejecución definitiva. No tiene escape, y no le conviene tener problemas en el campo.

Me dejé caer con la espalda contra la pared y me tomé la cabeza, enterrando los dedos en mi cabello. La lluvia se había hecho más fuerte y me traspasaba la fina tela de la bata. No podía pensar. Lucinda se sentó a mi lado y me abrazó. Dejé que me sostuviera como una niña a la pequeña. No sabía qué hacer, y ni siquiera tenía las fuerzas para llorar. Me sentía tan tonta...

-Vincent es inteligente -intentó consolarme-. Tarde o temprano lo descubrirá, si es que ya no lo ha hecho. Y vendrá corriendo hasta aquí apenas tenga la oportunidad. Si de algo te sirve, parece que a esta guerra no le queda mucho tiempo.

-Fui tan estúpida...

Me ayudó a ponerme de pie y me guio para que me sentara en una silla. Me ofreció una de sus encantadoras sonrisas que yo sabía que sólo reservaba para alegrar al público.

-Ten algo de fe, vamos -intentó animarme.

Me pasé las manos por el rostro y suspiré.

-No puedo creer que esté revolcándome en mi propia miseria cuando tú estás aquí -dije apoyando el rostro en las manos-. ¿Cómo estás? Hablando en serio.

Su sonrisa desapareció y las sombras en sus ojos parecieron hacerse más profundas de repente.

-Hablaremos de eso más tarde. Tenemos mucho tiempo por delante.

Miriam llegó pocas horas después, cuando ya había anochecido. Yo ya había comenzado a preparar la cena con Lucinda ayudándome a cortar los vegetales. Apenas nos vio, nos echó de la cocina a pesar de que yo sabía que estaba más que cansada.

Miriam no hizo preguntas durante la cena. Se respiraba un aire ligero en la mesa, y Lucinda sonreía y hacía comentarios entre bocado y bocado de estofado. Verlas a ambas riendo como si su vida dependiera de ello me llenaba al alma, sólo deseaba que Vincent pudiera estar allí para acompañarnos. «Pronto» pensé «Muy pronto».

Más tarde, Lucinda había insistido en lavar los platos, ya que dijo que se sentía como un parásito si no hacía nada. Mientras tanto preparé un viejo colchón que guardaba debajo de la cama; planeaba dejarle mi cama a ella, quién sabe cuándo fue la última vez que pudo dormir en una cama caliente. Mañana la llevaría a conocer el departamento, y tal vez le diría que nos podíamos quedar juntas si así quería...

Le presté unas ropas viejas para que se pusiera como pijama. Me sentía como si volviera a tener diez años y estuviera en una pijamada cuando me metí a en las sábanas. Lucinda me miró desde arriba, en la cama, y me sonrió con cansancio.

-Buona notte, amore mio -murmuró.

Le devolví la sonrisa.

-Bouna notte.

°°°°°

Unos gritos hicieron que me despertara de golpe. Me puse de pie, enredándome con las sábanas y corrí hacia la ventana, creyendo que venían de la calle y alguien estaba siendo asaltado.

Pronto descubrí que los gritos provenían de Lucinda. Ella chillaba con un terror que helaba la sangre y tenía la cabeza enterrada en la almohada. Cada musculo de su cuerpo estaba en tensión e intentaba apartar las sábanas enredadas en sus piernas.

-Lucinda. -La toqué y ella me apartó inconscientemente-. ¡Lucinda! -grité al tiempo que le sacudía los hombros.

Ella despertó, pero los gritos no se detuvieron hasta que escudriñó la habitación y sus ojos me reconocieron. Su pecho subía y bajaba con rapidez.

-¿Estás bien? -susurré, asustada. No me atreví a soltarla hasta que la expresión de terror desapareció de su rostro.

Lucinda me miró por un momento que pareció interminable y rompió en lágrimas. Su rostro se contorsionó en una máscara de dolor y angustia que me partió el alma por la mitad. Me acosté en la cama a su lado y la abracé con fuerza. Ella enterró la cabeza en mi cuello, humedeciendo la tela de la camiseta, y no me importó en absoluto. Podía palmar los huesos de sus costillas con los dedos y el hueso de su cadera se enterraba junto la mía. La repentina conciencia de lo que eso implicaba terminó de destrozarme.

-No llore, no llores... -murmuré con un nudo en la garganta contra su pelo.

Si me escuchó, no hubo reacción. Lucinda lloró por lo que parecieron ser años, y yo la acompañé con mis propias lágrimas de vez en cuando, hasta que se quedó sin voz y su lamento no fue más que un murmullo penoso.

°°°°°

Lucinda ya había salido de la cama cuando me desperté. La encontré preparándose el desayuno; Miriam ya se había ido. Al verme, me sonrió y levantó una taza:

-¿Quieres café?

Tenía la voz rasposa, pero no pareció notarlo, o simplemente lo ignoró.

Asentí y me dejé caer en la mesa del comedor.

No hablamos de sus pesadillas.

Llevamos las cosas de Lucinda al departamento luego del desayuno, ya que no sería justo para Miriam que nos quedáramos teniendo yo mi propio lugar, a pesar de que sabía que ella protestaría y diría que no le molestaba en lo más mínimo.

Durante el camino, mi amiga me estuvo señalando los edificios y la gente que recordaba, pero sólo la escuché a medias: la mitad de mi mente estaba en casa con la espera de que el cartero hubiera pasado.

Efectivamente, cuando abrimos subimos las escaleras del edificio y entramos al departamento, había una carta en el suelo con la indiscutible caligrafía de Vincent. Cerré la puerta de una patada y abrí el sobre con el dedo apresuradamente. Levanté la mirada, algo avergonzada de mi emoción, y descubrí que Lucinda abrió las cortinas y la ventana de la sala. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y sonreía mientras me observaba.

-¿Qué? -pregunté.

Ella negó con la cabeza.

-Nada. Es muy lindo verte sonreír así.

Bajé la cabeza para esconder mi sonrojo y procedí a leer la carta.

20 de septiembre de 1944

Querida Ari:

Las cosas no han cambiado demasiado desde la última vez que te escribí. Nos dirigimos rumbo a Francia, al parecer hay algunas cosas que quedaron sin resolver cerca de la frontera.

Antes de que preguntes: sí, estoy bien. Enterito y coleando. Hace un frío asqueroso, del que se te mete en los huesos. Harold está conmigo, y te manda saludos. Le tuve que decir la verdad sobre nosotros, era agotador que me estén llamando por otro nombre todo el tiempo. Él se lo tomó bastante bien.

Te extraño como mil demonios y no hay un momento del día en el que no piense en ti. Estoy contando las horas que faltan para volverte a ver. A veces me despierto en el medio de la noche, buscándote, y se me para el corazón al descubrir que no estás a mi lado. Pero estoy feliz de que estés a salvo, donde todas estas cosas horribles no te pueden tocar.

Puedes dormir tranquila esta noche.

Te ama más que a su propia vida, Vincent

Suspiré aliviada. Un día más. Un día más cerca. ¿Cuánto tiempo le quedaba a esa maldita guerra? No estaba segura, pero estaba un día más cerca de tenerlo en mis brazos otra vez.

Lucinda tuvo la delicadeza de darme mi espacio y agacharse para mirar los vinilos debajo del tocadiscos.

-Tienen buenos gustos musicales -comentó-. Pero yo agregaría a Nunzio Filogamo, o Giovanni Martinelli. Y, oh Dios, Umm Kalzum, la escuché una sola vez en una gira por Cairo, pero la voz de esa mujer...¹ -Hizo una pausa ante mi expresión confusa-. Lo siento. Ya tendré tiempo de instruirte en la música y el baile.

Reí por lo bajo. Volví a guardar la carta en el sobre y la dejé encima de la mesa, al lado de la maleta. Lucinda se puso de pie e inspeccionó la habitación con ojo de águila.

-Tienen un lugar muy bonito -dijo para llenar el silencio-. Háblale bien de mí a Vincent la próxima vez que le escribas, porque creo que me voy a quedar aquí un largo tiempo para molestarlos.

Volví a reír.

-Va a tener que dormir en el sofá, porque no tenemos cuarto de invitados y no pienso desprenderme de ti.

Ella me guiñó un ojo, pícara.

-Pido el lado izquierdo de la cama.

Le enseñé el resto del departamento, que no era mucho, y dejé que acomodara sus cosas donde quisiera, ("esta es tu casa" le dije). Tan sólo contaba con dos pulseras de metal y diamantes falsos incrustados, un trozo de encaje sobre tela crepé que reconocí de uno de los trajes con los que se presentaba en las giras, cartas y una cantimplora; también contaba con dos vestidos, que habíamos dejado en la lavandería antes de llegar.

Intenté darle su espacio mientras toqueteaba las pulseras con los hombros caídos, pero la casa era muy pequeña y la tristeza en su rostro era tan abrumadora que tuve que sentarme a su lado y decirle:

-Sé que pasaste cosas horribles, y no tienes que contarme si no quieres, pero si hay algo que puedo hacer para ayudarte...

-Yo sólo... -su voz no era más que un susurro. No levantó la cabeza-. Los dejé allí, muriéndose de hambre. Muriéndose por las balas. A mi familia. Hice cosas horribles, me hicieron cosas horribles, pero esto es imperdonable. Si ardo en el infierno, el castigo será poco por mi egoísmo.

Esperé, sin palabras. Ella abrió la boca para decir algo más, pero no parecía capaz de formular una oración. Cerró la mano en torno al metal. El dorso estaba lleno de cicatrices.

-Mataban niños sin importarles nada -una furia que jamás había escuchado tiñó su voz. Apretó las pulseras hasta que se los nudillos se tornaron blancos-. Se llevaron a Fiorella. No tenía más de catorce años. Catorce. Y nunca más supimos de ella, ni de Alessandro, ni de Chiara. Y... -Lucinda se pasó la lengua por los dientes y apretó los labios. No estaba segura si rompería a llorar o partiría al mundo en dos-. Necesito un baño.

Sin decir una palabra más, tiró las pulseras sobre la cama y se encerró en el cuarto de baño.

Se tomó su tiempo allí dentro y, a pesar de que me moría de ganas de ir a hablar con ella, mantuve mis distancias, incluso cuando prefirió guardar silencio durante la cena.

Ella durmió del lado izquierdo de la cama, tal como había pedido, y yo me quedé con el lado de Vincent. La almohada aún conservaba su olor y se me hizo un nudo en la garganta cuando enterré la cabeza en ella. Concilié el sueño mucho tiempo después de que la respiración de mi amiga se hiciera superficial, sin poder encontrar la paz.

Me había familiarizado lo suficiente con los disparos de las balas y los gritos para darme cuenta que me encontraba en una zona de guerra. El humo y la lluvia hacían imposible que pudiera ver más allá de tres metros de distancia, pero tenía un mal presentimiento, aún peor que estar en medio del infierno.

Y, en el medio del caos, apareció Vincent. El corazón se me detuvo. Estaba tirando en una trinchera, con un ojo en la mirilla del arma que sostenía. Le gritaba a su compañero algo que no llegaba a entender. Intenté moverme, pero no tenía cuerpo, ni manos, ni voz. Parecía una película, y yo no pude gritarle una advertencia cuando la bala pasó a través de su casco verde manchado de suciedad y salió por su nuca. Su compañero dijo una maldición, tomó su arma e ignoró la sangre que salía a borbotes de su cabeza, manchando sus hermosos cabellos rubios, y continuaba saliendo hasta que cubría sus brazos abiertos en cruz, inundaba el campo y hacía desaparecer su cuerpo bajo un mar rojo, les llegaba hasta los talones y avanzaba y avanzaba...

No pude sacarme el mal sabor de boca en todo el día, ni siquiera cuando llegaron todas las cartas atrasadas de Vincent. Lucinda me dijo que era probable que el avión tuviera algún problema al despegar y por eso el retraso. Eran veinte cartas, una por cada día hasta la semana pasada. No eran demasiado extensas: me contaba que se iban acercando a Francia, aunque el camino en el frente no era fácil; una y otra vez me repetía que estaba bien y que me amaba.

Debajo de sus cartas, estaban los últimos avisos de la renta. Prácticamente había gastado todos nuestros ahorros en pagar los meses en los que estuvimos fuera, y ahora estaba a un paso de que nos echaran a patadas. Por lo que no tuve otra opción que ponerme mi ropa de los domingos y salir a buscar trabajo. Lucinda me insistió en acompañarme y así ella también podía buscar un empleo, pero le dije:

-No seas tonta. Tu único trabajo ahora es recuperarte y ponerte fuerte.

-Al menos déjame acompañarte -me insistió con carita de cachorro, y no pude negarme.

Caminamos por la Antigua durante toda la mañana y gran parte de la tarde, entrando en cada tienda, almacén y fábrica que podíamos. A pesar de que poner mi mejor esfuerzo en ello y decirles que me podía acomodar a cualquier cosa que ellos me dieran, la mitad me daba esa media sonrisa que intentaba ser cortés y decían "tal vez la próxima"; la otra mitad ni siquiera lo intentaba y me decían que contratar a una mujer era de estúpidos, y el hecho de no tener mis estudios completos no ayudaba. Hasta que, ya hartas de decepciones y con los pies medio hinchados, entramos a la una pequeña tienda de trajes para hombres que decía que necesitaba alguien te atendiera a los clientes y la caja. El dueño del local, el señor López, probablemente vio mi cara desesperación, ya que aceptó tomarme con un mes de prueba sin goce de sueldo. No tuve otra opción que aceptar.

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¹Nunzio Filogamo (20 de septiembre de 1902, Palermo, Italia-24 de enero de 2002 Rodello, Italia) fue un presentador de televisión y radio italiano, actor y cantante.
Giovanni Martinelli (22 de octubre de 1885, Montagnana, Italia-2 de febrero de 1969, Nueva York, Nueva York, Estados Unidos) fue un famoso tenor italiano.
Umm Kulthum (18 de diciembre de 1898, El Senbellawein, Egipto-3 de febrero de 1975, El Cairo, Egipto) fue una cantante egipcia, conocida también como El Astro del Oriente, que tuvo su mayor apogeo durante los años '50 y '60.

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