V (segunda parte)

Tardé unos momentos en ubicarme cuando desperté. Por la ventana abierta podía ver que el sol estaba bajando. Vincent había desaparecido de mi lado, por lo que no me quedaba otra que salir de la cama a regañadientes.

Encontré a Giselle en la cocina con Erika ayudándola a cortar unas verduras.

—Siento haberme quedado de tu cama —me disculpé con voz ronca desde el umbral.

La mujer me dedicó una sonrisa amable y bufó por lo bajo.

—No te disculpes. Ha caído peores en esa cama —dijo sin dejar de mover las manos con la comida—. Báñate. Calenté agua. Tienes ropa y abrigo en el baño.

La obedecí sin rechistar. Me quité aquel vestido que parecía haberse pegado a mi piel, lo tiré a un costado y me metí en la tina en la íntima oscuridad. El agua ya se había enfriado un poco, pero eso no evitó que me deslizara hasta que el agua me cubriera el rostro.

Froté cada centímetro de mi cuerpo con una minuciosidad médica hasta que la piel me quedó roja y no podía ver mi cuerpo bajo el agua sucia. Giselle tuvo la amabilidad de dejarme ropa limpia y no mi traje de prostituta. Ese gesto por poco me hace llorar.

Al salir, vi por la ventana de la cocina a Erika y su madre dándole de comer a los animales. La pequeña repartía semillas a diestra y siniestra sobre las gallinas; las aves se peleaban entre ellas por conseguir algo de alimento o la perseguían a ella mientras la niña se reía a carcajadas. Pude ver que Giselle la observaba desde la distancia con una pequeña sonrisa.

«Ya casi» pensé para mí misma con una sensación asfixiante y reconfortante a la vez en el pecho. «Aguanta un poco más».

Vincent no estaba por ningún lado, pero sí su informe a medio escribir sobre la mesa. Decidí que lo mejor sería empezarlo también, ahora que todavía tenía los detalles frescos.

No estaba muy segura de cómo se redactaba un informe militar, pero describí todo aquello que podía recordar, cuidando mi caligrafía y ortografía. Los extraños pijamas, la desnutrición, los tatuajes de números y los maltratos de parte de los guardias. Los trenes en los que llegaban. "Dachau", aunque no tenía idea de qué significaba. Salteé el incidente con Himmler. Al llegar a la parte de la pequeña revolución, tuve que detenerme y salir por aire antes de retomar la escritura. Aproximadamente una hora después, Vincent cruzó la puerta, me besó la frente y se sentó a mi lado para seguir con su propio informe.

Terminé cuando Giselle anunció que la cena estaba casi lista. El informe me llevó casi veinte hojas escritas y tenía la muñeca tiesa. Cuando levanté la cabeza, Vincent miraba las hojas frente a él con el ceño fruncido y la cabeza apoyada en el puño.

—¿Qué sucede? —murmuré.

El negó con la cabeza y no levantó la mirada. Se notaba a más de un kilómetro que algo le molestaba.

—Háblame —insistí.

Levantó la vista, miró a Erika y Giselle en la cocina, luego a mí y se puso de pie.

—Ven conmigo —dijo, y se dirigió hacia la puerta delantera.

Lo seguí con el corazón latiéndome desbocado y cerré la puerta detrás de mí. El cielo estaba despejado y podría contar las estrellas si así lo quisiera; no corría una el viento, pero hacía un frío de muerte.

Vincent comenzó a caminar de un lado para otro como un animal enjaulado con una mano en la frente y otra en la cintura. Yo me apoyé contra la puerta y suspiré pesadamente.

—Habla de una vez, Vincent —le solté—. Estoy harta de todo esto. —Y era cierto. Estaba cansada de su dramatismo y sus misteriosas desapariciones que nunca terminaban en algo bueno.

Él se detuvo en seco, mirando el contorno de las montañas a nuestra izquierda.

—Yo... —comenzó y suspiró—. Creo que me voy a quedar.

El aire se me salió de los pulmones como si me hubieran dado una patada en el medio del pecho.

—¿Qué? —logré decir más bajo que un susurro.

—Que me quiero quedar aquí.

—Sí, oí perfectamente lo que dijiste. ¿Qué significa que te vas a quedar? ¿Qué quieres decir con eso?

Vincent tuvo la decencia de mirarme a los ojos. Parecía agotado, destruido. Incluso arrepentido de sus palabras. Me importó un comino.

—Después de lo de hoy.... —continuó— yo creo que... que este es mi lugar.

Y entonces exploté.

—¿Quién te crees que eres?

Vincent pareció confundido por un momento. Me acerqué a él hasta que no nos separaba más de tres pulgadas.

—¿Perdón?

—¿Perdón? ¡¿Perdón?! ¡Tú deberías pedirme perdón a mí! —bramé. Que las montañas me escucharan y todos los malditos nazis nos vinieran a buscar. Le clavé el dedo en el pecho y él no se movió—. ¡Estoy cansada de que hagas planes radicales sin tenerme en cuenta! ¡Te seguí hasta aquí, me hiciste promesas! ¿Qué tienes en la cabeza?

Vincent me quiso tomar la mano, pero la aparté bruscamente.

—Esto es más grande que nosotros —se limitó a decir en un tono de voz bajo.

—¡Soy tu prometida, deberías tenerme en cuenta! —la voz se me rompió en el último momento y me odié por eso. Vincent no respondió, sólo se me quedó mirando, y eso sólo me dio más impotencia —. Ya tomaste tu decisión, ¿no es así?

El mundo guardó silencio cuando Vincent asintió.

—Perdóname —musitó.

Quería romper algo. Quería golpearlo y borrarle esa maldita expresión de arrepentimiento. Matar a todos esos malditos hijos de puta que secuestraban gente y las convertían en sus esclavos para servir en sus malditas fiestas y así irme en paz a casa de una maldita vez. Me sentía tan impotente que me quería arrancar el pelo de la cabeza.

—Tú has visto lo mismo que yo —continuó cuando no dije una palabra—. No puedo dejar a toda esa gente allí. No es correcto.

—Podrías morir.

—Lo sé.

—¿Y qué se supone que yo haga si mueres? ¿Eh? —le pregunté con un nudo en la garganta. Crucé los brazos sobre el pecho para ocultar el temblor de mi cuerpo—. ¿Cómo pretendes que siga adelante?

Vincent quiso acercarse, pero retrocedí hasta que mi espalda chocó contra la pared. Lo miré fijo a pesar de tener los ojos aguados.

—No me pasará nada. Tendré cuidado, lo prometo.

Sentí las lágrimas picar detrás de mis ojos.

—No... No me hagas promesas que no sabes si podrás cumplirlas. —Las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas contra mi voluntad—. Yo... No, no te puedo perdonar esto.

—Ari... —su voz se rompió, pero lo interrumpí como pude.

—No. Déjame sola. Necesito pensar.

Vincent parecía deseoso de decir algo más, pero se rindió y volvió a entrar a la casa con los hombros caídos.

Me derrumbé sobre el suelo empedrado, temblando. Quería matarlo con mis propias manos. Él no tenía ningún derecho de dejarme, así como así, no después de todos los planes que habíamos hecho. ¿Acaso no se daba cuenta de todas las cosas a las que yo había renunciado por él y su propia estupidez? No era mi culpa que él hubiera desertado y el gobierno lo buscara, o que el mundo estuviera en guerra, o que las personas murieran. Yo no tenía nada que ver. No había pedido nada de esto.

Por un momento deseé no haberlo conocido nunca.

Pero de cierta manera tenía razón. Ambos habíamos visto los mismos horrores, yo aún más de cerca que él. No podía sentirme indiferente ante toda esa gente; la imagen de Ava no se borraba de mi cabeza. ¿Cómo podía vivir conmigo misma si me iba ahora y regresaba a mi vida como si nada hubiera pasado, como si ellos no existieran?

"No puedes salvarlos a todos" había dicho Harold. Pero podía intentar salvar a algunos.

Podía oír que los tres se habían sentado a cenar, pero no entré. Aunque Vincent tuviera un punto a favor, la sangre todavía me hervía. Parecía que le importaba un comino todo lo que yo pensara con respecto a las decisiones que tomaba, como si elección sólo lo afectara a él. Tenía ganas de gritarle en la cara "¡Hola! ¡Todavía existo, vivimos juntos por casi dos años y estamos por casarnos!".

Esperé hasta que la cena finalizara para volver a entrar. Giselle debía de haber ido a acostar con Erika porque las luces estaban pagadas y sólo quedaba Vincent, acostado en el sofá.

Se incorporó inmediatamente después de que haya cerrado la puerta. A pesar de la escasa luz podía notar que estaba preocupado, incluso arrepentido.

Caminé despacio hasta su lado para no hacer ruido y me senté en la otra punta del sofá con las manos en el regazo.

—Estuve pensado en lo que dijiste... —comencé con la vista en mis dedos—. Y quiero que sepas que sigo furiosa. Pero tienes algo razón. —Levanté la cabeza y lo miré. Parecía sorprendido—. E iré contigo. —Vincent abrió la boca para decir algo, pero levanté una mano para detenerlo—. No lo hago por ti. Quiero ir por decisión propia. No puedo dejar a toda esa gente a su suerte.

Los segundos que pasaron antes de la respuesta de Vincent fueron insoportables.

—No puedo dejarte que vayas —sentenció.

Bufé y negué con la cabeza.

—¿Y se supone que yo sí deba dejarte ir?

Vincent abrió la boca para decir algo, suspiró y se pasó una mano por el cabello.

—No es lo mismo —dijo—. Yo tengo un deber.

—No, no es cierto —repuse—. Tú tenías un deber, del cual huiste, te encontraron y te prometieron que después de esto te dejarían en paz.

Vincent gimió por lo bajo y lo tomé como un punto para mí.

—Quiero decir que tú no sabes qué es la guerra realmente. Lo de anoche fue un montón de gente con poder tomando unas copas. No había ningún arma de por medio. No sabía sangre, ni órganos volando, ni muerte. No tienes ninguna experiencia al respecto.

Abrí los ojos como platos y sonreí sarcásticamente.

—Uy, disculpa, señor veterano. Por si no lo recuerdas, me lancé a esta tonta misión sin tener idea de nada. Y, a decir verdad, no creo haberlo hecho nada mal. —Tenía que hacer algún comentario tonto para contenerme de responderle mal.

Vincent me estudió por un minuto. Parecía no creerse nada de lo que decía. Y, para ser honesta, a mí también me parecía algo surrealista.

—Las mujeres no van a la guerra— terminó por decir.

Me encogí hombros.

—Van como enfermeras —objeté—. Una vez leí en el periódico que había mujeres piloto.

—Odias la sangre. Te desmayarías si vieras una arteria abierta.

Sabía que estaba buscando cualquier cosa para que me retractara, pero no funcionaría.

—Terminaría por acostumbrarme —comenté despreocupadamente.

Vincent volvió a suspirar y se dejó caer hacia adelante, con los codos en las rodillas.

—Por favor, Ari... —suplicó con el ceño fruncido de cansancio—. Dame el placer de tenerte a salvo por una vez.

Negué con la cabeza.

—¿Acaso piensas que no me puedo cuidar por mí misma? —bufé—. Lo siento, pero no puedo dejarte ir solo. Terminaría caminando por las paredes y me volvería loca.

—Piensa en Miriam —soltó—. Tú tienes una vida allí, yo no tengo nada que me ancle aparte de ti. Traerte aquí ya fue una cosa de locos, no puedo imaginarte entre las balas. No podría... Me volvería loco.

Estuve a punto de replicarle, pero me detuve en seco. Miriam me esperaba en casa, ella pensaba que todo esto era un viaje sorpresa. Y ahora estaba Lucinda, que zarparía en unos días y esperaba encontrarme en Guatemala para formar una nueva vida. Si algo me pasaba... ellas nunca lo sabrían ahora que usaba otro nombre. Me buscarían por mar y tierra, y era probable que jamás me encontraran. Y si lo hacían... Ninguna me lo perdonaría jamás y sería peor que lo que Vincent me quería hacer, porque al menos yo sabría dónde estaría y qué estaría haciendo.

Lo miré con los ojos entrecerrados.

—Estás jugando sucio —lo acusé.

Se incorporó y me tomó la mano para entrelazar nuestros dedos con fuerza.

—Por favor —murmuró mirándome a los ojos—. Así ambos estaríamos más tranquilos. —Alcé una ceja—. Bueno, así yo estaría más tranquilo. Sólo será esto y volveré a casa antes de que des cuenta.

—¿Y qué se supone que haga mientras tanto? —cuestioné.

—Esperar —respondió con una sonrisa.

Le golpeé el pecho con el dedo y me tomó la mano, entrelazando nuestros dedos.

—Tienes suerte, Vincent Lowell, de que ya no esté tan enojada, porque si no te golpearía esa linda cara tuya.

Vincent rio por lo bajo, me besó los nudillos y se llevó nuestras manos a la mejilla.

—¿Ya te he dicho cuánto te amo?

Hice una mueca para burlarme, pero no pude evitar sonreír.

—No las suficientes.

Se inclinó para besarme y no me resistí. Ya casi había olvidado cuándo había sido la última vez que nos habíamos besado, y quién sabía cuándo sería la próxima vez que volvería a hacerlo.

—Te amo —murmuró contra mis labios y me tomó por la nuca—. Te amo. —Me empujó más cerca y lo rodeé el cuello con los brazos—. Te amo.

De no ser porque sabía que Giselle nos podía escuchar perfectamente y había una niña pequeña en el cuarto, podría haberlo tirado de espaldas en el sofá y hacerle el amor toda la noche. En vez de eso, sólo lo besé una vez más, nos sonreímos y nos acomodamos para dormir.

°°°°°

Empaqué mis pocas cosas al día siguiente y me puse el traje de prostituta debajo de un pesado abrigo, ya que debería usarlo si queríamos llegar de vuelta a Saint Louis. Gavin, el chico flacucho que nos acompañó cuando pasamos la frontera, pasó a buscarme por la tarde. Él y Giselle tuvieron la delicadeza de dejarnos a Vince y a mí a solas por unos momentos.

Nos sentamos en el sillón frente a la ventana. El sol estaba comenzando a bajar entre las montañas, creando una hermosa postal. Sin embargo, yo mantuve la vista en nuestras manos entrelazadas.

—Sólo serán unos meses —dijo en voz baja.

—Sólo unos meses —repetí.

Jugueteé con sus dedos un momento y Vice puso la mano libre sobre la mía para detenerme.

—Todo estará bien, ya lo verás.

Quise creerle desesperadamente, quise aferrarme a sus palabras como un salvavidas, que podría sola con todo, pero la verdad era que no sabría qué hacer cuando pusiera un pie en casa, demasiado vacía y silenciosa para una sola persona.

A pesar de todo, le sonreí. Lo miré en silencio, grabando cada centímetro de su rostro en mi memoria como una fotografía. El sol le pegaba en la mitad del rostro, haciendo que su ojo derecho brillara azul como el mar y su cabello como una moneda de oro pulida. La nariz un poco aguileña creaba una sombra triangular en la mitad de su rostro. Su mandíbula cuadrada y un poco del cuello tenían una muy leve sombra de barba. Él también sonrió, y aparecieron dos líneas al costado de cada ojo y el lunar en el rabillo del ojo izquierdo por poco desaparece.

—Cuando vuelvas —comenté—, no te dejaré ni ir al almacén solo.

Vincent rio. Sus hombros se movieron hacia arriba y cerró los ojos por un momento. Su sonrisa no desapareció cuando estiró la mano para acariciarme la mejilla. Recosté la cara contra ella, deseosa por nunca soltarlo e intentando almacenar cada sensación en mi memoria.

—Escríbeme siempre —dijo—. Envíame alguna foto para poder llevarte conmigo. —Abrí los ojos y alcé una ceja. Él rodó los ojos—. Llevarte conmigo de forma segura.

Resoplé y le besé la palma de la mano.

—Lo haré —prometí con los ojos cerrados—. Tú también escríbeme. Todos los días. Aunque sea una tontería o un chiste absurdo o cómo está el clima.

—Claro —respondió, y su voz se rompió en la última letra.

Cuando alcé la mirada, noté que tenía los ojos aguados, pero no dejaba de sonreír.

—Oye, no llores, no...

—Eres la persona más maravillosa que jamás conocí, Ari —me interrumpió rápidamente. La voz le temblaba y tuvo que hacer una pausa para tragar visiblemente—. La única. ¿Recuerdas lo que te dije hace mucho tiempo? ¿Qué no tenía miedo a morir si sabía que te encontraría del otro lado? —Asentí—. Quiero que sepas que, pase lo que pase, si yo... si... Siempre volveré a encontrarte.

Las lágrimas se deslizaban por mis mejillas sin que pudiera detenerlas. Lo abracé y enterré el rostro en su cuello, sollozando hasta quedarme sin aire. Él me abrazó con fuerza, tomando puñados de mi camisa. Quería responderle algo, pero las palabras incoherentes estaban en mi garganta y se negaban a salir. Aunque de cualquier forma habrían sido innecesarias, porque ninguna frase podría describir todo el dolor que estaba sintiendo en mi interior.

—Está bien. Está bien. —dijo con la voz ronca. Me apartó a regañadientes, pero no me soltó del todo—. Será mejor que te vayas, tienes un largo viaje.

Le apreté las manos una última vez y asentí, ya casi sin lágrimas; no porque no quisiera llorar, sino porque había una sequía en mi interior.

—Tienes razón —coincidí. No sé cómo hice para ponerme de pie y soltarlo—. Te veré en unos meses.

Él se mantuvo sentado y sonrió levemente. Tenía los ojos rojos.

—Son sólo unos cuantos días.

Le devolví la sonrisa.

—Tan solo unas pocas horas.

—Las contaré en minutos.

Me tomé unos momentos más para observarlo. Estaba feliz, aunque solo fueran unas milésimas de segundo, él también fue feliz mirándome.

Vince se puso de pie y me acompañó hasta la puerta. Fui consciente de que él caminaba a unos cuantos centímetros de distancia, como para no tocarme, pero de cierta manera fue mejor, porque de lo contrario no sabría qué podría haber sido de mí.

Al vernos salir, Giselle y Gavin apagaron sus respectivos cigarrillos con el pie y se nos quedaron mirando, expectantes de algo. Vincent se mantuvo apoyado en el marco de la puerta y yo fui hasta Giselle para darle un fuerte abrazo.

—Gracias. Por todo —les dije llevándome una mano al corazón.

La mujer le restó importancia con la mano y me sonrió.

—No fue nada. Pero es bueno que algunos aprecien estas cosas.

Le devolví la sonrisa. Me agaché para abrazar también a Erika, quien tomó parte de mi abrigo con sus pequeños puñitos.

—Pórtate bien —le dije al oído y ella asintió. —Cuídense mucho.

—Ten cuidado. —Giselle miró a Gavin—. Cuídala con tu vida.

El chico asintió muy solemne y alzó una mano para señalarme el auto. Suspirando, me encaminé hacia el vehículo con Gavin a mi lado, aunque cada célula de mi cuerpo gritara que no lo hiciera. Me controlé y no me giré cuando Gavin encendió el auto y nos alejamos por la carretera hasta que no había más que montañas y cielo azul a nuestro alrededor.

Gavin condujo sin decir una palabra hasta otra casa cerca a mitad de camino. Para ese punto el sol ya casi había terminado de ocultarse y ninguno había dicho una sola palabra. El lugar parecía abandonado, ya que tenía un vidrio roto y probablemente había sido incendiada, porque la piedra del frente estaba manchada de negro; sin embargo, dentro había tres personas charlando entre susurros apresurados y uno con un rifle custodiando desde la ventana cerrada. Los hombres levantaron la cabeza cuando oyeron el motor apagarse. Mediante gestos nerviosos, Gavin me indicó que bajara del auto y se encaminó hacia la entrada de la casa. Me quedé apoyada contra la puerta del vehículo mientras él intercambiaba unas cuantas palabras con el hombre del rifle y este último asentía. Momentos después, las cuatro personas salieron de la casa con armas y mochilas cargadas en la espalda y caminaron hasta un gran camión estacionado a un lado de la casa (cubierto, gracias al cielo), apenas mirándome de reojo al pasar.

Gavin me ayudó a subir a la parte de atrás del vehículo y descubrí que me habían dejado el lugar más alejado de la puerta y la ventana en los asientos enfrentados. Agradecí silenciosamente su consideración.

Nadie habló durante los primeros momentos del viaje, y la tensión era tal que podría haberla cortado con cuchillo. Poco a poco los tres hombres que habían subido comenzaron a hablar entre ellos, y no se molestaron en unirnos a la conversación y siquiera presentarse. De cualquier manera, tampoco les presté la suficiente atención como para entender su conversación, tal sólo me dediqué a mirar el paisaje a través de la diminuta ventana frente a mí y en medio de dos de los hombres, uno calvo y otro delgado y más petizo.

Cada tanto nos cruzábamos con otros autos particulares y jeeps por los pueblos destrozados con edificaciones abiertas como casas de muñecas, pero al estar a cubierta no me sentía tan amenazada a tal punto que casi me permití dormitar. La noche anterior apenas había podido descansar algo, y Vincent, a mi lado, tampoco había podido, por lo que la mayor parte sólo nos quedábamos mirándonos o viendo el techo, ninguno de los dos capaz de decir las preocupaciones que presionaban en nuestras gargantas.

Gavin no me dejó cerrar los ojos por más de dos minutos.

—Hay que estar alerta —me dijo—. Nunca se sabe qué puede pasar.

Lo observé con la cabeza recostada contra el frío metal y me ceñí el abrigo sobre el pecho. La primera vez que lo había visto había notado lo joven que era, pero ahora, teniéndolo tan cerca... Tal vez no sobrepasaba los veinte años, sí, pero las marcas de arrugas en su frente decían que su alma era pesada, y la película de dolor en sus ojos marrones confirmaba que había visto demasiadas cosas de las que alguien de su edad debería soportar, por mucho que tratara de ocultarlo.

—¿Por qué estás volviendo? —le pregunté con tal de hacer conversación y no quedarme dormida.

Gavin pareció sorprendido de que me dirigiera a él luego de haber pasado horas a su lado en silencio.

—Mi madre está enferma —respondió con una sonrisa triste— y mi hermana dice que no le queda mucho tiempo. Estoy aquí desde el Día D con Patton1, así que pude pedir una licencia por un tiempo.

No pude evitar formar una mueca.

—Lo lamento —dije.

Él le restó importancia con la mano.

—Está bien. Ella siempre luchó, y creo que está satisfecha con su vida y orgullosa de sus hijos.

—Se va a poner muy contenta de que estés allí con ella.

Gavin apartó la mirada y sonrió.

—Sí, eso creo. Gracias.

Tras un momento, pregunté:

—¿Qué sabes de los demás? Harold, Peter...

Sus hombros se tensaron debajo de toda la ropa y el chaleco anti balas.

—Harold va a estar en el mismo pelotón que Gerard, según tengo entendido. —Harold iba a estar con Vincent. Ese maldito iba a tener alguien que le cubra la espalda, por suerte—. Y no hemos sabido nada de Peter desde la fiesta. Creo que están intentando...

Unos golpes provenientes de la caja del conductor hicieron que Gavin se detuviera a mitad de la frase. Incluso los otros tres pararon de hablar.

—Es la señal —dijo el calvo—. Estamos cerca de la frontera.

Gavin y yo compartimos una mirada y, a regañadientes, me quité el abrigo, quedándome sólo con ese maldito traje de prostituta. Noté las miradas de los demás sobre mis pechos, pero decidí ignorarlas. De lo único que estaba segura que haría cuando llegara a casa sería quemar ese vestido hasta las cenizas.

Permanecimos en silencio. La ansiedad de no saber cuánto tiempo faltaba para llegar me estaba matando, sumado a las incómodas y poco disimuladas miradas, sobre todo el calvo, hacían que moviera una pierna de forma espasmódica. Miré a Gavin, que era el más discreto y mantenía la mirada al frente, hacia la ventana, y le toqué la pierna con la rodilla. Cuando me giró hacia mí, levanté las cejas; él respondió frunciendo el ceño. Suspiré y rodé los ojos. «Ya que» pensé. Me puse de pie con cuidado de no golpearme la cabeza contra el techo y, para su sorpresa, me dejé caer sobre su regazo y puse un brazo alrededor de su cuello.

El pobre chico estaba rojo de la sorpresa y no sabía dónde poner las manos. Uno de los hombres rio por lo bajo y la disimuló con una tos cuando le lancé una mirada fulminante.

Poco a poco, la camioneta se fue deteniendo. El hombre calvo cambió de posición y se fue a sentar al lado de Gavin, creando una barrera entre nosotros y la puerta. No sabía si era por protección o porque quería tener una mejor vista de mis senos, pero siempre era bueno tener a alguien que supiera manejar un arma entre el peligro y yo. Contuve la respiración cuando escuché a los soldados de la frontera hablando en alemán, exigiéndole los documentos al conductor y, finalmente, abriendo la puerta.

Uno de los soldados nos iluminó con una linterna y tuve que entrecerrar los ojos para que la luz no me quemara. El hombre apuntó la linterna al techo, pero ni así pude ver su rostro cubierto por el casco. Detrás de él, había otras dos personas escoltándolo con armas a los costados.

—Buenas noches, oficial —dijo el calvo con un perfecto acento alemán.

El oficial ignoró su comentario y clavó la mirada en mí.

—No nos advirtieron de la presencia de una señorita —comentó.

Le sonreí con pena con el corazón latiéndome a mil. Me retorcí un poco encima de Gavin y lo abracé por el cuello con fuerza. Él apretó mi rodilla.

—Lo lamento, señor —balbuceé intentando sonar lo más apenada posible—. ¿Hay algún problema? —Lo miré con ojos suplicantes. «Por favor, por favor, por favor».

Él me estudió por unos momentos, y luego a los demás.

—¿Se encuentra bien usted? —preguntó con voz dulce.

—Perfectamente, oficial. Gracias —intenté sonar firme por la seguridad de todos nosotros. Lo último que nos faltaba era una inspección a fondo y un interrogatorio.

El oficial me dio una última mirada desconfiada, pero suspiró y cerró la puerta, dándole unos golpes al costado del auto para indicarle al conductor que podía avanzar.

Me bajé del regazo de Gavin cuando nos pusimos en marcha nuevamente. Dejé escapar un suspiro entrecortado y volví a ponerme el abrigo. Las manos me temblaban. Nadie volvió a decir una palabra, pero Gavin me apretó la mano para infundirme fuerzas.

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1 El "Día D" históricamente hace referencia al Desembarco en Normandía, Francia, el 6 de junio de 1944.

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