IV

Francia, 1 de octubre de 1944

Jamás me había sentido tan feliz de pisar tierra firme. A pesar de que hicimos dos paradas en unas islas, sólo había sido por unas pocas horas. Esos últimos días tenía la sensación de que, si seguía viendo tanta agua, terminaría ahogándome.

Había sol y el viento me sacaba los cabellos de la coleta, Adam me recordó que era por el otoño; parecía que se avecinaba un invierno muy crudo. De no haber sido por los franceses y norteamericanos vigilando la playa y que había más barcos de los que podía contar, esa pequeña parte de paraíso parecía ajena a la guerra.

Nos recibió el general Bergeron: un francés con cara de pocos amigos y que parecía tener más años que mi padre. Nos pidió que lo siguiéramos hasta un jeep que nos llevaría hasta la estación de trenes de Le Rochelle, y de ahí nos llevaría hasta Saint Louis.

Al viajar por el pueblo me chocó lo poco que sabía sobre la guerra. Sólo había visto Francia por las imágenes de los libros de Historia o en los periódicos. No es como si esperara que todo siguiera tal cual, a las fotos, con las personas sonriendo desde sus pintorescas casas o comprando pan recién hecho por la Torre Eiffel, ni siquiera esperaba que todo siguiera de pie, pero aquello fue… demasiado.

El olor a humo era asfixiante y todo tenía una fina capa de ceniza, incluso las personas. Sólo conté tres casas intactas, todas las demás estaban hechas escombros o parcialmente destruidas. Nadie lloraba o chillaba, a excepción de un pequeño sin un zapato sentado en el suelo, sino que parecían… resignados mientras buscaban algo sano entre los restos. Parecía que les habían succionado la vida. También había bultos tapados con unas cortinas sucias en un rincón.

—Un bombardeo —dijo el soldado que estaba sentado a mi lado al ver mi expresión. Él también tenía una pinta horrible, cansado—. Fue ayer.

Miré a Vincent, que estaba sentado como copiloto, pero ni siquiera pude leer su lenguaje corporal para tener una pista de qué estaba cruzando por su cabeza.

En la estación, también media en ruinas, nos esperaba el tren listo para partir. El general Bergeron nos dijo que allí tendríamos ropa y nos darían instrucciones. Por último, nos deseó bonne chance y se fue.

Dentro del tren había diez hombres. Uno de ellos nos indicó cuáles eran nuestros camarotes y que allí encontraríamos rompa limpia. Cuando me abrió la puerta de la habitación, noté que le faltaba el dedo anular de la mano derecha. Me sonrió cuando le di las gracias.

Terminé vestida como enfermera, cofia y todo incluido, aunque no lo me lo puse. Me explicaron que la ropa no abundaba, y fue lo mejor que las monjas del hospital pudieron conseguir. A Vincent le dieron un uniforme limpio de la infantería de los Estados Unidos; parecía incómodo en él. Si los demás lo notaron, no dijeron nada.

Resultó que los soldados no nos dieron mucha importancia. Se la pasaban jugando a las cartas, apostando dinero, cigarrillos y balas. Tenían sus armas a su lado como si fueran un adorno más. Y fumaban como chimeneas, al punto que tuve que abrir un poco la ventana para que el humo no me impidiera ver.

Vincent tampoco me prestaba demasiada atención a pesar de que estar senado frente a mí. No sabía si era por el uniforme o por otra cosa, pero no lo reconocía. Él siempre había sido serio, pero jamás impenetrable. Antes me divertía adivinar qué era lo que estaba pensando, ahora no sabía que creer. Y eso me asustaba un poco.

No me había llevado el libro conmigo, así que no me quedaba otra cosa que hacer aparte de mirar las granjas pasar por la ventana con el traqueteo de las ruedas sobre los rieles y las risas de los soldados como si fuera música de fondo.

Poco rato después, cuando ya estaba oscureciendo, Vincent se levantó y se fue a hacer Dios sabe qué. No pasó mucho hasta que tomó su lugar el mismo hombre que me había enseñado mi camarote.

—¿Fumas? —me preguntó sacando una caja de cigarrillos del bolsillo de su camisa. Tenía una voz un tanto aguda.

Dudé un momento, pasando la mirada de su rostro a la caja.

—Ahora sí —respondí y tomé uno. Él me ofreció encenderlo y aspiré profundo. No era muy aficionada al tabaco, pero no podía negar que era muy necesario de vez en cuando—. ¿Cómo te llamas?

—Will Jones.

Me ofreció la mano por encima de la mesa que nos separaba y se la estreché.

—Adelina Steiner.

Will levantó las cejas y murmuró algo por lo bajo; no llegué a escucharlo, pero supongo que habrá sido algo como “que judía”. Se removió en su asiento y me sonrió. No debía tener más de veintidós años.

—Y dime —comentó Will—. ¿Qué hace una chica como tú en un lugar como este?

—Vaya —dije dándole una calada al cigarrillo—. Sí que vas al punto, ¿eh?

Will bajó la mirada unos momentos. Puso las manos sobre la mesa y jugueteó con sus dedos. Su inquietud me ponía nerviosa y tuve que hacer mi mayor esfuerzo para que no se notara.

—Sí, así es. Y tú evades preguntas.

Hice como si me lo pensara un rato.

—Lo mismo que tú, supongo —respondí al fin—. Lucho por una causa noble y espero que me llamen heroína cuando muera.

Will pareció sorprendido. Quise darme palmaditas en la espalda. Al parecer esto de mentir no era tan difícil, o él era muy fácil de convencer.

Señaló a su espalda con el pulgar.

—Ese tipo de ahí, ¿es tu novio o algo por el estilo?

Negué con la cabeza. Me esforcé por no tocar mi dedo anular, ahora vacío.

—No. Nos conocimos viniendo hasta aquí. Apenas sé su nombre.

Will asintió, pensativo.

—Mira qué curioso. Hace un rato casi golpea a Robbie por hablar de ti.

Me encogí de hombros y sacudí el cigarrillo en el cenicero. el corazón me latía a mil por hora. ¿Qué le pasaba a Vincent?

—Se cree la gran cosa —contesté—. Vamos a trabajar juntos y piensa que no me puedo valer por mí misma.

Will resopló por lo bajo y se pasó los dedos por el cabello.

—No es por ser maleducado ni nada por el estilo, cariño, pero hacia dónde vamos no es nada parecido a un campo de juegos. No es lugar para una dama. Apenas si yo puedo con él.

Le sonreí lo más cortésmente que pude.

—Sé apañármelas sola, gracias.

Levantó ambas manos. Era extraño ver el agujero donde debería estar su dedo: se lo habían amputado desde el nudillo.

—Solo digo la verdad —se excusó—. Esos nazis son unos hijos de puta, perdona la expresión, y disparan sin piedad. —«Como si ustedes fueran santos» pensé—. Es la tercera vez que vengo por aquí y puedo asegurarte que parece que no tienen miedo a morir. Pero bueno, ¿quién soy yo para opinar?

—Mhmm…

Se hizo un silencio entre nosotros en el que terminamos de fumar, pero no fue exactamente incómodo. Sabía que Will tenía algo de razón, pero no tenía que dejar que eso me intimidara. Si perdía la esperanza, si tan solo dudaba un momento, estaba muerta.

«La tercera vez que vengo por aquí…»

—¿Puedo pedirte un favor? —dije luego de un rato.

Will tardó un darse cuenta que era a él a quien le estaba hablando.

—Por supuesto.

Me incliné sobre la mesa y lo miré a los ojos. Si quería que funcionara debía ser firme.

Will me escuchó en silencio y abría los ojos cada vez más a medida que le revelaba los detalles del plan. Cuando terminé, se dejó caer contra el respaldo del asiento con los brazos cruzados y suspiró.

—Es muy arriesgado —comentó en voz más baja y mirando los nudos en la madera.

—Lo sé. Pero debo hacerlo. Sé que también te quedarás en el hotel de Saint Louis. ¿Puedes ayudarme? —le supliqué.

Will negó con la cabeza.

—Y para colmo me pides que guarde el secreto. No sé… Podrían echarme. O ejecutarme. Además —agregó rápidamente—, ¿cómo sé que no eres una agente doble?

Entrelacé los dedos por encima de la mesa para detener el temblor.

—Sé que es peligroso y que no me conoces. Sé que estarías arriesgando mucho. Pero te lo digo de todo corazón: ¿nunca sentiste que debías hacer algo, como un llamado divino, para salvar al menos a una persona? Sé que sólo tienes mi palabra, pero lo juro sobre Dios y mi tumba que no tengo segundas intenciones.

Will se me quedó mirando fijamente por un momento, como diciendo analizándome. Le rogué con la mirada.

—Tengo algo de dinero, si quieres, pero no es mucho. Yo…

—De acuerdo, de acuerdo —me cortó a regañadientes—. No quiero tu dinero. Te ayudaré, pero no prometo nada. Si algo se complica, por mínimo que sea, se cancela. ¿Entendido?

Le sonreí de todo corazón. Si no estuviera prometida, le hubiera plantado un beso en el medio del rostro.

—Claro como el agua.

°°°°°

Llegamos a Saint Louis al anochecer del 2 de octubre. Resultó ser un pueblo pequeño, no muy diferente a Le Rochelle, solo que aquí la ocupación militar era mayor. Ver a tantas personas con armas colgadas de los hombros me ponía los pelos de punta.

Nos quedamos en un hotel ocupado por los estadounidenses. Se notaba que en su momento había sido un edificio de categoría: aún conservaba las cortinas moradas y varias sillas tapizadas con diseños de flores, pero el dueño parecía hacer ido hace mucho y ahora solo podía ver los vidrios rotos, los pisos de roble estaban astillados y el mostrador, alguna vez barnizado, estaba rallado y picado.

Los hombres del tren también se quedaron allí. Los que ya estaban los recibieron con abrazos y bromas. Me pregunté a cuanta gente conocían y las dejaban ir para nunca más saber de ellas.

Un mayor, el cual no pude entender su nombre, nos llamó a Vincent y a mí aparte. Nos guio al comedor y dos de sus hombres cerraron las puertas tras nosotros. Nos sentamos en una de las mesas de la esquina, la más alejada de los ventanales sucios y la puerta.
Se inclinó hacia adelante y susurró como si nos pudieran oír:

—Pasarán la noche aquí y mañana a primera hora los estará esperando un camión con dos más de mis hombres. Vincent, tú tienes un uniforme alemán con todas las insignias dentro de un bolso en el arcón en tu cuarto. No puedes usarlo hasta que te subas al camión, ¿entendido? Tendrás que ponerte un abrigo o algo. Nadie puede saber de esta misión. —Golpeó la mesa con el dedo y nos miró a los ojos. Los suyos eran tan celestes que no le pude sostener la mirada—. Señorita Ramos, usted se hará de prostituta. Lo siento, pero es la única manera de la que puede pasarla frontera —agregó al ver mi mueca—; las mujeres normales no frecuentan estas zonas. Incluso ya así es muy arriesgado. Intentaremos que nunca estén solos, pero será difícil.

Vincent asintió, pensativo.

—Pasado mañana a las dos mil horas se hará una fiesta en Berchtesgaden, en Austria. Está en lo alto de los Alpes de Baviera, y es algo así como un barrio cerrado nazi: solos los hijos de puta con más categoría viven allí. También, en lo más alto, hay una de las casas de Hitler, el Nido del Águila, pero él no estará allí. Ni se les ocurra acercarse o intentar un movimiento arriesgado o será la condena de todos. —Clavó la mirada en Vincent—. Tú, como aspirante al SS, debes hablar con todos los que puedas. Recauda toda la información que puedas almacenar en tu cerebro. Nombres, fechas importantes, estrategias —Enumeró con los dedos—… pero disimula.

Él asintió.

—Sí, señor.

El mayor se giró hacia mí.

—A usted, señorita Ramos, la pasarán a buscar por la tarde ya que se supone que ayudará en la preparación de la fiesta… Mézclese lo mejor que pueda. Pregunte dónde se alojan los demás criados, a quién le sirven, si tienen secretos. Incluso podríamos reclutarlos en la resistencia.

—Lo intentaré, señor —musité, abrumada por tanta información.

—No debe intentarlo. Debe hacerlo. Todos confiamos en ustedes. —Asentimos a la vez. Por el rabillo del ojo, me sorprendió la firmeza de Vincent—. Ahora pueden retirarse a descansar. Mañana se quedarán en una granja en las afueras para prepararse.

El mayor se puso de pie y nos despidió con saludo militar. Vincent se lo respondió con firmeza, pero yo solo incliné la cabeza.

Nos dieron un cuarto matrimonial en el tercer piso. Era pequeño, pero estaba segura que era lo mejor que podríamos conseguir. El papel tapiz rojo estaba descolorido y rasgado en algunas partes y una de las ventanas sucias estaba astillada, por lo que hacía un frío horrible; pero era mejor a estar en la intemperie. Al menos la cama tenía buenas mantas.

Al pie de la cama había un arcón y, efectivamente, allí estaban el uniforme, mi ropa e incluso habían tenido el detalle de dejarme un camisón de invierno.

Vincent se quitó la chaqueta del uniforme, estiró la corbata y sentó en la cama con la cabeza entre las manos. Me senté a su lado y le acaricié la espalda.

—¿Estás bien? —musité en español.

Él asintió y suspiró, apoyando los codos en la rodilla.

—¿Sabes quién es el mayor Coleman? —Negué con la cabeza—. Mi vecino. Yo jugaba con su hijo en la calle cuando era niño. Luego él se mudó, no sé por qué. Espero que no me haya reconocido, creo que todavía mantenía contacto con mis padres. No quiero que sepan nada de esta locura.

—Wow —fue lo único que se me ocurrió.

Era extraño darme cuenta que, a pesar de conocer a Vincent por casi dos años, sabía tan poco de él y su pasado. ¿Me seguiría escondiendo cosas? De cualquier manera, no era el lugar ni el momento para preguntar.
Vincent me miró y sonrió, pero la alegría no llegó a sus ojos.

—¿Tú cómo estás? Me he estado portando como un idiota. Lo siento. Estoy muy nervioso.

Me encogí de hombros.

—Bien, creo. Estoy cansada. Intento no pensar en el próximo kilómetro y lidiar con lo que está frente a mí.

Vincent asintió.

—Sí, creo que debería aprender de ti —Movió la mano al lado de su cabeza—. Yo no puedo dejar de pensar en todo lo que puede llegar a pasar. Nada es bueno.

—Al menos ahora estamos bien, ¿no? Tenemos un techo y estamos juntos. —Vincent resopló—. Oye, estoy intentando ser positiva. Si pienso una sola vez que las cosas van a salir mal, me vendré abajo y Dios sabe qué puede llegar a pasar. Ayúdame, ¿sí?

Vincent me miró con la boca abierta por lo que pareció ser la primera vez en meses. Tomó mi mano entre las suyas y la frotó.

—¿Qué hice bien en la vida para encontrar a alguien como tú? —Vincent sonrió. Me sonrojé ligeramente y bajé la mirada—. Lo juro. Jamás había conocido una chica como tú.

—Entonces no habrás conocido a muchas chicas —comenté.

—Créeme que ya quisieras que fuera así —bufó—. Pero miles de personas mueren y nacen y nadie jamás fue ni será como tú. Nadie, ¿entiendes?

Me incliné y lo besé porque ¿qué otra cosa podía hacer? Nadie jamás, ni siquiera él, me había dicho algo así. Y una sensación que nunca había sentido me invadió. Fue algo rápido, fugaz como un destello, y la certeza de qué era ese sentimiento se fue tan rápido como llegó, dejándome vacía y confundida, pero rápidamente fue llenado por el amor que sentía por Vincent. Sabía que había mucho más que eso, más que el amor o el roce de nuestras pieles que tanto adoraba o incluso la felicidad que me producía verlo sonreír, y era algo que las palabras, tan abstractas y frías como sólo ellas podían ser, no podían llegar a describir; sólo lo podía saber. Yo formaba parte de él de la misma forma que parte de mí estaba hecha de él, y eso era todo. Me pregunté por una milésima de segundo si él también lo había sentido, y en lo más profundo de mí ser supe que sí.

Más tarde, dormimos; o al menos yo lo intenté. Vincent se desmayó apenas tocó la almohada.

No pude pegar un ojo en toda la noche, sólo veía los segundos pasar en mi reloj de muñeca. Hasta que dio la una de la mañana.

Miré a Vincent: estaba roncando ligeramente, hecho un bollito bajo las mantas. Salí de puntillas con los zapatos en la mano, pero aun así las tablas de madera rechinaron bajo mi peso y la puerta chilló cuando la abrí.
Will me esperaba en el pasillo con una linterna apagada y un rifle colgando de su hombro. Lucía nervioso a pesar de la poca luz, aunque supongo que yo tenía una pinta peor.

Sin decir una palabra, me tomó del brazo y me guió por la cocina hasta la puerta trasera del hotel, que estaba sin vigilancia. Nos subimos a una de las motocicletas estacionadas junto a los jeeps y camionetas. Le rodeé la cintura con los brazos para no salir volando y teniendo cuidado con el rifle.

Si estando de pie tenía frío, subida a una motocicleta que iba a ochenta kilómetros por hora sentía que estaba en el mismo corazón del Polo Sur. Al menos así podía disimular el temblor: sentía que cada fibra de mi cuerpo estaba en movimiento y el corazón me iba a explotar en cualquier momento por lo rápido que latía.

Llegamos a un descampado con una gran cerca de alambre atravesándolo por la mitad. Estaba tan oscuro que no podía ver más allá de ella.

Will se paró frente a mí, muy serio.

—Me costó —susurró— pero le hice llegar la carta a tu amiga esta tarde, así que debe anda por aquí. Ahora escucha con atención porque no tenemos mucho tiempo antes de que vuelvan a patrullar este lado. Debes arrastrarte debajo de esa parte de la cerca —Señaló una de las esquinas inferiores, donde el alambre estaba cortado y levantado—. Y así pasarás a Suiza. Tu amiga debe estar en los árboles a unos cuantos metros adentro, le dije que se mantuviera escondida por las dudas. Debes ser rápida, ¿entiendes? Sólo te doy diez minutos.

Asentí porque no encontraba las palabras.

—Yo me quedaré aquí —continuó— e intentaré avisarte si algo pasa, pero si alguno de mis compañeros viene, me iré y deberás arreglártelas sola. No estamos muy lejos, solo a tres kilómetros. ¿Recuerdas el camino? —Volví a asentir—. Ahora vete.

Corrí como alma que se lleva el diablo. Me arrastré por el lodo, manchando la falda de doctora y enganchándome en uno de los alambres, pero no me importó en lo más mínimo.

Me interné el bosque sin ver nada más allá de mis manos. Debí haberle pedido la linterna a Will, pero estaba demasiado nerviosa como para pensar claramente.

—¡Lucinda! ¡Lucinda! —grité susurrando con las manos alrededor de mi boca.

Comencé a caminar cada vez más rápido, apartando las ramas bajas con las manos cada vez que me rasguñaban. Las hojas secas crujían bajo mis pies y temí que alguien me encontrara, pero no parecía haber una sola alma en kilómetros.

Algo me rozó el pie y pegué un grito, pero rápidamente me tapé la boca con las manos, aunque no serviría de nada.

Algo entre los arbustos rio, y una masa sin forma de ropa y pelos enredados salió de ellos.

—Deberías haber visto tu cara —Lucinda se carcajeó, tapándose la boca con las manos también.

No me detuve a mirarla con atención porque podría reconocer ese hermoso acento en cualquier lado. La rodeé con los brazos y Lucinda dio un respingo ante la sorpresa, pero también me abrazó por la cintura y enterró la cabeza en mi hombro. La apreté con fuerza contra mí con la esperanza de poder fundirme con ella porque no me había dado cuenta de cuánto la extrañaba hasta que la tuve frente a mí. Que leyera sus cartas no le hacía justicia a lo maravilloso que era tenerla en mis brazos.

Después de lo que parecieron ser años, nos separamos, pero aun estábamos agarradas de las manos.

—¿Cómo estás? ¿Estás bien? ¿Dónde te estás quedando? —pregunté, mirándola con atención a pesar de la oscuridad. Me salió la voz ahogada por las lágrimas que contenía.

Luci rio de incredulidad y también me miró mordiéndose el labio, como una niña. Tenía el pelo como una maraña oscura y probablemente se había puesto todos los abrigos que tenía, lo cual era lógico con el frío que hacía; aunque una parte de mí sabía que era para ocultarme lo delgada que estaba: se notaba por lo chupadas que estaban sus mejillas. Pero lo que era aún más extraño era verla sin sus exóticos trajes y sus múltiples joyas, que aún después de la presentación no se las quitaba, como esas niñas que bailaban ballet al final de la calle donde creí y las podía ver jugar en la calle con sus tutús.

—Estoy bien, no te preocupes. Tengo un techo sobre mi cabeza —su voz salió normal, sin lágrimas. Lucinda nunca lloraba, pero yo sabía que podía ser un bebé cuando se quebraba. Aunque, ¿cuánto podía saber yo de esta nueva Lucinda a la que la guerra le había pasado por encima, a la que había tenido que pasar hambre, huir de lo que consideraba su hogar y tragarse sus lamentos para hacerme frente a su nueva vida? Solamente la conocía lo suficiente para decir que no estaba del todo bien—. Por Dios santo, estás loca. ¿Qué haces tú aquí? —Negó con la cabeza y me apretó las manos—. No, deja, no me digas. No me lo puedes decir. Pero aun así estás loca. ¿Cómo te tratan? ¿Cómo está Vincent? —Miró por encima de mi hombro—. ¿Está él aquí?

Negué con la cabeza.

—No. Vincent no sabe nada de esto, pero pronto tendré que contarle. Solamente no podía perderme la oportunidad de verte otra vez.

Lucinda sonrió y se le achinaron los ojos.

—Y estoy muy feliz de que hayas podido venir. —Su rostro volvió a ser serio—. Seguramente fue muy arriesgado venir, ¿o me equivoco?

No le respondí, pero sé que ella pudo leer mi rostro. Solté sus manos y busqué dentro de los bolsillos de mi abrigo.

—Escúchame, no tengo mucho tiempo o Will se irá sin mí. —Saqué unos cuantos papales y se los puse en la mano par que no pudiera negármelos. Parecía confundida—. Este es un pasaje de barco a tu nombre, ¿todavía tienes tu documentación? —Asintió—. Genial, porque la necesitarás. El barco saldrá de Francia, de Le Rochelle, que es donde yo llegué, y te llevará hasta Guatemala. Sé que encontrarás la forma de pasar a Francia; de hecho, por donde vine la valla está rota. También te conseguí un tren desde la costa hasta la capital, de ahí tomas un bus a la Antigua. Para cuanto tú llegues yo ya habré llegado, mi barco zarpa en cinco días y el tuyo en dieciocho días; intenté buscarte uno que salga lo antes posible, pero con el tiempo suficiente para que puedas organizarte. Aquí también hay un papel con mi dirección, para que puedas encontrarme a Vincent y a mí.
Lucinda se quedó mirando los papeles con la boca abierta.

—Yo… yo... no sé qué decir —musitó—. ¿De dónde sacaste el dinero? No… —cerró la boca un momento y se llevó los documentos al pecho y me observó—. Te pagaré. Cada centavo te lo pagaré —declaró con determinación.

Volví a negar.

—No me importa el dinero, sólo quiero que salgas de aquí. Que vengas conmigo, como habíamos dicho. A Vincent no le molestará que te quedes con nosotros todo el tiempo que sea necesario. Hay mucho trabajo allí.

Lucinda dijo algo en italiano que no llegué a entender y vi que su barbilla temblaba ligeramente, así que se mordió el labio. Se me hizo un nudo en la garganta y aun así sonreí. Ella pasaba la mirada de los papeles a mí.

—Gracias —fue lo único que logró decir con la sonrisa más brillante que jamás había visto, incluso en la oscuridad.

Casi rompo en lágrimas. Estaba a punto de decir algo, pero ella me abrazó y no había nada más que decir.

—Ahora vete o tendrás que volver caminando —dijo cuando me soltó y me empujó ligeramente. Aún tenía el rostro hecho una mueca por contener las lágrimas—. Nos veremos allá.

—¿Qué es un océano de distancia? —bromé y Lucinda rio. Le volví a dar un corto abrazo y un beso en la mejilla—. Te quiero.

—Hasta la luna y de regreso.

—Hasta la luna y de regreso.

Le di un último vistazo y me alejé corriendo. Por cada paso que daba sentía como la esperanza crecía en mí. En una semana ya estaríamos de regreso a casa. En dos meses como mucho Lucinda estaría con nosotros. Era como un sueño hecho realidad.

Will todavía estaba del otro lado de la cerca cuando llegué. Se asustó y tomó su arma cuando me vio pasar por debajo del alambre, pero se relajó cuando me identificó. Volvió a colgarse el rifle cuando llegué a su lado y suspiró.

—Tardaste más de lo que creía —comentó—. Estaba por irme.

—Pero ya estoy aquí, ¿no? Vámonos antes de que nos agarren.

Nos subimos a la motocicleta y Will fue más rápido de lo que llegamos. Estaba demasiado feliz como para preocuparme del frío.

Volvimos a ingresar por la puerta trasera y subí de puntillas las escaleras. Había un soldado sentado en el pasillo y alzó una ceja cuando me vio pasar, pero como no dijo nada simplemente lo ignoré. Escuché como Vincent se removía en la cama cuando dejé mi abrigo en el perchero.

—¿Dónde estabas? —preguntó adormilado y con los ojos a medio abrir.

Le sonreí y me metí en la cama. Él me abrazó por la cintura y me atrajo a su cuerpo. Dio un respingo cuando sintió la frialdad de mi cuerpo.

—No podía dormir y fui a dar un paseo. —Entrelacé nuestras manos y le di un beso en los nudillos.

Vincent dijo algo entre lenguas y se quedó dormido.

°°°°°

Nos levantamos las tres y media de la mañana. Me arrepentí de haberme quedado dormida porque ahora, luego de haber dormido tan poco, estaba más cansada que cuando me había acostado.

Saqué la ropa de prostituta del baúl y fui a ponérmelo detrás del biombo en una esquina del cuarto. Era, literalmente, la prenda más provocativa que alguna vez me hubiera probado. Se notaba que ya había sido usado, pero al menos estaba limpio. Era de un rosa pálido y el busto no dejaba mucho a la imaginación; pero, lo peor de todo, es que era en forma de corsé, es decir que tenía lazos en la espalda, y jamás había sido capaz de atarme esas condenadas cosas del demonio.

Cuando salí, Vincent se estaba poniendo la gabardina verde oscura. No llevaba ninguna de las insignias. Levantó la mirada cuando me escuchó, pero no dijo una palabra, solo se me quedó mirando con los labios apretados mientras yo me sostenía el corsé contra el pecho.

—Necesito que me ayudes a atarme los cordones. No sé hacerlo —murmuré.

Vincent tardó unos momentos en responder.

—Sí. Claro —dijo sin expresión.

Me puse de espaldas a él y me agarré del tocador. Vi por el espejo sucio como Vincent se paraba detrás de mí, tomaba las correas y las ajustaba. En cualquier otro día, este habría sido un momento íntimo, incluso sexy, pero sabía que en lo único que ambos podíamos pensar era en cómo enfrentaríamos las próximas horas.

—Gracias —musité cuando se apartó. No me respondió.

Me senté frente al espejo y terminé de arreglarme. Me até el cabello en dos trenzas detrás de la cabeza. Podía ver que Vincent sacaba sus documentos del bolso y los ponía en los bolsillos internos de su chaqueta. Lo descubrí dándome miradas furtivas mientras me peinaba; nuestros coincidieron un segundo, él apartó la mirada y no volvió a mirarme.

Al terminar me di cuenta que las trenzas estaban muy tirantes y bien peinadas para alguien que había estado toda la noche fuera con Dios sabrá cuántas personas, así que me pasé las manos por el pelo para desarmarlas un poco. Me hubiera gustado tener un poco me maquillaje, pero, viendo como estaban las cosas de este lado del mundo, probablemente sólo la alta sociedad tendría ese privilegio.

Apenas pusimos un pie fuera del cuarto, sentí como se le empezaba a congelar las extremidades. Realmente admiraba cómo las verdaderas prostitutas de más bajos recursos que no tenían dinero para comprar un abrigo podían ir así todos los días. Vincent, al ver cómo me abrazaba a mí misma, se sacó su abrigo y me envolvió con él. Le sonreí y me lo ceñí al cuerpo.

En la puerta trasera, la misma en la que me había escapado con Will horas antes, nos esperaban tres hombres apoyados en un camión, fumando y riendo en voz baja. Se detuvieron cuando nos vieron llegar y apagaron sus cigarrillos con la punta de bota. Ellos también estaban vestidos como alemanes.

Uno de ellos se adelantó y le dio la mano a Vincent.

—Soy Harold —dijo, muy serio. Era alto y amplio de hombros, la clase de tipo que no te quieres cruzar por la calle en la noche—. Tú debes ser Gerard, ¿no? —Vincent asintió. No me acostumbraba a que se refirieran a él con otro nombre. Harold pasó la vista a mí y me dio la mano—. Y tú eres…

—Adelina.

—Adelina —repitió—. Tendrás que abrirte la gabardina cuando estemos cerca, sino será más difícil pasar.

Bajé la mirada a mis brazos entrelazados sobre el pecho, luego lo miré firmemente y asentí.

—Estos son Gavin —continuó Harold. Señaló a uno de los chicos, el más flacucho, y éste levantó la mano y la volvió a guardar rápidamente dentro de su abrigo. No debía tener más de veinte años—. Y ese de ahí es Peter. —Apuntó al otro, que ya parecía ser más mayor. Peter sólo asintió—. Y antes de irnos…

Harold caminó hasta la camioneta, se inclinó sobre la ventanilla del conductor y regresó con una lata de cerveza en cada mano la mano.

—Odio tener que hacer esto —dijo mirando a la lata de su mano derecha como si se tratara de su esposa—, pero es la única forma de disimular. Recuerden: fuimos a Suiza por unos tragos y putas. Sin ofender —agregó rápidamente mirándome—. Y volvimos peor de lo que esperábamos. Si alguno no puede decir dos palabras coherentes, mejor.

Acto seguido, abrió la cerveza, le dio un trago corto y se tiró un poco encima. Luego se la pasó a sus amigos y nos dio la cerrada a mí y a Vincent y lo imitamos. Por suerte la cerveza estaba fría cuando la bebí.

—Así tendremos una mejor coartada —explicó Harold y dio un aplauso—. Ahora sí. Vamos.

Peter se subió al asiento del conductor de una camioneta, mientras que Harold, Gavin, Vincent y yo subíamos a la parte de atrás. El motor protestó cuando el motor encendió, y antes de darme cuenta ya estábamos en el camino.

Me abrí la gabardina y la dejé caer hasta mis codos, abrazándome por la cintura. Me di cuenta que Gavin me miraba, pero lo descubrí apartó rápidamente la mirada. Ese vestido me hacía sentir incómoda y, aunque sabía que nadie podía hacerme nada, no podía dejar de recordar el incidente en el barco. Respiré hondo y obligué a mi mente a quedarse en blanco.

Llegamos a la frontera con Suiza y los soldados nos dejaron pasar sin decir una palabra. ¿Acaso había algún tipo de arreglo del que no nos habían contado? A partir de ahí seguimos por un camino de tierra que estaba oscuro como boca de lobo. Había un silencio incómodo que me daba ganas de reír por los nervios.

A medida que avanzábamos veíamos que el campo desolado se iba transformado en un pueblito, con las casas cada vez más juntas. A la lejanía se podía ver un puntito de luz eléctrica.

—Prepárense. Ya casi llegamos —dijo Harold.

Gavin se abrió los primeros botones de la camisa y se la sacó de dentro de los pantalones, mientras que Harold se desaflojaba el nudo de la corbata y se arremangaba. Vincent y yo nos miramos, algo perdidos, así que me encogí de hombros y, para su sorpresa, me subí a su regazo y tomé la lata de cerveza para tener las manos ocupadas. Él me abrazó con fuerza por la cintura.

—Alguien debería decir un chiste —comentó Gavin. Me percaté de que tenía voz de niño aún—. Para reírnos o algo. Así pareceremos borrachos.

Lo dijo con la cara tan seria y nerviosa que no pude seguir conteniendo la risa. Vi que Harold se sorprendió ante mi repentina actitud y eso no hizo más que riera más fuerte. Hice un sonido raro con la nariz y Gavin también se contagió y al poco tiempo los cuatro estábamos riendo.

Llegamos a lo que parecía ser la frontera entre Suiza y Alemania porque había varios soldados parados con sus armas, varios jeeps y un tanque. A medidas que nos deteníamos frente a los oficiales, nuestras risas fueron decayendo.

Un tipo con una horrible cicatriz en la mejilla derecha se nos acercó y nos apuntó con su linterna con la mano izquierda mientras que la derecha descansaba sobre su arma.

—¿A dónde van? —preguntó en alemán. Su voz era fuerte e imponente.

—A Stuttgart, señor —respondió Harold. Su alemán era impecable y se le daba muy bien arrastrar las palabras—. Salimos por un poco de diversión —Alzó la lata— y volvimos con más. —Me señaló a mí con la cabeza y le guiñó un ojo al alemán.

El hombre se fijó en mí por primera vez. Antes de que pudiera balbucear alguna estupidez, Vincent me tomó por las mejillas con una mano y me besó. Bueno, más que me besó, me comió la boca, para decirlo vulgarmente. Me dio uno de esos besos que reservaba para cuando estábamos en la cama: desastroso, pasional, una mezcla irregular de lenguas y dientes. Le rodeé el cuello con los brazos, derramando cerveza por su espalda en el proceso. Oí como Gavin reía por lo bajo.

—Bueno. Pasen. —No pude ver la cara del alemán, pero supuse que por su tono estaba algo asqueado.

Vincent no me soltó del todo hasta que estuvimos lo suficiente alejados de la frontera. Giré temblorosa para ver el camino por donde habíamos venido y ahora las luces no eran más que un punto en la lejanía.

—Bien pensado —comentó Gavin con una sonrisa pícara.

Vincent rio por lo bajo. Yo sólo sonreí y me desmoroné sobre su pecho, aun sin poder creer que estábamos en Alemania.

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