III

Guatemala, 20 de agosto de 1944

Nos dieron una semana para prepararnos antes de partir.

Al día siguiente nos llegó la documentación falsa y un libro de etiqueta nazi. Me impresioné al ver fotos mías en documentos, pasaportes, partidas de nacimiento… Y dinero. Más dinero del que ganaría en toda mi vida. Vincent ni se inmutó cuando revisó el paquete.

Él solo contaba con un solo perfil: se llamaba Gerard Kurtz, un general alemán que estuvo peleando en el frente cerca de Rusia, condecorado con la Cruz de Hierro y dispuesto a integrarse a la SS. Mientras, yo contaba con una partida de nacimiento que me identificaba como Adelina Steiner, una judía nacida en Polonia y con padres mestizos. No contaba con documentación como tal, ya que iba a trabajar como criada y al parecer estaba huyendo, sino que me habían enviado una historia inventada (o esperaba que lo fuera): a mí y a mis padres nos habían enviado a un gueto, sea lo que sea eso. Ellos habían intentado revelarse junto a otras personas, y se los habían llevado a otra parte, pero nadie sabía a dónde. A mí también habían querido llevarme, pero parecía que les había resultado útil para otro tipo de cosas.

Vincent me explicó que los estadunidenses me querían porque, si me las ingeniaba, me podía llegar a infiltrar en lugares donde los hombres no podían, como en las cocinas de las casas de los nazis de alto rango, donde la mayoría de los cocineros o criados eran presos de guerra, o incluso, escuchar las conversaciones de las esposas de los generales. También me dijo que por mi trabajo en la fábrica con los cajones de fruta parecía ser alguien fuerte y capaz de enfrentar cualquier improvisto. Me pregunté cómo podían saber tanto de mí si era una Don Nadie.

Vincent, que conocía el idioma por los viajes de su juventud, se dedicó a enseñarme todo el alemán que mi cerebro fue capaz de almacenar, como “hola” (“hallo”), “adiós” (“tschüss”), y frases claves como “¿necesita algo más?” ("Brauchst du noch etwas?").

Según los papeles, nos quedaríamos en Saint Louis, una localidad al sur de Francia que limitaba con Alemania y Suiza y a partir de ahí recibiríamos órdenes. Según las noticias de la radio, los Aliados habían desembarcado en Francia el seis de junio y se estaba produciendo una masacre que esperaban que terminaría al finalizar el mes, por lo que Vincent dijo que sería fácil infiltrarnos hasta la frontera con Alemania.

Esa misma tarde fui a la biblioteca a buscar un mapa de Europa. Me senté en una de las sillas y lo estudié en silencio durante largos minutos. Si tal vez…

«Son solo veinte minutos de la frontera».

Sin dudarlo un momento, tomé un papel cualquiera y un lápiz y le escribí una carta con la esperanza de que llegara a tiempo. Más tarde conseguiría lo necesario, incluso si debía venderle mi alma al diablo.

°°°°°

A medida que el día se acercaba, Vincent estaba más nervioso, y yo también. Él solía irse varias horas a la central telefónica a hacer llamadas de larga distancia para arreglar los últimos detalles o a encontrarse en el parque con desconocidos para que le dieran los últimos documentos o información.

Yo, por mi parte, le dije a Miriam que nos tomaríamos unas vacaciones en un lugar sorpresa que Vincent había preparado para mí. Me costó horrores sonreírle de vuelta cuando saltó con su emoción habitual y me hizo prometerle que le enviaría una postal.  Dos días antes de irnos tuve que pedir la renuncia a la fábrica ya que no sabía cuánto tiempo estaríamos fuera y nadie sería capaz de cubrirme. Debo admitir que se sintió muy satisfactorio decirle al señor Mercedes que su fábrica era una mierda, que sobreexplotaba a sus empleadas y que algún día lo pagaría caro por sus maltratos. Él me soltó una gran serie de improperios y, tras darle vuelta la cara de un cachetazo, me fui muy dignamente de su despacho.

La última noche, ya con todas las cosas empacadas (muy pocas, a decir verdad, porque no podíamos llevar nada que nos delatara y la mayoría de la vestimenta nos la darían allá para disimular), hicimos el amor y nos traía sin cuidado lo que dijeran los vecinos. Me quedé recostada sobre su pecho con los ojos cerrados, pero siendo incapaz de dormir. Aspiré su olor mientras él hacía círculos distraídamente en mi omoplato. Quise conservar en mi memoria esos últimos momentos de paz hasta que regresáramos a casa y todo volviera a la normalidad. Vincent me prometió que todo estaba arreglado, que sería la única misión que él haría o haríamos, y yo decidí creerle por el bien de mi salud mental.

—¿Sabes qué deberíamos hacer? —dijo con voz ronca.

—¿Escaparnos a una isla lejana? —me arriesgué, aún adormilada—. Me gustan las Islas Canarias.

Vincent rio y cambió la dirección del círculo.

—Tentador, pero no me refiero a eso.

Me deslicé hasta su hombro para poder verle el rostro. Estaba sonriendo con los ojos medio abiertos.

—¿Entonces qué? —pregunté, rodeándole el estómago con el brazo.

—Casarnos.

Me tensé.

—Deja de bromear, Vincent.

Se movió para quedar sentado con la espalda apoyada en la cabecera de la cama. Yo también me senté a su lado con las piernas cruzadas y tapándome el pecho con la sábana. No había ningún rastro de broma en su rostro.

—Hablo en serio. Casémonos.

Él seguía sonriendo con despreocupación, como si me estuviera pregunto si quería ir a almorzar o algo así.

—Pero… —repliqué sin estar muy segura de qué decir para llenar el silencio—. Estamos por hacer una misión muy peligrosa que parece salida de película y tú me pides que nos casemos…

—¿Y qué? —me interrumpió—. Si esto fuera una película, este sería el momento indicado. Además, tú eres la mujer que quiero para toda la vida. Es lo único de que lo que puedo estar seguro —añadió antes de que pudiera decir algo.

Apreté los labios con fuerza. Cada fibra de mi cuerpo quería aceptar, besarlo y nunca soltarlo. Dios Santo, había soñado con este momento desde el preciso momento que lo había visto por primera vez en ese taxi, pero había una idea que no me podía quitar de la cabeza desde hacía una semana:

—¿Y qué pasa si morimos?

Vincent sonrió más ampliamente.

—En otra vida será. —Se inclinó sobre la mesita de noche y sacó una cajita del cajón—. ¿Qué dices? —La abrió, revelando un delicado anillo plateado con una piedra azul en el centro—. ¿Te convertirías en mi esposa? Me hubiera gustado pedírtelo en otras circunstancias, en un teatro o algo así, pero ya que no tenemos mucho tiempo…

Le tomé las mejillas con las manos y lo callé con un beso. Maldita sea, sólo quería que cerrara el pico y que a mí me salieran las palabras que estaban atascadas como un nudo en mi garganta.

Lo sentí sonreír sobre mis labios y yo sonreír también. Le rodeé el cuello con los brazos y él me acarició la mejilla mientras me empujaba delicadamente hasta quedar acostada.

—Dios, acepto. Claro que acepto. ¿Cómo no iba a hacerlo? —balbuceé conteniendo las lágrimas.

Vince, que todavía no podía borrar esa tonta sonrisa de su rostro, quitó el anillo de la caja y me lo puso en el dedo tembloroso. Encajaba a la perfección. No podía dejar de mirarlo a través de la vista nublada.

—No puedo creer que me hayas pedido matrimonio mientras estaba desnuda —solté sin pensarlo.

Vincent lanzó una carcajada y bajó una mano hasta acariciarme el muslo.

—Entonces adelantemos la noche de bodas.

°°°°°

No podía dejar de moverme. Jamás me había subido a un avión y no me terminaba de cerrar cómo esa enorme cosa de madera y metal podía volar. Vincent me puso una mano sobre el hombro para tranquilizarme mientras caminábamos por el nuevísimo aeropuerto de La Aurora, que estaba repleto de soldados estadounidenses y personas ricas, pero nada funcionaba.

Él fue quien presentó nuestros papeles y tuvimos que esperar alrededor de una hora hasta que nuestro vuelo saliera. Vincent me preguntó si quería una bolsa para vomitar antes de abordar. No estaba segura si estaba bromeando, pero de todas maneras le respondí que no.

—Háblame de algo —le ordené cuando ese enorme pedazo de chatarra empezó a moverse por la pista.

Vincent, sentado el lado de la ventanilla, estaba fresco como una lechuga. Quise golpearlo por su impasible tranquilidad. Tardó en responder.

—¿De qué quieres que te hable?

Clavé los dedos en el asiento.

—No lo sé. Cualquier cosa.

Se giró hacia la ventana.

—Mhmm, pues desde aquí se puede ver a unos tipos haciendo señas al avión para que avance. Parecen hormigas. ¿Crees que los aplastarán? No se mueven de ahí. Tal vez cuando estemos alzando vuelo la rueda les golpeará la cabeza y el avión se desestabilice…

—Eres un tonto —dije entre dientes. Cerré los ojos cuando el avión empezó a moverse más rápido.

Vincent rio y me tomó la mano, masajeando mis agarrotados dedos.

—¿Sabes en qué me tranquiliza pensar? —Negué con la cabeza—. Imaginarte en un hermoso vestido blanco por un largo pasillo lleno de flores. Deberías intentarlo.

Abrí un solo ojo. Estaba sonriendo y ese hermoso hoyuelo que tanto adoraba había vuelto a aparecer. Lo imaginé sonriendo así, enfundado en un traje negro muy caro como los que aparecían en las revistas. No me costó nada.

—Sí, creo que ayuda —mascullé.

Vincent rio por lo bajo.

—¿Ves? Ya estamos volando y no te diste cuenta.

°°°°°

Aterrizamos en el aeropuerto de Islip, en Long Island, Estados Unidos. Sólo tuve tiempo de maravillarme por la ventana de un auto con los altos edificios y la gente que corría de un lado para otro como todo lo que tuviera que hacer fuera de suma importancia. No tuvimos tiempo de dormir luego del agotador viaje. «Ya tendrán tiempo de dormir en el barco» nos dijeron.

El último momento en el que usamos nuestros verdaderos nombres fue al embarcarnos en el S.S. Mc Arthur. A partir de entonces fuimos Adelina, una sirvienta sin donde caerse muerta, y Gerard, alguien que se suponía que debía asesinarme de solo verme.

El barco no era un crucero, pero era mejor que un bote pesquero. Contaba con diez marineros que volverían en el barco una vez que hayamos desembarcado, cincuenta soldados de infantería que viajaban a Francia, y mucho equipamiento y comida; eso me convertía en la única mujer en miles de kilómetros a la redonda. Al menos nos dieron a Vincent y a mí un camarote para nosotros solos. Era pequeño y con una cama cucheta, sí, pero tenía puerta y llave, y no podía pedir más.

El viaje duró treinta y cinco largos días, tal cual estaba previsto. Al principio me daba miedo salir del camarote sin Vincent, ya que la gran mayoría de los hombres me miraban como un perro mira a un trozo de carne. Procuraba salir bien tapada cuando caminaba por cubierta (lo cual lo no me molestaba realmente. Descubrí que en el medio del océano hacía un frío de muerte, y más durante estas fechas). Pero pasados tres días, tomaron a Vincent para que ayudara con la carga y demás cosas del barco.

—No podemos verte ahí parado sin hacer nada, niño bonito —le había dicho uno—. Ven a ayudar.

Así que, luego de estar cansada de evitar a todo el mundo y encerrarme en ese camarote de dos por dos, me dije a mí misma “a la mierda”. Estaba a punto de meterme en la misión más descabellada y peligrosa de mi vida ¿y me iba a dejar intimidar por un par de tipos que me miraban? Ya había tratado con hombres así en la fábrica y no había sido nada de otro mundo. A Vincent no pareció importarle que yo fuera por mi cuenta, pero me advirtió que, si algo pasaba, cualquier cosa, que corriera a avisarle y él se haría cargo. “No, gracias” le dije “pero hacerme cargo yo solita”, a lo que él solo sonrió y movió la cabeza a los lados.

Y, como no podía ser de otra manera, me vi atrapada en una de esas situaciones.

Habíamos bajado a cenar la comida más horrible que había probado en mi vida, pero, como no quería quedar como una niña caprichosa, cerré el pico. Vince se había retirado a dormir temprano porque estaba agotado y yo me había quedado un rato más leyendo un libro medio húmedo que había encontrado en unas escaleras en la popa.

Era alrededor de medianoche cuando me dispuse a ir a mi camarote. Quedaban unos pocos hombres reunidos en una mesa riendo estruendosamente; supuse que estaban borrachos. Cuando me puse de pie y salí a cubierta, todos hicieron un silencio inquietante que me puso los pelos de punta.

No miré atrás, pero podía escuchar sus pasos acercándose. Me ceñí el abrigo e intenté no alterarme, solo tenía que caminar unos pocos metros más y llegaría al camarote donde estaba Vincent y podría cerrar la puerta con llave. Pero los pasos eran cada vez más y más fuertes hasta que no pude contenerme y salí corriendo.

Podía ver la puerta del camarote desde donde estaba parada, pero unas manos me tomaron del brazo y me aplastaron contra la pared del pasillo.

—¿A dónde crees que vas, hermosura? —el tipo habló arrastrando las palabras. Me golpeó su aliento a alcohol y casi me dan ganas de vomitar.

Eran cuatro tipos, dos de ellos parecían una pared, y me tenían arrinconada. Estaban demasiado cerca. Sentí como mi corazón comenzaba a latir cada vez más rápido. Uno de ellos me tocó el hombro con su mano tan grande como un ladrillo y deslizó un poco mi abrigo por mi brazo, sus amigos rieron. Quise decirle que se detuviera, quise apartarlos y salir corriendo otra vez, gritar por ayuda, pero estaba paralizada. Intenté recordar los movimientos defensa que Miriam me había enseñado hacía ya mucho tiempo, pero mi mente estaba en blanco. Solo podía pensar en lo que se vendría a continuación.

Otro me tocó un pecho y otro comenzó a desabrocharse el pantalón. Entonces fue cuando lancé un chillido pude y golpeé en las bolas al que estaba en frente mío. Él se dobló hacia adelante maldiciendo e intenté escabullirme en el espacio entre él y sus compañeros, pero los demás me agarraron y volvieron a aplastarme contra la pared. Me quedé sin aire por un momento. En sus ojos idos podía ver que estaban enojados, y también hambrientos. Estaba segura de que daba la sensación de ser un corderito perdido.

—¡¿Qué está pasando aquí?! —bramó una voz gruesa a sus espaldas.

Los hombres se dieron vuelta un momento y pude ver a través de ellos a Adam, el cocinero, un tipo grandote y musculoso que te daba la sensación de que te rompería los huesos si decías algo en su contra.

Adam se acercó al grupo y entrecerró los ojos. Era un milagro que nos haya visto porque no habían encendido las luces y estaba tan oscuro como boca de lobo. Cuando él fijó su mirada en mí, abrió los ojos como platos, y yo articulé un “ayúdame” desesperado.

—¡Ya es suficiente, muchachos! —gritó Adam—. Dejen a la pobre chica en paz. Le tocan un pelo y yo romperé sus caras.

Eso pareció hacer efecto en los hombres a pesar de su inconciencia, porque mascullaron algo y se fueron por donde habían venido. Como si nada hubiera pasado.

Yo me quedé ahí, aún sorprendida. Adam se me acercó como si fuera un conejo asustado.

—¿Estás bien? —preguntó, más tranquilo. Parecía realmente preocupado.

Abrí la boca para decir algo, pero lo único que salió fue un sollozo. Y entonces rompí a llorar como una niña. Adam se acercó y me abrazó con cuidado, meciéndome de un lado a otro. Olía a frito.

—Ya, ya —murmuró dándome unas palmaditas en la espalda—. No pasa nada. Son unos imbéciles. Nadie volverá a molestarme mientras yo esté aquí, ¿sí?

Asentí entre lágrimas e intentando respirar.

Adam se apartó un poco para mirarme la cara. Me sonreía y eso solo quería hacerme llorar más fuerte.

—¿Cómo te llamas? Nunca te lo pregunté.

—Adelina —respondí en medio de sollozos.

Adam sonrió. Tenía los dientes chuecos, pero su sonrisa era cálida.

—Adelina —repitió—. Mi hija se llama Adele. Y no me gustaría que a ella le pase nada, por eso me metí, ¿sabes? Quiero que hagas una cosa. Sécate las lágrimas. Ve a tu camarote y duerme hasta tarde. ¿Qué te parece? ¿Puedes ir sola?

Asentí y me limpié los ojos con la palma de la mano. Adam me soltó. Me sentía como una estúpida. Debería haber gritado, debería haberme defendido. Si Adam no aparecía… quién sabe qué pudo haber pasado.

Adam volvió a sonreír.

—Ve tranquila, Adelina.

—Gracias —musité e intenté devolverle el gesto, pero solo me salió una mueca fea.

Adam se quedó ahí mientras caminaba los pocos metros que me separaban de mi camarote, cerraba la puerta con llave y me metía en la cama de arriba haciendo el menor ruido posible para no despertar a Vincent.

°°°°°

El “accidente” quedó en el pasado. Los hombres que me atacaron pasaban a mi lado como si nada hubiera pasado. Sin embargo, ahora Adam me sonreía cada vez que me entregaba la comida, que sospechosamente comenzó a tener mejor sabor.

Pasé tanto tiempo con Vincent en el camarote perfeccionando mi alemán que por poco saludaba a los marineros con un “hallo”, y creo que si lo hubiera hecho ellos me tirarían por la borda.

Unos días antes de desembarcar estaba tan harta de estudiar otro idioma, carcomerme la cabeza con los pasos a seguir y sentir que apenas podía salir a cubierta que le pedí a Adam si me podía pasar una botella de vino que sabía que guardaban en la parte de abajo. Se hizo el ofendido al principio, pero media hora después, cuando ya no quedaba nadie cerca, me alcanzó una botella ya abierta y me dijo que me divirtiera.

Con Vincent nos encerramos con llave en el camarote durante toda la noche y nos bebimos la botella del pico. El vino era barato, y no es como si supiera mucho de ellos, pero era lo mejor que podríamos conseguir.

Reímos como no lo habíamos hecho desde hacía un mes y medio. Nos sentamos en el suelo con las piernas estiradas despreocupadamente, yo con la espalda apoyada en la puerta. El cuarto era tan pequeño que casi podía tocar con los pies la pared donde Vincent estaba recostado. Hacía tanto calor, o tal vez era por el alcohol, que me levanté la falda hasta los muslos y me arremangué la camisa. Vincent estaba más hermoso que nunca ahí con los primeros botones de la camisa sueltos, sin zapatos y despeinado, con una sonrisa tonta y tamborileando los dedos distraídamente en mi pierna.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —le dije mientras me inclinaba para pasarle la botella.

—Dime. —La agitó para ver su contenido y le dio un trago corto.

—Nunca me dijiste por qué desertaste. Es decir, sé que la guerra es una mierda y eso… Dios, dije “mierda”, lo siento. Como sea, creí que ustedes tenían un gran sentido del patriotismo y eso.

Vincent se quedó mirando el vino con los ojos entrecerrados.

Bullshit. Me enlisté con mis mejores amigos. The Pearl Harbor se sintió personal for everyone. Quería hacerles pagar a esos japoneses. —Levantó tres dedos—. Tres de ellos fueron enviados casi enseguida a pelear. Los tres murieron. Y entonces me dije “What the hell estoy doing aquí?” No era mi lucha. Yo no había hecho nada malo. Todavía quería vivir. Tenía sueños, you know? Quería ser profesor de ciencias. Me gustan los niños. Me gusta enseñar. Si se enseñara mejor, estas cosas no pasarían. Pero ahora les meten a los niños en la cabeza —Se golpeó la sien con el dedo— cosas estúpidas sobre el patriotismo y el orgullo y eso. Y los niños growing up y se enlistan y mueren. —Chasqueó los dedos—. Así de fácil. Y la cosa se alarga más y más…

»Estaba en el segundo año de la universidad cuando me enlisté en el ejército. Mi padre había luchado en la Great War y fue actor. También fue espía. Me enseñó todo lo que sé. —Resopló y negó con la cabeza—. Like father, like son. —Le dio un trago al vino.

»Y en el ’42 fui a Guatemala… Ubico nos recibió como héroes. Y entonces vi mi oportunidad. Un compañero me cubrió y… I stayed. —Jugueteó con el cuello de la botella y la dejó entre nosotros—. Mis padres creen que estoy muerto. Es mejor así. No sé qué pensarían si supieran la verdad. —Hizo una pausa y lanzó una risa seca—. Y mira dónde terminé. Yendo a Alemania con mi prometida a una misión suicida. —Me señaló con el dedo—. Más te vale que seas buena actora.

—Se dice actriz.

Vincent le restó importancia con la mano.

—Actriz. Da igual.

Vincent suspiró y se pasó una mano por la cara.

—Maldita sea, I’m so drunk.

Asentí con la cabeza. Se me cerraban los ojos.

—Lo sé. Solo parloteas en inglés.

Me miró entornando los ojos.

Am I?

—Ajá.

Se quejó y se puso de pie con dificultad. La botella rodó por el suelo cuando la pateó, pero estaba vacía. Apartó el libro del código de etiqueta de la SS de un manotazo, se dejó caer en la cama de abajo con los ojos cerrados y la cabeza a la altura de la mía. Me tocó el rostro.

—Ven a dormir conmigo —murmuró entre lenguas.

La cama era demasiado pequeña para ambos, pero logramos acomodarnos. Vincent pasó un brazo por debajo de mi cabeza y le besé el hombro.

—Te amo —le dije con los labios sobre su piel—. No me importa lo que digan. Eres muy valiente. Mucho. ¿Entiendes?

Vincent asintió y me besó la coronilla.

—Yo también te amo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top