II
Guatemala, principios de 1944
—¿No crees que es un poco apresurado? —Miriam se retorcía el borde del vestido al mismo tiempo que me miraba preocupada desde la puerta de mi cuarto—. Quiero decir, no están casados, qué pensará la gente...
—Miriam —la detuve mientras guardaba la ropa en la maleta—. Estuvimos hablándolo mucho y acordamos que todavía tenemos tiempo. Ya te lo había dicho.
—Lo sé. Sólo te estoy diciendo lo que creo que tu madre diría.
—Ya hablé con ella —dije al tiempo que cerraba la maleta—. Y está muy feliz. Y papá también.
Miriam suspiró y se golpeó los muslos con las palmas de las manos.
—Bueno, creo que mi trabajo aquí ha finalizado. He hecho todo lo que estaba a mi mano para detener esta locura.
Puse los brazos como jarras y alcé la ceja.
—¿Locura? ¿En serio? Creo que ya nos conocemos lo suficiente como para vivir juntos. Muchas personas se casan apenas sabiendo el nombre de otro.
Miriam se sentó en mi colchón desnudo, rendida.
—No me refiero a eso —insistió—. Es que Vincent no me termina de dar buena espina. No creo que sea mala persona, pero ¿viste cómo se quedó cuando pasamos por el desfile de los soldados estadounidenses? No es que a mí me caigan del todo bien, es más, los echaría a patadas si pudiera, pero él se puso pálido. ¿Crees que tenga algo que ver?
—¡Si siempre dijiste que te caía bien! —protesté, indignada—. Seguro había alguien que conocía, no sé de qué te preocupas.
—¡Y lo hace! Es que hay algo en ese hombre que no me termina de cerrar. —Arrugó su pequeña nariz—. Pareciera como si ocultara algo, no lo sé.
Me senté al lado de Miriam, tomé su mano y le di un apretón para calmarla y, de paso, también hacerlo yo. La amaba, pero a veces sus teorías conspirativas me sacaban de quicio.
—Es un poco reservado, sólo eso. Y no le gusta recordar su tiempo en Estados Unidos. Te aseguro que no hay nada malo con él.
Ella acarició el dorso de mi mano mirándome a los ojos.
—Si tú lo dices, cariño, yo confío en ti.
Estiré el brazo para darle un abrazo.
—Gracias, Miriam —murmuré de todo corazón.
Ella me empujó suavemente.
—Bueno, ya está, niña, que me harás llorar. —Se secó una pequeña lágrima con la punta del dedo— Vincent ya debe de estar por llegar con ese amigo suyo... ¿Cómo era que se llamaba...?
—Julián.
Chasqueó los dedos.
—¡Ese!
El timbre sonó como si todo estuviera fríamente calculado.
Miriam alzó las cejas cuando me vio apretar los labios para esconder la sonrisa. Corrí hasta la entrada mientras Miriam me seguía con una maleta en cada mano.
—Hola, hermosa —exclamó Vincent con una sonrisa y me alzó en brazos.
—Ya está, tortolitos. Me van a hacer vomitar. —Julián nos empujó levemente para poder pasar. Se llevó un dedo a la boca abierta para fingir que vomitaba.
Vincent me dejó en el piso y me tomó la mano. Miriam nos miraba con lágrimas en los ojos. Se me encogió el corazón y se me formó un nudo en la garganta. Le hice una seña con los ojos para que se detuviera o yo también comenzaría a llorar.
—¿Esto es todo? —Julián señaló el montón de valijas y bolsas apiladas en un costado.
—¿Eh? Sí, sí, eso es todo. Gracias, Julián.
Él me guiñó un ojo y se colgó tres bolsas en el hombro.
—No hay de qué. Le debía un favor a ese machote de ahí. —Lo empujó con el hombro cuando pasó a su lado y Vincent le pegó con el puño en el brazo.
«Hombres» pensé.
—Creo que ya es hora de irnos —me apresuró Vincent, más que nada porque sabía que entre más me quedara, más me iba a costar irme.
Miriam comenzó a hacer pucheros y a sorberse la nariz. Me solté de Vincent para darle un fuerte abrazo. Sentí como se me humedecía el hombro pero no me importó, de cualquier manera, yo también estaba mojando el suyo.
—Bueno, bueno, ya está. —Miriam hizo que nos separamos y yo le sonreí entre lágrimas.
—Te quiero —dije con voz ahogada.
Ella sonrió y me limpió las lágrimas con los pulgares de forma maternal.
—Yo también, cariño, yo también —respondió, aún sonriendo—. Pero ya vete o tendré que echarte.
Vincent, detrás de mí, rio por lo bajo, arrancándome una sonrisa.
Miriam me soltó y caminé hasta Vincent, que me volvió a rodear con el brazo y juntos nos dirigimos hasta nuestra casa mientras Miriam nos observaba desde el marco de la puerta.
°°°°°
—¡No me dijiste que tenías un tocadiscos nuevo! —le grité a Vincent mientras desempacaba los pocos vinilos que tenía y los guardaba en un pequeño mueble en la sala debajo de la ventana, junto a los suyos.
Desde ahí podía verlo preparar dos tazas de café en la cocina. Se había quitado la chaqueta y sólo llevaba una camisa fina, por lo que pude observar el delineado de sus músculos cuando se encogió de hombros. Por unos segundos fantaseé con desabrochársela lentamente.
—¡Lo compré ayer! —me gritó en respuesta, volviendo la cabeza—. Era una sorpresa para ti.
Me quedé pasmada.
—¿Para mí? —Me llevé una mano al pecho inconscientemente.
Vincent caminó con dos tazas blancas humeantes en las manos y apartó unas bolsas con el pie desnudo para sentarse en el suelo frente a mí. La luz del sol de la tarde se instaló en su cabello, volviéndolo plateado.
—Así es. —Me ofreció una y yo la rodeé con ambas manos—. Algo así como... de los dos. No sé si sabes lo que quiero decir. —Bajó la mirada unos momentos y una sonrisa tímida se formó en las comisuras de sus labios.
Sentí como me ruborizaba, pero, a diferencia de Vincent que se lo notaba nervioso, no aparté la mirada.
Le di un sorbo al café, lo dejé en el piso a mi lado y me puse a revisar sus vinilos hasta dar con el que quería. Lo coloqué en posición, bajé la aguja y la música lentamente llenó el ambiente.
—Adoro a Ruth —dijo Vincent con una sonrisa mientras comenzaba a mover el pie al ritmo de la canción.
Le guiñé un ojo con picardía.
—Ya lo sabía.
Él negó con la cabeza y cerró los ojos para disfrutar de la canción. Apoyé los codos en las rodillas y la cara en las manos, mirando a Vincent mientras sonreía y dejando que la voz de Ruth me llenara.
Observarlo cuando estaba ensimismado, cosa que no solía pasar a menos que estuviera durmiendo, se había convertido en una obsesión. Verlo relajado, lejos de todo el dolor, la hambruna y la muerte que nos llegaba todos los días en las noticias, era un regalo de Dios. Todo parecía detenerse por un momento, nosotros, solos, en nuestra pequeña capsula por un rato, y yo al fin podía ser un poquito más feliz. Él abrió los ojos y sonrió. Me pregunté si pensaba lo mismo que yo.
Sin decir una palabra, me ofreció una mano y me ayudó a ponerme de pie. Seguía sorprendiéndome cómo nos podíamos entender sin necesidad de palabras. Él apartó mis cosas con el pie para hacer espacio, y sin dejar de mirarme en ningún momento, colocó una mano en mi cintura y tomó mi mano derecha. Algo más poderoso que una corriente eléctrica se extendió por todo mi cuerpo.
Vincent me guió por la pequeña sala con movimientos fluidos de vals. Habíamos bailando en unas cuantas ocasiones y tuve oportunidad de notar que él no tenía dos pies izquierdos como la mayoría de los chicos que conocí, pero ahora algo fue diferente. Nunca pude identificar qué, pero supongo que fue su mirada, tan intensa que creo que podía ver mi alma; la luz de las últimas horas del día, que se deslizaba a través de las cortinas de encaje como oro líquido por el piso blanco y nuestros pies descalzos; la hermosa música que se combinaba con el ruido de la aguja, nuestras respiraciones y el desliz de nuestros pasos; o la intimidad y la conexión que nunca más volví a sentir con alguien.
Contuve la respiración cuando Vincent bajó la cabeza para lo que pensé que me iba besar, pero en cambio apoyó su mejilla con la mía y murmuró la canción en ese perfecto acento estadounidense que me volvía loca:
—For nobody else gave me a thrill with all your faults, I love you still. It had to be you, wonderful you. It had to be you...
Jamás volví a sentirme tan amada.
°°°°°
Comencé a darme cuenta de que Vincent solía ausentarse algunas horas al salir del trabajo. Al principio se lo atribuí a que se quedaba charlando con sus compañeros o iban por unas copas, pero jamás volvió borracho o alegre, al menos no de ese tipo de alegría. Me negué a sospechar de otra mujer, porque Vincent jamás había sido ese tipo de hombre, por lo que mandé ese horrible pensamiento al fondo de mi cabeza.
Solía evadirme cuando le preguntaba al respecto o me torcía la conversación hasta que yo acaba olvidándolo, o al menos pretendía hacerlo para no discutir. Sabía que él terminaba la jornada a las ocho de la noche, pero a veces volvía a casa a las diez. En una ocasión me propuse seguirlo cuando terminaba en la obra, pero yo salía de la fábrica a las nueve menos cuarto de la noche, por lo que para esa hora Vincent bien podría estar en la otra punta del mundo; y, además, no quería arriesgar mi trabajo por lo que podía llegar a ser un capricho mío.
Pero a medida que pasaban los días Vincent solía volver con cara más y más larga. No hablaba conmigo sobre eso por más que lo interrogara. Algunas noches podía sentir cómo se revolvía en la cama sin poder conciliar el sueño. Hacía todo lo que estaba a mi mano para tranquilizarlo, pero el ambiente también me estaba empezando a poner tensa.
Hasta que un día me cansé. Por la mañana, mientras hacía el desayuno, no le dirigí la palabra y él no se inmutó. Al volver a casa por la noche descubrí que aún no había llegado, por lo que sólo hice la cena para mí, lavé los platos con más fuerza de lo necesario y me senté en el sofá debajo de la ventana para esperarlo.
Se hicieron las diez y no llegó.
Debajo de toda mi ira también comencé a preocuparme. ¿Le habría pasado algo? Las calles por la zona no eran las mejores para andar de noche. Pero aun así me quedé sentada.
La puerta se abrió a las once menos cuarto, cuando ya casi me quedaba dormida.
Vincent caminó encorvado y arrastrando los pies hasta la mesa de la cocina y dejó que las llaves repiquetearan sobre la mesada de granito. Se desplomó en la silla en un suspiro y se pasó los dedos por el cabello, ya de por sí revuelto.
—¿Sabes la hora que es? —cuestioné bruscamente.
Vincent se asustó y se puso de pie con rapidez. Cuando me reconoció volvió a suspirar y se apoyó en la mesa.
—Casi me matas del susto, Ariadna —dijo con voz cansina y se llevó una mano a la frente.
Me puse de pie y avancé hasta él con los brazos cruzados con la esperanza de que no se me notara el temblor en las manos.
—¿Dónde estabas? —pregunté con la voz más firme que fui capaz de usar.
Vincent me observó detenidamente por un momento.
—Con los chicos. En el bar.
—Mientes —repliqué instantáneamente—. No hueles a alcohol.
—No bebí nada.
Quise golpearlo.
—Aun así, tendrías olor en la ropa. Julián salpica cuando bebe.
Vincent bajó la mirada, rendido, y volvió a sentarse en la silla. Parecía un niño al que habían regañado. Mi corazón se ablandó. Me arrodillé para quedar a su altura y coloqué las manos en sus rodillas.
—¿Cuándo me dirás por qué llegas tan tarde? —traté con más suavidad.
—No puedo decírtelo —admitió al fin, masajeándose las sienes.
Sentí un nudo formándose en mi garganta y como la sangre abandonaba mi cuerpo ante los delirantes pensamientos que cruzaron mi mente en menos de un segundo.
—¿Estás viendo a otra mujer, no es así? —mi voz tembló al final y sentí que me moría.
Eso pareció hacerlo reaccionar, porque levantó la mirada y tenía los ojos llenos de culpa. No necesité más palabras para que mi barbilla comenzara a temblar.
«Estúpida. Estúpida. Estúpida».
—¿Qué? No, no. Por Dios. No. Nunca haría eso. —Dijo algo más en inglés tan rápido que no logré entenderlo.
Las piernas me fallaron de alivio. Me senté en el suelo y apoyé la frente en sus rodillas. Vincent me acarició el cabello como solía hacerlo algunas veces cuando dormíamos. Quería seguir enojada con él, bien tenía mis motivos. No podía ser que una mirada, un toque suyo lograra desarmarme, extinguir el fuego en mi interior. Era algo más fuerte que mi voluntad.
—Es más complicado que eso.
«Por favor, que no sea un hombre» recé para mis adentros.
—¿Te quieren echar de la obra? —pregunté en su lugar— Oí que estaban haciendo recortes. ¿Te quedaste sin trabajo?
Negó con la cabeza.
—No, no, tampoco es eso.
—¿Entonces qué? —me senté derecha y lo miré, exasperante—. Sabes que puedes confiar en mí.
Hubo un largo silencio en el que pude sentir cómo el nudo en mi garganta crecía por las lágrimas y mi estómago se cerraba por el miedo a la respuesta. Necesitaba escucharlo, aunque una parte de mí sabía que después nada sería igual.
—Me encontraron —susurró.
El corazón se me detuvo.
—¿Quiénes?
—La... la próxima semana debo viajar a Estados Unidos —admitió al fin en voz baja—. Decírtelo te pondría en peligro, y no quiero hacerte daño. El simple hecho de que esté aquí te hace correr un riesgo enorme, pero yo... yo no... no podía...
Vincent calló y se mordió el labio inferior como para dejar de hablar. Yo abrí la boca para decir algo, pero no se me ocurría nada.
Me puse de pie para sentarme en la silla continua a él y buscar su mirada, pero se negaba.
—Pero... ¿por qué? —musité—. No entiendo. No entiendo nada de lo que dices. Explícame, por favor.
Vincent bajó la mirada. Tenía los hombros hundidos hacia adelante, como si la gravedad lo atrajera hacia el piso. Apoyé el codo contra la mesa y tapé mi boca para ocultar el temblor de mis labios que se negaban a decir una frase coherente.
—Yo deserté —admitió con voz firme. Apretó los puños sobre su regazo—. Me escapé del ejército. Y ahora me encontraron. Debo volver para arreglar las cosas.
—Pero... ¡Te llevarán a la corte marcial! —exploté, golpeando la mesa con los puños.
Otra vez silencio. Quise golpearlo, zarandearlo. ¿Cómo había sido tan estúpido? ¿Cómo había sido yo tan estúpida de no haberme dado cuenta de las señales obvias? ¿Por qué no me había dicho nada? Y ahora ambos pagaríamos las consecuencias. Había un molesto golpeteo que no hacía más que ponerme nerviosa. Al bajar la mirada, descubrí el temblor de mis manos golpeando contra mesa violentamente. Cerré los puños para detenerlos.
—Eso creí. Bueno, eso me dijeron. Pero... me ofrecieron un trato. Por favor, no me preguntes más. Todo esto es muy difícil para mí.
—¡¿Para ti?! ¡Ponte en mi lugar! —grité y mi voz se rompió en la última sílaba.
Estaba temblado y llorando sin poder contenerme. Por un momento deseé que se tratara de un simple engaño con otra mujer, eso sería mucho más fácil de lidiar. Pero una traición al ejército... eso estaba completamente fuera de mis manos.
—¡Y tú en el mío! Do you think I like keep secrets? Well, no! —gritó Vincent a su vez. Cuando vio que estaba llorando, suspiró y me quiso tomar la mano, pero yo las escondí en mi regazo. Parecía herido y, honestamente, me importó un bledo—. No quise decirte porque sabía que te pondrías así. Pero no tengo opción. Volveré antes de que te des cuenta que me fui, ¿sí?
No le respondí, sólo lo miré. No podía encontrar las palabras sin echarle en cara lo traicionada que me sentía. Él también me miraba, esperando que hablara. Cuando se dio cuenta de lo enfadada que realmente estaba, se puso de pie, intentó darme un beso en la frente, pero me corrí y, con el rostro duro como la piedra, se fue. No volvió en toda la noche.
°°°°°
No le hablé durante los siguientes días, y Vincent, por más de que me intentara dirigir la palabra los primeros días, terminó por rendirse.
Cuando me preguntó si lo acompañaría al aeropuerto, simplemente corrí la cara y fingí no haberlo escuchado. Por el rabillo del ojo vi que lo había herido y, cuando cerró la puerta, me arrepentí, pero no lo seguí: mi orgullo era demasiado grande.
Por la noche pensé en ir a la casa de Miriam y llorarle la vida, pero no quería preocuparla y que me mirara con su cara de "te lo dije". En cambio, me senté a escribirle a Lucinda, pero fui incapaz de terminar una frase que no sonara como una queja. Ella ya tenía problemas más grandes como para leer como me lamentaba patéticamente por una mentira de mi novio que, encima, había sido para protegerme.
No pude dormir. La cama me parecía demasiado grande y fría. Veinte millones de preguntas rondaban por mi cabeza, pero había una que parecía estar clavada permanentemente en un costado de mi mente, molestando y llamando la atención:
«¿Volverá?».
Supuse que así se sentían las mujeres cuando sus esposos iban a la guerra.
Así que lo único que podía hacer era tener fe de que volviera y así poder perdonarlo.
°°°°°
Él regresó quince días más tarde mientras yo estaba trabajando en la fábrica, por lo que no me enteré de su regreso hasta la noche, cuando ya estaba demasiado cansada como para pensar claramente.
Cuando entré al departamento, lo encontré de pie al lado del sillón, como si acabara de ponerse de pie. Dejé caer el bolso al suelo y apenas logré cerrar la puerta del todo. Vincent abrió los brazos y me atrapó en vuelo cuando me lancé hacia él; dio un traspié y caímos al sillón, fundidos en un abrazo.
—Perdón por gritarte —balbuceé con la cabeza escondida en su cuello. Estaba temblando como una hoja al viento—. Yo no quería... yo... —Había pensado en un discurso durante días, y ahora no podía recordar una sola palabra.
—Shh, shh. Ya está. Ya pasó. —Vincent me acarició la espalda con ternura y me sentí morir.
Respiré entrecortadamente y sentí como salían las lágrimas de alivio. Me desmoroné sobre él y Vincent me abrazó con fuerza. No supe si él también estaba llorando porque mis sollozos eran tan fuertes que no concentrarme en nada más.
Luego de lo que parecieron milenios, Vincent me separó un poco y me limpió los rastros de lágrimas con las palmas de las manos. Sonrió con cariño, como si yo fuera una niña, y no apartaba la mirada de mis ojos. Noté que los suyos estaban un poco aguados, y eso sólo hizo que comenzara a lloriquear otra vez. Quería besarlo, pero seguramente estaba hecha un desastre.
—Ya está todo bien, ¿sí? —repitió en voz baja, acariciándome la mejilla aún húmeda.
Me bajé de su regazo y me terminé de secar los ojos. El subilón de adrenalina había terminado, dejándome aún más temblorosa y débil, si es que podía estarlo.
—¿Cómo estás? —Sentí la garganta pastosa y la lengua pesada al hablar.
—Bien, bien —respondió con tranquilidad. ¿Cómo podía estar tan tranquilo en un momento como este? A pesar de tenerlo en frente y asegurarme de que estaba a sano y salvo, seguía teniendo los pelos de punta y el corazón en la boca.
—¿Qué te hicieron? —Le acaricié la mejilla y noté que tenía una mancha amarillenta debajo del mentón y en el pómulo. Apreté los dientes. ¿Dónde más estaba herido? ¿Con qué lo habían golpeado? ¿Con qué clase de personas se había reunido?—. No me mientas, no soy ingenua.
Apartó mi mano y entrelazó nuestros dedos. La corriente eléctrica que tanto había extrañado me atravesó y casi me largo a llorar otra vez. Dios, lo había echado tanto de menos. Su rostro se contrajo en una mueca y no quedó ni un rastro de la sonrisa que tenía al verme en el primer momento. Se me encogió el corazón.
—No hablemos de eso ahora, ¿sí? —Bajó la mirada a nuestras manos—. Fue un viaje muy largo y sólo quiero estar contigo.
Quise protestar, pero ¿qué sentido tenía? Probablemente terminaríamos discutiendo, y en ese momento, después de las interminables noches de soledad donde las peores escenas posibles pasaban frente a mis ojos, era lo último que quería.
Asentí con la cabeza y Vincent volvió a sonreír. Hizo un movimiento con la cabeza al cuarto.
—Vamos a dormir —dijo suavemente.
—¿Ahora? Pero no has cenado...
Puso una mano sobre mi boca, sorprendiéndome.
—Nunca dejas de hablar, Ari. —Retiró la mano de mi boca con lentitud y una sonrisa. Parecía a punto de decir algo más, pero calló.
Me guió hasta el cuarto y nos recostamos sobre la cama, así, vestidos y con zapatos, con las narices tocándose y las manos entre nosotros. Las cortinas estaban corridas, así que apenas podía ver el azul de sus ojos en la oscuridad.
Vincent todavía parecía apunto de decir algo y no estaba segura de presionarlo o no, por lo que, ante la duda, incliné la cabeza y lo besé con suavidad, apenas presionando nuestros labios y disfrutando cada milímetro de nuestras pieles tocándose.
Él me rodeó la cintura y me acercó un poco más hasta que el edredón se arrugó entre nosotros. Descubrí terminaciones nerviosas que creía olvidadas cuando me acarició el costado por encima del vestido. Yo también lo acaricié. Por todos lados. El cabello rubio, tan sedoso como siempre; el rostro, que tenía una fina sombra de barba; el estómago por debajo de la camisa. Quería que se olvidara de todo lo que sea que le hubiera pasado en esas semanas y, de paso, que también me ayudara a mí a olvidar.
°°°°°
Me desperté sola por la mañana. Tanteé las sábanas en busca de Vincent, pero la cama estaba vacía. Medio conteniendo un ataque de pánico, medio con las rodillas a punto de fallarme, me eché una bata a los hombros y salí a buscarlo con la esperanza de que siguiera en casa y no se hubiera fugado o lo hubieran secuestrado.
Lo encontré en la cocina, apoyado en la mesada y mirando fijamente una taza limpia en la mano. Se había vuelto a poner la ropa con la que había llegado. No notó mi presencia hasta que le toqué el hombro y se sobresaltó, viéndome sin ver por unos segundos.
—Vince... ¿Está todo en orden? —pregunté, ciñéndome la bata al pecho.
Vincent pasó la mirada de mí a la taza y luego la dejó sobre la mesada.
—Te iba a preparar el desayuno. Lo siento, me quedé pensando.
Se hizo un silencio insoportable. El chiflido del viento que entraba por la ranura de la ventana rota encima del lavaplatos parecía ensordecedor. Él miraba los edificios y la luz pálida del amanecer que pegaba contra ellos; yo lo miraba a él, intentando buscar algo que me dijera qué estaba pasando por su cabeza. Pero, como siempre, Vincent era un libro con cerradura de acero.
—Cuéntame —le rogué.
Mi tono de voz hizo que se volviera y me mirara. No había nada en sus ojos aparte de las bolsas debajo de ellos. Me pregunté si anoche había dormido algo.
Dimos unos cuantos pasos hasta la mesa del comedor. Vincent apoyó los codos sobre la madera de pino y yo apoyé la espalda contra el respaldo de la silla. Esperé hasta que terminara de sopesar sus palabras y me clavé las uñas en la palma de la mano para evitar mover la pierna.
Luego de lo que parecieron ser años, cuando yo estaba comenzando a perder la paciencia, Vincent suspiró y se pasó una mano por el rostro. Masculló algo por lo bajo que no logré entender y, finalmente, saltó:
—The USA Army quiere que sea espía en Alemania. Quieren saber dónde serán los próximos ataques. También hay rumores de campos de trabajo, y también quieren saber dónde están. Tengo que hacerlo. Me amenazaron... te amenazaron a ti también.
El mundo pareció dar vueltas a mi alrededor.
—¿Qué? —mi voz salió como un susurro.
—Intenté negarme —siguió—, pero me amenazaron. Te amenazaron. —Gesticulaba con las manos mientras miraba una mancha en la madera, como si le estuviera hablando. Jamás lo había así—. Saben todo sobre nosotros. Donde vivimos, con quien nos relacionamos, sobre tus padres; incluso sobre Miriam y Carlos. Busqué micrófonos por toda la casa, pero no encontré ninguno, aunque no busqué demasiado a fondo. —Miró las paredes, como desafiándolas a contar nuestros secretos.
Me dejé caer hacia adelante y apoyé el rostro en las manos. La cabeza me daba vueltas. Era un sueño, estaba segura que era un sueño. ¿Espía? ¿Qué clase de ridícula historia de ficción era este? Nada tenía sentido. Noté que me temblaban las piernas.
—Nada de esto hubiera pasado si no hubiera desertado. —Golpeó la mesa con el puño y me sobresalté, pero él no lo notó—. I'm an idiot! A coward! Now you are in danger because of me and I can't...
—Espera. Cállate. Estoy intentando procesar todo y pensar—lo frené como cada vez que parloteaba cosas que no terminaba de entender.
No podía perimirle que viajara. ¿Quién sabía si él volvería? Y si regresaba ¿en qué estado lo haría? Había desertado, y por lo que sabía, no trataban muy bien a los que escapaban del ejército. Podríamos huir del país, establecernos en otro lado, pero... ¿en dónde? Vincent ya había escapado y lo habían encontrado, nada me aseguraba que no lo volverían a hacer, y una parte de mí me decía que las consecuencias no iban a ser tan leves como ahora.
Entonces fue cuando un faro de luz iluminó mi mente y lo vi todo claro como el agua.
—Entonces iré contigo —declaré, apoyando las palmas en la madera—. No pienso quedarme aquí sentada sin hacer nada.
—I knew you'll say that —murmuró por lo bajo y suspiró otra vez—. Ellos quieren que vengas también, pero yo les dije que no puedo permitirlo. Dejaría que me fusilen antes de llevarte a la boca del lobo. —Se pasó una mano por la cara—. Y más siendo tú... —se detuvo abruptamente y apretó los labios.
—Yo siendo ¿qué? —lo presioné.
—Negra —soltó—. Los nazis los odian. Odian a todos lo que no sean como ellos. Tú has podido ver por ti misma lo que debe hacer la gente que piensa distinto.
Bajé la mirada a mis manos llena de cayos. No era exactamente negra, de hecho, tenía la piel morena más clara que la mayoría de mis amigas, pero tampoco era blanca. Recordé mis días en la escuela cuando era una de las pocas mujeres en mi curso y los demás niños me tiraban del pelo por no encajar en ninguna parte: por mi piel, por ser mujer, por mi origen medianamente humilde... Solía llegar a casa llorando, hasta que me di cuenta que eso jamás resolvía nada. No podía taparme con las mantas y no enfrentar los problemas. A partir de ese entonces, había decidido que no dejaría que nadie me dijera qué podía hacer y qué no.
—No es nada que el maquillaje no pueda arreglar —repliqué, y me sorprendí de la firmeza de mi voz.
—¿Y el alemán? Apenas te las apañas con el inglés —cuestionó.
—Me haré pasar por muda. Seré criada. No sé, algo se me ocurrirá.
Su máscara de serenidad se estaba rompiendo y pude ver la miseria y la desolación en sus ojos. Podía notar los riesgos que estaba enlistando en su cabeza. Vincent sabía que no podía pararme y eso lo estaba destrozando, pero no podía dejarlo solo en algo como esto. Intenté evitar que su pánico se transmitiera a mi cuerpo.
Tomé su mano por encima de la mesa y entrelacé nuestros dedos.
—Todo saldrá bien —lo tranquilicé con una sonrisa—. Ya verás.
Vincent negó con la cabeza efusivamente.
—No, holy shit. Nada sale bien de esto. No sabes dónde te quieres meter. —Respiró profundo como para controlarse.
Jamás lo había visto tan vulnerable, y eso me dio miedo. Es decir, Vincent jamás parecía temeroso de nada, siempre ponía el pecho a cualquier situación, y de repente parecía que nos estábamos lanzando directo al infierno. Me puse de pie hasta alcanzarlo y rodearle la cabeza contra mi estómago. El me abrazó por la cintura con fuerza.
—Sé que no va a ser fácil y que es peligroso —le dije con lentitud mientras le acariciaba la cabeza—, pero estas semanas me hicieron darme cuenta que no puedo intentar vivir una vida normal sabiendo que tú estás haciendo Dios sabe qué. Que te están haciendo algo. Yo no... casi me vuelvo loca. No soportaría dejarte ir solo.
Vincent guardó silencio el tiempo suficiente para que creyera que no me había escuchado.
—No quiero que te pase nada malo —musitó.
Enterré los dedos más profundamente en su cabello.
—Estaremos bien. Te lo prometo.
Aunque por dentro estaba temblando.
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