I
Guatemala, mediados de 1943
—¡Taxi! ¡Espere!
El vehículo siguió de largo a pesar de mis insistencias, haciendo que mi falda revoloteara tras su paso. Resoplé, me ceñí la pañoleta a la cabeza con fuerza para que no se volara con el viento y crucé la calle a paso apresurado. Según el reloj en mi muñeca estaba veinte minutos retrasada; Miriam me mataría cuando me viera... si es que podía encontrarla. Aún estaba lejos del Museo, donde estaba el corazón de la marcha y de allí iríamos hasta el Palacio del Ayuntamiento, pero ya me llegaba el eco de las cacerolas, los gritos y los aplausos. El corazón me saltó de alegría en el pecho: sería la marcha más grande por los Derechos de la Mujer que Guatemala hubiera visto.
Otro taxi se intentó abrir paso a través del tráfico en dirección a mi destino y se detuvo cuando levanté la mano. Un hombre regordete se asomó por la ventanilla y entornó los ojos para que el sol no le molestara.
—¿A dónde se dirige, señorita?
Hice visera con la mano.
—A la marcha. ¿Podría acercarme lo más posible?
La desesperación en mi voz lo hizo pensar un momento.
—Sólo si al caballero no le molesta. —Señaló con el pulgar a la parte de atrás del auto.
Un hombre rubio se inclinó hacia adelante y posó una mano en el respaldo del auto.
—No me molesta —afirmó con un extraño acento. Dicho eso, abrió la puerta trasera y se hizo a un lado para dejarme espacio.
Murmuré un "gracias" con una sonrisa y cerré la puerta del taxi al tiempo que el conductor aceleraba, traqueteando por la calle empedrada de la Antigua.
El hombre, sentado a mi derecha, se mantenía erguido contra el respaldo como si tuviera un palo de escoba en la espalda y miraba por la ventana. Usaba un traje gris un poco arrugado a la altura de los puños. Por la forma en la que apretaba la mandíbula (cuadrada, blanca, fuerte y muy atractiva) supuse que estaba incómodo.
—¿Usted también va a la marcha? —pregunté para romper el hielo. La tensión que irradiaba me ponía nerviosa, y ya lo estaba lo suficiente como para que él agregara más a la mezcla.
Se volteó, sorprendido de que me dirigiera a él.
—Iba al Museo, pero hasta ahora no... saber que había una... marcha —sonaba algo enfadado detrás de ese acento. Definitivamente era extranjero, aunque no podía identificar de dónde. De cualquier manera, en tiempos por estos, se podía encontrar muchos inmigrantes buscando refugio de la guerra.
Levanté las cejas ante su comentario.
—Discúlpenos por luchar por nuestros derechos y arruinarle la visita —contesté lo más neutral que pude.
Él tardó unos segundos en sonreír, como si hubiera estado procesando lo que había dicho.
—Lo lamento —se disculpó—. No quería ser... grosero. Todavía es difícil el español.
Le devolví la sonrisa, parecía imposible no contagiarse. Le ofrecí la mano.
—Soy Ariadna Ramos.
Su apretón fue firme y seguro.
—Vincent Lowell. Mucho gusto.
Ladeé un poco la cabeza al examinarlo. Tenía unos ojos azules hermosos.
—¿De dónde es, señor Lowell?
Su rostro se congeló como piedra en menos de un segundo y su sonrisa se borró.
—Eso no importa usted, señorita —respondió, cortante.
Apreté los labios. En mi experiencia, a muchos extranjeros no les gustaba revelar su país de origen por miedo a recordar las devastaciones sufridas en sus ciudades, por lo que cerré la boca y miré por la ventanilla. Cada vez era mayor cantidad de mujeres caminando con carteles o aplaudiendo y gritando; algunas cargaban a sus hijos en brazos y otras pocas estaban acompañadas por sus maridos. Volví a pensar en Miriam y se me pusieron los pelos en punta al imaginar las cosas que me diría. Debí haberla acompañado cuando salió de casa.
—Lo lamento otra vez —dijo Vincent, irrumpiendo el silencio—. Es tema difícil. Llegué hace poco.
—Está bien —lo tranquilicé. No estaba de humor para enojarme—. Lo entiendo. ¿Le gusta aquí?
—Es... hermoso —respondió Vincent, mirando por mi ventanilla. Tenía una voz grave, profunda, que salía del fondo de su garganta. Arrastraba un poco la "r"—. Y bueno que arreglen los edificios.
En eso coincidía con él. La Antigua Guatemala había estado destruida por mucho tiempo, y los terremotos que la habían sacudido no ayudaron mucho, por lo que ahora los viejos edificios eran un montón de fierros, piedras y construcciones medio abandonadas, pero confiaba que pronto podían restaurarla.
—Sí, así es —convine.
—Esto es lo más cerca que puedo dejarla del Museo, señorita —la voz del conductor me sorprendió por un momento. Frenó el vehículo en el medio de la calle, frente a un grupo de mujeres charlando—. Hay demasiada gente.
—Muchas gracias, señor.
Comencé a buscar el dinero en los bolsillos de mi falda pero el señor Lowell se me adelantó, dándole unas monedas al conductor. El hombre le agradeció asintiendo con la cabeza.
—No hacía falta que le pagara —dije cuando salimos del taxi—. Tenga. —Le ofrecí unas cuantas monedas.
Él negó con la cabeza y se guardó las manos en los bolsillos. Ahora, de pie frente él, podía ver que me sacaba al menos medía cabeza, y eso que yo no era exactamente petiza. No era demasiado delgado ni demasiado grande, pero los hombros se ajustaban debajo de la chaqueta del traje color verde sucio.
—Insisto. Igual yo iba a pagar esa cantidad. —El señor Lowell me sonrió y se me quedó mirando unos momentos. Aparté la mirada e intenté no sonrojarme—. ¿Puedo acompañar, señorita Ramos? Yo no tener nada que hacer por la tarde.
Su dificultad con el español y su insistencia por hablarme parecieron adorables.
—Claro —acepté. ¿Por qué no hacerlo?—. Entre más personas seamos, mejor.
Me paré en puntas de pie para ver entre la multitud e intentar buscar a Miriam. Las personas me chocaban al pasar.
—Mhmm —dije frunciendo el ceño—. Vamos a tener que empezar a caminar. Tengo que buscar a una amiga, le prometí que nos encontraríamos e iríamos juntas.
El señor Lowell asintió. Comenzamos a abrirnos paso hacia el corazón de la marcha base de empujones y codazos. Había más gente de la que se esperaba, y eso solo hacía que mi corazón latiera con más rapidez por el orgullo; la convocatoria previa al evento no había sido nada fácil: casi había sido clandestina ya que los medios de comunicación se negaban a publicitarnos. Habíamos tenido que repartir folletos a la salida de los negocios y dentro de las fábricas; algunas compañeras habían sido detenidas unas horas por "disturbio público".
Se podían ver, además, muchos carteles contra Ubico, y eso me hizo preguntarme cuánto tiempo tardaría en llegar la policía a llevárselos.
—¿Dónde trabaja usted? —Él se inclinó para gritar cerca de mi oído y hacerse oír sobre la multitud. Su aliento cálido golpeó mi nuca y se me pusieron los vellos en punta.
—Empaquetamiento de frutas —le grité cerca también, pero sin dejar de buscar entre la gente—. Al lado de la tapicería de los Martínez.
En aquellos días, lo que más llegaba para encajonar eran bananas para el frente de los Aliados, y tener un minuto de descanso era un sueño. A pesar de tener veintitrés años y una soltería palpable, podía sentir que los problemas de cadera y espalda no tardarían en llegar por pasarme todo el día transportando cajas pasadas de un lugar a otro. Pero estaba feliz de haber conseguido el trabajo, pocas de mis amigas podían regocijarse de lo mismo.
—¿Tú pudiste conseguir trabajo? —le pregunté para seguir la conversación.
—¿Qué? —gritó al tiempo que la bocina de un auto chillaba a nuestra derecha.
—¡Que si tienes un trabajo!
No sé si llegó a responderme porque una señora bajita y regordeta salió de la nada, me tomó del brazo y me sacudió con la fuerza increíble.
—¡¿Dónde estabas, niña?! —gritó Miriam por encima del bullicio. Llevaba una pancarta en la otra mano y lucía furiosa—. ¡Te busqué por todas partes! Ten esto. —Depositó el cartel en la palma de mi mano—. Haz algo productivo y ven conmigo.
Miriam me arrastró con ella a pesar de mi resistencia.
—No, no, espera, estoy con alguien... —dije, pero ella no me escuchó.
Miré al señor Lowell, formulando una disculpa con los labios y esbozando una sonrisa torpe. Él se quedó ahí parado, sin estar muy seguro de qué hacer. No me había dado cuenta de lo pálido que era: desentonaba un poco entre tanta gente de color.
—¡Luego nos vemos! —gritó, y apenas lo pude escuchar antes de que las personas se cerraran y el señor Lowell desapareciera de mi vista.
°°°°°
Transcurrieron un par de días antes de que pudiera ver al señor Lowell otra vez. Había intentado buscar en mi memoria algún dato que me sirviera para contactarlo, ya que su sonrisa aparecía en mi mente en los momentos más inoportunos, pero no había nada. Estaba arrepentida de no haberle pedido su número de teléfono, si es que tenía, o al menos preguntarle donde se estaba quedando, aunque fuera un poco atrevido.
Al final, él fue el que me encontró a mí.
Había salido de la fábrica en mi descanso del medio día para tomar algo de aire fresco y comer una manzana. Era un día precioso, cálido y soleado, sin una sola nube en el cielo, por lo que me senté contra la pared de ladrillos y alcé el rostro para disfrutarlo. Todavía me quedaban siete horas más por delante, pero estaba tan agotada que cerré los ojos y apoyé la cabeza contra el muro, respirando a conciencia el aire limpio y escuchando el traqueteo de los carros por las calles.
Seguramente me había quedado dormida unos minutos, porque en el momento en el que alguien tocó mi hombro me sobresalté y dejé caer la manzana ya media oxidada.
El cuerpo del señor Lowell tapaba el sol y tenía la mano a medio extender en mi dirección, dudoso.
—¿Señorita Ramos? ¿Está bien? —preguntó.
—¡Señor Lowell! —exclamé y me senté derecha—. ¿Qué hace aquí? ¿Cómo me encontró? ¿Qué hora es?
Miré el reloj en mi muñeca, que marcaban las 12:27 p.m. Había tenido suerte de que él me hubiera despertado porque el señor Mercedes, ese desgraciado, sería capaz de despedirme si me excedía en mi horario de descanso aunque sea un minuto: ya se pasaba buscando cualquier excusa para reprenderme y hacerme trabajar como una esclava. Pero las cuentas no se pagan solas.
Volví a concentrarme en el hombre frente a mí, que me extendía una mano para ayudarme a ponerme de pie. Al tomarla su tacto me produjo una corriente eléctrica. La solté rápidamente y me limpié la falda como excusa.
—¿Cómo me encontró? —volví a preguntar, ahora más tranquila y con una sonrisa—. Quiero decir, no es que sea algo malo, solo es que estoy sorprendida. No mucha gente viene por aquí, y es una ciudad grande, por lo que podría haber estado en cualquier lado, y no creo que usted la conozca muy bien... Lo que no quiere decir que sea tonto, pero... —Cerré la boca antes de seguir balbuceando cosas sin sentido.
Vincent tenía el ceño fruncido como un niño que no entiende matemáticas. Era adorable. Me controlé de suspirar.
—Entendí la mitad de lo que dijo —contestó finalmente, arrancándome una risa y haciendo que él sonriera también—. Busqué a la tapieceía Martínez, como usted me dice. —Vincent señaló a su derecha, donde a unos cuantos metros estaba la pequeña fábrica familiar—. Fue fácil.
—Oh —dije, sin saber qué más decir aparte de una tontería, como lo bien que le sentaba el sombrero negro que llevaba.
Volví a mirar mi reloj. 12:29 p.m. Vincent se percató de mi movimiento y relamió los labios.
—Yo quería... —continuó— invitarla a comer... tonight. Es viernes. Si no tiene nada para hacer, of course.
Pestañeé varías veces, incapaz de creer que me estaba hablando a mí.
«Pero apenas nos conocemos» estuve a punto de replicar, pero iba a ser una tonta si lo rechazaba. Miriam me pegaría con un trapo en la cabeza si se enteraba que siquiera lo había considerado.
—¡Claro! Sí, sí, por supuesto —contesté demasiado efusiva. Su rostro pareció iluminarse—. Salgo del trabajo a las siete de la tarde. ¿Le parece encontrarnos a las ocho?
—¿Puedo pasar a su casa? Si me lo permite.
Si seguía hablándome así, le saltaría al cuello y me lo comería.
—No hay problema. ¿Tiene un papel? Para la dirección. —Dios Santo y la Virgen María. ¿Estaba roja? Ojalá no estuviera roja. Me estaba muriendo de vergüenza.
Se palpó los bolsillos y extrajo un papel arrugado del bolsillo interno junto a una pluma. Garabateé mi dirección con la esperanza de que pudiera descifrar mi letra.
Me aparté unos pasos en dirección a la fábrica y tomé el picaporte aunque mi cuerpo quería hacer todo lo contrario.
—Yo... debería volver. Sino van a matarme.
El señor Lowell sonrió como timidez.
—Oh. Claro. Nos veremos después.
Lo saludé con la mano libre.
—Nos vemos.
Él me observó entrar y cerrar la puerta. No fui capaz de evitar una sonrisa.
°°°°°°
Miriam casi se muere cuando, al volver a casa, le conté que tenía una cita.
—¿Cómo es? ¿Cómo se llama? ¿Dónde lo conociste? —me bombardeó al instante.
Miriam se pasaba las tardes lavando la ropa y las sábanas de los vecinos para traer algo de dinero a la casa, la que compartíamos solas, por lo que apreciaba cualquier chisme para escuchar otra cosa que no fuera la radio. Ella era como una madre para mí, ya que la verdadera se encontraba en la otra punta del país. No había querido dejarla, pero ella y mi padre habían insistido que me fuera para buscar una mejor oportunidad de la que conseguiría que en el pequeño pueblito donde me crié; por lo que me mandaron con Miriam, que me conocía desde que era una niña y no dudó en aceptarme en su casa: su único hijo ya se había ido para formar una familia y su marido había fallecido cuando yo era pequeña.
—En un taxi. Lo tomamos juntos para ir a la marcha. Se llama Vincent Lowell —le conté mientras buscaba algún vestido decente en mi armario. De todas formas, no era como si tuviera muchos.
Miriam se apoyó contra el marco de la puerta y se cruzó de brazos.
—No recuerdo a ningún muchacho contigo ese día.
Rodé los ojos y saqué un vestido amarillo de la percha.
—Porque estabas demasiado ocupada gritándome. ¿Qué te parece este?
—Me encanta. Él pasará a buscarte aquí, ¿no?
No pude reprimir una gran sonrisa.
—Sí.
Miriam chilló y acortó el espacio que nos separaba para darme un abrazo asfixiante.
—¡Ya era hora que algún hombre se pasara por aquí! Deberías invitarlo a cenar. —Me pinchó el hombro con el dedo.
—Espero algún día poder hacerlo.
Miriam me señaló con su dedo acusador.
—Más te vale que lo hagas.
Me separé de ella y la eché con las manos.
—Bueno, bueno, bueno. Tengo que prepararme. Dame unos momentos a solas, ¿sí?
Ella levantó ambas manos y abrió los ojos como platos.
—Como diga, Su Majestad.
Reí levemente cuando hizo una reverencia antes de cerrar la puerta de mi cuarto.
Dejé el vestido con delicadeza sobre la colcha de la cama y saqué los zapatos negros que usaba los domingos para la iglesia. Me senté frente al espejo para cepillarme el cabello, el cual tenía la suerte de ya tener rulos, por lo que no tenía que pasarme horas con los ruleros en la cabeza. Estaba a punto de probarme unos aros cuando vi de reojo el papel que había estado posponiendo desde unos días.
Lo tomé y lo estudié unos momentos con el corazón latiéndome fuertemente. Aún no había escrito nada porque no sabía por dónde empezar. La última carta de Lucinda había llegado quince días atrás y quemaba en mi mente como si la hubiera escuchado a ella misma hablándome al oído.
Hacía tres años que nos habíamos conocido. Ella italiana, pero trabajaba como bailarina en un circo ambulante que viajaba por el mundo. Tuvimos algo así como una conexión luego de que yo le dijera que había amado su presentación en la plaza y fuimos a tomar un helado juntas. Su español era excelente por la cantidad de países que había recorrido, y además de italiano también hablaba inglés, francés y algo de alemán. Era divertida e inteligente, y parecía que nos conocíamos de toda la vida por lo fácil que nos era hablar.
Volvió a Guatemala en dos ocasiones, en las cuales me contó que tuvo que chantajear al director del circo, solo porque quería verme otra vez. En esos días se quedó a dormir en mi casa, aunque debía despertarse antes que el sol saliera para ensayar sus actos, y aun así nos pasamos toda la noche hablando y riendo.
Pero ahora las cosas eran más complicadas. Luego de que la guerra se desatara en Europa, el circo se había disuelto (incluso me contó que a uno de sus amigos, que en realidad eran como su familia, lo habían atrapado y nunca más habían vuelto a saber algo de él). Lucinda estaba buscando la forma de huir de Italia, pero no era fácil. Sus cartas eran cada vez menos frecuentes y cuando llegaban sólo eran tragedias: me contaba que había días que no tenía para comer, y al haber viajado toda su vida, tampoco tenía un techo donde quedarse, por lo que tenía que refugiarse en la hospitalidad de las personas y en las iglesias. Había tenido que hacer cosas de las que se arrepentía, pero no le quedaba otra opción. En su última carta me había dicho que estaba cerca de la frontera de Suiza, pero que debía quedarse en Varese, Lombardía, por un tiempo hasta conseguir un poco más de dinero. Estaba a casi una hora a pie de la frontera, me dijo, pero estaba tan bien protegida que debía encontrar el momento justo y el grupo correcto, ya que ir sola sería un suicidio.
Suspiré y tomé un lápiz para escribirle. Sabía que muchas de mis cartas no las había leído ya que cuando llegaban ella ya había emprendido viaje.
2 de julio de 1943
Querida Lucinda:
Espero que puedas recibir esta carta, la enviaré a la última dirección que me dejaste.
¿Cómo estás? Espero que bien. Por aquí la estamos peleando como podemos, pero supongo que no se puede comparar con lo que estás pasando. Cada carta tuya es un respiro de alivio para mí.
Puedo hacer una lista con todas las cosas malas que pasan, pero prefiero centrarme en las buenas: hace unos días conocí a alguien. Ya sé lo que estás pensando, ni tú te lo puedes creer, ¡pero es verdad!
Se llama Vincent, y es endemoniadamente guapo. Es rubio y tiene los ojos azules más hermosos que alguna vez vi. Creo que es estadounidense o británico, pero no me lo ha dicho. En estos días están pasando muchos norteamericanos por aquí, aunque él no parece ser del ejército. Me da cosa preguntarle. Debe tener unos veinticuatro o veinticinco, no estoy segura. Parece bastante reservado, y que le cueste el español no ayuda mucho. Estoy segura de que si estuvieras aquí le podrías enseñar un poco. Y es muuuuy educado, me trata de usted. Me estoy muriendo de ternura.
¡Fue a la fábrica para invitarme a salir! ¡¡¡Él fue y me buscó!!! No me la puedo creer, y eso que hoy saldremos a comer algo. Estoy gritando internamente. Seguramente mañana te adjunte otra carta de cómo nos fue. ¿Crees que es muy pronto para que me bese?
Por Dios, lo acabo de conocer y ya estoy fantaseando con él. Que alguien me cachetee.
Pero cómo no hacerlo con un hombre como él... Tendrías que verlo.
Como sea, te extraño mucho. Escríbeme tan pronto como puedas. Espero que ya hayas podido cruzar a Suiza. Si no me respondes, asumiré que lo hiciste.
Te quiere hasta la luna y de regreso, Ariadna.
Procedí a guardar la carta en el sobre y dejarla en su lugar; mañana la llevaría al correo.
Terminé de arreglarme frente al espejo, me calcé el vestido amarillo y lo alisé con las manos a pesar de que no tenía una sola arruga; sólo me lo había puesto en una ocasión (el casamiento de una amiga) y me partía el corazón desperdiciar una prenda tan hermosa al no tener otra oportunidad.
La puerta sonó a las ocho y cuarto cuando ya estaba a punto de empezar a caminar por las paredes por la impaciencia.
Corrí para abrirla, pero Miriam se me adelantó con la gran sonrisa.
—¡Hola, guapo! Tú debes ser Vincent, ¿no? Lo que me contó Ari de ti no te hace justicia.
No sabía dónde esconderme. La mataría, juré que la mataría.
Vincent sonrió educadamente.
—Gracias, señora. Espero que sean buenas cosas.
Miriam se volteó para mirarme con ojos enternecidos.
—¡Me llamó señora! Yo que tú me lo como crudo.
«Y no sabes las ganas que tengo con ese traje azul» pensé para mi fuero interno.
—Creo que ya es suficiente, Miriam. —Caminé a pasos agigantados para ponerme al lado del señor Lowell. Él me ofreció su brazo—. ¿Nos vamos?
Asintió y le sonrió de nuevo a Miriam.
—Nos veremos luego.
Ella se llevó un puño a los labios.
—Diviértanse, pero no demasiado, ¿eh?
Rodé los ojos y tiré de él para que me acompañara.
Era una noche cálida, pero no tanto, y el vestido no me cubría demasiado como para que el viento no me pusiera los pelos de punta. Vincent puso su mano izquierda sobre la mía, que seguía apoyada en su brazo derecho.
—¿Cómo está? —cuestionó con una sonrisa. Apenas podía ver el azul de sus ojos por la escaza luz.
Bajé la mirada para intentar aplacar las mariposas que molestaban en mi estómago.
—Muy bien, gracias. ¿Y usted?
—Bien, bien. Pero llámame Vincent, por favor.
—Vincent —probé su nombre y él sonrió—. Y tú llámame Ariadna.
—Ariadna. Está muy hermosa hoy.
Intenté no suspirar al oír como dijo mi nombre lentamente, como si estuviera degustándolo y le gustara lo que probara. «Por Dios, Ariadna, gobiérnate, ¿o acaso tienes quince años?».
—Gracias —musité—. Tú tampoco estás nada mal así arreglado.
Quitó su mano de la mía un momento para acomodarse el pelo. Esperé que la volviera a poner donde estaba, pero la dejó caer a su costado. Me sentí un poco decepcionada.
—¿A dónde iremos? —pregunté. Entre la emoción no me había dado cuenta que no sabía a dónde estábamos caminando.
—A un lugar que se llama "Lo de Carlos". Me dicen que es bueno. ¿Lo conoces?
Me tapé la boca con una mano para contener una carcajada. Vincent frunció el ceño.
—¿He dicho algo gracioso?
—No, no, lo siento —me disculpé mientras intentaba borrar la sonrisa—. Son ocurrencias mías.
"Lo de Carlos" era el restaurante más famoso de este lado de Guatemala, y su dueño y cocinero, Carlos, era un viejo amigo de Miriam, por lo que era un tío para mí y, además, él me conocía desde que yo era un bebé. El hecho de Carlos me viera con Vincent iba a ser un poco incómodo: estaba convencida que me haría insinuaciones durante toda la cena y llamaría a Miriam para pasarle el chisme o acorralarla con preguntas.
Vincent no hizo más comentarios.
Llegamos al restaurante unos pocos minutos después. Se podía ver por las ventanas a unas cuantas parejas y familias dentro, y los pocos mozos (Carlos incluido. Le encantaba hablar con los comensales) corrían de un lado a otro con los pedidos en bandejas o los platos vacíos. Vincent abrió la robusta puerta de madera oscura y me dejó pasar.
Y al escuchar las campanas, como no podía ser de otra manera, Carlos fue a recibirnos.
—¡Ari! —gritó con una enorme sonrisa y los brazos abiertos. Todo el restaurante se dio vuelta para mirarnos—. ¡Mi niña! ¿Cómo estás?
Me arrancó del lado de Vincent y me apretó en un fuerte abrazo. Temí que su delantal grasiento manchara mi vestido por lo que me separé rápidamente.
—Bien, bien. Gracias, tío. Hoy vengo acompañada. —Señalé a Vincent, que se notaba incómodo bajo la mirada de la gente—. Vincent, él es Carlos, el dueño del local y algo así como mi tío.
Mi acompañante se adelantó y le ofreció la mano.
—Un placer, señor —dijo sin expresión.
Carlos se la estrechó con ambas manos y lo miró directamente a los ojos. Creo que intentaba ser intimidante, pero las arrugas alrededor de sus ojos le conferían un aspecto gentil que sugería unos buenos años sonriendo.
—El placer es todo mío. —Carlos se frotó las manos y nos sonrió. Ya podía ver sus planes malévolos formándose en su cabeza calva—. Vengan, los llevo a su mesa.
Él nos guió a una mesa al lado de la ventana y nos dejó los menús que le quitó a una camarera que pasaba por ahí.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Vincent cuando Carlos se alejó. Estaba ligeramente encorvado y los ojos fijos en la carta. Se lo notaba tenso.
—No sabía que haber tanta gente —admitió ojeando la comida y frunciendo el ceño-— No me gusta las multitudes.
—Podemos irnos si quieres... —ofrecí.
—No, no —se apresuró a decir. Esa hermosa sonrisa volvió a aparecer—. Aquí está bien. Ya nos sentamos. Y Carlos parece muy... amigable.
Le sonreí de vuelta.
—Sí, lo es.
Guardamos silencio con las miradas fijas en nuestros menús hasta que pocos minutos después apareció una camarera con una libreta y un bolígrafo.
—¿Ya saben que van a pedir? —preguntó con una sonrisa amable.
—Lasaña, por favor —respondí.
Ella asintió al tiempo que anotaba el pedido.
—¿Y el caballero?
—Tamales.
—Muy buena elección. En unos momentos traemos sus pedidos. —Se despidió con una sonrisa, giró sobre sus talones y se alejó hacia la cocina.
—Nunca se me hubiera ocurrido que te gustan los tamales —comenté.
—Yo tampoco lo sabía —admitió con una risa nerviosa—. No sé qué es la mitad de las cosas que aparecen.
—¿Hace cuánto tiempo que estás en Guatemala? —cuestioné.
Vincent apartó la mirada unos momentos como para pensarse la respuesta.
—Unos meses, poco tiempo. Antes de la guerra viajaba... a lot. Y me quedé aquí. Me gusta mucho.
—¿Y a dónde viajaste?
Le restó importancia con un movimiento de la mano.
—Muchos lugares. England, French, México... Italy y German. Mucho dolor después de The Great War. Quería ayudar un poco aunque ya pasó mucho tiempo.
Me incliné un poco sobre la mesa, apoyando los codos sobre ella.
—Eres de Estados Unidos, ¿no es así? —me arriesgué.
Lamenté haberlo dicho en el momento en el que las palabras abandonaron mi boca. Vincent se quedó como piedra y temí haberlo ofendido, pero se relajó y suspiró.
—Sí —dijo entre dientes.
Contuve una sonrisa de victoria.
—No quiero ser grosera, pero ¿no deberías estar en la guerra? Quiero decir, me alegro de que estés aquí, pero... Ya entiendes.
El semblante de Vincent era impenetrable y una pequeña parte de mi cerebro quería golpearme por mi bocota, pero la curiosidad me carcomía.
—No hablemos más de yo, ¿sí? No hay mucho que decir —dijo con un tono suave y tranquilo. Apoyó los codos en la mesa—. ¿Y tú? Tu madre parece muy buena.
Me sentí un poco decepcionada de que me cambiara de tema, pero era preferible a espantarlo con mis preguntas.
—No, no es mi madre. Es una amiga de mi madre. Mis padres viven lejos. Ellos tuvieron la idea de que viviera con Miriam para que yo tuviera más oportunidades de conseguir trabajo.
Vincent me observó unos segundos un tanto confundido y asintió.
—Muy buena idea.
La camarera volvió a aparecer con nuestros platos y los dejó sobre la mesa. Le di las gracias antes de que se marchara.
Vincent se quedó mirando sus tamales con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? —pregunté a la vez que tomaba los cubiertos.
—Es que no sé cómo se come esto.
Lo dijo de forma tan inocente que se me escapó una risa que sonó como un chancho antes de que pudiera contenerla. Vincent levantó la vista y nos quedamos mirándonos unos segundos antes de romper en carcajadas.
°°°°°
—La pasé muy bien esta noche —dije en voz baja.
Caminábamos por las calles poco transitadas del centro. Había unas cuantas parejas dando vueltas y saliendo de los restaurantes que estaban cerrando. Las farolas estaban encendidas y cuando mirabas hacia arriba parecían estrellas gigantes contra el manto nocturno.
—Yo también —respondió con una sonrisa brillante—. Fue un gran detalle de tu tío pagar la cena.
Sonreí más para mí que otra cosa.
—Sí, Carlos es muy atento.
Me abracé a mí misma porque no sabía qué hacer con las manos. Con cada paso nos acercábamos más de vuelta a casa, pero volver a mi hogar era la última cosa que quería hacer. Hacía mucho tiempo que no me divertía tanto, que no me sentía tan... ligera. Como si pudiera flotar cada vez que reíamos o Vincent me sonría o fruncía el ceño porque no entendía lo que había dicho. No sabía cuándo había sido la última vez que me había sentido tan cómoda en presencia de un hombre.
Él redujo un poco el paso y buscó mi brazo para entrelazarlo con el suyo.
—Me gustaría que nos viéramos más seguido —susurró de forma casi imperceptible.
Tragué saliva y evité girarme hacia él por más que sentía el peso de su mirada sobre mí. Había tenido algunas relaciones a lo largo de mi juventud, pero ninguna había durado demasiado, y no me arrepentía de haberles puesto un fin: de lo único que estaba segura en mi vida es que no quería pasar el resto de mi vida con alguien que no quería que trabajara y me controlara, o que me tratara como sirvienta. Pero había algunas noches en las que el peso de la soledad era demasiado y envidiaba a mis amigas, casadas y con hijos, porque sabía que ellas tenían alguien que las abrazara por la noche y se sentían protegidas y me odiaba por no haberme aferrado a alguno de esos hombres.
Reuní fuerzas y miré a Vincent. Sus ojos azules eran aplastantes y esperaban una respuesta.
—A mí también me gustaría —respondí al fin con voz queda.
Vincent se detuvo. No me había dado cuenta que habíamos llegado al frente de mi casa. Se paró frente a mí. Nos separaban no más de quince centímetros. Su cercanía hacía que se me enrollara el estómago, pero de la buena manera. No recordé haber sentido algo así jamás.
Él levantó la mano, vacilante, y me acarició el pómulo con el pulgar. Una descarga eléctrica me recorrió hasta la punta de los pies y reprimí el impulso de inclinar el rostro sobre su mano.
—¿Te veré mañana? —pregunté en no más de un susurro y temblando internamente.
Vincent se inclinó y por un momento creí que iba a besarme, pero entonces apoyó los labios sobre mi frente. El fue roce suave como una pluma y no duró más de dos latidos de corazón, se separó y apenas curvó las comisuras de los labios en una pequeña sonrisa.
—Siempre que quieras —respondió de la misma manera.
°°°°°
La respuesta de Lucinda llegó un mes después de que enviara la carta. Cuando el hombre del correo deslizó los sobres debajo de la puerta fue como si volviera a respirar luego de pasar una vida conteniendo el aliento.
Su carta, escrita en un papel arrugado y algo sucio, decía:
Amore mío:
No puedo creer que salgas con un hombre con nombre de perro. En serio. Cuando era niña, mi vecino tenía un perro que se llamaba Vincent. ¿Al menos sabes si le gusta Van Gogh? (Sí, lo sé, fue un mal chiste).
Como sea, ¡estoy tan feliz por ti! Ya me gustaría conocerlo y hablar con él, aunque sea para ponerle los puntos (ya me conoces). Y no puedo creer que ese tío postizo tuyo sea tan descarado como para contarle a Miriam sobre la cita (por cierto, salúdala por mí y dile que extraño su comida como no tiene idea).
Por mi parte, estoy muy cerca de cruzar. El próximo lunes será el gran día (supongo que para cuando leas eso ya habré cruzado o estaré muerta) (Sí, lo sé, ese fue otro mal chiste, pero a veces desearía estar muerta). También estoy atenta a las noticias del puerto. Van y vienen muchos barcos de América, sobretodo del sur. Te juro que me metería en un barco de carne que vuelve a Argentina e iría caminando hasta Guatemala si fuera necesario. De cualquier manera, cuando me llegan las noticias ya es demasiado tarde; no me atrevo a salir de Verense para ir a la costa.
Pronto estaremos juntas, ya lo verás.
Te quiere hasta la luna y de regreso, Lucinda.
PD: Dale un gran beso a Vincent de mi parte. Háganme sentir orgullosa.
PD2: Te mandaré otra carta si es que puedo cruzar."
°°°°°
Por supuesto nos seguimos viendo con Vincent, aunque no tanto como me gustaría. Él me contó que había conseguido un trabajo de albañil y yo comencé a tomar algunas horas extras en la fábrica, por lo que sólo nos quedaban los domingos libres, en los cuales nos encontrábamos religiosamente en el parque y caminábamos o íbamos a tomar algo.
Un domingo lluvioso lo invité a casa. Tenía la suerte de que Miriam se fuera a la casa de una amiga, porque no podría lidiar con sus comentarios entrometidos de vieja chusma.
¿Qué si estaba nerviosa? Dios bendito y todos los santos, verlo sentado en la mesa esperando a que terminara de hacer el café era algo demasiado íntimo, una obra de arte hogareña, que hacía que mi corazón latiera rápido como un colibrí. Llevaba una camisa blanca y unos pantalones marrones simples, por lo que no entendía cómo podía ser tan hermoso. Ese hombre debería ser ilegal.
Momentos después dejé la taza humeante en la mesa y me senté frente a él.
—Te propongo un trato —dije con la mirada fija en la pared detrás de él. Temí que mis mejillas se hubieran coloreado.
Vincent alzó una ceja.
—¿Qué cosa?
—Te ayudaré a perfeccionar tu español si... si me enseñas a hablar en inglés.
Vincent parecía sorprendido y un poco ofendido. Estaba a punto de decir algo más cuando él preguntó con una media sonrisa:
-—¿Tan mal se escucha?
Resoplé por lo bajo y le devolví la sonrisa.
—No es eso... Bueno, sí, eres horrible.
Él se relamió los labios y no me apartó la mirada.
—¿Cuándo empieza? —preguntó.
—¿Ahora?
Sus ojos brillaron.
—¿Tiene papel y lápiz?
Pasamos toda la tarde estudiando. Volví a preparar café a eso de las cuatro de la tarde, cuando la lluvia se hizo más intensa. Vincent resultó ser un profesor muy paciente y no se molestaba cuando no me salía la pronunciación de alguna palabra. Con cada hora que pasaba nos acercábamos cada vez más y más hasta que nuestras rodillas se tocaban y él pasó un brazo por el respaldo de mi silla.
La experiencia de escucharlo hablar en su lengua nativa con fluidez fue inexplicable. Sentía que estaba escuchando un música, hermosa, hermosa música. Y su boca... Dios me perdonara, pero no podía apartar la vista de sus labios cuando modulaba exageradamente para que yo entendiera. Pensé cosas sobre esa boca que una dama no debería pensar, pero en Señor entendería que era imposible no hacerlo. «Gobiérnate, Ariadna, por favor».
Tal vez fueron imaginaciones mías, pero Vincent tampoco sacaba la mirada de mis labios cuando hablaba. Tal vez me estaba volviendo loca, lo cual era muy probable teniéndolo a él a menos de un metro de distancia. No había pasado nada entre nosotros desde esa cita en el restaurante de Carlos, pero el beso que me había dado en la frente quemaba como el primer segundo. Me pregunté si él se sentía igual.
—No abras la boca tanto. Come on, say it with me: "giraffe".
Vincent puso el pulgar debajo de mi mandíbula. Abrí al boca para decir algo y sólo salió un sonido ahogado. Estaba demasiado cerca... descubrí que tenía un lunar en el rabillo del ojo izquierdo y otro en el cuello, justo encima del borde de la camisa, tan pequeños como una mancha de tinta. Él no insistió, sino que deslizó la mano en torno a mi mejilla, delineándome el pómulo con la punta de los dedos. Me quedé sin respiración. Pequeñas corrientes eléctricas se extendían a través de mi piel hasta el centro de mis huesos. Deslicé mi mano por su brazo, firme debajo de la camisa, hasta llegar a su muñeca.
—Ari... —musitó tan bajo que temí que fueran imaginaciones mías.
Nos acercamos lentamente, preguntando, asegurándonos, y cuando nuestras bocas chocaron fue como si un rayo prendiera mi corazón en llamas. Recuerdo haber pensado «Morí, estoy en el Cielo y no quiero volver» mientras posaba mis manos en su cuello y le devolvía el beso.
No fue algo demasiado pasional, pero fue lo suficiente como para que dejara de sentir cualquier parte del cuerpo que no estuviera en contacto con el suyo: los labios, su mano contra mi mejilla, el fino pelo de la nuca contra mis palmas. El mundo desapareció en cada suspiro de nuestras bocas hasta que él se separó y murmuró algo en inglés que no pude entender. Tenía los ojos brillantes y las pupilas dilatadas, era de esperar que yo estuviera en el mismo estado.
—Juro que esto no estaba en mis planes —solté sin siquiera pensarlo.
Vincent rió, contagiándome también, y tomó mi barbilla con dos dedos para trazar un camino de besos desde mi mejilla hasta mis labios.
—No importa —murmuró contra mis labios.
Estaba en el paraíso.
°°°°°
Pocos días después llegó otra carta, muy simple, que rezaba:
"¡Ciao, Suiza!"
Esa tarde lloré de felicidad en el hombro de Miriam durante una hora completa.
°°°°°
Unos cuántos meses más tarde, Vincent pudo comprarse una casa pequeña en el mismo barrio donde había estado construyendo. Cuando me invitó por primera vez, le pregunté dónde había estado quedándose todo ese tiempo y admitió a regañadientes que estuvo viviendo en una pensión y de la hospitalidad de las personas.
Algunas veces que quedé a dormir. Nunca pasamos de unos besos en el sofá, a ambos nos daba algo de vergüenza, aunque podía sentir como nuestros cuerpos reaccionaban a los toques del otro. Luego, simplemente, dormíamos abrazados. Por las tardes libres nos dedicábamos a perfeccionar su español y me sorprendió un poco la rapidez con la que incorporaba nuevas palabras; me recordaba un poco a una máquina tragamonedas.
Un domingo por la mañana decidimos no salir de la cama. Era pequeña, de una sola plaza, por lo que estábamos más que apretados y nuestros rostros se encontraban a unos pocos centímetros en la misma almohada.
Vincent me acariciaba la mejilla con la suavidad de una pluma y me rodeaba la cintura con el otro brazo. Tenía que hacer mis mejores esfuerzos para conservar los ojos abiertos.
—¿A qué le tienes miedo? —le pregunté en un susurro.
La pregunta pareció sorprenderlo ya que detuvo sus caricias por un momento antes de reanudarlas.
—A nada —me respondió con una sonrisa pícara. Por un momento me recordó a un niño en el cuerpo de un adulto.
—Vamos, a algo le tienes que tener miedo —lo presioné.
Cerró los ojos por un momento y cuando creí que se había quedado dormido, respondió:
—A la muerte. Soy cristiano, creo en el Cielo, pero... aun así —su voz cayó.
Pasé los dedos por su cabello rubio. Él cerró los ojos unos segundos y suspiró.
—Yo no tanto —le respondí— Creo en la reencarnación.
—¿Pero eso no es algo... pagan? —dudó un momento.
Me encogí de hombros.
—Lo sé. Pero me parece una idea más reconfortante que la del Cielo. No me gustaría irme de la Tierra, a pesar de todas las cosas malas que pasan. Creo que hay futuro para la humanidad.
Vincent me acercó más a su cuerpo hasta que nuestras narices chocaron.
—Pues yo creo que volveremos a encontrarnos luego de la muerte, sea donde sea.
Su aliento cálido golpeó contra mi rostro y me hizo ruborizar. Cada palabra tierna suya era digna de ser guardaba en un cajón para momentos posteriores.
—¿Sí?
—Ajá.
Alcé la cabeza para darle un corto beso en los labios. Lo sentí sonreír cuando habló:
—Así no me importaría morir, si sé que tú estarás ahí.
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