III
Quizá advertida de su desconcierto, la estudiante nueva no insistió en sustraer más información acerca de la noche cuyo recuerdo el adolescente había catalogado como pesadilla, pero ello no redujo en absoluto la presión en el pecho o la respiración agitada que Levan fue incapaz de apaciguar durante su trayecto de regreso a casa a través de los abetos, la brisa y el aroma del atardecer.
La reprimenda que habían recibido de un exhausto profesor pronto al retiro ya se había disipado en su mente. Todo lo que la ocupaba ahora era la duda sobre la identidad de la muchacha. Y la cosa que lo había visitado. Sombra, como ella la llamaba.
La gaveta permanecía ahí, inmóvil, pero casi palpitaba. Su existencia dolía como una aguja caliente sobre la piel. La incertidumbre de qué hallaría dentro impedía el intento de cualquier otra imagen de asaltar sus reflexiones.
Meditó ante la gaveta cerrada. Su corazón casi parecía retumbar con mayor ímpetu que el estruendo de los truenos de la tormenta que se aproximaba, tan paciente y segura como la muerte.
—Necesito saber quién es ella —le dijo a Rafael por teléfono—. No importa el porqué, luego te explicaré; pero es imprescindible que descubra de dónde viene.
—No encuentro nada sobre dónde vivía —se rindió su amigo al cabo de una hora—, pero estoy bastante seguro de dónde vive ahora, por si te interesa.
La casa que Milas habitaba estaba a solo tres calles de Levan: una casona olvidada que en más de una ocasión había ilusionado a ingenieros ambiciosos y refugiado a drogadictos intrépidos que le temían menos de lo que Levan le temió cuando se detuvo frente a su pórtico.
—¿Hola? —llamó, golpeando la puerta con los nudillos.
Hacía pocas horas había anhelado huir de aquella chica, y en esos momentos la buscaba. Una parte de él aún deseaba correr, pero tenía demasiadas preguntas.
Un llanto tenue se escuchó desde el otro lado de la puerta. Cuando la empujó sin delicadeza, reparó en que estaba abierta. El interior de la casona reflejaba su aspecto exterior: el caos y la oscuridad dominaban casi cada rincón de la estancia.
Los sollozos se intensificaron un instante, y luego desaparecieron. Solo el rechinar de la madera podrida bajo sus pasos acompañó a Levan a través de los corredores de la casona. Bajo apenas rasguños de luz, los rostros de las personas en los cuadros asemejaban criaturas expectantes macabras. Le recordaban al visitante.
Una cortina desgarrada escondía la entrada a la última habitación. La deslizó a un lado con una mano temblorosa y espió a través de la rendija con ojos muy abiertos. Tras ella aguardaba una docena de cajas vacías repartidas entre cables recortados, esponjas, recipientes plásticos desgastados y un cilindro lleno de un líquido negruzco.
En medio, ataviada aún en el uniforme gris de la escuela, Milas empezó a llorar nuevamente.
—¡Se nos acaba el tiempo, Levan! —exclamó.—. Pensé que había más, pero no. Se nos acaba el tiempo.
—Gasolina —respondió, arrugando la nariz, cuando el hedor le llegó entre todos los demás aromas. Se sintió mareado.
—Tenemos que quemarla, Levan —le dijo—. Tenemos que quemar a la sombra antes de que sea tarde.
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