II
A la mañana siguiente, Levan se convenció de que los eventos de la madrugada habían sido parte de una terrible y vívida pesadilla al advertir que su ventana no estaba rota, pero su intento de acopiar el valor suficiente para abrir la gaveta en la que la silueta había depositado el arma fue inútil. Debía estar vacía, después de todo.
Acudió a la escuela como cualquier otro día. Las campanadas del torreón central lo apremiaron a correr a su aula. Dentro, con los rostros demacrados por el temor de encarar el último año, sus compañeros aguardaban. Su único amigo, Rafael, apenas le dedicó un vistazo cargado de desánimo antes de ofrecerle un apretón de manos.
—Menuda tormenta la de anoche, ¿no? —comentó.
—Yo no sentí nada —confesó Levan—, aunque es cierto que la calle ha amanecido empapada.
—Y que lo digas. —Se desperezó mientras la profesora se acomodaba al lado de la pizarra, acompañada de una adolescente menuda de cabello voraginoso—. ¿Quién es esa?
Se trataba de una nueva alumna. Tras una breve introducción en la que pidió que la llamaran Milas, se escabulló entre los uniformes grises de cada pupitre para sentarse junto a Levan, que ni siquiera intentó dialogar con ella.
La curiosidad de los demás por la chica nueva se disipó para dar paso a la usual animadversión que mostraban por lo que les rodeaba. Algunos garabateaban en sus cuadernos, intentando dibujar los últimos retazos que les quedaban de sueños antes de alcanzar la madurez para la que estaban siendo preparados.
El profesor de historia dictaba una clase monótona sobre cosas que sucedieron hace mucho y muy lejos cuando Milas empezó a canturrear en un susurro casi inaudible:
—Te veré en una noche oscura, cuidado con que te quiebren el cuello...
Repitió la frase diez, quince, veinte veces. A Levan lo azotó de pronto un nerviosismo incontenible. Deseaba callarla. Arrancarle la lengua. Buscó a su amigo, esperando hallar comprensión, pero solo él estaba lo bastante cerca como para oírla cantar.
Treinta segundos después, se incorporó con brusquedad al reconocerse incapaz de soportar el cántico un instante más.
—¡Cállate! —le gritó a la chica, que se limitó a sostenerle la mirada.
—¿Qué sucede aquí? —se alarmó el profesor, aproximándose.
—¡Dígale que se detenga de una maldita vez! —profirió Levan, exaltado.
Ignoró las decenas de pares de ojos que giraron a observarlo sin demasiado interés. Al menos Milas ya no cantaba. Por su parte, la adolescente escondió cualquier emoción que acaso experimentase cuando se exculpó ante el profesor:
—No sé de qué está hablando.
La oficina del coordinador académico se encontraba en el pabellón más antiguo de la escuela, en el que la cerámica lucía resquebrajada y el piso se agrietaba más tras los temblores de cada año. El coordinador académico, como buen directivo de posición ligeramente elevada, se había ausentado sin razón aparente. Por ello, a Levan le tocó esperar sobre una banca de madera podrida durante quince minutos a tan solo unos metros de Milas, que disimulaba la incomodidad de la situación sin inconvenientes.
En un momento de lucidez y franqueza, Levan habló:
—Lo lamento, ¿sabes? No fue mi intención asustarte. Es solo que me pusiste nervioso.
—No pasa nada, Levan —contestó ella. Al cabo de una pausa, añadió—: Sé que una sombra te visitó anoche. He venido de tierras lejanas persiguiéndola. Necesito saber qué fue lo que te dijo.
De cierto modo, no le sorprendió.
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