10.

Vienen por nosotros, parte 2

El peor momento para una mente ajetreada es ese en que el cuerpo se rinde, donde ya la consciencia no da abasto y decide ceder ante la invitación de una cama suave y una almohada mullida que promete, al menos por la brevedad de algunas horas, disipar los problemas.

Todo aquello que mantiene la consciencia alerta se obliga a sublimarse, convirtiéndose en imágenes absurdas que, de una manera u otra, pretender ocupar el inconsciente, para obligarnos a entrar en otro ciclo de desvelo.

Lena consideró tomar un par de pastillas para dormir, pero ya era muy tarde; solo conseguiría un despertar obligado y moroso. Así que hizo lo posible por dormir.

El hotel no era lujoso, más bien la típica construcción diseñada para familias viajando con un presupuesto mínimo. Una cama doble con suficiente espacio para moverse sin tropezar y un baño diminuto con una tablilla en la cual se encontraban toallas y una cafetera.

—Me niego a tomar té de closet de baño —trató de animarse con un intento de humor—, ya es suficiente sobrevivir con café de hospital. Como diría Zuri: «No hay que tentar a la vida».

Mientras se movía del baño a la cama, se detuvo frente a la puerta de conexión, no sin antes apagar la luz. No quería que Key, de estar despierto, notara su sombra contra la luz que entraba desde la alcoba.

Al parecer, Sutherland tampoco podía conciliar el sueño. El hotel tenía pisos de madera y, dado que él no tenía razón para disimular, su presencia y sus pasos se escuchaban claros. Su voz también. Por un instante, Lena pensó que estaba hablando con alguien, y se sintió culpable de husmear. Luego tuvo la sensación de estar interrumpiendo algo más íntimo, un rezo, tal vez. No podía distinguir las palabras, pero sí le fue fácil asignarles un patrón repetitivo.

Desconocía si Key era un hombre de iglesia. Tenían una cantidad de cosas por descubrir, pero algo era seguro. Los Sutherland eran Presbiterianos y ningún protestante que valiera su peso iba a ser sorprendido haciendo una oración repetitiva.

—«Soy una idiota» —pensó, tratando de entretenerse. Con mucho cuidado, pasó la mano sobre la aldaba que conectaba las puertas. Le daba paz pensar que, de tener que pasar de un lado a otro, solo tenía que dar vuelta al pomo, sin molestar a nadie.

Una vez en la cama, notó que había dejado la cortina entreabierta, las luces de la ciudad en la distancia y uno que otro auto en movimiento, parecían ir y venir, cuando la unidad de aire acondicionado movía la tela.

—«Vale, despertar con la primera luz del día es mejor que con la alarma.»

Shhh. El inesperado abrir de la cortina le dio la impresión de que alguien le estaba pidiendo guardar silencio.

—Lena. O. Lena. Ssss. —Escuchó su nombre, y su apodo, seguido por un siseo musical, y la sensación de encontrarse en una situación de peligro la obligó a abrir los ojos.

—¿Key?

Sutherland estaba de pie, frente a la ventana. La luz que entraba de la carretera, unida al efecto de una luna llena, hacía que su silueta se viera de forma clara. Llevaba la ropa que trajo del hospital. No prestó atención al escuchar su nombre, solo siguió escribiendo, sobre las marcas de condensación en el cristal.

Sus dedos se movían con destreza, haciendo trazos largos en ángulos cerrados, patrones que, al repetirse, creaban una vibración en el vidrio que le recordaba el avance del agua en un riachuelo.

En un instante, era el hombre cercano a los treinta con quien recién comenzaba a reconectar, en otros, era el niño cuyo rostro no había podido olvidar en los últimos veinte años. Fue precisamente ese, su amigo de la infancia, quien respondió a su insistencia.

El pequeño Key, se volteó para mirarla, y sus ojos eran un espejo de luz ambarina. Su sonrisa, a la cual faltaban algunos dientes de leche, se convirtió en algo angular y deforme, negando las curvas suaves que definen la infancia.

—¡Púdrete, Lena! —dijo, entre carcajadas, su voz era el eco de un espíritu vengativo que había esperado décadas para llevarla a juicio.

Sin dejarla decir palabra, señaló a la pared contra la cual estaba respaldada la cama.

La melodía, que combinaba sonidos de vida y muerte, fue en ascenso, hasta abrir una fisura en el techo, desde donde una forma sombría comenzó a abrirse paso con dificultad. Sus patas largas se movían de forma deliberada, como si la criatura entendiera que, a su alrededor, se estaba concibiendo un ritmo grotesco, el cual debía seguir.

No era una araña, se sentía como algo que, tras milenios de observación, trataba por primera vez de imitar la forma de un arácnido, adaptándolo a la necesidad de crear una criatura más efectiva. El cuerpo era alargado en demasía y brillaba con tonos de obsidiana que reflejaban la luz. En lugar de ocho ojos, tenía solo dos, cubiertos por una sustancia gelatinosa, que se hacía más dura con cada parpadear.

La grieta comenzó a ensancharse solo para mostrar las verdaderas dimensiones de la criatura, que contaba con más de ocho patas, algunas de las cuales tomaban la forma de brazos humanos extendidos. Abrió una boca descomunal, destilando veneno. Cada gota que cayó sobre su piel, la quemó hasta el hueso...

Lena despertó con un grito en la garganta, corrió de inmediato hacia la puerta de conexión y tocó, presa de la agitación creada por la pesadilla, sin pensar en que podía interrumpir el sueño de los huéspedes en cuartos cercanos.

Key abrió la puerta casi al instante, y al verlo, por primera vez, Lena recordó que él fue parte de su pesadilla. Se congeló, mirándolo con ojos desorbitados. Esta vez Sutherland no esperó a tener su consentimiento. La atrajo hacia él, envolviéndola en un abrazo. No la dejó ir, hasta que sintió que su piel ya no estaba pegajosa y fría, y el pánico dio lugar a un respirar tranquilo sobre su pecho.

—Fue una pesadilla, Lena. No tienes ni siquiera que contarla. Fue una pesadilla y nada más. Si me preguntas, diría que no sería normal que no las tuvieras.

Ya recuperada, Lena se separó del abrazo. Entró en consciencia de que apenas vestía un pijama corto que le llegaba a medio muslo y que Key, contrario a como apareció en su sueño, solo llevaba unos pantalones de sudadera.

Volteó sobre sus talones, y se abrazó a sí misma, caminando de vuelta a la cama.

—¿A dónde crees que vas? —preguntó Sutherland, recostándose del marco de la puerta.

—A dormir, o a intentar dormir.

—Hagamos un trato. —Key caminó hacia su habitación, apareció con una camisa puesta, una colcha y un par de almohadas, las cuales acomodó en el centro de la cama—. Es una habitación doble y tú tienes la cama matrimonial. Hay espacio para ambos. Soy una piedra durmiendo, excepto cuando alguien comienza a gritar y a correr como un pollo sin cabeza en la cercanía. Así que, quedarme aquí, nos garantiza a los dos una buena noche. A la cama, Lena.

Se dejó caer sobre el lado que asumió le correspondía e inmediatamente la acusó de quedarse el mejor colchón en un negocio en el cual ella no había elegido. La hizo sonreír.

—Lena —preguntó, mientras apagaba la lámpara de noche—; no pude evitar notar que llevas el cuarzo contigo. No pensé que lo hubieses conservado durante todo este tiempo. Cuando estemos de vuelta en Grafton, debemos ver a Ray Walker. Él puede reemplazar el collar con uno de cuero, igual al original.

—Pensé que ibas a pedírmelo —contestó ella, aliviada. Mover el cuarzo sobre la cadena de plata se había convertido en un ritual que la ayudaba a centrarse.

—No me hace falta. No es que se trate de una prenda de compromiso, o una herencia familiar. Te queda bien. Mejor que a mí. Por más que lo intento, el rosa no es mi color. —Se acercó a ella lo suficiente como para tocar la piedra—. Buenas noches, y no se te ocurra robar mi sábana.

Lena se quedó dormida casi al mismo tiempo que Key. Antes de hacerlo, se aseguró de cerrar las ventanas, y la puerta que conectaba las habitaciones. Lo menos que necesitaba era una excusa externa para soñar otro disparate.

Tras las puertas cerradas, en la habitación de Sutherland, el aire acondicionado permaneció encendido, pero no pudo evitar que los puntos de condensación en la ventana, que imitaban rasgos largos y angulares, desaparecieran con la salida del sol.

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