49. El Delirio del Príncipe.

XLIX
El Delirio del Príncipe

La luz ocultaba la paz que había formado


LYSANDER

Era increíble la forma en la que la vida volvía a su punto de inicio, un círculo, un ciclo repitiéndose.

Mientras estaba ahí, tirado en el suelo de las mazmorras, cubierto de pis y aspirando el moho y óxido de las celdas, todavía podía reconocer la sensación de estar atrapado en la oscuridad de la torre.

Otra vez, volvía a ser encerrado por alguien que buscaba quitarme el derecho al trono.

Otra vez, las sombras eran mis únicas compañeras susurrando.

Otra vez, Raelar Sinester me había engañado para hacerme caer en la red de secretos que había tejido por años.

Años atrás...

Él había sido el único que entró a verme en tres días, cuando los demás sirvientes solo entraban para dejarme bandejas de agua y comida que se apilaban una sobre otra en la mesa.

La habitación estaba a oscuras, no le temía a eso, la falta de luz, parecía llevarse mis problemas lejos, como si no existieran al no verlos.

Hasta que un halo de claridad asomó con la figura elegante de Raelar Sinester.

──¿Por qué no estás comiendo, Lysander?

──Porque no tengo hambre, señor.

Él abrió la puerta detrás de sí, entrecerré mis ojos, la luz ocultaba la paz que había formado.

──Tres días sin hambre.

No volví a responder, porque mi madre me había enseñado a que siempre debíamos ser educados, ante todas las situaciones poner tu mejor cara, un regalo para ti y la gente que te trata.

Como no se me ocurría ningún regalo de amabilidad para darle, decidí callar.

──Ya veo, tu madre te ha educado bien, supongo que has tenido una buena educación. ¿Sabes quién soy?

──Raelar Sinester, el príncipe que rechazó su trono, por el que Valtaria no tiene sucesor.

──Ya veo, pero sí lo tiene, un rey que se niega a comer y pasa los días encerrado en la oscuridad de su habitación.

Para esa parte de la conversación, Raelar ya se había sentado a la mesa, su figura recortando la luz del pasillo.

Abrí mis ojos en sorpresa, porque a esa edad mi imaginación había corrido en una sola dirección, sin mucho más preámbulos.

──¿Soy el príncipe?

──El rey ──me corrigió──. El rey al que debo mantener a salvo, pero que se niega a comer.

Me puse de pie, como si despertara de un largo sueño, el hormigueo en mis extremidades me hizo notar la cantidad de tiempo que había pasado sin hacer nada, solo en el entumecimiento.

──Entonces... Eres mi hermano.

Me sostuve a la mesa, Raelar me sirvió un vaso lleno de agua, y tragué con fuerza, notando lo reseco de mi garganta y la sed que parecía tragarme.

──Primero bebe.

Así lo hice, no solo porque quisiera escuchar el relato de mi hermano, sino porque mi cuerpo no había aceptado mi huelga de hambre con la misma resistencia.

El hecho de que me dieran las tres comidas diarias y a reloj, fue suficiente para suponer que quién me tenía ahí debía poner cierto valor en tenerme con vida.

La risa de Raelar pareció iluminar un poco más la habitación.

──Parece que tenemos un pequeño revolucionario en la familia, no pareces haber sacado la inteligencia de tu padre.

Cuando el miedo fue el suficiente como para no dejarlo tomar mi mente, entendí que necesitaba respuestas y que tendría que pelear por ellas.

El respeto que me desmostró mi hermano fue un cosquilleo cálido en el pecho.

──¿Por qué me tienen aquí?

──Porque debemos cuidar al rey, la ciudad no está siendo segura ahora.

Antes de que pudiera formular otra de las muchas preguntas que tenía, Raelar empujó el plato de pato asado con arvejas hacía mí, y mi estómago me hizo perder de forma vergonzosa.

Me senté para devorar el plato con un hambre voraz y una total falta de modales, que hubiera hecho rodar los ojos a mamá.

──¿Dónde está mi madre?

──Sigue en el teatro, y estará feliz si cuando te ve encuentra a su hijo y no a un flacucho escuálido.

Estuve de acuerdo con eso.

Raelar siguió respondiendo a mis preguntas, mientras yo llenaba el hambre de tres días, y en algún momento cinco sirvientes entraron a la habitación para encender las velas.

Para la hora del sueño, estaba demasiado eufórico con todas las historias como para dormir, pero Raelar me convenció de que el día siguiente sería largo, porque empezaríamos a instruirme para ser un verdadero rey.

Dormí soñando con esa historia, con la fábula de que yo era un héroe como esos de las historias que leía, donde un muchacho cualquiera resultaba ser el rey de una nación o el caballero que la salvaba de algún temible enemigo.

Crecí rodeado de historias y cuentos, atrapado en la versión onírica de la vida que solo se comparte entre versos y se respira en retratos, con todo eso, estaba claro que sería fácil engañarme para hacerme partícipe de su mentira.

Porque lo único que quería Raelar Sinester era una réplica suya lo suficientemente estable como para poder manejarla a su antojo.

Cuando desperté, Raelar volvió a ser el único que vi en la oscuridad, pero ahora las llamas contenían su figura como la de una presencia demoníaca, su verdadera cara.

──¿Vienes a regodearte en lo que hiciste?

──Vine a darte una opción ──simplificó, siempre el práctico Raelar──. Puedes abdicar el trono y reestablecer tu matrimonio en Val Velika con Feryal, todavía necesitaremos aliados en el sur.

──¿En verdad crees que soy capaz de dejarte el camino fácil?

──Creo que solo quieres lo mejor para tu gente ──me cortó──, solo que no sabes dárselo, sé que cuando veas que lo mejor para Valtaria es esto, vas a desistir de cualquier idea estúpida. Eres abnegado.

──Me enseñaste que valgo tan poco que cualquier cosa que pongas por enfrente vale más que yo, es diferente.

Cerró sus puños alrededor de los barrotes.

──Te hice el gobernante perfecto.

──¿Entonces por qué estoy ahí y no en el trono?

──Porque fuiste a la guerra por la hija del tipo que mató a tu madre.

Tiré de las cadenas para alcanzarlo, me retorcí como un lobo rabioso, irracional, no me importó, solo quería desgarrarle la cara de lugar.

──¿Qué piensas hacer con ella?

──Puedo liberarte, Lysander ──Su voz grave tembló solo un momento──. Dame la mano y hagamos el pacto, te permitiré irte, el pueblo lo verá como una forma de fortalecer nuestras fronteras.

──Vete a la mierda.

──No me hagas hacer esto.

──¿Qué? ¿Matarme? ¿No serías capaz?

──Por Valtaria sí ──sentenció──. Como tú mataste al rey Aeto.

Presioné mis dientes con fuerza, sabiendo que el monstruo tenía razón.

No importaba cuánto odiara a Raelar, él había sabido tallarme a su semejanza, de forma más asertiva de la que quería admitir.

──Por favor, Lysander, eres mi sangre, no quiero verte herido.

No reía con demasiada frecuencia, no es que no encontrara cosas lo suficientemente absurdas, solo que ninguna me despertaba esa sensación de incredulidad suficiente como para no verla posible.

Eso desapareció al escuchar decir a Raelar Sinester que se preocupaba por alguien más que él mismo.

La risa seca escapó de mi garganta, retumbando en la celda hasta desquiciarme.

──¿Cómo lo harás? ──exigí──, ¿piensas envenenarme? Decir que un espía de Val Laserre me asesinó, al rey que quería paz ──ironicé su tono condescendiente──. Tu excusa perfecta, el mártir que necesitas, el trono y la razón para atacar, casi demasiado perfecto.

──No tiene por qué ser así y lo sabes ──Pero sus palabras no traslúcian ninguna emoción.

──Vete, Raelar, y ruega no volver a verme.

──Lo siento, Lysander.

Me rehusé a responder, y un momento después él se había ido. Llevándose todo rastro del respeto que le tuve alguna vez, que había combustionado hasta no ser más que odio.

Por un momento pensé en Eskandar, en esa noche en Selaeri, en todas las veces en la que tendría que haber tomado su opinión e intentar entenderla, comprenderlo, ponerme en su lugar.

No había sabido comprender sus razones, actué con soberbia y como si me debiera obediencia por ser su rey, porque yo hacía lo que ─según mis propios estándares─ era correcto.

Igual que Raelar había hecho conmigo.

Me pregunté si Eskandar me odiaba, si Feryal podría guardar alguna vez un poco del compañerismo que nos habíamos tenido, si Ela o Anya serían capaces de verme alguna vez como su digno líder, de elegirme.

Y, sobre todo, si Astra sería capaz de perdonarme por no decirle lo mucho que la amaba y haberla hecho bailar en mis juegos.

Presioné los barrotes hasta que mis nudillos fueron blancos, pero cualquier intento fue en vano.

Voces llegaron desde el pasillo.

──No puede pasar sola.

──Pues acompáñeme.

La voz de la mujer era cantarina y risueña, en comparación al tono grave y confundido del hombre.

──Es que no debería estar aquí.

──Nadie debería estar aquí ──le cortó──. Este lugar es una porquería.

──Señorita.

──Anya, identifica las celdas.

Ella apareció en la luz como lo más parecido que vería a la imagen de un ser celestial. Por su expresión de pasmo, yo debía parecer lo contrario.

──Tú ──ordenó antra Verena al guardia──. Abre esta celda, ahora.

El soldado observó a Anya como si esperara ayuda.

──Ya oíste a la dama, vamos.

Una vez fuera me sobé las muñecas con cuidado, escuché el golpe del guardia cuando Anya lo arrojó a la celda.
Me acomodé el cuello de la chaqueta.

Las sombras temblaron en el pasillo.

Antra Verena me observó con animadversión, por un momento me vi tan confundido como cuando estaba metido en ese hoyo oscuro.

──Que quede claro, moi saerev ──agregó la sacerdotisa con su usual misticismo──, que esta no es una liberación, sino otro secuestro.

Estaba tan agotado como para darle conformidad a cualquiera de las opciones.

──Siempre que no tenga que cagar en el mismo piso en el que duermo será una avance.

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